Noviembre 1: Solemnidad
de Todos los Santos
La fiesta de Todos los Santos es originaria
de la Iglesia Oriental. San Juan Crisóstomo tiene una homilía en su honor
en el siglo cuarto. San Gregorio Nisseno había celebrado solemnidades
junto a las tumbas de los Santos. En el 411 el calendario siríaco nos habla de
una conmemoración de los confesores. En 539 en Odesa, el 13 de mayo se habla de
una memoria de mártires de toda la tierra. La fiesta fue acogida en Roma cuando
el papa Bonifacio IV transformó el Panteón, dedicado a todos los Dioses del
antiguo Olimpo, en una iglesia dedicada a la Virgen María y a “Todos los
Santos”. Esto sucedió el 13 de mayo del 609. Alcuino, maestro de Carlomagno,
fue uno de los propagadores de la fiesta. El era un inglés de York ; los
celtas consideraban el primero de noviembre un día de solemnidad porque marcaba
el comienzo de la estación invernal. Se piensa por esto que el traslado de la
fiesta del 13 de mayo al primero de noviembre, fue determinado por influencias
anglosajonas y francesas, en 1475, bajo el pontificado de Sixto IV.
Santos son aquellos que han alcanzado la
recompensa del cielo: pobres en espíritu, mansos, atribulados, justos,
misericordiosos, puros, pacíficos y perseguidos a causa de Jesús. Todos santos,
innumerables santos, como dice claramente el libro del Apocalipsis.
Por lo tanto, la santidad no es rara, de
santos está lleno el cielo. Los santos no son solamente los que recordamos en
el calendario, que ciertamente ya son muchos, pero representan una pequeñísima
cantidad frente al número de los que, como dice san Juan, “nadie puede contar”
sino Dios. En el calendario, la Iglesia ha señalado los nombres de algunos de
los que se han salvado por los méritos de Jesús. Hoy es, pues, la gran fiesta
de la Iglesia triunfante, que se goza con la innumerable asamblea de los
salvados alrededor del trono de Dios, mientras, como dice San Juan, “todos
los ángeles gritan: ‘La bendición y la gloria, la sabiduría y la acción de
gracias, el honor, el poder y la fuerza de nuestro Dios, por los siglos de los
siglos”.
Alegrémonos pues en el Señor en esta
solemnidad de todos los santos. Con nosotros se alegran los ángeles y alaban en
coro al Hijo de Dios. Hoy el Señor nos da el gusto de contemplar la ciudad del
cielo, la santa Jerusalén, que es nuestra madre, donde la asamblea festiva de
los santos nuestros hermanos glorifica eternamente su nombre. Hacia la patria
común, nosotros, peregrinos sobre la tierra, apuramos nuestro camino en la
esperanza, gozosos por la suerte gloriosa de estos miembros elegidos de la
Iglesia que nos ha dado como amigos y modelos de vida. Dios, única fuente de
toda santidad, admirable en todos los santos, nos conceda llegar también
nosotros a la plenitud de su amor y pasar de esta tierra de exilio y de este
valle de lágrimas al triunfo festivo de la vida inmortal.
Hoy es una fiesta cara al corazón de todo creyente, porque recordamos
las personas que han concluido santamente el curso de la vida terrena. Ellas
nos aman más perfectamente que antes y ante el trono de Dios oran y siguen
preocupándose por nosotros. Esperemos con ansia el momento feliz en que
podremos volver a abrazarnos con ellos para compartir con ellos la alegría y la
gloria de la visión de Dios en el Paraíso.
Noviembre 2: Conmemoración
de todos los fieles difuntos
La conmemoración de los Fieles Difuntos el
2 de noviembre tuvo su origen en el monasterio benedictino de Cluny, en Francia.
El Papa Benedicto XV en el tiempo de la primera guerra mundial concedió a cada
sacerdote la facultad de celebrar tres misas y a los fieles el ganar la
indulgencia plenaria para sufragio por los difuntos.
En los ritos fúnebres por sus hijos la
Iglesia celebra con fe el misterio eucarístico, con la confiada esperanza de
que los que por el bautismo han sido hechos miembros de Cristo muerto y
resucitado, a través de la muerte pasen con él a la vida. Pero es necesario que
su alma sea purificada antes de ser acogida en el cielo con los santos y
elegidos, mientras el cuerpo espera la feliz esperanza de la venida de Cristo y
la resurrección de los muertos.
La muerte sigue siendo para el hombre un
misterio profundo. La muerte del cristiano se integra con la muerte de Cristo.
El prefacio de la misa de los muertos tiene un acento de humana dulzura y de
divina certeza: “En Cristo brilla para nosotros la esperanza de la
resurrección, y si la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa
de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos no termina,
se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una morada
eterna en el cielo”. La vida terrena es preparación para la celestial, es un
período de formación, de luchas y de primeras opciones. En su muerte el hombre
se encontrará frente a Cristo y será la opción definitiva. Cristo espera con
los brazos eternamente abiertos al hombre que se decide por él, en su amor
encontrará el gozo pleno e infinito.
Con San Francisco, la muerte se vuelve
dulce hermana, que nos arranca de las luchas y preocupaciones de este mundo y
nos introduce en una vida nueva. El 3 de octubre de 1226 en Santa María de los
Angeles, tendido desnudo sobre la desnuda tierra, en espera de su encuentro con
Cristo, con sus hermanos, juglares del buen Dios, tuvo la fortaleza de cantar:
“Alabado seas mi Señor por nuestra hermana la muerte corporal!”.
Podemos hacer alguna cosa por nuestros muertos: no están lejos de
nosotros. Los muertos en el abrazo de Dios pertenecen a la comunidad de los
hombres de la Iglesia. La oración por los difuntos es una tradición en la
Iglesia. La celebración de la Santa Misa, el lucrar las indulgencias, la
recitación del rosario, la práctica del Via Crucis, la limosna, toda obra
buena, son otros tantos sufragios eficaces por las almas que están todavía en
el purgatorio Los muertos ya no pueden hacer nada para sí mismos, pero por
nosotros pueden hacer mucho. Santa Teresa de Avila asegura que obtuvo muchas
gracias por la intercesión de las almas del purgatorio. Más que monumentos en
los cementerios, los muertos esperan de nosotros oraciones. Dales, Señor, el
eterno descanso, y brille para ellos la luz eterna. Descansen en paz. Amén.
Noviembre 3: Beata
Margarita de Lorena. Viuda, religiosa de la Segunda Orden (1463‑1521).
Aprobó su culto Benedicto XV el 20 de marzo de 1921.
Margarita de Lorena, duquesa de Alençon,
nació en 1463 en Vaudémont, Francia. Fue educada en la corte por el buen rey
Renato de Avignon y su texto de estudio fue la “Leyenda Aurea” y las Vidas de
los Santos, de lo cual sacó tal provecho espiritual, que a los 10 años de edad
soñaba con ser ermitaña. En 1480 cuando regresó de Lorena, su cuñada asumió el
encargo de continuar su educación en forma igualmente piadosa.
A los 10 años, durante un paseo en el
bosque, Margarita se ocultó con algunas coetáneas, y despertó preocupación
entre las personas del séquito. Cuando al anochecer la encontraron, confesó que
había querido darse a la vida eremítica. Era todavía adolescente cuando murió el
abuelo. Habiendo regresado a Lorena, un año después se casó con el duque de
Alençon, que también se llamaba Renato. La vida de los dos esposos no fue
fácil, porque los desastres de la guerra de los 100 años angustiaban al pequeño
ducado. Peor fue cuando murió Renato de Alençon, dejando a Margarita viuda a
los 32 años de edad, con tres hijos todavía de tierna edad.
Desde entonces como mujer fuerte se dedicó
a la educación de los tres huérfanos, que sus parientes quisieron sustraer a su
tutela. Pero ella supo hacerlos crecer entre los más prometedores y admirados
jóvenes de sangre regia y finalmente óptimamente casados.
Una vez libre de la obligación para con sus
hijos, Margarita de Lorena quiso también librarse del peso del ducado, llevado
con escrupulosa abnegación durante los 22 años de viudez. De sus bienes
personales hizo tres partes: una destinada a los pobres, otra para la Iglesia,
y una tercera para su propio sustento. Luego se retiró al castillo de Essai,
que se convirtió en un verdadero monasterio en estrecho contacto con las
clarisas de Alençon. El obispo de la diócesis debió invitar a la duquesa a
moderar su celo ascético, que la llevaba no sólo a pasar casi enteras las
noches despierta en oración, llevando cilicios, ayunando largamente, sino también
a disciplinarse con extremo rigor para probar algo de la Pasión de Jesús, como
ella misma solía decir.
Cediendo a las exhortaciones del obispo, Margarita aceptó cambiar de
método: se dedicó a curar las llagas de los enfermos en un dispensario abierto
por ella en Mortagne. Finalmente ingresó entre las pobres clarisas de Argentan,
deseosa de compartir la durísima vida de las hijas de Santa Clara. Después de
dos años de ejemplar y austera vida franciscana, enfermó y se preparó para la
muerte. Murió como una verdadera clarisa el 2 de noviembre de 1521 a la edad de
58 años. Sobre el pecho se le encontró una cruz de hierro con tres puntas que
se clavaban en su carne.
Noviembre 4: San Carlos
Borromeo. Obispo y cardenal, de la Tercera Orden (1538‑1584).
Canonizado por Pablo V el 1 de noviembre de 1610.
Carlos Borromeo es uno de los más grandes
obispos de la historia de la Iglesia, grande por su caridad, grande por su
doctrina, grande por su apostolado, pero grande sobre todo por su piedad y
devoción. “Las almas – solía decir – se conquistan con las rodillas”, es decir,
con la oración y oración humilde. San Carlos Borromeo fue uno de los
mayores conquistadores de almas de todos los tiempos.
Nació en Arona en 1538 en la roca de los
Borromeo, señores del Lago Mayor y de las tierras rivereñas. Era el segundo
hijo del conde Gilberto y por tanto, según el uso de las familias nobles, fue
tonsurado a los doce años. El joven tomó la cosa en serio, estudiando en Pavía
dio de inmediato muestras de sus dotes intelectuales. Llamado a Roma, fue hecho
cardenal a los 22 años. Los honores y las prebendas llovieron abundantes sobre
su capelo cardenalicio, pues el papa Pío IV era tío suyo. Amante del estudio,
fundó en Roma una academia, según la costumbre de la época, llamada de las “Noches
Vaticanas”. Enviado al concilio de Trento fue allí, según la relación de un
embajador, “más ejecutor de órdenes que consejero”. Pero se mostró también como
un formidable trabajador, un esforzado de la pluma y el papel.
En 1582, muerto su hermano mayor, habría
podido pedir la secularización para ponerse a la cabeza de la familia. Pero
permaneció en el estado eclesiástico y fue consagrado obispo en 1563, a los 25
años de edad. Entró triunfalmente en Milán, próximo campo de su actividad
apostólica. Su arquidiócesis era extensa tanto como un reino, comprendía
tierras lombardas, vénetas, genovesas y suizas. El joven obispo visitó todos
los rincones, preocupado por la formación del clero y por las condiciones de
los fieles. Fundó seminarios, edificó hospitales y hospicios. Gastó a manos
llenas las riquezas familiares a favor de los pobres. Amante de la pobreza
quiso seguir el ejemplo de San Francisco de Asís inscribiéndose en la
Tercera Orden y viviendo según esta espiritualidad.
Defendió los derechos de la Iglesia contra
los señores y los poderosos. Restableció el orden y la disciplina en los
conventos con tal rigor que un fraile indigno llegó a dispararle un tiro de
arcabuz mientras oraba en su capilla. Por fortuna la bala no lo hirió.
Durante la terrible peste de 1576 su actividad se desplegó
prodigiosamente, como organizador de la asistencia a los enfermos, curados
personalmente por él. El 3 de noviembre de 1584, el titánico obispo de Milán
sucumbió bajo el peso de su insostenible trabajo. Tenía solamente 46 años y
dejaba a los milaneses el recuerdo de su santidad heroica.
Noviembre 5: Beatos
Miguel Kizaemon y Lucas Kiiemon. Mártires japoneses de la Tercera Orden
(† 1627). Beatificados por Pío IX el 7 de julio de 1867.
Una de las características del apostolado
de los misioneros en tierras del Japón era el rodearse de activos colaboradores
para el apostolado y las diversas necesidades. Los japoneses, al poseer
perfectamente la lengua, conociendo las instituciones y las costumbres de los diversos
lugares, eran preciosa vanguardia de los misioneros. La catequesis de niños y
de los adultos en el período de catecumenado como preparación para el bautismo
generalmente era confiada a catequistas japoneses. La asistencia a los enfermos
en los hospitales o en las casas privadas, la ayuda a los pobres, los orfanatos
para acoger a los niños abandonados o sin padres eran encomendadas a estos
maravillosos cristianos, que repetían en el Japón los prodigios de los
cristianos de la primitiva Iglesia.
Los mejores catequistas, los más formados
espiritualmente, los que mostraban indicios de vocación, eran admitidos a la
Tercera Orden o inclusive, a la Primera Orden. Y así más ligados al apostolado
misionero e imbuidos del espíritu franciscano trabajaban con mayor diligencia.
Entre estos catequistas y terciarios franciscanos, hoy recordamos a
Miguel Kizaemon y Lucas Kiiemon.
Miguel Kizaemon nació en Conga, de padres
japoneses, los cuales desde pequeño lo abandonaron. Fue acogido por los
cristianos y confiado a la Santa Infancia, donde recibió el bautismo y una
educación cristiana. De joven, fue entregado a un mercader español. Más tarde
pasó a la misión y fue acogido por el franciscano Padre Rojas, quien lo inició
en los estudios, lo hizo su catequista, y, a petición suya, lo inscribió en la
Tercera Orden franciscana. De Boniba, a donde había ido por motivos
catequísticos, regresó a Nagasaki junto con su queridísimo amigo, también él
activo catequista, Lucas Kiiemon, con quien trabajó para la gloria de Dios y el
bien de las almas de 1618 a 1627. En tiempos de furiosa persecución religiosa,
dada la pericia que tenían como carpinteros, trabajaron en la construcción de
refugios para esconder y salvar a los misioneros.
Por estas múltiples actividades suyas, fueron reconocidos como
cristianos, arrestados y llevados a la cárcel, donde pasaron varios meses. El
16 de agosto de 1627 fueron sacados de la cárcel, llevados a Nagasaki y
conducidos hasta la colina santa o monte de los mártires. Allí fueron
decapitados y así, con la palma del martirio, alcanzaron la gloria del cielo.
Noviembre 6: Beato
Pablo de Santa Clara. Religioso y mártir japonés, de la Primera Orden
(† 1622). Beatificado por Pío IX el 7 de julio de 1867.
Pablo de Santa Clara es un discípulo amado
del Beato Apolinar Franco, jefe del grupo de los mártires japoneses de aquel
año y Ministro provincial del Japón. Prestó servicio en calidad de catequista y
llevó a cabo toda su diligente actividad bajo la dependencia de los
franciscanos en la evangelización, la enseñanza del catecismo a niños y a
adultos, en la asistencia y el cuidado de los enfermos en las casas privadas y
en los hospitales. Estaba siempre a disposición del Padre Apolinar Franco para
cuanto era necesario para el apostolado y para los trabajos internos de la casa
religiosa, como servicios de cocina, sacristía en la iglesia, aseo de la casa.
Pablo tenía un gran deseo de hacerse
religioso franciscano. Varias veces lo había expresado al Beato Apolinar, pero
siempre se había aplazado la fecha de la vestición. Los caminos del Señor son
maravillosos; también a Pablo le llegaría el día tan deseado. Se había
desencadenado la persecución religiosa con gran furor, misioneros y cristianos
eran apresados, metidos en la cárcel y condenados a muerte. Con el Beato Apolinar
Franco fue arrestado también Pablo, y conducido junto con los otros misioneros
y cristianos a la cárcel de Omura.
En la cárcel Pablo renovó a su superior la
petición de ser admitido a la Orden de los Hermanos Menores. Entonces se llevó
a cabo una conmovedora y sugestiva ceremonia que nunca se olvidará. Junto a
nuestro Pablo estaban otros dos cohermanos suyos, que eran admitidos al año de
noviciado. Fray Pablo de Santa Clara será su nuevo nombre, su estado, religioso
laico. Fue un verdadero año de noviciado con programas bien definidos, como se
desarrolla en una comunidad religiosa normal: oración en común, recitación del
breviario y del rosario y mucha alegría en medio de los dolores de una cárcel.
Una vida religiosa que tuvo como epílogo el martirio.
El 2 de septiembre de 1622 fue sellada la sentencia de condena a muerte.
Fray Pablo de Santa Clara fue sacado de la cárcel y llevado junto con sus
cohermanos a Omura, donde estaba listo el calvario para los confesores de la
fe. Una turba de paganos y de cristianos hizo cortejo a los condenados a
muerte, entre aplausos por parte de los cristianos e insultos por parte de los
paganos. Fueron condenados a ser quemados vivos. Así alcanzaron la gloria del
cielo con la palma del martirio.
Noviembre 7: Beata
Elena Enselmini. Virgen y religiosa de la Segunda Orden (1208‑1242).
Aprobó su culto Inocencio XII el 29 de octubre de 1695.
Elena Enselmini nació hacia 1208 de noble
familia paduana. Cuando en 1220 San Francisco de Asís, al regresar del
oriente, se detuvo en Padua y fundó el monasterio de las clarisas de Santa
María de Arcella, una de las primeras en entrar fue Elena, de apenas 13 años.
Fue el mismo Santo quien cortó las trenzas de la niña y recibió su profesión.
Llevaba diez años de vida en el claustro y
de altísima perfección en la estricta observancia de la regla, era para sus
cohermanas ejemplo de piedad, de penitencia y de laboriosidad, cuando en 1230
fue atacada por una gravísima enfermedad que la tuvo en cama durante 15 meses
entre espasmos indecibles y fiebres altísimas. Cuando San Antonio llegó a
Padua como ministro provincial, conoció a Elena, la cual, desde aquel momento
gozó de la dirección y de los consuelos espirituales del ardiente predicador y
superior. Entre las dos almas se formó de inmediato un nudo de santa amistad
espiritual formada por intercambios y ayudas mutuas: Antonio daba a la heroica
paciente la ayuda de su consejo; en cambio Elena en sus enfermedades
corporales, el mérito de sus sufrimientos, haciéndose así ella misma misionera
de deseo y de amor. En aquella situación tuvo el consuelo y la guía de
San Antonio, el cual estuvo en Padua en los años 1227, 1229, 1230 y 1231 y
en Arcella murió el 13 de junio de 1231. Poco después de la muerte del Santo,
la enfermedad quitó a Elena la palabra y la vista y le impidió recibir
cualquier alimento, de modo que vivió los últimos tres meses sin alimento ni
bebida. Conservó empero la conciencia. Podía por lo tanto seguir las lecturas
de la Sagrada Escritura y de las vidas de los Santos y darse cuenta de las
solemnidades de la liturgia. De esta manera la meditación de las cosas oídas,
especialmente de la Pasión de Cristo, se transformaba en visión que la abadesa
le ordenaba hacer conocer de alguna manera a las cohermanas.
Durante seis años la vida de la clarisa fue una experiencia luminosa y
gozosa, a pesar de los rigores materiales, las privaciones y las durezas. Pero
hacia los veinte años sobrevino el período de las tinieblas. Tinieblas aun en
el sentido físico con malestares y enfermedades, pero sobre todo tinieblas del
alma probada por la duda y la aridez espiritual. Era tentada a creer que todo
era inútil, que la salvación eterna se le negaría para siempre. Pero aun en los
momentos de mayor desorientación, Elena se aferró a las certezas, a la fe y a
la obediencia. Con la tenacidad de una voluntad bien templada logró
reconquistar la paz y la certeza de que la Providencia guiaba su destino hacia
lo mejor. Murió en Padua el 4 de noviembre de 1242 a los 34 años de edad.
Noviembre 8: Beato
Juan Duns Escoto. Sacerdote, doctor sutil y mariano (1265‑1308). Juan
Pablo II aprobó su culto el 20 de marzo de 1993.
Juan Escoto nació en Duns, en Escocia,
hacia 1265, entró en la Orden de los Hermanos Menores hacia 1280 y fue ordenado
sacerdote el 17 de abril de 1291. Completó los estudios entre 1291 y 1296 en
París. Luego enseñó en Cambridge, Oxford y París, como bachiller, comentaba las
“Sentencias” de Pedro Lombardo. Tuvo que abandonar la universidad, por no haber
querido firmar una apelación al Concilio contra Bonifacio VIII, promovida por
Felipe el Hermoso, rey de Francia. Regresó allí el año siguiente para obtener
el doctorado, con una carta de presentación del Ministro general de la Orden,
Padre Gonzalo Hispánico, que había sido su maestro, en la cual lo recomendaba
como plenamente docto “sea por la larga experiencia, sea por la fama que se
había extendido por todas partes, de su vida laudable, de su ciencia excelente
y del ingenio sutilísimo” del candidato.
A fines de 1307 Juan Duns Escoto estaba en
Colonia, donde enseñó. Quizás no hay doctor medieval más sobresaliente que este
franciscano escocés, que estudió en Oxford, enseñó en París, fue expulsado por
Felipe el Hermoso porque no quiso firmar la apelación antipapal y murió en
Colonia, a la edad en que los otros filósofos comienzan a producir, como si la
llama del pensamiento le hubiese quemado la juventud. El título de “Doctor
Sutil” que le dieron, dice toda su sublimidad. Sus teorías sobre la Virgen y
sobre la encarnación obtienen después de siglos la confirmación en el dogma de
la Inmaculada Concepción y en el culto a la realeza de Cristo. Elabora el
misticismo pensante de San Buenaventura. Escoto es un metafísico y un
teólogo.
Empleó su agudeza de ingenio en la
sistematización de los grandes amores de San Francisco: Jesucristo y la
Virgen Santísima. La posteridad también lo ha llamado “Doctor del Verbo
Encarnado” y “Doctor Mariano”. Tuvo numerosos discípulos y muy pronto llegó a
ser y siguió siendo el jefe de la escuela franciscana, que se inició con el Beato
Alejandro de Hales, se desarrolló con San Buenaventura, doctor Seráfico de
la Iglesia, y llegó a su culminación en el Beato Juan Duns Escoto. Su doctrina
está en perfecta armonía con su espiritualidad.
Después de Jesús, la Virgen Santísima ocupó el primer puesto en su vida.
Duns Escoto es el teólogo por excelencia de la Inmaculada Concepción. El
estudio de los privilegios de María ocupó un puesto importantísimo en su vida.
En una disputa pública, permaneció silencioso hasta que unos 200 teólogos
expusieron y probaron sus sentencias de que Dios no había querido libre de
pecado original a la Madre de su Hijo. Por último, después de todos, se levantó
Juan Duns Escoto, tomó la palabra, y refutó uno por uno todos los argumentos
aducidos contra el privilegio mariano; y demostró con la Sagrada Escritura, con
los escritos de los Santos Padres y con agudísima dialéctica, que un tal
privilegio era conforme con la fe y que por lo mismo se debía atribuir a la
gran Madre de Dios. Fue el triunfo más clamoroso en la célebre Sorbona,
sintetizado en el célebre axioma: “Potuit, decuit, ergo fecit (Podía, convenía,
luego lo hizo)”. En Colonia, donde enseñaba, murió el 8 de noviembre de 1308.
Noviembre 9: Beata
Juana de Signa. Virgen reclusa de la Tercera Orden (1244‑1307). Pío VI
concedió en su honor oficio y misa el 17 de septiembre de 1798.
La parte más antigua de la ciudad de Signa,
en lo alto del cerro, de aspecto medieval, se llama comúnmente “la Beata”.
Recuerda y honra así a diario a la Beata de Signa por antonomasia, la Beata
Juana. Nació en Signa en 1244, hija de padres humildes, y como Santa Juana de
Arco y Santa Bernardita de Lourdes, en su juventud fue pastora sencillísima, de
vida y alma sin mancha. A veces reunía junto a sí a otros pastores y les
hablaba de las cosas del cielo y del amor a las virtudes.
Hacia los treinta años pudo realizar su
ideal de vida religiosa haciéndose reclusa voluntaria a ejemplo de la Beata
Veridiana, reclusa de Castel Fiorentino. Después de haber recibido de los
Hermanos Menores en Carmignano el hábito de la Tercera Orden Franciscana, se
hizo encerrar entre paredes en una celdita junto al río Arno. Allí permaneció
en penitencia durante cuatro decenios. Desde aquel estrecho refugio derramó
dones de misericordia sobre cuantos recurrían a ella: sanó enfermos, consoló
afligidos, convirtió pecadores, iluminó a dudosos, ayudó a los necesitados. Su
fama perdura hasta nuestros días debido también a los milagros póstumos y a las
gracias recibidas.
Las leyendas pintorescas sobre Juana se
refieren a su juventud como pastora. Una, por ejemplo, dice que durante las
tempestades y los aguaceros, ella reunía su rebaño junto un gran árbol, que
prodigiosamente era librado de la lluvia, del granizo y de los rayos. Por eso,
cuando se acercaba la tempestad, los otros pastores corrían a donde ella con
sus animales. Juana aprovechaba aquellas ocasiones para enseñar a sus
compañeros con palabras sencillas y eficaces el modo de salvar su alma y de
merecer el Paraíso.
Otras veces cuando el río Arno crecido
impedía el paso de una a otra orilla, a Juana se le vio extender sobre las
aguas amenazadoras su rojizo manto y sobre él atravesar el río, como si fuera
una barca segura.
Juana vivió como reclusa una vida más angelical que humana. De la
caridad de los fieles recibía lo necesario para la vida. Se ejercitó en la más
rigurosa austeridad en la ferviente oración, en la asidua contemplación, en
estáticos coloquios con su amado. El Señor glorificó la santidad de su sierva
fiel con numerosos prodigios realizados especialmente en favor de enfermos,
para los cuales obtenía de Dios la curación del cuerpo y del alma. Murió en su
celda, a los 63 años, el 9 de noviembre de 1307. Se dice que en el momento de
su muerte las campanas de las iglesias sonaron a fiesta para solemnizar el
ingreso de Juana a la gloria del cielo.
Noviembre 10: Beata
Angela Salawa (1881‑1922), Terciaria francisana. Doméstica. Beatificada el
13 de agosto de 1991 por Juan Pablo II, en Cracovia.
Hija de Bartolomé Salawa y Eva Bochenek,
campesinos pobres pero religiosos, nació el 9 de septiembre de 1881 en Siepraw,
región muy árida e improductiva, distante 18 kilómetros de Cracovia.
Angela era la menor de nueve hermanos,
nació y creció desnutrida, débil y enfermiza, era un tanto desobediente y
caprichosa. Hizo los dos años de escuela posibles en el lugar, y aprendió a
leer, pero no mucha ortografía. Piadosa, aficionada a leer buenos libros. A los
12 años comenzó a trabajar al servicio de vecinos en oficios de hogar. A los 16
años, en busca de trabajo, se trasladó a Cracovia, donde ya residía su hermana
Teresa. Esta le ayudó a conseguir su primer trabajo, pero los dos primeros años
debió cambiar de empleo frecuentemente. Ingresó a la Asociación de Santa Zita,
de las empleadas de hogar. En los primeros tiempos era vanidosa y frívola, y no
muy piadosa, y mientras su hermana, según ella, iba de afán camino del cielo,
ella también quería llegar, pero “despacito”. Sin embargo, siguió fiel a sus
prácticas de piedad, y a sus deberes religiosos, quizás un tanto
rutinariamente. Los consejos de su hermana y la prematura muerte de ésta, la
movieron a cambiar de conducta y a tomar más en serio su vida. Bajo impulso
sobrenatural abandonó la frivolidad en sus diversiones y en su presentación
personal, de modo que, presentándose impecablemente, lo hacía solamente movida
por su dignidad de hija de Dios. Comenzó a progresar en la piedad, poco a poco
se fue corrigiendo hasta llegar a convertirse en consejera de sus compañeras.
Con cierta frecuencia visitaba a su familia. Pensó algún tiempo en ingresar a
un monasterio. Después de consultarlo con su confesor, hizo voto de castidad
perpetua. Poco a poco comprendió que su vocación era sufrir con Cristo, y la
aceptó resueltamente, pero consciente de su debilidad. Oraba largamente ante el
Santísimo Sacramento y leía libros de alta mística tomando notas de los puntos
prácticos que hallaba. Por orden del confesor comenzó a llevar un “diario”,
para consignar sus vivencias místicas, facilitar las consultas y abreviar sus
confesiones. Encontró al fin condiciones favorables de trabajo, llevaba ya
cerca de ocho años trabajando con una pareja de esposos sin hijos. Su confesor
estable, cansado de las intrigas de personas envidiosas, e inclusive de las
calumnias movidas contra Angela, se negó bruscamente a atenderla en confesión,
y públicamente la sacó de la fila del confesionario. Una mujer, en plena
iglesia, le dio una bofetada; ella soportó pacientemente estas dolorosas
humillaciones. La señora en cuya casa trabajaba, enfermó gravemente y murió,
asistida por Angela. Después de esto, dos parientas del viudo pasaron a vivir
con él, y comenzaron a hacerle difícil a Angela la vida y el trabajo. Al
sentirse abandonada, de repente siente que Jesús le dice: “¿Hija, por qué te
preocupas? Yo no te he abandonado”. Toma como director espiritual a un padre
jesuita, el cual la acompaña en su proceso hasta el fin. Para seguir más de
cerca de Cristo pobre y crucificado, se hace terciaria franciscana el 15 de
marzo de 1912, y hace su profesión el 6 de agosto de 1913.
Mientras dispone de trabajo, ayuda a los enfermos en los hospitales, a
los pobres y a sus compañeras necesitadas. En el otoño de 1916 es expulsada del
trabajo, acusada de ladrona. Las enfermedades la agobian, la necesidad la
acosa, y las envidiosas la persiguen, insultan y calumnian. Consigue algunos
trabajos pasajeros, pero en mayo de 1917 ya no puede trabajar más. En un primer
momento se acoge al hospital de Santa Zita, como cumplida socia que había sido.
Pero también allí la calumnia y la envidia la persiguen, y decide irse a vivir
sola, logra alquilar una pequeña pieza dónde vivir. Allí, en medio de los
sufrimientos, tiene algunas visiones de Jesús que la conforta pero también la
corrige. A veces puede con gran dificultad ir a la iglesia y comulgar; pues una
envidiosa, acusándola de fingir la enfermedad, había logrado impedir que los
franciscanos le llevaran la comunión a su vivienda. Ofrece sus sufrimientos por
la libertad de Polonia, su patria ocupada. En octubre de 1920, participa con
ayuda de sus compañeras en una peregrinación a Chestochowa, que ellas
organizaron para orar a la Virgen de Jasna Gora. A finales de 1920 hasta casi
mediados de 1921 sufre terribles dolores, con crueles tentaciones de
desesperación, ella acepta todos sus “queridos tormentos”, para unirse a Cristo
en su pasión. Cristo la conforta con algunas visiones, pero luego viene otro
período de tentaciones diabólicas, sugestiones alternativas de desesperación y
de orgullo y presunción. Por fin viene una última etapa de consolación, y
finalmente muere con una envidiable paz del corazón el 12 de marzo de 1922.
Noviembre 11: Beato
Gabriel Ferretti. Sacerdote de la Primera Orden (1385‑1456). Aprobó su culto Benedicto XIV
el 19 de septiembre de 1753.
Gabriel Ferretti nació en Ancona hacia el
año 1385, hijo de los condes Liberotto y Alvisa Sacchetti. A los 18 años contra
la voluntad de sus padres tomó el hábito de los hermanos Menores en el convento
anconitano de San Francisco ad Alto, donde se consagró totalmente a Dios
emitiendo los votos de pobreza, castidad y obediencia.
En el silencio de su eremitorio, todo
concentrado en Dios en el ejercicio de la vida religiosa profundizó en el
estudio de las ciencias teológicas. Ordenado sacerdote se dedicó al apostolado
entre pobres y enfermos y pronto fue considerado el Padre de Ancona.
Las virtudes y dotes de Gabriel llamaron la
atención de los superiores, que en 1425 lo eligieron guardián del convento de
San Francesco ad Alto. No sólo restauró y engrandeció el convento, sino
que se distinguió en la heroica asistencia a los apestados en los años 1425 y
1427. Los Hermanos Menores de la Provincia Seráfica de las Marcas, reunidos en
capítulo, en 1434 lo eligieron Ministro Provincial. Contribuyó eficazmente a
propagar la fiel observancia de la regla franciscana en las Marcas. El
Pontífice Eugenio IV le concedió amplias facultades para abrir nuevos
conventos, como en Santa María de las Gracias en San Severino Marcas,
San Nicolás en Ascoli Piceno y la Anunciación en Osimo. Además, a pesar de
las múltiples y pesadas ocupaciones, continuó interesándose por el convento de
San Francisco ad Alto y sus conciudadanos de Ancona.
En 1438, por sugerencia de su íntimo amigo
San Jaime de la Marca, fue llamado por el Ministro general Padre Guillermo
de Casale a predicar en Bosnia, donde ya anunciaban la divina palabra el mismo
San Jaime de la Marca y otros religiosos. El consejo comunal de Ancona,
temiendo verse privado de la amorosa asistencia de su santo fraile, suplicó que
se le volviera a dejar en Ancona, petición que fue acogida. Así el Beato
Gabriel permaneció en las Marcas continuando su asistencia a los pobres y
enfermos de su ciudad.
Alma eminentemente mariana, tenía una tierna
devoción a la Sma. Virgen y difundió ampliamente la corona franciscana de las
siete alegrías de la Bienaventurada Virgen María. La Virgen recompensó el amor
filial de su siervo con apariciones y dulces coloquios. También Dios mismo
quiso premiar las virtudes de su siervo con el don de la profecía y de los
prodigios. Una sobrina suya de nombre Casandra, imposibilitada para caminar, se
dirigió a su santo tío. Este oró, luego trazó un signo de la cruz sobre la
articulación afectada y la enferma quedó curada.
Gabriel terminó su virtuosa y laboriosa existencia a los 71 años en el
convento de Ancona el 12 de noviembre de 1456, asistido por San Jaime de
la Marca, quien en el funeral exaltó las virtudes del santo cohermano.
Noviembre 12: Beato
Juan de la Paz. Ermitaño de la Tercera Orden (1270‑1340). Aprobó su
culto Pío IX el 10 de septiembre de 1857.
De Juan de la Paz se tienen noticias
biográficas en tres dísticos colocados sobre su tumba. En resumen se afirma que
fue un retoño de noble estirpe, que vivió primero como ermitaño en una selva
solitaria, que volvió luego por amor de Dios a su ciudad y que allí construyó
una iglesia dedicada a la Sma. Trinidad y un oratorio a San Juan
Evangelista.
Juan Cini nació en Pisa hacia 1270. Se le
llamó “de la paz”, por haber vivido largamente en un eremitorio cerca de la
“puerta de la paz”, de Pisa. En su juventud tuvo una educación y formación
verdaderamente cristiana. En efecto encontramos su nombre entre los primeros
pisanos que abrazaron la Tercera Orden de la penitencia, poco antes instituida
por el Poverello de Asís para la santificación de los fieles. Fue también
soldado de la república de Pisa. En 1305 pasó de la vida militar a la vida de
la penitencia y caridad. Iluminado por la gracia de Dios, reflexionó en su vida
pasada como soldado, sintió gran dolor por todo lo malo que había hecho y tomó
la resolución de apartarse del mundo para llorar sus culpas y seguir a Jesús en
la penitencia.
Se propso reactivar “La Pía casa de la
misericordia” con el fin de aliviar los sufrimientos de los pobres, alojar a
los peregrinos y dedicarse a todas las obras de caridad. Pero el ideal de Juan
de la Paz no se limitó a la “Pia casa de la misericordia”, su aspiración era la
vida eremítica. Por tanto, en una celda junto a la Puerta de la Paz se consagró
a la penitencia y a la oración para obtener de Dios el perdón de sus culpas e
implorar sobre sus conciudadanos, con mucha frecuencia agitados por sangrientas
luchas, la tan anhelada paz. Por varios años Juan dio lustre a su ciudad con el
esplendor de las virtudes; su nombre estaba ya en labios de todos. Siempre
afable y caritativo, se prodigaba por el bien de todos.
Dios lo quiso padre espiritual de numerosos discípulos que siguieron su
ejemplo, fueron llamados “Ermitaños Terciarios Franciscanos”. En 1330 el
arzobispo de Pisa entregó a éstos el eremitorio de Santa María della Sambuca,
que bajo su dirección floreció de nuevo en santidad. El Beato Juan dejó allí un
grupo de sus ermitaños y regresó a su oratorio junto a la puerta de la Paz; se
hizo construir una celdita, donde pasaría el resto de sus días llevando una
vida más celestial que terrena. Al llegar a la edad de 70 años, consumido por
las austeridades se preparó para la muerte, la cual esperó como dulce hermana.
El 13 de noviembre de 1340 desde su celda de recluso voló al cielo.
Noviembre 13: San Diego
de Alcalá. Religioso de la Primera Orden (1400‑1463). Canonizado
por Sixto V el 2 de julio de 1588.
Diego de Alcalá nació hacia 1400 en
San Nicolás de Puerto, Andalucía, España. Deseoso de soledad y de
penitencia, siendo muy joven aún, llevó por varios años vida eremítica junto a
la iglesia de San Nicolás de su pueblo natal. A la oración y a la
contemplación unía el trabajo en el huerto y la confección de cestas de mimbre
y pequeños utensilios de uso doméstico, cuyo pago le servía para ayudar a los
pobres.
La fama de su santidad se había extendido
por los pueblos vecinos y la gente lo veneraba. Maduró su propósito de entrar
entre los Hermanos Menores. Fue al convento de Arizal poco lejos de Córdoba, y
allí hizo el noviciado como religioso no clérigo. Vivió ocupado en oficios
modestos en diversos conventos de la provincia religiosa, hasta que en 1441 fue
enviado a las Canarias para evangelizar a los nativos, recaídos en
supersticiones idolátricas. La obediencia lo hizo aceptar el guardianato del
convento de Fuerteventura, para el que fue elegido en 1446. Trabajó con
particular celo en la defensa de los indígenas de la rapacidad de los
conquistadores, quienes le produjeron no pocas dificultades y contrariedades,
tanto que en 1449 pidió regresar a España. De allí, en 1450, emprendió viaje a
Roma en compañía de su cohermano Alfonso de Castro, para ganar el jubileo y
asistir a la canonización de San Bernardino de Siena.
Al convento de Aracoeli donde se alojaban
los dos religiosos, entró la epidemia que azotó a Roma aquel año. Los frailes,
que eran muchos, cayeron casi todos enfermos. Diego se prodigó en cuidados,
uniendo a los cuidados humanos carismas divinos, sea para curar, como para
proveer el alimento necesario, que escaseaba, no obstante las provisiones de la
autoridad pública. Fue heroico su apostolado caritativo en socorrer enfermos y
oprimidos por la carestía que se unió a la peste, a muchos curó al contacto de
sus manos mojadas en el aceite de la lámpara de la Virgen.
Al volver a su patria vivió en varios
conventos antes que la muerte lo llevara a la eternidad en Alcalá de Henares,
cerca de Madrid, el 12 de noviembre de 1463 a los 63 años de edad. La fama de
la santidad de vida de este humilde fraile, unida a los numerosos milagros que
Dios obraba por su intercesión, movió a Sixto V a inscribirlo en el catálogo de
los santos hermanos franciscanos el 2 de julio de 1588.
Diego dio nuevo esplendor a la figura de los humildes y sencillos hermanos
que en los primeros tiempos fueron el gozo y la gloria de San Francisco,
aquellos que en el silencio y en la penitencia ganaban almas para Cristo. Es
venerado por los religiosos no clérigos de la Orden Minorítica como su especial
patrono.
Noviembre 14: Santos
Nicolás Tavelic, Deodato de Rodez, Pedro de Narbona
y Esteban de Cuneo, († 1391) sacerdotes y mártires de la Primera
Orden. Canonizados por a Pablo VI el 21 de junio de 1970.
Nicolás Tavelic (1340-1391) es el primer croata canonizado. Su figura se destaca
grandemente en el ambiente de su tiempo. Nació hacia 1340 en la ciudad dálmata
de Sebenic. Siendo adolescente entró en la Orden de Hermanos Menores y ya
sacerdote fue enviado como misionero a Bosnia, donde se prodigó por cerca de 12
años por la conversión de los Bogomiles, patarenos balcánicos, junto con
Deodato de Rodez. Hacia 1384 ambos se dirigieron a Palestina, donde se juntaron
con otros dos cohermanos, Pedro de Narbona y Esteban de Cuneo. Todos cuatro
entregaron su vida como mártires de Cristo.
Nicolás y los tres cohermanos,
permanecieron en Jerusalén en el convento de San Salvador, en estudio y
oración. Después de larga meditación, Nicolás proyectó una empresa audaz. La
empresa estaba en el espíritu de San Francisco, movido por el Espíritu
Santo, por el celo de la fe y por el deseo del martirio. Se trataba de anunciar
públicamente en Jerusalén ante los musulmanes principales la doctrina de
Cristo.
Deodato
(† 1391) nació en una ciudad francesa que en los textos originales latinos
de la mayor parte de los autores es llamada “Ruticinium”, identificada con la
actual ciudad de Rodez, sede episcopal. Todavía joven se hizo hermano
menor y fue ordenado sacerdote en la Provincia franciscana de Aquitania.
En los años 1372‑1373, el vicario general
Padre Bartolomé de la Verna había hecho un llamamiento para conseguir
religiosos para una particular expedición misionera a Bosnia. Una bula de
Gregorio XI del 22 de junio presentaba en aquel momento buenas perspectivas
para el progreso en la verdadera fe de aquellas zonas devastadas por la herejía
de los Bogomiles, una secta hereje de fuerte tinte maniqueo, que a los errores
dogmáticos unía en sus principales representantes una rígida austeridad de
vida.
A Deodato de Rodez lo encontramos en este
campo de actividad, en compañía de Nicolás Tavelic. Fue a Bosnia para responder
al deseo del Vicario general y del Papa Gregorio XI, en las mismas
circunstancias en que fue Nicolás de Tavelic. De este encuentro entre los dos
santos nace una fraternal e íntima amistad, que los sostiene por doce largos
años en medio de dificultades y fatigas comparables a las de los grandes
misioneros de la Iglesia. Una relación pormenorizada, la “Sibenicensis”
describe esta venturosa expedición apostólica de Bosnia junto con la relación
de su martirio.
Hacia 1384 ambos se trasladaron a
Palestina, donde encontraron otros dos cohermanos: Pedro de Narbona y Esteban
de Cuneo, con quienes compartieron las actividades apostólicas y la palma del
martirio.
Pedro de Narbona, de la provincia de los Hermanos Menores de Provenza, por varios años
adhirió a la reforma surgida para una mejor observancia de la regla de
San Francisco, reforma iniciada en 1368 en Umbría por el Beato Paoluccio
Trinci. En poco tiempo se difundió en la Umbría, las Marcas, tanto que en 1373
contaba con una decena de eremitorios. Era un movimiento de fervor que tendía a
renovar la forma primitiva de la vida franciscana, especialmente en el ideal de
la pobreza y en el ejercicio de la piedad. Que Pedro de Narbona haya llegado de
Francia meridional a los eremitorios umbros, es indicio del fervor religioso de
su espíritu y esto proyecta una luz singular sobre toda su vida precedente a su
permanencia en Jerusalén.
Esteban nació
en Cuneo en el Piamonte y se hizo Hermano Menor en Génova, en la
provincia religiosa de la Liguria. Durante ocho años trabajó activamente en
Córcega, como miembro de la vicaría franciscana corsa. Podemos decir que de
este modo hizo un buen noviciado apostólico. Pasó luego como misionero a Tierra
Santa, donde el 14 de noviembre de 1391 selló con el martirio la predicación
evangélica. Junto con los tres compañeros, quería demostrar que el islamismo no
es la verdadera religión. Cristo Hombre‑Dios, no Mahoma, era el enviado de Dios
para salvar a la humanidad.
El 11 de noviembre de 1391 después de
intensa preparación los cuatro misioneros realizaron su proyecto. Salieron
juntos del convento llevando cada uno un papel o pliego escrito en latín y en
árabe. Se dirigieron a la mezquita, pero mientras querían entrar fueron
impedidos. Interrogados por los musulmanes qué querían, respondieron: “Queremos
hablar con el Cadi para decirle cosas muy útiles y saludables para sus almas”.
Les respondieron: “La casa del cadi no es aquí, vengan con nosotros y se la
mostraremos”.
Cuando llegaron a su presencia, abrieron
los papeles y los leyeron, explicándoselos y presentando con firmeza sus
propias razones. Dijeron: “Señor cadi y todos ustedes aquí presentes, les
pedimos que escuchen nuestras palabras y pongan mucha atención a las mismas,
porque todo lo que les vamos a decir es muy provechoso para ustedes, es
verdadero, justo, libre de todo engaño y muy útil para el alma de todos
aquellos que quieran ponerlo en práctica”. Luego hicieron una prolongada
relación que ilustraba la verdad del mensaje evangélico de Cristo, el único en
quien está la salvación y demostraron la falsedad de ley de Mahoma. Se reunió
una enorme turba de mahometanos, primero asombrados, luego irritados,
finalmente hostiles. Nunca se habían oído ante una turba de musulmanes
semejantes afirmaciones contra el Corán y contra el islamismo. Al oír este
discurso pronunciado con fervor de espíritu por los cuatro Hermanos, el Cadí y
todos los presentes se airaron grandemente. Comenzaron a llegar innumerables
musulmanes.
El Cadi entonces dirigió
la palabra a los cuatro religiosos en estos términos: “¿Esto lo han dicho
ustedes en pleno conocimiento y libertad, o en un momento de exaltación
fanática, sin el control de la razón como tontos o locos? ¿Han sido enviados a
hacer esto por el Papa de ustedes, o por algún rey cristiano?”. A tal pregunta
los religiosos respondieron: “Nosotros hemos venido aquí enviados por Dios. Por
tanto si ustedes no creen en Jesucristo y no se bautizan, no tendrán la vida
eterna”. Fueron condenados a muerte y el 14 de noviembre de 1391 fueron
asesinados, despedazados y quemados.
Noviembre 15: Sierva
de Dios María de la Pasión. Religiosa de la Tercera Orden Regular (1839‑1904).
Fundadora de las Franciscanas Misioneras de María. En proceso de beatificación.
Elena Chapotin, nació en Nancy, Francia, el
21 de mayo de 1839 y murió en San Remo (Imperia) el 15 de noviembre de
1904. Después de muchas pruebas ingresó entre las religiosas de María Reparadora,
en Tolosa, en 1865; al año siguiente partió para la India, donde fue superiora
y luego Provincial de la Misión de Medura, en donde hizo florecer de nuevo las
obras y las multiplicó con incansable celo. Llamada a Roma en 1877, con la
bendición de Pío IX fundó la nueva congregación de las Hermanas Franciscanas de
María (víctimas, adoratrices y misioneras) que en 1885 fue agregada a la Orden
Franciscana Regular bajo la obediencia de los Hermanos Menores. En 1896 León
XIII aprobó sus constituciones, escritas por la fundadora. Gobernó su Instituto
hasta su muerte, multiplicando las casas y las obras con una rapidez y firmeza
que parecen milagrosas por toda Europa y sobre todo en las misiones.
La víspera de su muerte decía: «Si el
Instituto fuera obra mía, moriría conmigo. Pero es obra de Dios!». Siguiendo
sus huellas las Franciscanas Misioneras de María aceptan gozosas ofrecer su
propia vida para completar lo que falta a la Pasión de Cristo. Repetía:
«Nuestra patria es todo el género humano». Sus hijas están prontas a ir a todas
partes para vivir y testimoniar el Evangelio, especialmente en los países y en
los lugares donde la Iglesia está menos presente, en medio de los pobres y
desheredados. De la sangre de las siete santas mártires de China en 1900 a los innumerables
sacrificios oscuros, inclusive cruentos, de tantas otras misioneras, entre
ellas la beata María Asunta Pallotta, a lo largo del tiempo ellas han pagado
con su vida su consagración a los pueblos y a los países envueltos en sucesos
dramáticos.
Para asegurar a este ideal un apoyo sólido
y profundo, la Fundadora se vuelve hacia el santo cristocéntrico: Francisco de
Asís. El Pobrecillo la había atraído en lo íntimo desde su juventud. Cuando
ella pudo injertar en el antiguo tronco de la Familia Franciscana la nueva
plantita que Dios había suscitado por su medio, para recibir de ella una
participación mayor de espíritu evangélico, de pobreza, de simplicidad gozosa,
sintió que por fin había realizado plenamente su propio carisma y la voluntad
de Dios sobre ella y su obra.
De esta savia y este espíritu se nutren todavía hoy las 9.000
franciscanas misioneras de María, de 63 nacionalidades, que en más de 73 países
de los cinco continentes prosiguen la obra de María de la Pasión. La extrema
diversidad de sus orígenes, lenguas, mentalidades, actitudes, la vastísima gama
de sus compromisos apostólicos, encuentran en torno a Cristo Palabra y Pan, una
comunión en la diversidad que, a través del tiempo y del espacio, es una
característica fundamental del Instituto de las Franciscanas Misioneras de
María.
Noviembre 16: Beato Luis
Guanella. Sacerdote de la Tercera Orden (1842‑1915). Fundador de los Siervos de la
caridad y de las Hijas de Santa María de la Providencia. Beatificado por Pablo
VI el 25 de octubre de 1964.
Luis Guanella nació en Fraciscio, Sondrio,
el 19 de diciembre de 1842, el noveno de trece hijos. Desde niño aprendió una
fe viva y operante, un constante amor al trabajo y una gran caridad para con
los pobres.
Pasada su niñez entre sus montes siempre
nostálgicamente amados, fue alumno del Colegio Gallio de Como, frecuentó
después, para los estudios eclesiásticos, los seminarios diocesanos,
distinguiéndose por la angélica piedad, amabilidad de carácter y
aprovechamiento en las disciplinas escolares. Ordenado sacerdote el 26 de mayo
de 1868, estuvo encargado de cura de almas en Prosto y en Savogno, en Val
Chiavena, donde construyó una escuela elemental, y enseñó en las escuelas, por
cuanto tenía un diploma de maestro. Multiplicó las iniciativas benéficas a
favor de los pobres y con entusiasmo organizó la acción Católica juvenil,
fundada en 1867 por Juan Acquaderni y Mario Fani. En 1875 fue a Turín, a donde
Juan Bosco, de quien aprendió el camino de la santidad y el método
pedagógico. Se vinculó con los votos religiosos a la sociedad salesiana. Pero
en 1878 fue llamado por su obispo a la diócesis, fue nuevamente párroco en
Traona, Olmo y Pianello Lario, donde en 1885 sonó la hora de la misericordia
con la primera fundación de las obras soñadas de tiempo atrás a favor de los
pobres abandonados.
Este sacerdote valteliense, en la escuela
de los santos de su tiempo: Juan Bosco, José Cafasso, José Benito Cottolengo,
Leonardo Murialdo, Luis Orione, Madre Francisca Javier Cabrini, también él fue
iniciador de numerosas obras de beneficencia, que florecerían rápidamente
gracias a su espíritu de dedicación, y a su capacidad de comunicar entusiasmo y
valor a sus colaboradores.
Devoto y admirador de San Francisco de
Asís, ingresó en su Tercera Orden. De la vida del Pobrecillo asumió el espíritu
de pobreza y de perfecta alegría, de gran confianza en Dios y de amor por los
hermanos más pobres: los huérfanos, los deficientes, los ancianos y los
enfermos. Para continuar la institución fundó dos congregaciones religiosas: los
siervos de la Caridad (Guanelianos) y las Hijas de Santa María de la
Providencia (Guanellianas). La obra se desarrolló admirablemente en Italia y en
el exterior. La pía unión del tránsito de San José, iniciada por él en
Roma, cuenta hoy con más de diez millones de miembros. En años de encendido
anticlericalismo, fue mirado con sospecha por las autoridades laicas y fue
blanco de injusticias y persecuciones, pero las superó con la fuerza de su fe y
el fuego de la caridad. Fue a América siguiendo a los emigrantes, trabajó mucho
por la asistencia religiosa a los mismos. Para instruir a la juventud abrió
escuelas de iniciación, y oratorios. Para asistir a las víctimas del terremoto
de Calabria, en Marsica y en Mesina, no economizó energías ni medios.
En Como el 24 de octubre de 1915, a los 73 años concluyó su activa
jornada este héroe de la caridad. Su cuerpo se venera en el Santuario del
Sagrado Corazón en Como.
Noviembre 17: Santa
Isabel de Hungría, Viuda, de la Tercera Orden (1207‑1231). Canonizada
por Gregorio IX el 27 de mayo de 1235.
Esta joven Santa del siglo XIII a quien los
hermanos y hermanas de la penitencia veneran como Patrona, se consumió en el
ardor de todo lo bueno y dejó una estela luminosa de amor, un ejemplo que la
cristiandad nunca ha olvidado.
Isabel, Langravia de Turingia, nació en
1207 en Hungría, hija del rey Andrés II y de la reina Gertrudis de Merano.
Siendo todavía niña fue dada por esposa a Luis, Langrave de Asia y Turingia y
creció con él en el amor de Dios y del prójimo. Pasaba largas noches en oración
y dedicaba sus días a visitar a los enfermos y a socorrer a los pobres. Pero su
grandeza brilló sobre todo después de que murió su esposo, que se había hecho
cruzado. Fue despojada de todos sus bienes, arrojada a la calle con sus hijitos
y forzada a buscar refugio en un establo, ella, que había ayudado a tantos y
construido hospitales para sus súbditos. No se quejó de ello, sino que entró a
la iglesia de los Hermanos Menores y pidió que se cantara un “Te Deum” porque
el Señor le había dado su pobreza. Vistió el hábito de la Tercera Orden y
recibió de San Francisco el regalo de su manto.
Cuando más tarde le fueron reconocidos sus
derechos, que tuvo que reivindicar para sus hijos, no cambió de vida, sino que
continuó trabajando con sus manos para ayudar a los pobres. Las visitas del
Señor en la oración eran frecuentes.
Santa Isabel en solos 24 años de vida
conoció riqueza y miseria, honores y desprecio y santificó todas las
condiciones de la vida de una mujer: religiosísima desde su juventud, amantísima
esposa con un corazón maternal para con su pueblo, madre delicadísima de tres
hijos, tempranamente viuda, arrojada, errante con sus hijitos hambrientos;
siempre sobreabundante de gozo en la pobreza y en el dolor, porque abundaba
totalmente en Dios, cuyo amor tierno y fuerte conocía. Dios la escuchó por sus
hijos, cuyos derechos principescos fueron reconocidos; para sí conservó sólo el
inestimable tesoro de la pobreza franciscana que le había revelado la dulzura
de Dios.
Característica de su vida es la caridad hacia los pobres, a quienes
asistía siempre con regia generosidad y visitaba en sus barracas. Es célebre la
anécdota de su esposo Luis, quien se encontró con ella mientras bajaba del
castillo de Marburgo con las provisiones para los pobres, ocultas bajo el
manto. Cuando él le preguntó qué llevaba, corrió el manto y aparecieron
fresquísimas rosas a pesar del crudo invierno. Otra vez un leproso a quien
después de lavarle los pies y dado alimento, lo colocó a dormir en su lecho
regio; al regresar el esposo, indignado quiso ver quién era ese leproso que
dormía en su lecho, y con sorpresa vio a Cristo, que en un nimbo de luz
desapareció dejando gran gozo en el corazón de ambos cónyuges. Murió de
veinticuatro años el 17 de noviembre de 1231 y fue sepultada en Marburgo el 19
del mismo mes.
Noviembre 18: Beata
Salomé de Cracovia, Virgen, religiosa de la Segunda Orden (1211‑1268).
Aprobó su culto Clemente X el 17 de mayo de 1673.
Salomé, princesa de Polonia, hija de Leszek
el Blondo, príncipe de Cracovia, nació en 1211. De sólo 3 años fue prometida
como esposa, por Acuerdo con Andrés II rey de Hungría, al hijo de éste,
Colomanno, de seis años; en el otoño de 1214 tuvo lugar la coronación, que con
la autorización del Papa Inocencio III, fue celebrada por el obispo de
Strigonia.
El reinado de los dos niños en Halicz duró
menos de tres años, porque la ciudad fue ocupada por el príncipe Ruteno
Mistislaw, que los hizo prisioneros. En aquellos tiempos (Salomé tenía sólo 9
años y Colomanno 12) ellos hicieron de común acuerdo voto de castidad. Cuando
Andrés, hijo del rey de Hungría, vino a ser rey de Halicz, ellos retornaron a
la corte húngara.
Salomé, en 1227, cumplidos los 16 años,
llegó a la mayor edad, pero siempre se mantuvo ligada al voto de castidad y a
pesar de su belleza, evitaba la compañía de hombres, vestía modestamente, no
tomaba parte en las fiestas y diversiones de la corte, dedicaba el tiempo libre
a la oración. Colomanno, mientras vivía todavía su padre, gobernó la Dalmacia y
la Eslavonia hasta 1241, cuando murió en una batalla contra los Tártaros,
Salomé en este período protegía los conventos de los franciscanos y de los
dominicanos. Un año después de la muerte de su marido volvió a Polonia, donde
en 1245 vistió en Sandomierz el hábito de las hermanas clarisas. Junto con su
hermano Boleslao, en 1245 fundó la iglesia y el convento de los franciscanos en
Zawichost, el hospital y el monasterio de las clarisas, donde entró ella misma.
Ante la amenaza de los Tártaros, en marzo de 1259 una parte de las clarisas
se trasladó a Skala, donde Salomé fundó un nuevo monasterio y lo dotó con los
utensilios y ornamentos litúrgicos. Vivió 28 años en el silencio del
monasterio, y fue modelo de penitencia, de abnegación, de humildad, de
inocencia y de caridad. Por largos años fue abadesa buena, afable, servicial,
amante del ideal de la seráfica pobreza. El 17 de noviembre de 1268 fue
regalada con una aparición de la Santísima Vrigen María y de su Hijo, reunió a
sus cohermanas y las exhortó a la mutua caridad, a la paz, a la pureza del
corazón, a la obediencia sin límites y al desprendimiento de las cosas del
mundo. Poco después las cohermanas vieron una pequeña estrella que desde la
bienaventurada madre se dirigía hacia el cielo. Salomé de Cracovia había
entregado su bella alma a Dios a la edad de 57 años. Sus restos más tarde
fueron trasladados a la iglesia de los Franciscanos de Cracovia, donde se
encuentra hasta hoy.
Noviembre 19: Santa
Inés de Asís. Virgen de la Segunda Orden (1198‑ 1253). Benedicto
XIV el 15 de abril de 1762 concedió oficio y misa en su honor.
Inés, hermana menor de Santa Clara, nació
en Asís en 1198, hija de Favarone Offreduccio y Hortolana di Fiumi. A
principios de abril de 1212 Inés se fue a donde su hermana, que quince días
antes había huido de casa para adherir a los ideales franciscanos en el
monasterio de San Angel di Panso, en las faldas del Subasio, cercano a
Asís. Los parientes, exasperados de aquel gesto, que juzgaban un segundo
atentado contra el buen nombre de la familia, trataron por todos los medios de
apartarla de su vocación, hasta el punto de que Inés fue golpeada brutalmente
por su tío Monaldo, que se atrevió a violar la tranquilidad del monasterio. Sin
embargo ni siquiera la violencia logró plegar a la joven y San Francisco
le impuso el nombre de Inés, porque en la fortaleza demostrada, esta
quinceañera hermana de Clara, recordaba la fortaleza de la mártir romana, Santa
Inés.
En 1212 Francisco condujo a las dos
hermanas a San Damián. En 1220 Inés fue enviada a Florencia como abadesa
del monasteiro de Monticelli, fundado el año anterior. Otros monasterios de
clarisas como los de Padua, Mantua, Venecia, Castel Fiorentino, Imola y Penne,
se glorían de haber hospedado a la Santa. Habiendo regresado a San Damián,
tuvo el don de una aparición del Niño Jesús; por eso se representa a Santa Inés
con el Niño Dios en sus brazos. En Asís Inés asistió a la muerte de su hermana
el 12 de agosto de 1253.
En el coro del pobrísimo conventito de
San Damián se pueden leer todavía los nombres de las primeras compañeras
que siguieron a Santa Clara y a San Francisco por el camino de la total
renuncia y de la absoluta pobreza. Son nombres muy bellos de mujeres y
muchachas de Asís que en San Damián tuvieron su primer nido: Hortolana,
Inés, Beatriz, Pacífica, Bienvenida, Cristiana, Amada, Iluminada, Consolada,...
los primeros tres nombres pertenecen a tres mujeres de la misma familia de
Santa Clara: Hortulana, su madre, Inés y Beatriz, las dos hermanas.
Inés, hermana menor de Clara, llegó a San Damián quince días
después de ella en 1212. Poco después llegó la otra hermana, Beatriz, y
finalmente la madre, Hortolana. Inés fue la más fiel seguidora de su hermana
Clara, vivió a su sombra luminosa, siempre obediente y afectuosa, de una
firmeza de carácter excepcional y casi viril, especialmente en la observancia
de la pobreza. Fue superiora caritativa, inflexible, tenaz. Habiendo regresado
a San Damián, murió serenamente tres meses después de la muerte de Santa
Clara, el 16 de noviembre de 1253. Tenía 55 años.
Noviembre 20: Beata
Paula Montaldi. Virgen religiosa de la Segunda Orden (1443‑1514).
Aprobó su culto Pío IX el 6 de septiembre de 1876.
Paula Montaldi nació en Volta Mantovana en
1443. De sólo quince años, en 1458, ingresó en el monasterio de las Hermanas
Clarisas, de Santa Lucía en Mantua, donde por largos años fue abadesa. La
Pasión de Jesús era el objeto más familiar de sus conversaciones, como también
de sus meditaciones y contemplaciones. Fue devotísima de la Eucaristía. Llevó
una vida muy austera, llevaba cilicio, se flagelaba y ayunaba, siempre feliz en
las humillaciones, en el trabajo y en las fatigas.
Para con sus cohermanas se mostró llena de
caridad y pronta a todas sus necesidades. Bajo su dirección el monasterio de Santa
Lucía fue floreciente por las numerosas vocaciones y por la vida seráfica que
allí se llevaba.
Agradecida al Señor por los favores que le
había concedido, solía repetir esta oración: “Dios mío, te amo con todo mi
corazón, con un amor sin medida y por toda mi vida no cesaré de cantar tus
alabanzas!”. En 56 años de vida religiosa nunca dio un disgusto a sus
cohermanas. Como superiora prudente, procuró también el bien material de su
comunidad, convencida de que habrá perfecta observancia de la regla cuando no
falte lo necesario para la vida. En el jardín hizo excavar un pozo, llamado
“Pozo de la Beata Paula”, cuya agua abundante posee virtudes curativas.
Su confianza en Dios era grande. A menudo
repetía la expresión de San Pablo: “Sé de quién me he fiado!”. Su alma a
veces era arrebatada en dulces éxtasis, a veces se oyeron coros angélicos que
cantaban junto al tabernáculo. Escribió varios opúsculos especialmente sobre el
nombre de Jesús, que lamentablemente se han perdido.
Un día mientras oraba en éxtasis ante un crucifijo situado en lo alto de
una escalera, el demonio la atacó y la arrojó por tierra pavorosamente. Fue
recogida por las cohermanas y recostada sobre un jergón. Eran los últimos días
y las últimas pruebas. Exhausta por las vigilias prolongadas, por el riguroso
ayuno y otras ásperas penitencias, asistida por su confesor y sus cohermanas,
apretando contra su corazón el crucifijo, repitió nuevamente su jaculatoria
predilecta: “Pasión de Cristo, Sangre de Cristo, misericordia de mí”. Y
serenamente expiró. Era el 18 de agosto de 1514. Tenía 71 años, de los cuales
transcurrió en el monasterio 56.
Noviembre 21: Beata
María Crucificada (Isabel María) Satellico (1706‑ 1745), Virgen de la
Segunda Orden. Beatificada por Juan Pablo II el de 10 de octubre de 1993.
Isabel María nació en Venecia, hija de
Pedro Satellico y Lucía Mander, el 31 de diciembre de 1706, se educó al lado de
sus padres y un tío sacerdote. De salud débil pero especialmente dotada para la
música y el canto, y gran disposición para la oración.
Recibida entre las Clarisas de Ostra Vetere como educanda prestó
servicio como directora del canto y organista. A los 19 años de edad fue
recibida al noviciado y tomó el nombre de María Crucificada, por su devoción a
la Santísima Virgen y a la Pasión de Cristo. A la sublime contemplación unía
gran austeridad y penitencia, con las cuales se hacía más plenamente partícipe
de la Pasión del Señor. Su ideal fue la perfecta conformación a Cristo
Crucificado, unida a la caridad para con el prójimo, y una filial devoción a la
Santísima Virgen. Elegida abadesa, se distinguió por su solicitud para con las
hermanas y con los pobres. Murió el 8 de noviembre de 1745. (Su fiesta se
celebra el 8 de noviembre).
Noviembre 22: Beato
Salvador Lilli, sacerdote y mártir de la Primera Orden (1853‑1895).
Beatificado el 3 de octubre de 1982 por Juan Pablo II.
Salvador Lilli nació el 19 de junio de 1853
en Capadocia, entre los montes de la Marsica, provincia de Aquila. Por una
providencial coincidencia su región tiene el mismo nombre de la región turca,
cercana a Armenia Menor, donde trabajó como misionero durante quince años hasta
el martirio.
Era el sexto y último hijo de los cónyuges
Vicente y Anunciata Lilli, una familia religiosa y discretamente acomodada por
el producido del comercio que el jefe del hogar ejercía en Nettuno, donde
pasaba muchos meses del año. La atmósfera familiar, profundamente cristiana,
favoreció en el niño Salvador el desarrollo de los sentimientos religiosos, y
al mismo tiempo las discretas posibilidades económicas permitieron a sus padres
proporcionarle una instrucción escolar muy amplia.
A los 18 años Salvador se presentó al
superior de San Francisco a Ripa en Roma y pidió ser admitido a la Orden
de los Hermanos Menores. En 1863 decidió ir como misionero a Tierra Santa,
donde desde los tiempos de San Francisco los franciscanos custodian los
santuarios y asisten a los peregrinos. En Palestina continuó sus estudios de filosofía
y teología, primero en Belén, luego en Jerusalén, donde fue ordenado sacerdote
el 6 de abril de 1879. Un año después se fue a Turquía; conocedor de las
lenguas árabe, turca y armena, desarrolló un provechoso apostolado entre los
cristianos de Marasc.
En 1885 volvió a Italia para visitar a su
familia y a sus cohermanos. En 1886 regresó a Marasc, y, como superior de la
misión, en el cuatrienio 1890‑1894 realizó importantes obras caritativas y
sociales en favor de los fieles.
Junto con otros cohermanos, durante quince
años no se limitó a la actividad religiosa, sino que procuró la instrucción y
la promoción social de los pobres. Gracias a sus dotes intelectuales y de
corazón, conocía muy bien el turco hablado y el literario, y se ganó bien
pronto el afecto de los cristianos y la estimación y el respeto de los no
católicos, y de los musulmanes, inclusive de las autoridades. Incrementó la
prácticas espirituales adquirió una extensa propiedad, dotándola de implementos
agrícolas y abrió un dispensario.
En 1885 los musulmanes desencadenaron una
persecución armada, sistemática y feroz contra la minoría armenia de la región.
Fray Salvador, quien desde hacía dieciséis meses era párroco y superior en
Mu-juk‑Dresi, rehusó hacerse musulmán y fue herido en una pierna. Luego fue
aprisionado junto con diez parroquianos y acosado por los musulmanes con
halagos y amenazas para que apostatara. Pero se mantuvo inconmovible, y a pesar
de la herida de la pierna, que le producía grandes pérdidas de sangre,
confortaba y animaba a los demás: “Hijitos míos, sean fuertes en la fe, no se
hagan musulmanes. El mundo es pasajero. En el cielo nos espera Jesús con todos
sus santos. Valor!, después del sufrimiento nos espera la gloria del Paraíso!”.
El 22 de noviembre de 1895, junto con siete cristianos armenos, parroquianos
suyos, fue inmolado a golpes de bayoneta. El 3 de octubre de 1982, como
conclusión del octavo centenario del nacimiento de San Francisco (1182‑1982)
el papa Juan Pablo II proclamaba beatos a Salvador Lilli y sus siete cristianos
compañeros mártires por la fe en Cristo.
=Noviembre 22: Beato
Sixto Brioschi, sacerdote de la Primera Orden (1404--1486). Su culto
fue aprobado por San Pío X el 9 de octubre de 1912.
Aunque no sabemos mucho de su vida, lo que
se sabe es suficiente para destacar la figura de un gran santo y un gran
fraile. Nacido en Milán hacia 1404. No se conoce el nombre de sus padres ni su
procedencia social. Movido por la predicación de San Bernardino de Siena, se
decidió a abrazar el ideal franciscano como lo vivía el gran Santo
sienés, entró en la Orden Franciscana a la edad de 16 años, en el
convento del Santo Angel en Milán.
Vive fielmente sus compromisos religiosos, de modo que, ordenado sacerdote,
es enviado a Mantua en 1436, al convento de San Francisco, con el encargo de
incrementar la vida religiosa en la comunidad. Su larga permanencia en este
convento está marcada por un continuo progreso en la virtud como religioso y
sacerdote, buscado por fieles, cohermanos, sacerdotes y prelados como director
espiritual. Entre sus dirigidos figura el Beato Bernardino de Feltre. En este
convento vivió toda su vida, en pobreza extrema, obediencia sin reservas y
pureza angélica. Rico en carismas celestiales, fue agraciado también con
apariciones celestiales. Murió con fama de santidad a la edad de 82 años. Su
cuerpo reposa actualmente en la Basílica de San Antonio en Milán.
Noviembre 23: Beato
Humilde de Bisigniano. Religioso de la Primera Orden (1582‑1637).
Beatificado por León XIII el 29 de enero de 1882.
Humilde nació en Bisigniano en la provincia
de Cosenza, hijo de Juan Pirozzo y Junípera Giardini el 26 de agosto de 1582.
Desde niño fue admirable por su extraordinaria piedad, participaba en la misa
todos los días, recibía la santa comunión en todas las fiestas y oraba y
meditaba la pasión del Señor aun en los campos.
Se inscribió en la cofradía de la
Inmaculada Concepción y todos los miembros lo señalaban como modelo de todas
las virtudes. Una vez alguien le dio una solemne bofetada en público, y él por
toda respuesta le presentó humildemente la otra mejilla. A los 18 años sintió
el llamamiento de Dios a la vida religiosa, pero debió diferir por nueve años
la realización de sus ideales; entre tanto llevó una vida austera y fervorosa.
A los 27 años entró entre los Hermanos Menores en el noviciado de Mesurata
(Catanzaro), donde estaban encargados de la formación de los jóvenes dos santos
religiosos. Superadas por intercesión de la Virgen no pocas dificultades,
emitió la profesión el 4 de septiembre de 1610.
Desde joven tuvo el don de continuos
éxtasis, tanto que era llamado el “fraile estático”. Éstos desde 1613
comenzaron a producirse también en público, y fueron para él ocasión de una
larga serie de pruebas y humillaciones, a las cuales lo sometieron los
superiores a fin de asegurarse de que provenían realmente de Dios y que no
había engaño diabólico. Soportadas felizmente estas pruebas, se acrecentó su
fama de santidad entre los cohermanos lo mismo que entre el pueblo.
Fue enriquecido con otros dones singulares:
escrutación de los corazones, profecía, milagros y ciencia infusa. A pesar de
ser analfabeta y tardo de entendimiento, daba respuestas sobre la Sagrada
Escritura y sobre la doctrina católica que causaban admiración a insignes
teólogos. El arzobispo de Reggio Calabria, presidiendo una asamblea de teólogos
y de sacerdotes, le presentó dudas y objeciones que él resolvió con gran
facilidad. Fue llevado ante el inquisidor de Nápoles, Monseñor Campanile, pero
Humilde respondió siempre con gran simplicidad.
El Ministro general de los Hermanos
Menores, Padre Benigno de Génova lo llevó como compañero en la visita a varias
Provincias de la Orden; gozó de la confianza de los Sumos Pontífices Gregorio
XV y Urbano VIII, quienes repetidamente lo llamaron a Roma y lo hicieron
examinar rigurosamente, pero también gozaron de sus oraciones y de sus
consejos. Permaneció por años en Roma en el convento de San Francisco a Ripa.
Las virtudes en que se distinguió fueron la oración, la obediencia y la
humildad. Murió en Bisigniano donde había vivido los últimos años, el 26 de
noviembre de 1637 a la edad de 55 años.
Noviembre 24: Beato
Mateo Alvarez. Mártir en el Japón, de la Tercera Orden († 1628). Beatificado por
Pío IX el 7 de julio de 1867
Mateo Alvarez, de padre portugués y madre
japonesa, murió mártir por su fe. Es un cristiano ejemplar en su vida y
ejemplar sobre todo en su muerte.
Su vida, por lo demás muy simple y lineal.
Pertenece al número imponente de los convertidos japoneses después del más
antiguo intento de evangelización de aquel lejano país, ligado como se sabe a
la historia y a la gloria del gran San Francisco Javier.
San Francisco Javier había estado en
el Japón hacia 1550, y había echado las primeras fértiles semillas del
apostolado cristiano. Después de él, la obra fue proseguida por sus cohermanos
de la compañía de Jesús, con éxito realmente sorprendente si se piensa en la
dificultad de aquel ambiente y de aquella mentalidad tan diversa de la occidental
y también en la complicadísima lengua japonesa.
Menos de treinta años después, en 1587, se
contaban en el Japón más de doscientos mil cristianos. Uno de estos cristianos
era el Beato Mateo Alvarez; bautizado por los franciscanos se había inscrito en
la Tercera Orden de San Francisco y se había esforzado por adquirir su
espíritu seráfico. Como buen japonés, era óptimo conocedor de las doctrinas y
de los usos budistas, y esto le permitió sostener con provecho discusiones,
obteniendo numerosas conversiones.
Por un cierto tiempo los misioneros
vivieron en el Japón en un clima de tolerancia e inclusive de simpatía. Pero de
repente, por diversos y complejos motivos, fue decretada la expulsión de los
misioneros del Japón. Gran parte de los religiosos permaneció, ocultándose y
prosiguiendo su trabajo de apostolado en forma semiclandestina, pero la llegada
de nuevos misioneros y su proselitismo demasiado clamoroso inquietó a las
autoridades, las cuales ordenaron el arresto de todos los misioneros y también
de los cristianos.
Mateo fue detenido y trasladado a la cárcel, donde halló otros
cristianos y misioneros. Todos sufrieron refinadas y humillantes torturas,
entre las cuales la exposición al escarnio de la población, los perseguidores
intentaron también hacerlos renegar de su fe, pero ni él ni sus compañeros
desertaron. Finalmente el 8 de septiembre de 1628 fue ejecutado en una colina
cerca de Nagasaki, llamada después la Santa Colina. Fue atravesado con lanzas
cruzadas, que le traspasaron el corazón, luego fue decapitado. Antes de morir
habló por última vez al pueblo perdonando a sus propios verdugos. Sobre la
Santa Colina de Nagasaki parecía en verdad como un estandarte, no de fracaso,
sino de perenne victoria.
Noviembre 25: Beata
Isabel Bona, Virgen, religiosa de la Tercera Orden Regular (1386‑1420).
Aprobó su culto Clemente XIII el 19 de julio de 1766.
Isabel Bona nació en Waldsee, Würtenberg el
25 de noviembre de 1386, hija de Juan Achler y Ana, humildes y virtuosos
padres. Desde joven se distinguió por una rara piedad, inocencia virginal y un
carácter tan dulce y amable, que todos la llamaban “la buena”, sobrenombre que
le duró siempre.
El padre Conrado Kigelin, su confesor, le
aconsejó dejar el mundo para tomar el hábito de San Francisco en la
Tercera Orden. Isabel tenía entonces 14 años. Observó la regla franciscana
primero en su casa, pero luego, considerando los peligros de la vida, que le
obstaculizaban el camino de la perfección, abandonó a sus padres y se fue a
vivir con una piadosa terciaria franciscana. El demonio, envidioso de los
progresos de Isabel en el camino de la perfección, la atormentaba con
frecuencia. Mientras aprendía el arte de tejedora, le enredaba el hilo, le
dañaba su labor, la forzaba a perder la mitad del tiempo reparando los daños. Isabel
luchó con paciencia y perseverancia.
A los 17 años el confesor, padre Conrado
Kigelin, la guió hacia la comunidad religiosa de Reute, cerca de Waldsee, donde
algunas religiosas seguían con fervor la regla franciscana de la Tercera Orden.
Isabel, siempre dulce, obediente, asidua en la oración y en la penitencia,
prefería los oficios más humildes de la comunidad, amante de la soledad, no
salía del convento sino por graves motivos, tanto que la llamaron “la reclusa”.
El demonio siguió persiguiéndola en forma
terrible, pero ella, fortalecida con la oración, logró vencer sus artes. Fue
atacada por la lepra, junto con otros sufrimientos corporales. Estas nuevas
pruebas sirvieron para hacer brillar más la paciencia heroica de Isabel, que,
sin quejarse, bendecía a Dios por todo.
Dios se complació con las virtudes de su humilde sierva, y la favoreció
con éxtasis y visiones maravillosas. Obtuvo que algunas almas del purgatorio se
aparecieran a su confesor para solicitarle los sufragios y las aplicaciones de
Santas Misas. Durante el concilio ecuménico de Costanza predijo el final del
gran cisma de occidente y la elección del papa Martín V. Jesús le dio la gracia
de sufrir en sí misma los dolores de la Pasión y recibir en su cuerpo la
impresión de las sagradas Llagas. A veces su cabeza aparecía herida por las
espinas. En medio del dolor exclamaba: “Gracias, Señor, porque me haces sentir
los dolores de tu Pasión!”. Las llagas aparecían solamente a intervalos, pero
los sufrimientos eran continuos. El padre Conrado Kigelin fue siempre su guía
espiritual y nos dejó también una vida de la Beata que él mismo escribió.
Isabel fue una mística rica en carismas excepcionales. Murió en Reute el 25 de
noviembre de 1420, a los 34 años de edad.
Noviembre 26: San Leonardo
de Puerto Mauricio. Sacerdote de la Primera Orden (1676‑1751)
Canonizado por Pío IX el 29 de junio de 1867.
San Leonardo fue proclamado por la
Iglesia como Patrono de los misioneros entre fieles, por la orientación
particular que dio a su apostolado y por la amplitud de su obra misionera, que
se extendió a todas las ciudades de la península italiana. Nació en Puerto
Mauricio en Liguria en 1676 y fue bautizado con el nombre de Pablo
Jerónimo; frecuentó en Roma el colegio gregoriano. Entró joven aún en la
Orden de los Hermanos Menores, proponiéndose desde el noviciado imitar lo más
fielmente posible la vida del Seráfico Padre San Francisco. Y lo logró
perfectamente, sobre todo en la penitencia que llegaba al heroísmo, en la
altísima contemplación y en el celo apostólico.
Ordenado sacerdote el 23 de septiembre de
1702. Pasaba su vida en la oración y el estudio, pues fue nombrado profesor de
filosofía de los clérigos de su convento-retiro de San Buenaventura al
Palatino. Pero al enfermarse de tuberculosis debió abandonar este oficio y los
médicos lo enviaron a respirar el aire de su tierra natal en las playas de la
Liguria. Mientras la ciencia se mostraba inútil, él se dirigió a la Santísima
Virgen y le prometió que si se curaba, dedicaría todas sus energías a la
predicación de misiones en su patria. Escuchada su oración, una vez curado
cumplió su promesa y por más de 40 años se dedicó a la predicación con
grandísimo provecho para las almas, escogiendo como temas las grandes verdades
cristianas, una vez más siguiendo la amonestación de Francisco. Ya desde su
sola presentación, su figura era una predicación: austero, delgado y ardiente
en fe y amor. La retórica de San Leonardo, muy acorde con la época, no
rehuía los signos exteriores que golpearan y movieran a la contrición, a las
lágrimas, a la abundancia de los afectos. En este clima se sitúa la gran
devoción del Via Crucis, del cual fue el más eminente y convencido propagador y
del cual difundió numerosos cuadros. Dejó algunas obras escritas, desde simples
propósitos, hasta obras de ascética y de predicación.
La característica principal de
San Leonardo fue su predicación que tenía algo de dramático y de trágico.
Turbas inmensas acudían a escucharlo y quedaban impresionadas por su ardiente
palabra, que llamaba a la penitencia y a la piedad cristiana. San Alfonso
María de Ligorio decía: “Es el más grande misionero de nuestro siglo”. Con
frecuencia el auditorio entero durante sus predicaciones prorrumpía en
sollozos. Predicó en toda Italia, pero la región más frecuentada fue la
Toscana, a causa del jansenismo, que él quería combatir ante todo con el ardor
de su corazón, luego con sus temas más eficaces, a saber, el del nombre de
Jesús, de la Virgen y el Via Crucis. En una misión suya en Córcega, los
bandidos de esta isla atormentada hicieron descargas de sus arcabuces al aire,
gritando: “Viva fray Leonardo, viva la paz!”.
Consumido por las fatigas misioneras, fue llamado finalmente a Roma,
donde, con sus apasionadas predicaciones, a las cuales asistía hasta el Papa,
preparó el clima espiritual para el jubileo de 1750. En aquella ocasión erigió
el Via Crucis en el coliseo, declarando sagrado aquel lugar santificado por la
sangre de los mártires. Luego se trasladó a predicar en la región de Bolonia;
la misión de Monghidoro fue su último trabajo. Regresó a Roma, y el 26 de
noviembre de 1751, a los 75 años de edad, concluyó su vida de auténtico
misionero en San Buenaventura al Palatino. Para controlar a la multitud
que quería ver al Santo y llevar reliquias suyas, fue necesario emplear
soldados. “Perdimos un amigo en la tierra, dijo el papa Lambertini, pero
ganamos un Santo en el cielo”.
Noviembre 27: San Francisco
Antonio Fasani. Sacerdote de la Primera Orden (1681‑1742). Canonizado
por Juan Pablo II el 13 de abril de 1986.
Francisco Antonio Fasani nació en Lucera,
Apulia, el 6 de agosto de 1681 de humildes y modestos labradores, José e Isabel
della Monaca y fue bautizado con los nombres de Donato Antonio Giovanni. Siendo
jovencito entró en la Orden de San Francisco entre los Hermanos Menores
Conventuales en el convento de Lucera y allí se distinguió por la inocencia de
su vida, el espíritu de penitencia y de pobreza, el ardor seráfico y el celo
apostólico, hasta el punto de parecer un San Francisco redivivo.
Terminado el noviciado en Monte Sant Angelo
en el Gargano, allí emitió la profesión el 23 de agosto de 1699; fue enviado en
1703 a completar su formación en el sacro convento de Asís, donde tuvo como
director espiritual al Siervo de Dios José Marcheselli, y fue ordenado
sacerdote el 11 de septiembre de 1705.
Pasó luego a Roma al Colegio de
San Buenaventura, donde fue nombrado maestro de teología, por lo cual en
adelante en Lucera lo llamarán “Padre maestro”. Regresó a Asís, donde
permaneció dedicado a la predicación en los campos hasta 1707, cuando volvió
definitivamente a Lucera.
Desde la cátedra, el púlpito y el
confesionario desarrolló un intenso y fecundo apostolado, recorriendo todos los
lugares de Apulia y sus alrededores, se mereció el apelativo de “apóstol de su
tierra”. Profundo en filosofía y docto en teología, fue primero lector y
regente de estudios en el colegio filosófico de Lucera, luego guardián del
convento y maestro de novicios, modelo de observancia regular para los
cohermanos, por lo cual fue nombrado en 1721 por especial Breve de Clemente XI
Ministro de la provincia religiosa de Sant’Angelo, que en aquel tiempo se
extendía desde la Capitanata hasta Molise. Escribió algunas obras predicables,
entre ellas un “Cuaresmal” y un “Marial”. Su principal preocupación en la predicación
era hacerse entender de todos. Por esto su catequesis, típicamente franciscana,
iba dirigida principalmente al pueblo sencillo, hacia el cual sentía una
particular atracción.
Inagotable fue su caridad hacia los pobres y sufridos. Entre las diversas
iniciativas promovió la simpática práctica de recoger y distribuir paquetes
como regalos a los pobres con ocasión de la Navidad. Su celo y su caridad
sacerdotal brillaron en forma singular en la asistencia a los encarcelados y a
los condenados a muerte, a quienes acompañaba personalmente hasta el lugar del
suplicio para consolarlos en los momentos finales; se anticipó en este
admirable ministerio de caridad a San José Cafasso. Hizo restaurar el
bello templo de San Francisco en Lucera, por 35 años centro de su
incansable actividad sacerdotal. Fue devotísimo de la Inmaculada Concepción. A
quienes dirigía espiritualmente les solía inculcar la devoción a la Santísima
Virgen. Murió en Lucera a los 61 años de edad el 29 de noviembre de 1742, el
primer día de la gran novena de la Inmaculada. Su cuerpo se venera en la
iglesia de San Francisco en Lucera, la iglesia que él mismo había hecho
restaurar.
Noviembre 28: San Jaime
de la Marca. Sacerdote de la Primera Orden (1391‑1476)
Canonizado por Benedicto XIII el 10 de diciembre de 1726.
Jaime de la Marca es con Juan de
Capistrano, Bernardino de Siena y Alberto de Sarteano, una de las cuatro
columnas de la Observancia Franciscana, la singular reforma del siglo XV, que
propuso nuevamente, frente a un humanismo exagerado, el retorno a la vida
pobre, simple y al celo apostólico de los primeros tiempos del franciscanismo.
Nacido en 1391 en Monteprandone, Piceno,
bautizado con el nombre de Domingo, hijo de Antonio Gangalli y Antonia, vistió
muy joven el hábito de los Hermanos Menores en el eremitorio franciscano de las
Cárceles, cerca de Asís, y tan amante fue de la mortificación, que su mismo
maestro de teología y de vida espiritual, San Bernardino de Siena, debió
invitarlo a la moderación. Ordenado sacerdote en 1422 y de grandes dotes
oratorias, recorrió a Italia y a toda Europa predicando a fieles, a infieles y
a herejes, alcanzando abundantes frutos de conversiones y de reforma de
costumbres.
Rechazó el ofrecimiento del arzobispado de
Milán y fue consejero de papas y de emperadores. La Santa Sede se sirvió de él
para numerosas misiones y sucedió a San Juan de Capistrano en la guía
espiritual de la cruzada contra los turcos.
Fue maestro de predicación, la cual
ejercitó con gran éxito no sólo en Italia, sino en Bosnia, en Bohemia y
Polonia. Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III lo enviaron como misionero a
Hungría, Polonia y países balcánicos. Estaba comiendo cuando le llegó la orden
del Papa de partir para Hungría. Inmediatamente se levantó, sin siquiera
terminar la bebida. Interpretaba la obediencia en la forma más absoluta e
instantánea. A su regreso definitivo a Italia por orden de Pío II, prosiguió su
itinerancia misionera por toda Italia.
Su vida era de extremada penitencia. Hacía
siete cuaresmas durante el año y en los demás días su alimento era una
escudilla de habas cocidas en agua. Castísimo, al ser atormentado por
tentaciones se disciplinaba durante la noche. Enfermo, por seis veces recibió
la unción de los enfermos. Sin embargo resistió hasta los 80 años en la fatigosa
vida de predicador volante.
Los temas de su predicación eran los mismos de San Bernardino y en
los temas morales Jaime de la Marca insistía en el de la avaricia y la
usura. Para combatir la usura, ideó los Montes de piedad, donde los pobres
podían empeñar sus cosas por un precio justo, no ya como con los usureros
privados, sino a un interés mínimo. A los 85 años de edad murió en Nápoles el
28 de noviembre de 1476, donde se conservan sus restos en la iglesia de Santa
María Nova. Apasionado estudioso, transcribió muchas obras, y compuso muchas
otras de su propia mano, que nos permiten profundizar en el conocimiento de su
vida, de su espiritualidad y de su acción apostólica.
Noviembre 29:
Todos los Santos de la
Orden Franciscana.
Santos de la Primera
Orden: 110; Santas de la Segunda Orden: 9; Santos y Santas de la Tercera Orden
Regular y seglar: 53; Beatos de la Primera Orden: 164; Beatas de la Segunda
Orden: 34; Beatos y Beatas de la Tercera Orden Regular y Seglar: 95.
Total de Santos y Beatos
de toda la Orden Franciscana: 465. (Datos a octubre del año 2000).
En el aniversario de la aprobación de la
regla franciscana por parte de Honorio III, el 29 de noviembre de 1223, la
Orden Francisscana se recoge en oración y fiesta para contemplar el grandioso
árbol de la santidad nacido de la fidelidad a aquel pequeño libro que Francisco
decía haber recibido de Jesús mismo y que era la “Medula del Evangelio”.
Este era precisamente el proyecto de vida y
el carisma de Francisco: hacer revivir en la Iglesia integralmente el
evangelio, que es como decir, representar ante los hombres individual y
comunitariamente la vida de Cristo en todas sus dimensiones: desde la pobreza
al celo de las almas, del anuncio del evangelio al sacrificio en la cruz, para
ser, según la invitación de Cristo, luz en el mundo y sal de la tierra,
instrumento de salvación para todos los hombres.
¿Quién puede contar la inmensa turba de los
Santos, Beatos, Venerables y Siervos de Dios – si queremos servirnos de estos
términos canónicos – o mejor aun, de todos aquellos hermanos, hermanas y
laicos, sin nombre y sin rostro, que han vivido la santidad evangélica, que han
hecho de la regla franciscana la pasión de toda su vida? Es un inmenso capital
de santidad, de amor, muchas veces desconocido, más a menudo olvidado, a veces
inclusive despreciado por el mundo. Al bien se le hace poco ruido, y sin
embargo esta es la historia en apariencia anónima pero que en realidad lleva
inscrito el nombre y el rostro de Cristo, que impide al mundo caer en la
desesperación, y fecunda todas las actividades de la Iglesia.
San Francisco dijo un día a sus
hermanos, lleno de gozo: “Carísimos, consuélense y alégrense en el Señor; no se
dejen entristecer por el hecho de ser pocos; no se asusten de mi simplicidad y
de la de ustedes, porque, como me ha revelado el Señor, él nos hará una
innumerable multitud y nos propagará hasta los confines del mundo. Vi una gran
multitud de hombres venir hacia nosotros, deseosos de vivir con el hábito de la
santa religión y según la regla de nuestra bienaventurada Orden. Resuena
todavía en mis oídos el ruido de sus pisadas y de su caminar conforme a la
santa obediencia! Vi los caminos llenos de ellos, provenientes de todas las
naciones; acuden franceses, españoles, alemanes, ingleses; viene la turba de
otras viarias lenguas”.
Escuchando estas palabras una santa alegría
se apoderó de los hermanos por la gracia que Dios concedía a su Santo.
El prodigioso árbol de la santidad franciscana demuestra una vez más la
vitalidad y autenticidad evangélica del mensaje franciscano. Por eso esta
fiesta es una invitación y un estímulo a devolver a Dios el Amor que nos ha
dado en Cristo, viviendo en la pobreza y en la humildad una vida verdaderamente
fraterna, para que el mundo crea, mediante este amor realizado, que el Padre
ama y quiere a todos los hombres salvos en su casa.
Noviembre 30: Beato
Bernardino Amici de Fossa. Sacerdote de la Primera Orden (1420‑1503). Aprobó su culto León XII el
26 de marzo de 1828.
Bernardino Amici, predicador y escritor
franciscano, nació en 1420 en Fossa, cerca de Aquila. No se conocen sus padres
ni su procedencia social. Se laureó en jurisprudencia en Perusa, allí ingresó
entre los Hermanos Menores en 1445 en el convento de Monterípido, en Perusa.
Vivió en Gubbio, en Stroncone y en otros conventos de la Umbría, luego pasó a
los Abruzzos, y residió especialmente en Aquila. Fue Ministro provincial de su
región en los años 1454‑1460 y 1472‑1475. Estuvo en Bohemia y en Dalmacia en
los años 1464‑1467; luego fue Procurador general de la Orden en la curia romana
de 1467 a 1469. Participó en el Capítulo general de la Orden en Aquila en 1452,
en Asís en 1455, en Milán en 1457, en Roma en 1458 y en Mantua en 1467. Varias
veces rechazó el Obispado de Aquila.
Fue célebre también como predicador, se
recuerda su cuaresma en Sebenice en Dalmacia en 1465. En los últimos años de su
vida se dedicó a difundir sus escritos de carácter teológico e histórico. La
mayor parte de ellos sin embargo permaneció inédita.
Hijo auténtico del Seráfico Pobrecillo,
ardiente ministro de Cristo, Fray Bernardino se propuso seguir las huellas del
amable San Bernardino de Siena, a quien varias veces había oído predicar y
por quien había quedado fascinado, especialmente cuando en 1438 en la plaza de
Santa María de Collemaggio de Aquila predicó sobre la Asunción de María en
cuerpo y alma al cielo. La inmensa multitud, entre la cual se encontraba
también el Beato Bernardino, admiró en el cielo una estrella luminosa, cuyo
resplandor superaba al del sol. También tuvo la alegría de conocer a
San Juan de Capistrano.
De San Bernardino el Beato logró
copiar el espíritu de fe y de recogimiento, la prudencia, la humildad, la
modestia, el celo ardiente por la gloria de Dios. Lo vemos recorrer ciudades y
más ciudades para predicar la palabra de Dios, suscitando por todas partes el
entusiasmo y obteniendo conversiones.
Durante ocho meses estuvo postrado en cama
en medio de terribles sufrimientos que soportó con gran resignación. Un día se
le apareció su patrono San Bernardino de Siena, quien le obtuvo del Señor
la completa curación.
Libre de los compromisos que la Orden le había confiado, regresó a los
Abruzzos y prosiguió sus andanzas apostólicas con renovado fervor. Su
predicación era docta y popular al mismo tiempo y suscitaba gran entusiasmo y
muchas conversiones. Fundó nuevos conventos, entre ellos el de San Angel
d’Ocre en su región natal, donde él mismo habitó hasta avanzada edad. Dios
selló su santidad con el don de los milagros. Cansado por las fatigas apostólicas
y por las penitencias se retiró al convento de San Julián cerca de Aquila,
y pasó los últimos años revisando sus escritos teológicos e históricos, que más
tarde fueron publicados, como la Chronica Fratrum Minorum Observantiae (Roma
1902), Funerale (32 sermones, Venecia 1572), Sermón sobre la Virgen según las
palabras de Dante (L’Aquila 1856), y se preparó para el encuentro con la
hermana muerte, que le sobrevino el 27 de noviembre de 1503. Tenía 83 años. Fue
un digno hijo de San Francisco y fiel imitador del Santo de Siena.
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