Capítulo
XIII – El Pesebre de Greccio
Hacia fines del
año 1223 se hallaba Francisco en Roma solicitando la confirmación de su Regla,
empresa en la que le ayudaba eficazmente Hugolino, según el mismo Cardenal lo
asegura después siendo ya Papa: «Cuando aún ocupábamos un oficio menor ayudamos
a Francisco a escribir la Regla y a obtener su confirmación pontificia» (Bula Quo
elongati, del 28 de septiembre de 1230).
Seguramente,
durante esta permanencia en la Ciudad Eterna Francisco volvió a visitar a «su
Fray Jacoba» de Settesoli, ya viuda desde 1217. Era esta señora una de las
únicas dos mujeres que el Santo conocía por el rostro; la otra era Sta. Clara
(2 Cel 112). En ninguna parte, tal vez, se sentía Francisco tan a sus anchas
como en este noble hogar, donde tenía su Betania, siendo Jacoba para él a la
vez Marta y María. Ella le preparaba los alimentos de que gustaba, entre otros
cierta pasta o crema de almendras de que se acordó y deseó comer en su ultima
enfermedad (LP 8). Él le pagó una vez haciéndole un regalo muy en armonía con
su espíritu.
Al Santo se le
desgarraban las entrañas cada vez que veía llevar un corderillo al matadero,
porque al momento se le representaba el sacrificio del Cordero divino sobre el
Calvario; y así, siempre que podía, los rescataba y ponía en libertad. Tal hizo
un día yendo de camino por la Marca de Ancona, y en seguida se presentó con su
rescatada oveja ante el Obispo de Ósimo, a quien tuvo que explicar
detenidamente la causa por la que venía con semejante compañera; después, la
oveja fue entregada a las monjas de San Severino, las cuales tejieron de su
lana una túnica que enviaron de regalo a Francisco mientras se celebraba un
Capítulo de Pentecostés en la Porciúncula (1 Cel 78). Otra vez dio su manto en
cambio de dos corderillos que llevaba un campesino: «En otra ocasión, pasando
de nuevo por la Marca, se encontró en el camino con un hombre que iba al
mercado, llevando atados y colgados al hombro dos corderillos para venderlos.
Al oírlos balar el bienaventurado Francisco, conmoviéronse sus entrañas y,
acercándose, los acarició como madre que muestra sus sentimientos de compasión
con su hijo que llora. Y le preguntó al hombre aquel: "¿Por qué haces
sufrir a mis hermanos llevándolos así atados y colgados?" "Porque los
llevo al mercado -le respondió- para venderlos, pues ando mal de dinero".
A esto le dijo el Santo: "¿Qué será luego de ellos?" "Pues los
compradores -replicó- los matarán y se los comerán". "No lo quiera
Dios -reaccionó el Santo-. No se haga tal; toma este manto que llevo a cambio
de los corderos". Al punto le dio el hombre los corderos y muy contento
recibió el manto, ya que éste valía mucho más. El Santo lo había recibido
prestado aquel mismo día, de manos de un amigo suyo, para defenderse del frío.
Una vez con los corderillos, se puso a pensar qué haría con ellos y, aconsejado
del hermano que le acompañaba, resolvió dárselos al mismo hombre para que los
cuidara, con la orden de que jamás los vendiera ni les causara daño alguno,
sino que los conservara, los alimentara y los pastoreara con todo cuidado» (1
Cel 79).
También en la Porciúncula tuvo mucho tiempo una oveja domesticada, que
le seguía a todas partes, incluso a la iglesia, donde mezclaba sus balidos con
los cánticos de los frailes (LM 8,7).
De manera
semejante, Francisco tuvo consigo en Roma un corderillo, y éste fue el presente
que regaló a su Fray Jacoba al despedirse de ella. Largo tiempo le vivió a la
dama el animalito, y cuéntase que por la mañana la acompañaba a la misa y, cuando
ella se quedaba dormida, iba a la cama a despertarla balándole y aun moviéndola
con suaves y afectuosos topetones de cabeza (LM 8,7). Con la lana de este
cordero hiló y tejió Jacoba el hábito que llevó a la Porciúncula el otoño de
1226, cuando Francisco estaba para morir, y con él fue amortajado el Santo (cf.
LP 8; Ed. D'Alençon).
Pero no era sólo
en casa de Jacoba donde Francisco hallaba hospitalidad: a menudo se hospedaba
también en la de los Cardenales, como hacían por lo regular los demás frailes, porque
en los comienzos de la Orden era cosa corriente tener los Cardenales consigo
algún hermano menor, «no para que les prestaran servicios, sino debido a su
santidad y por la devoción que les habían cobrado» (TC 61). Así, Fray Gil
estuvo bastante tiempo en casa del Cardenal Nicolás Chiaramonti, y Fray Ángel
en la de León Brancaleone. Era ya casi una moda entre los personajes de la
Curia romana tener en su compañía un fraile menor, lo que mereció después
amargos reproches de parte de Tomás de Celano, que tronó contra la pereza y
vida regalona de aquellos «frailes palaciegos» (2 Cel 120-121).
Francisco no
tenía madera de «fraile palaciego» (frater palatinus); por eso, ni aun
cuando se hospedaba con Hugolino, olvidaba su obligación de mendigar de puerta
en puerta el pan de cada día, y este pan obtenido de caridad era el que comía
en la mesa del Cardenal (EP 23; 2 Cel 73). Cuando Francisco se instaló con Fray
Ángel Tancredi en la casa del Cardenal Brancaleone y éste le cedió para su
habitación una torre solitaria que había en el huerto, donde a Francisco le
pareció estar como en una ermita, la primera noche de su estancia en ella,
vinieron los guastaldi ("gendarmes")[1]
del Señor y se arrojaron sobre él. Al día siguiente preguntó a Fray Ángel:
«¿Por qué me habrán azotado así los demonios y con qué designios les habrá dado
poder el Señor para hacerme daño? Y continuó: Los demonios son los verdugos
mandados por nuestro Señor: como la autoridad envía su verdugo para castigar al
que peca, así el Señor, por medio de sus verdugos -esto es, por los demonios,
que en esto son sus ministros-, corrige y castiga a quienes ama. Porque muchas
veces aun el buen religioso peca por ignorancia, y, cuando no conoce su falta,
es castigado por el diablo, para que interior y exteriormente se examine en qué
ha faltado. Dios no deja nada impune en esta vida a quienes ama con un amor
tierno. Yo, por la misericordia y gracia de Dios, no conozco que en algo le
haya ofendido y no me haya enmendado por la confesión y la satisfacción. Es
más: por su gran misericordia, me ha concedido Dios la gracia de conocer en la
oración todo lo que le agrada o desagrada en mí. Pero puede suceder que el
Señor me haya castigado ahora por sus verdugos porque, si bien el señor
cardenal me trata con bondad y de buen grado y mi cuerpo tiene necesidad de
este descanso, sin embargo, cuando mis hermanos que van por el mundo soportando
hambre y otras penurias o viven en eremitorios y casas pobrecitas, se enteren
de que yo me hospedo en la casa del señor cardenal, pueden tomar de ello
ocasión para murmurar de mí, diciendo: "Mira: nosotros toleramos tantas
calamidades y él se permite sus desahogos". Yo estoy obligado a darles
siempre buen ejemplo, y para esto les he sido dado. Siempre será de mayor
edificación para los hermanos que viva con ellos en lugares muy pobres, que no
en otros; y con mayor paciencia sobrellevarán sus tribulaciones si saben que yo
paso por las mismas» (EP 67).
El resultado fue
que aquel mismo día Francisco dejó el palacio y la torre del Cardenal y se marchó,
sin que ni los ruegos de éste ni las torrenciales lluvias que en el mes de
diciembre caen sobre Roma, consiguieran detenerle. Pronto pasó la puerta Salara
y, a pesar del intenso frío que reinaba, y del viento que soplaba furioso y del
barro que cubría los caminos, tomó resueltamente el camino del norte. Iba
contento y gozoso, marchando, aunque sin percatarse de ello, con mayor rapidez
que solía, con la idea de verse pronto en su querido valle de Rieti y otra vez
en compañía de sus hermanos de Fonte Colombo.
Allá, en medio
del silencio majestuoso de los montes Sabinos, le esperaba una nueva
consolación.
Desde su viaje a
Tierra Santa y su visita a Belén había quedado Francisco con el corazón
henchido de una devoción particular por la fiesta de Navidad. Uno de esos años
cayó dicha fiesta en viernes, y Fray Morico propuso a los hermanos, por tal
motivo, guardar abstinencia, pero Francisco le replicó: «Hermano, pecas al
llamar día de Venus (etimología del viernes) al día en que nos ha nacido el
Niño. Quiero -añadió- que en ese día hasta las paredes coman carne; y ya que no
pueden, que a lo menos sean untadas por fuera» (2 Cel 199). A este propósito
solía decir también con frecuencia: «Si llego a hablar con el emperador, le
rogaré que dicte una disposición general por la que todos los pudientes estén
obligados a arrojar trigo y grano por los caminos, para que en tan gran
solemnidad las avecillas, sobre todo las hermanas alondras, tengan en
abundancia» (2 Cel 200). «Y también que, por reverencia al Hijo de Dios, a
quien esa noche la Santísima Virgen María acostó en un pesebre entre el buey y
el asno, todos aquellos que tuvieran alguno de estos animales les dieran esa
noche abundante y buen pienso; igualmente, que todos los ricos dieran en ese
día sabrosa y abundante comida a los pobres» (EP 114).
El año 1223 le
fue dado a Francisco celebrar la Natividad de una manera hasta entonces nunca
usada en el mundo. Había en Greccio un amigo y bienhechor suyo llamado Juan
Vellita, quien le había hecho donación de una peña rodeada de árboles que
poseía frente a la ciudad, a fin de que habitasen allí sus frailes. A este
gentil hombre mandó, pues, llamar desde Fonte Colombo y le habló de esta
manera: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa
en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la
memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con
mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el
pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno» (1 Cel 84).
Juan Vellita
corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado.
A la mitad de la Noche Buena llegaron los hermanos de Fonte Colombo,
acompañados de gran multitud de gente de la región, todos con hachas encendidas
en las manos. Los frailes se colocaron en torno a la gruta; el bosque estaba
alumbrado como en pleno día. Se celebró una misa sobre el pesebre, que servía
de altar, a fin de que el divino Niño estuviese allí realmente presente, como
lo estuvo en la gruta de Belén. En medio de la fiesta tuvo Vellita
extraordinaria visión, en que vio distintamente sobre el pesebre un niño
verdadero, pero dormido y como muerto, y he aquí que Francisco se acerca, toma
al niño en sus brazos, éste despierta y comienza a acariciar al Santo,
pasándole suavemente la mano por la barba y por el burdo vestido. Ninguna
maravilla causó, por lo demás, al piadoso Juan semejante aparición, pues estaba
acostumbrado a ver resucitar a Jesús, por obra de Francisco, en tantos
corazones donde antes dormía o estaba muerto.
Cantado el
Evangelio, avanzó Francisco revestido de diácono y vino a ponerse junto al
pesebre. Según la expresión de Celano, «el santo de Dios está de pie ante el
pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable
gozo», y «su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos
a los premios supremos» (1 Cel 85-86).
«Luego predica al
pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña
ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer
mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice "el Niño de
Bethleem", y, pronunciando "Bethleem" como oveja que bala, su
boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba "niño
de Bethleem" o "Jesús", se pasaba la lengua por los labios como
si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras... Terminada
la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría» (1 Cel 86).
«El lugar del
pesebre fue luego consagrado en templo del Señor: en honor del beatísimo padre
Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para
que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman
los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del
Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio
a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el
Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los
siglos. Amén» (1 Cel 87).
[1] - Guastaldi, palabra lombarda que significa gendarmes y
con la que el Santo designaba a los demonios.
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