Capítulo V - El beso al leproso
San Antonino de
Florencia (1389-1459), en su Crónica Eclesiástica, resume en dos
palabras la ocupación de Francisco en los primeros años que siguieron a su
separación de los amigos y a su renuncia a la vida de los placeres: «Vivía ora
escondido en la soledad de las grutas, ora trabajando en reconstruir iglesias».
La oración en la soledad y el trabajo personal por la gloria de Dios, he ahí el
doble medio de que Francisco echó mano, después de abandonar el mundo, para
conocer con toda claridad los designios de Dios acerca de él. A corta distancia
de la ciudad y en una de las rocas de la montaña había una gruta, adonde
Francisco acostumbraba retirarse a orar, a veces sólo, las más de las veces
acompañado de un amigo, el único que parece haberle permanecido fiel después de
su conversión. Por desgracia, ninguno de los biógrafos nos ha conservado el
nombre de este amigo; Celano se limita a decir que era un personaje importante,
«grande entre los demás».[1]
Francisco
experimentaba, por naturaleza, una gran necesidad de expansión; sus biógrafos
refieren que a veces se veía constreñido, contra su voluntad, a hablar de las
cosas de que abundaba su alma.
Es, pues, natural
que tuviese íntimas confidencias con dicho amigo, ponderándole, en el lenguaje
pintoresco del Evangelio, el alto precio del tesoro por él encontrado en la
referida gruta y cuya explotación había empezado con tan lisonjero éxito.
Añadía, sin embargo, que él debía emplearse solo en aquel negocio, y por eso,
tan pronto como llegaban a la puerta de la gruta, despedía a su amigo y en
seguida penetraba.
En aquella
caverna sombría y solitaria encontró Francisco su oratorio, donde, con toda
libertad, y a toda hora, podía interrogar al Padre celestial. El deseo de
cumplir la divina voluntad crecía en él de día en día, y no tardó en entender
claramente que, mientras no llegase a saber a punto fijo los designios de Dios
acerca de él, no tendría paz en su corazón. A cada momento acudían a sus labios
estas palabras del Salmista, que expresan la esencia de la verdadera adoración:
«Señor, muéstrame tus caminos; enséñame la verdad de tus senderos».
Mientras más
avanzaba en su nuevo tenor de vida, más se esclarecía su mente, más tétrica y
detestable le parecía su pasada juventud, más amargamente lamentaba el empleo
que había hecho de sus años floridos; el recuerdo de sus diversiones y locuras
le llenaban el alma de desazón y saludable espanto. Porque ¿qué seguridad podía
abrigar de no recaer? ¡Había recibido ya tantos avisos y de ninguno se había
querido aprovechar! Ya vendrían sus amigos a sacarle de su retiro; tornarían a
halagar sus sentidos el perfume de los banquetes y las armonías de la viola y
del laúd, y entonces ¿de dónde iba a sacar fuerzas para resistir y no
precipitarse, como antes, en ese mundo regocijado de fiestas y dorados
ensueños, que se presentaba a su fantasía cual lisonjero contraste con esa otra
vida que él llevaba tan llena de sinsabores y cotidianos trabajos?
Francisco no
tenía confianza alguna en sí mismo, y Dios parecía negarse a otorgarle el
socorro que con tantas ansias le pedía. Llena el alma de angustia y desolación,
luchaba en la obscuridad de su retiro por llegar cuanto antes a puerto de
salud, y cuando, al rayar el alba, tornaba a él su fiel amigo, trabajo le
costaba reconocerle al través de las torturas y ruinas que ostentaba su rostro
lloroso y demacrado (1 Cel 10s).
Así fue como
llegó Francisco a ser hombre de oración. Desde entonces empezó a experimentar
la inefable dulzura que produce el trato íntimo del alma con Dios, en tales
términos que, cuando se le acercaban en las calles o en las plazas sus
compañeros, luego los dejaba y corría a la iglesia más vecina a ponerse en
oración arrodillado delante del altar (TC 8).
Mientras estos
cambios se verificaban en el corazón de Francisco, su padre se ausentaba
frecuentemente de Asís, y durante estas ausencias, su madre, que según dicen
todos los biógrafos le amaba más que a los otros hijos, le daba toda libertad
para que hiciera todo lo que le viniese en gana. Por lo demás, parece que por
aquel tiempo todavía vivía la misma vida de familia que antes; sólo que en sus
festines los pobres habían reemplazado a los amigos: a los pobres buscaba, con
ellos tenía sus diversiones y banquetes, para ellos eran todos sus cuidados y
regalos. Un día, al ir con él su madre a sentarse a la mesa, observó ella que
su hijo había puesto tanta cantidad de pan, que bastaba para numerosa familia;
preguntóle qué significaba semejante inusitado lujo, y Francisco le respondió
que aquel pan se destinaba a los pobres. Si le acontecía topar por la calle con
un mendigo pidiendo limosna, le daba todo el dinero que llevaba consigo; si no
tenía dinero a mano, daba el sombrero, el cinto y, en casos extremos y con los
debidos miramientos, hasta la ropa interior (TC 8-9). También le preocuparon
desde entonces las necesidades de los sacerdotes y de las iglesias pobres, y a
menudo compraba vasos sagrados que enviaba secretamente a las iglesias que los
habían menester, dando así las primeras muestras de esa ferviente solicitud de
toda su vida por el decoro de las iglesias y que, andando los años, le
impulsaría a enviar «a todas las provincias de la orden hermosos moldes
hostieros, para que en todas partes pudiesen hacer lindas hostias para el santo
sacrificio» (EP 65).
Sin embargo,
ahora eran los pobres el objeto de todos sus pensamientos y desvelos; su
ocupación continua era visitarlos, escuchar sus lamentos, aliviar su mísera
condición; deseaba ardientemente estar en lugar de ellos, siquiera una vez,
para saber por experiencia propia lo que es ser pobre, lo que pasa en el
interior de un pobre cuando, sucio y harapiento, humilde y abatido, sombrero en
mano, demanda socorro. Muchas veces, a buen seguro, trató de satisfacer esta
curiosidad, quedándose horas enteras a las puertas de los templos, mezclado con
los pordioseros. Pero una cosa es ver a los mendigos y otras serlo, practicar
la mendicidad, verse forzado a detener a los transeúntes e implorar su
compasión. Francisco llegó, pues, a convencerse de que no comprendería nunca la
pobreza, a menos de hacerse pobre y ponerse a mendigar, y este convencimiento
le causaba honda congoja al ver que en Asís, donde todo el mundo le conocía, no
le era posible poner en práctica tan acariciado ideal.
Entonces surgió
en su mente la idea de emprender una peregrinación a Roma, donde, extranjero y
desconocido, podría sin obstáculo sentar plaza entre los mendigos.
Puede ser que
este propósito de la peregrinación a la tumba de los Apóstoles se lo inspirasen
también otras circunstancias particulares. Consta, en efecto, que desde el 14
de septiembre de 1204 hasta el 26 de marzo de 1206, y desde el 4 de abril hasta
el 11 de mayo de este mismo año, Inocencio III residió en Roma, y sin duda una
permanencia tan prolongada en las insalubres orillas del Tíber tuvo que estar
motivada por ceremonias especiales en la basílica de San Pedro, tal vez
acompañadas de la concesión de una indulgencia solemne. El hecho es que también
el obispo de Asís se trasladó en tal ocasión a la Ciudad Eterna.
Sea de esto lo
que fuere, lo cierto es que Francisco fue a Roma por aquel tiempo, aunque de
tal visita tenemos pocas noticias. Entrando por la vía Flaminia, es
verosímil que al punto se dirigiera a San Pedro, donde es seguro que halló gran
número de peregrinos que, conforme a las costumbres observadas en casos tales,
echaban monedas, a guisa de ofrendas, por la fenestella o ventanilla
enrejada de la tumba del Apóstol. Los más, naturalmente, no echarían sino
pequeñas monedas de vellón; pero nuestro peregrino, no del todo curado todavía
de su antiguo espíritu de ostentación, como llevaba la bolsa bien abastecida,
gracias a la solicitud de su madre, arrojó todo un puñado de piezas de oro por
entre los barrotes de la ventana; y fue de manera que los circunstantes, al
percibir el sonoro choque de las monedas contra el pavimento, se maravillaron,
pensando quién podría ser aquel peregrino tan locamente pródigo de su dinero.
Mientras ellos
cavilaban, Francisco, saliendo de la iglesia, llamó con cierto signo de cabeza
a uno de los mendigos, le pidió sus harapos y, vestido de ellos, se volvió a
donde estaban los demás a realizar, por fin, el objeto principal de su viaje a
Roma, implorando, a las puertas del templo,[2]
la caridad de los que entraban y salían. Sobre el estado de ánimo en que él se
encontraba a la sazón, habla bien claro uno de sus biógrafos, quien nos dice
que «pedía limosna en francés, lengua que él gustaba mucho de emplear, aunque
no la poseía con perfección». El francés era para él la lengua de la poesía y
de la religión, la lengua de sus más dulces recuerdos y de sus momentos más solemnes,
pues a ella recurría cuando su corazón rebozaba de júbilo y entusiasmo,
desdeñando entones su lengua vernácula por manoseada y vulgar; el francés era
por excelencia la lengua nativa de su alma; siempre que hablaba en ella, todos
sabían que estaba lleno de contento.
Ignoramos cuanto
duró su estancia en Roma. Tal vez sólo un día. Los biógrafos se limitan a decir
que, tan pronto como cumplió su deseo de participar del pan de los mendigos,
depuso los harapos y, volviendo a tomar sus propios vestidos, se volvió a su
patria. Ya había probado personalmente la pobreza, llevando andrajos sobre sus
carnes y comido el pan de limosna. Cierto, al volver a vestir sus ricos hábitos
ordinarios y al sentarse de nuevo en la opuesta mesa de su hogar paterno, no
pudo menos que sentirse cómodo y aliviado; pero, en cambio, le quedaba el
placer inefable de haber saboreado el encanto espiritual que produce la falta
de lo necesario y la ausencia de todo bien temporal, como no fuese un sorbo de
agua de la fuente, un pedazo de pan de la caridad y, por todo lecho, la tierra
desnuda bajo el azul del cielo al resplandor de las estrellas. ¿A qué afanarse
tanto por las cosas de este mundo, por acumular riquezas, poseer casas y
jardines, muchedumbre de siervos y ganados, si con tan poco basta para vivir?
¿No ha dicho el Evangelio «bienaventurados los pobres»? ¿No ha enseñado que «es
más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el
reino de los cielos»?
Tales
pensamientos bullían en la mente de Francisco a su vuelta de Roma, obligándole
a recurrir a Dios, con más fervor que antes, en demanda de luz y dirección. De
los hombres bien sabía que nada podía esperar, pues hasta el amigo que solía
acompañarle a la gruta había ido poco a poco retirándosele en vista de que el
decantado tesoro de cuyo hallazgo tanto se jactaba Francisco, no aparecía. La
única persona a quien, de cuando en cuando, descubría su corazón era el obispo
de Asís, Guido, que parece haber sido su confesor ordinario ya desde los
primeros pasos de su nueva vida. Así lo indica la Leyenda de los Tres
Compañeros: «El obispo de la ciudad de Asís, a quien Francisco acudía con
frecuencia para aconsejarse de él...» (TC 35; 10). Según el Espejo de
Perfección, Francisco dijo, poco antes de su muerte, a cierto «señor
Buenaventura» de Siena: «Desde el comienzo de mi conversión puso el Señor en
boca del obispo de Asís sus palabras para que me aconsejara y confortara en el
servicio de Cristo» (EP 10). Leemos asimismo en el Anónimo de Perusa: «Grandes
y pequeños, hombres y mujeres, todos despreciaban y escarnecían a los nuevos
penitentes. La única excepción era el obispo de Asís, a quien acudía con
frecuencia Francisco en demanda de consejo» (AP 17). Todos estos pasajes, y
otros, demuestran que Francisco mantuvo, desde los comienzos de su vida
religiosa, muy íntimas y cordiales relaciones con su obispo.
Pero los
biógrafos del Santo no nos dicen nada sobre este período de meditación callada
y solitaria; en cambio él mismo nos ha dejado en su Testamento, escrito pocos años
antes de morir, preciosas confesiones, por ejemplo ésta: «El Señor me dio la
gracia de que así comenzase a hacer penitencia; porque, como yo estuviese
entonces envuelto en pecados, me era muy amargo ver a los leprosos; pero el
Señor me trajo a ellos, y usé de misericordia con ellos». La condición de los
leprosos en la Edad Media era mucho mejor que la de todos los demás enfermos y
pobres; porque, en vista de cierto pasaje de Isaías (53,4), se les consideraba
como símbolos vivos del divino Salvador más que a todo el resto de la humanidad
paciente. Gregorio el Grande cuenta la historia del monje Martirio, quien,
habiendo encontrado por el camino a un leproso agobiado de dolores y falto de
fuerzas para continuar su viaje, le envolvió en su propio manto y, tomándole en
brazos, se lo llevaba a su convento, cuando he aquí que de repente el leproso
se trueca en Jesucristo, quien, antes de desaparecer, da su bendición al monje,
añadiendo: «Martirio, tú no te has avergonzado de mí en la tierra; yo tampoco
me avergonzaré de ti en el cielo». Análogos casos se cuentan de S. Julián el hospitalario,
del Papa IX, del bienaventurado Columbino, etc.
Eran, pues, los
leprosos de la Edad Media objeto de una solicitud de todo en todo particular;
eran los pobres preferidos por la caridad tanto privada como pública. Había
toda una orden de caballería, la de San Lázaro, fundada especialmente para
cuidar de ellos. La Europa entera estaba sembrada de lazaretos; a fines del
siglo XIII ascendía a 19.000 el número de estos benditos asilos, donde los
leprosos vivían en una especie de comunidad conventual. Así y todo, aquellos
infelices arrastraban una vida llena de miseria y de tristeza, excluidos como
estaban de la sociedad en todos los países, en virtud de leyes severas que les
vedaban tener relación alguna con las demás gentes.
Como en toda
Italia, había también en Asís un hospital de leprosos, instalado fuera y a
cierta distancia de las murallas, sobre el camino que va a la Porciúncula, más
o menos en el mismo sitio que hoy ocupa el grandioso edificio denominado Casa
Gualdi. Dicho hospital se llamaba de «San Salvador de los Muros» y estaba
a cargo de una orden recién fundada, bajo Alejandro III, expresamente para el
cuidado de los leprosos; la orden de los Crucíferos.
Muchas veces había
pasado Francisco por delante de esta casa; pero siempre, sólo al verla,
experimentaba profundo disgusto. De buen grado daba limosna para los leprosos,
pero a condición de que otro se encargara de llevársela. Cuando el viento
soplaba del lado del hospital y llegaba hasta San Francisco el hedor repugnante
de la fatal enfermedad, él al punto volvía el rostro y echaba a correr,
tapándose las narices (TC 11).
Aquí estaba,
pues, su mayor debilidad; aquí era donde iba a librar más recia batalla y a
obtener más espléndida victoria.
Un día, estando
en su acostumbrada oración, oyó, por fin, la anhelada respuesta, y fue la
siguiente: «Francisco, si quieres conocer mi voluntad, has de despreciar y
aborrecer cuanto aman y apetecen tus sentidos. Cuando esto hayas logrado,
entonces te será amargo e insufrible lo que antes te era dulce y deleitoso, y
hallarás gozo y contentamiento en lo que antes detestabas». Francisco entendió
el programa que estas palabras encerraban para él, el tenor de vida que le
indicaban con toda claridad.
Sin duda alguna,
en estas palabras iba meditando en uno de esos paseos que solía hacer por el
valle de la Umbría, cuando de repente se le espanta el caballo y descubre
delante de sí, como a veinte pasos de distancia, a un leproso en el traje que usaban
los de su condición y que era muy fácil reconocer. Su primer impulso fue volver
grupas y huir más que ligero; pero al instante tornaron a resonar en su
conciencia distintas y netas las referidas palabras: «Lo que te era odioso te
será en adelante dulce y amable». ¿Y qué cosa más horrible para él en el mundo
que un leproso? Llegado era, pues, el momento de que se cumpliera en él la
palabra del Señor. Haciendo un extraordinario esfuerzo de reflexión, se apea
del caballo, avanza hasta el leproso a despecho del hedor nauseabundo que ya le
invade el olfato, le da limosna y le besa la mano cubierta de asquerosas
llagas.
Un momento
después se halló sobre su caballo sin saber cómo: tan honda emoción había
experimentado. El corazón le latía de modo extraordinario; temblaba de pies a
cabeza y no supo el camino que tomó. Pero el Señor había cumplido su palabra:
el bienestar y el gozo más inefable inundaba todo su ser; no hallaba cómo
contener en su pecho la alegría; iba nadando en un mar de felicidad nunca soñada;
linfas y auras de paraíso refrescaban la tierra sedienta de su corazón.
Al día siguiente
tomó muy de agrado el camino de «Salvador de los muros», que antes miraba con
tan vivo horror; llegado a la puerta golpeó, le abrieron, y entró por primera
vez en su vida en el hospital de los leprosos. De todas las celdas acudieron a
él los míseros enfermos con sus rostros carcomidos, cegados y sanguinolentos
los ojos, los pies hinchados y torcidos, las manos sin dedos... Toda aquella
espantable muchedumbre se agrupó en torno del hijo del mercader, exhalando de
sus enfermas gargantas tan insufrible fetidez, que Francisco, a pesar de su
heroísmo, no pudo menos de taparse un momento las narices para defenderse de la
infección. Pero en seguida logró reponerse, metió la mano en el bolsillo, que
llevaba repleto de dinero, y se puso a repartir limosna, cubriendo las manos de
los enfermos a un mismo tiempo de dinero y de tiernos besos, como había hecho
la víspera con el leproso del camino. Sin duda alguna, Francisco había obtenido
la victoria más grande a que puede aspirar el hombre: la victoria sobre sí
mismo. Ya era dueño, y no (¡ay! como tantos de nosotros) esclavo de sí propio.
Pero en esta
lucha interna no hay triunfo tan completo que ahorre toda ulterior vigilancia;
porque el enemigo, vencido y todo, siempre queda al acecho del momento oportuno
para la represalia. Francisco había ganado una gran batalla; pero debía
prepararse para las pequeñas escaramuzas en que aún podía sucumbir. Continuó,
pues, frecuentando diariamente su gruta y sus ejercicios de oración.
A menudo le
acontecía encontrar en el camino a cierta vieja jorobada, de esas miserables
criaturas que, en los países del sur, acostumbran refugiarse en la
semi-oscuridad protectora de los templos, donde se lo pasan manoseando el
rosario, o dormitando; pero apenas ven que se acerca un extranjero, se arreglan
el pañuelo en la cabeza y salen de su escondite cojeando y extendiendo la mano
sucia en demanda de limosna: ¡Un soldo, signore! ¡Un soldo, signorino mío!.
Una vieja tal era la de nuestra historia. Apenas veía venir a nuestro joven, se
le atravesaba pidiéndole la limosna, y tanto llegó a molestarle que, al fin,
acabó por despertar en él, con su desaliño y feo talante, la antigua adversión
a la suciedad y a la miseria. A medida que avanzaba en su camino, y el sol le
bañaba con sus fulgores, y las campiñas verdegueaban, y el velo azul se
desplegaba por el horizonte cubriendo los montes y los valles, más claramente
resonaba en sus oídos la voz insidiosa de la tentación: «¿Conque es verdad que
quieres abandonar todo eso? ¿Es verdad que quieres dar el adiós eterno a la luz
del sol, a la vida y al placer, a los festines alegres, a las sabrosas
canciones, y encerrarte en esa sombría caverna, malbaratando así lo más florido
de tu juventud en inútiles oraciones, para llegar a ser después un viejo loco y
miserable, que se arrastre de iglesia en iglesia, suspirando desolado y acaso
maldiciendo en secreto la malgastada vida?»
Así murmuraba el
enemigo malo al alma de nuestro joven, y, a buen seguro, hubo momentos en que
éste, aguijoneado por la juventud, por su natural amor a la luz y a la alegría,
por sus nativas aspiraciones caballerescas, llegó a vacilar, a bambolearse bajo
el peso de la tentación. Pero no bien penetraba en su gruta, recordaba la
calma, el dominio sobre sí mismo, y cuanto más recio había sido el combate,
tanto más profunda era la paz y más dulce el consuelo con que Dios le regalaba
en la intimidad de la oración.[3]
Así, al menos,
creo que se puede interpretar un episodio que relatan los Tres Compañeros en
los siguientes oscuros términos: «Había en Asís una mujer jorobada y deforme
que el demonio traía a la memoria de Francisco en frecuentes apariciones,
amenazándole con tocarle de la misma enfermedad que padecía esta mujer, como no
renunciase a sus piadosos proyectos. Pero Francisco, como valiente soldado de
Cristo, despreciaba las amenazas del diablo, penetraba en su gruta y se
entregaba a la oración» (TC 12).
[1] -Magnus inter
ceteros [ediciones modernas leen: magis inter ceteros] (1 Cel 6). Sabatier cree
descubrir en este confidente del joven Francisco al futuro Fray Elías de
Cortona; pero tal hipótesis dista mucho de ser admisible. Mal podría Elías
formar parte del séquito elegante y aristocrático de Francisco, cuando, según
atestigua Salimbene de Parma, no pasaba de ser un sillero, maestro de escuela.
Francisco mismo debió su ascendiente más a su dinero que a su nobleza. No
pueden referirse a un pobre artesano de una aldea vecina a Asís las citadas
palabras del biógrafo: magnus inter ceteros.
[2] - In gradibus ecclesiae (TC 10). Celano (2 Cel 8),
dice que Francisco fue a colocarse in paradiso ante ecclesiam, palabras que
designan el pórtico abovedado de la basílica.
[3] - Así, al menos, creo que se puede interpretar un episodio que relatan los
Tres Compañeros en los siguientes oscuros términos: «Había en Asís una mujer
jorobada y deforme que el demonio traía a la memoria de Francisco en frecuentes
apariciones, amenazándole con tocarle de la misma enfermedad que padecía esta
mujer, como no renunciase a sus piadosos proyectos. Pero Francisco, como
valiente soldado de Cristo, despreciaba las amenazas del diablo, penetraba en
su gruta y se entregaba a la oración» (TC 12).
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