lunes, 10 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 2 Cap 4

Capítulo IV – La Porciúncula y los nuevos discípulos


La antiquísima capilla de la Porciúncula, tal cual se conserva hasta hoy día, es un edificio de forma alongada, con bóveda gótica, ábside semicircular y dos puertas, la una al frente y la otra en uno de los costados. Según una tradición, mencionada por primera vez en el Paradisus Seraphicus de Salvador Vitali (Milán, 1645), esta capilla fue edificada en el siglo IV, bajo el pontificado del Papa Liberio (352-366), por cuatro ermitaños que venían de Tierra Santa trayendo una reliquia del sepulcro de la Santísima Virgen, que les había regalado San Cirilo. Sea de esto lo que fuere, el nombre de la capilla, Santa María de los Angeles, antiquísimo también, viene de un cuadro que había en el altar y que representaba la Asunción de María en medio de multitud innumerable de ángeles. Por lo que respecta al nombre de Porciúncula, «pequeña porción» o «porcioncilla», lo emplearon primero los benedictinos del monte Subasio, a quienes perteneció siempre la capilla a contar del año 576. El edificio vino arruinándose con los años, hasta que, en el de 1075, los monjes que la habitaban se vieron forzados a abandonarla y se refugiaron en su abadía de la cima de la montaña. Cuenta la leyenda que Pica solía acudir a orar en esta capilla abandonada y que en ella obtuvo la seguridad de que daría a luz un hijo que restauraría el derruido santuario. Después de la reconstrucción, Francisco y sus hermanos frecuentaron mucho el bosque que rodeaba la iglesia, por donde puede conjeturarse el gozo que experimentaron cuando en 1211 la abadía del Subasio, propiedad entonces de los Camaldulenses, les otorgó a perpetuidad el permiso de disponer del venerado santuario. De buen grado les hubieran cedido también la propiedad a no haberse Francisco negado tenazmente a recibirla, exigiendo rigurosamente que se estipulase que sus frailes darían cada año a los monjes propietarios un canastillo de peces a guisa de canon de arrendamiento (EP 55).

Arrojados de Rivotorto, Francisco y sus hermanos edificaron junto a la capilla una cabaña con ramas de árboles que cubrieron de hojas y revocaron con barro. Por camas tenían sacos de paja tendidos en el suelo, y la desnuda tierra les servía también de mesa y de silla. Un simple seto era toda la muralla del convento. Tal fue el primer lugar franciscano, el que, según voluntad expresa de Francisco, debía servir de modelo para todas las demás moradas de la naciente comunidad. Cuando más tarde el ideal de la Orden franciscana empezó a modificarse, una de las señales de esta modificación fue sustituir la palabra lugar por la de convento, expresión que implicaba ya cierto elemento de bienestar y riqueza, por donde vino a dar el nombre a los conventuales, es decir, a los miembros de la Orden representantes de la tendencia menos estricta.

Pero volvamos a la historia de los primeros franciscanos. Una vez establecidos en la Porciúncula, se les agregó una verdadera falange de hermanos nuevos, que viene a ser como la segunda generación de la Orden franciscana; al lado de Bernardo, Gil, Ángel y Silvestre, la tradición y la leyenda nos han trasmitido los nombres de Rufino, Maseo, Junípero, León y otros que, aunque llegados a segunda hora, poco faltó para que eclipsaran a los primeros. Y en verdad, éstos se distinguieron por cierta marcada inclinación al aislamiento, dando más importancia a la soledad que a la vida común. Así, Silvestre gustaba de retirare a las grutas dei Carceri para entregarse al ejercicio de la meditación; Bernardo se entraba por el bosque y allí se absorbía de tal modo en Dios, que no oía ni la voz de Francisco si éste le iba a llamar, y otras veces erraba veinte o treinta días solo por las cimas de las más altas montañas todo absorto en la contemplación de las cosas del cielo (Flor 3, 16 y 28); Gil, por su parte, se lo pasaba viajando, ora a Tierra Santa, ora a España, ya a Roma, ya a Bari a visitar el santuario de San Nicolás.

Así y todo, de injustos pecaríamos si, imitando a la leyenda, sólo tomáramos en cuenta a los obreros de la segunda generación, y sepultáramos en el olvido a los de la primera. Tal preterición sería singularmente inexcusable con Fray Gil, que mereció que Francisco le llamase «su caballero de la tabla Redonda», y en quien pareció tomar carne el primitivo espíritu franciscano en toda su pureza. Hasta el día de su muerte, acaecida en la fiesta de San Jorge del año 1262, aniversario de su entrada en la Orden, Gil fue constantemente un caballero de Dios, un fiel San Jorge de la noble dama Pobreza. Su vida entera es una prueba palpable del amor al trabajo que caracterizó a Francisco y a sus primeros discípulos. Su biografía, escrita por su amigo Fray León, más joven que él, abunda en rasgos geniales de esta naturaleza. Llegado a Brindis de paso para Tierra Santa y, no hallando bajel en que continuar luego su viaje, se vio forzado a detenerse allí por espacio de muchos días; obtuvo de limosna un cántaro viejo y bastante capaz, fue a un pozo y lo llenó de agua y en seguida se puso a recorrer las calles de la ciudad gritando a la manera de los vendedores ambulantes: Chi vuole dell'aqua? «¿Quién quiere agua?» Y en cambio del agua recibía pan y otros objetos necesarios para sí y su compañero. De vuelta de su viaje desembarcó en las cercanías de Ancona, y allí también se procuró trabajo, que fue cortar cañas y fabricar canastos y forros de botellas, que vendía por pan y otras cosas, menos dinero; se empleó también en sepultar cadáveres, con que se ganó un hábito nuevo para sí y otro para su compañero de viaje, y solía decir que este hábito recibido de limosna, rogaba por él mientras dormía.

Es probable que en esta su estancia en Ancona sea cuando le avino un extraño caso con un sacerdote, y fue que, viéndole éste pasar por la calle ofreciendo su modesta mercancía, se acercó a él y le llamó «holgazán», palabra que hizo al pobre Fray Gil tan penosa impresión, que no hacía más que llorar, y preguntándole el compañero por qué lloraba tanto, él contestó:

-- ¿Cómo quieres, hermano, que no llore, si soy un miserable holgazán, según me ha dicho hoy un sacerdote?

-- ¿Y por eso no más te crees holgazán?

-- Es claro, puesto que un sacerdote no puede mentir.

El compañero se esforzó entonces para explicarle la diferencia que mediaba entre un sacerdote en cuanto tal y en cuanto mero hombre, y cómo en este segundo carácter podía muy bien equivocarse; con lo que se consoló algún tanto el atribulado Fray Gil.

En Roma distribuía su tiempo de manera que por la mañana oía misa muy temprano, y en seguida se iba a un bosque bastante apartado de la ciudad, donde recogía leña que luego llevaba a Roma y cambiaba por pan. Un día una dama, haciéndose cargo de que compraba a un religioso, quiso darle doblado el precio que él le había pedido, a lo que Gil se negó rotundamente y acabó por no aceptar sino la mitad de dicho precio, añadiendo que lo hacía así a fin de no caer en las redes de la codicia.

En tiempo de vendimia ayudaba a recoger la uva; lo mismo hacía con las aceitunas cuando estaban en sazón. Con frecuencia iba a espigar en las sementeras a una con los demás pobres, a quienes siempre daba lo que recogía, alegando que él no tenía graneros donde guardar su trigo. Solía también ir a la fuente de San Sixto, situada fuera de los muros de Roma, a traer agua para los monjes del convento de los Cuatro Coronados; o bien trabajaba de cocinero en el convento, o se ocupaba en moler trigo o hacer pan. En general, aceptaba cualquier trabajo que se le ofreciera para ganarse el sustento, siempre, empero, que le dejase libre el tiempo necesario para rezar el oficio y hacer la meditación.

En medio de esta vida activa y laboriosa Gil conservaba siempre su profunda bondad franciscana. Un día, yendo de camino al santuario de Santiago de Compostela, se encontró con un pobre que le pidió limosna, y él, no teniendo más, se cortó la capucha del hábito y se la dio, y tuvo que ir sin capucha por espacio de veinte días. Andando por la Lombardía, encontró a un hombre que le llamo haciéndole una señal con la cabeza; se acercó a él, creyendo que se le llamaba para hacerle alguna limosna; pero en vez de eso, el hombre le puso en la mano un par de dados, burlándose socarronamente. Gil prosiguió su camino, no sin decir antes al liviano burlador: «¡Que Dios te perdone, hijo mío!» Otra vez iba por la vía Apia llevando el agua para los monjes de los Cuatro Coronados, y se le acercó un vagabundo a pedirle un trago de lo que llevaba en su cántaro. Gil se lo negó, por lo que el hombre se irritó tanto, que le colmó de injurias. Llegando al convento, dejó el cántaro, tomó otro, corrió a la fuente, lo llenó de agua y se volvió a buscar al enojado vagabundo, a quien no tardó en encontrar, y le rogó que bebiese ahora del agua que le ofrecía, añadiendo: «No te enojes así conmigo, que si no te di agua antes fue porque me pareció inconveniente llevarla a los monjes usada ya por otro».

No porque se hallase hospedado en casa de grandes personajes, como el Cardenal Nicolás, Obispo de Túsculo, dejaba de ganarse el pan que comía en la mesa de aquel alto príncipe. Un día llovió torrencialmente, con gran contentamiento del Cardenal, que esperaba que por tal circunstancia Gil se vería obligado, siquiera una vez, a participar de su comida; pero el santo fraile bajó a la cocina y propuso al cocinero limpiarle la cocina por dos panes; la propuesta fue aceptada, y el Cardenal quedó burlado en su esperanza. Al día siguiente la lluvia continuó y Gil se ganó los dos panes afilando los cuchillos de la casa de Nicolás.

Con el título de Dichos de Fray Gil se ha reunido y publicado buen número de rasgos y sentencias, que verosímilmente datan en su mayor parte de la vejez del hermano. Allí se cuenta que una vez fueron a ver a Gil dos Cardenales, quienes, al despedirse de él, le rogaron con todo respeto que orase por ellos, a lo que él respondió: «En verdad, señores míos, que es inútil que yo ruegue por vosotros, que tenéis mucha más fe y esperanza que yo». «Cómo es eso?», preguntaron ellos asombrados, y acaso un tanto desazonados, pues conocían bien el carácter incisivo de Fray Gil. El cual repuso al punto: «¿Que cómo es esto? Digo que vuestra fe es mayor que la mía, pues con poseer tal abundancia de riquezas y gozar de tantos honores, esperáis, sin embargo, salvaros, mientras yo, pobre y despojado de todo, temo, no obstante, condenarme».

Fray Gil permaneció hasta su muerte fiel a los tres ideales franciscanos: pobreza, castidad y alegría. Se ha conservado un soneto compuesto por él en loor de la castidad, así como otros fragmentos de poesías suyas. En el huertecillo del convento de Monte-Rípido, cerca de Perusa, se recreaba mirando y escuchando arrullar las tortolillas y hablándoles cual si fueran sus hermanas, y en las blandas mañanas de estío se iba a las eras, donde se ponía a cantar las alabanzas de Dios frotando dos cañas y forjándose la ilusión de que se acompañaba de una viola; esta manera de acompañar su canto la había aprendido Gil de Francisco.

Al revés de los discípulos de la primera generación, amantes de la soledad y del apartamiento, los de la segunda propendían más bien al consorcio y a la convivencia con su maestro; sobre todo, Fray Maseo, natural de Mariñano (aldea cercana a Asís), que acompañó a Francisco en varias de sus más importantes excursiones; era de esbelta y hermosa figura, dotado del don de la palabra y, por ende, hecho para tratar con las gentes, al revés de Francisco, de humilde apariencia y desmedrada talla y a primera vista despreciable para quien no le conociera. Por donde siempre que ambos salían juntos a mendigar, Francisco no conseguía más que escasos mendrugos de sentado pan, mientras que Maseo los obtenía grandes y abundantes, y a menudo le daban panes enteros.

Este mismo apuesto y elegante y bien hablado Maseo corría en el convento de las Cárceles con la recepción de las limosnas, con la portería, con la cocina, en una palabra, con todos los quehaceres domésticos, mientras los demás hermanos se entregaban libremente a la oración y contemplación.
Un día iba de viaje en compañía de Francisco. Llegados a una encrucijada en que se juntaban tres caminos, uno que llevaba a Florencia, otro a Sena y el otro a Arezzo, Maseo preguntó a Francisco cual de los tres había que tomar. Francisco le contestó:

-- El que Dios quiera.

-- Pero, ¿cómo sabremos qué camino quiere Dios? -volvió a preguntar Maseo.

-Yo te lo voy a decir -repuso Francisco-: en nombre de la santa obediencia te ordeno darte vueltas bien ligero en círculo, como hacen los niños, allí en medio de la carretera, y no pararte hasta que yo te diga.

Maseo obedeció al instante y se puso a dar vueltas como un trompo; empero, a los pocos minutos le falló la cabeza, le vino un vértigo, y cayó en tierra; mas, como Francisco no le daba todavía orden de parar, se levantó y continuó dando vueltas. Por fin, cuando ya apenas podía volverse, le dijo Francisco:

-- Detente. ¿De qué lado estás vuelto?

-- Del lado de Sena -contestó Maseo.

-- Entonces -dijo Francisco-, la voluntad de Dios es que a Sena vayamos por ahora.

Con éstas y otras humillaciones enseñaba Francisco a su gentil discípulo a tenerse por pequeño y miserable, y a fe que consiguió su objetivo, pues Maseo llegó a tan alto grado de humildad, que se juzgaba el mayor pecador del mundo, digno sólo del infierno, no obstante que de día en día iba creciendo en todo linaje de virtudes. Esta profunda humildad le valió el don de una luz interior extraordinaria, que se desbordaba al exterior en forma de una perpetua envidiable alegría. A menudo, durante la oración prorrumpía en gritos de intenso gozo, a que seguía cierta especie de murmullo monótono semejante al de la paloma: a pesar de tenerse por el más despreciado de los hombres, andaba siempre con el corazón lleno de contento y el rostro bañado en risa, absorto en la contemplación de Dios. Y así llegó a la vejez, de suerte que, habiéndole preguntado un fraile joven llamado Jacobo de Fallerone, por qué no modificaba su manera de alegrarse, por qué no ensayaba otra canción, Maseo contestó: «Porque quien encuentra su felicidad en una sola cosa, no debe entonar más que una sola canción».

De los nuevos discípulos, el que más se parecía a Bernardo de Quintaval era Fray Rufino de Asís, nacido como él de familia respetable y perteneciente a la noble raza de los Scifi o Scefi. Se parecía a Bernardo en su tendencia a la vida solitaria, tendencia tan marcada, que en una ocasión estuvo a punto de separarle de Francisco, cuyo cristianismo práctico le seducía mucho menos que la vida puramente ascética de los antiguos ermitaños del desierto. Con frecuencia andaba tan absorto en la contemplación, que costaba trabajo hacerle volver en sí, y cuando esto se lograba, solía pronunciar palabras incoherentes. Murió en Asís en 1270.

Muy de otra laya era el espíritu de Fray Junípero, conforme en todo con el de Francisco, quien solía repetir graciosamente: «¡Quién me diera todo un bosque de juníperos (enebros) como éste!» Un día, estando en la Porciúncula, oyó a un hermano enfermo decir murmurando que tenía ganas de comer patas de cerdo cocidas; no se hizo repetir la indicación, ni entendió sino irse a una piara que estaba cerca de allí, comiendo bellotas, le cortó una pata a uno de los cerdos, la coció en seguida y se la sirvió al enfermo. Pero luego llegó el campesino, dueño de la piara de cerdos, y entabló amarga queja ante Francisco; éste sospechó al punto que Junípero habría hecho alguna de las suyas y le hizo llamar; Junípero confesó lisa y llanamente su hecho, pero lo explicó diciendo: «Esa pata de cerdo cocida le ha hecho tanto bien a nuestro hermano, que nunca me arrepentiré de haberla cortado, y si cien patas hubiese cortado, habría sido igual». Francisco se esforzó entonces por afear a Junípero su atentado a la propiedad ajena; pero el sencillo hermano no pudo comprender por dónde habría hecho mal, y acabó por decir al Santo: «Bien, si ese hombre está tan enojado contra mí, yo iré a desenojarle», y sin más, se fue corriendo para el furibundo campesino y le expuso cómo el hermano enfermo tenía ganas de un guiso de patas de cerdo, que los cerdos habían sido creados por Dios para uso del hombre, que todo lo que existe pertenecía a todos los hombres, pues ninguno de ellos era capaz de hacer ni siquiera una hoja de hierba, que sólo Dios lo podía todo, y que, por estas razones, él había cortado la pata al cerdo para satisfacer los deseos de su hermano enfermo.

Junípero expuso todos estos argumentos con lujo de detalles y con festiva sonrisa al irritado campesino, teniendo por cierto y averiguado que éste los comprendería y aprobaría la amputación que él había practicado en el cerdo. Pero nuestro hombre se encargó de probarle cuán equivocado estaba, echándole encima una andanada de insultos y vilipendios, en que le llamó ladrón, malhechor, idiota, cabeza de burro, con otros mil denuestos, que el hermano escuchaba con toda serenidad. Por fin, se dijo: «Este buen hombre no me ha entendido», y empezó de nuevo a explicarle la cosa con más prolijidad de detalles que antes; y acabó por echársele al cuello abrazándole candorosamente y diciéndole: «Vea usted, mi buen señor: yo hice eso para que mi pobre enfermo recobrase la salud, y usted me ha ayudado a ello con su cerdo; por consiguiente, no hay que estar tristes; no sea malo conmigo; alegrémonos juntos y demos gracias a Dios, que nos regala con los frutos de la tierra y los animales del campo; que quiere que todos seamos sus hijos y nos socorramos los unos a los otros como buenos hermanos y hermanas. ¿Tengo o no tengo razón?, dilo, mi querido hermano». Y así diciendo, le abrazó de nuevo y le estrechó fuertemente contra su corazón, con lo que el campesino se conmovió, por fin, a tal extremo, que se puso a llorar amargamente, pidiendo perdón a Dios y a los frailes de la dureza con que los había tratado, y no contento con esto, se fue y mató al marrano, lo asó y llevó de regalo a los frailes de la Porciúncula.

Otro día llegó Fray Junípero a un pequeño convento cuando los frailes tenían que salir a su trabajo. Antes de partir le dijo el guardián que cuidase la casa y procurase tenerles preparado algo de comer para cuando volviesen, a lo que Junípero contestó que descuidasen, que cumpliría sus encargos con toda fidelidad.

Una vez solo en el convento, se puso a deliberar cómo haría para salir airoso en su empeño. Mientras partía leña para hacer fuego, iba razonando consigo mismo: «¿No es una torpeza que un fraile esté ocupado todo el día en la cocina sin dejar un momento de tiempo para la oración? Yo voy a hacer ahora tanta comida que baste para muchos más frailes que éstos son, y no para hoy solamente, sino para toda una quincena». Como lo pensó lo hizo. Se fue a una aldea vecina, compró varias enormes cacerolas, carne, aves, huevos y legumbres en grande abundancia; hecho esto encendió una fogata, puso agua a las ollas y metió adentro en confusa mezcolanza todos los materiales que había traído de la aldea, y todo tal como estaba: las aves sin desplumar, las legumbres sin lavar, los huevos con cáscara y todo, y así del resto.

Cuando volvieron los frailes hallaron al buen Junípero hecho todo un consumado cocinero, y era un contento verle cómo iba de una olla en otra revolviendo el guiso con un palo largo, porque el calor de la fogata no le permitía aproximarse mucho. Cuando juzgó que la vianda estaba ya en sazón, tocó la campana para la cena, y una vez que todos los frailes estuvieron reunidos, les sirvió, lleno de gozo y satisfacción, el guiso, ponderándoselo calurosamente y diciéndoles: «Coman, hermanos, regálense, que después iremos a la oración. Vean cómo les he hecho comida para más de quince días». Pero ninguno de los frailes quiso probarla, a pesar de las instancias con que los convidaba el buen cocinero, hasta que, por fin, cayó en la cuenta del desaguisado que había cometido, y entonces se echó a los pies de sus hermanos, golpeándose el pecho de modo lastimero y pidiéndoles perdón por tanto y tan inútil derroche de provisiones.

Cumple advertir aquí, que éstas y otras humoradas de Junípero no siempre obedecían a mera simplicidad; que a veces las hacía por corregir, de este modo indirecto y burlesco, a sus hermanos cuando éstos se dejaban ir a la relajación del espíritu de la Orden. Por ejemplo, en el caso que acabamos de referir, es probable que aquellos frailes acostumbraban consagrar demasiado tiempo, demasiada atención a la cocina.

Otra vez era la media noche, y Fray Junípero se presentó a su superior llevándole un plato de sopa y un trozo de manteca; el superior le había reprendido la víspera por demasiado pródigo de limosnas. «Padre mío -le dijo desde el umbral de la puerta con el plato de sopa en una mano y el candil en la otra-, tan pronto como tú me echaste aquella reprimenda, creí notarte muy acalorado y afiebrado, y en el acto me puse a prepararte esta sopa, que te ruego que tomes; que nada hay mejor para suavizar la garganta y el pecho». El superior penetró en seguida la intención del comedido Junípero y le dijo secamente que se fuera con sus bromas; más éste replicó: «Bien está eso; pero la sopa está hecha y debe ser comida; ya que tú no la quieres, tenme la candela, que yo me la comeré». El superior tenía alma franciscana, y no sólo se prestó a lo que le pedía Junípero, sino que le ayudó a despachar la sopa.

Aventuras como las referidas no tardaron en hacer famoso el nombre de Fray Junípero, y así donde quiera que se presentaba acudían muchedumbres de gentes a verle. En una ocasión hizo un viaje a Roma, enviado por sus superiores, y cuando estaba ya cerca de la ciudad, salieron a recibirle fuera de los muros muchas personas de alta posición, elegantemente vestidas y perfumadas, como las que suelen verse hoy en día en las catacumbas examinando, a través de sus gemelos, los sepulcros de los mártires. Pero él, una vez que advirtió la presencia de aquellos curiosos, se propuso jugarles una de las que acostumbraba, para castigar su tontería disfrazada de devoción. Había por allí, junto al camino, dos muchachos jugando a la balanza, que consistía en una viga cruzada sobre otra; el uno sentado en un extremo y el otro en el extremo opuesto, se alzaban y suspendían alternativamente. Junípero pidió a uno de ellos que le cediese su puesto, lo que le fue otorgado sin dificultad, de modo que, cuando llegó la elegante comitiva, él estaba ya balanceándose de lo lindo. Grande fue la admiración de aquellas gentes al ver al varón de Dios ocupado en cosa tan baladí; sin embargo, le saludaron respetuosamente, esperando, para hablarle, que él se desocupase; pero Junípero no hizo caso alguno, ni del saludo ni de la espera, y continuó con su balanceo con más entusiasmo que antes; hasta que los romanos, cansados de aguardarle, y viendo que no daba señales de querer abandonar el juego, se marcharon furiosos y declarando por unanimidad que aquel fraile, que pasaba por un santo, no era más que un palurdo vulgar sin pizca de educación. Cuando ya se hubieron alejado, Junípero se apeó de la viga y, solo y contento, siguió camino a Roma.

Junípero fue uno de los tres discípulos de Francisco que se hallaron presentes a la muerte de Santa Clara (los otros dos fueron León y Ángel Tancredi), después de haberla acompañado y asistido por muchos años desde la muerte del Santo. Cuando Junípero se acercó a la cabecera del lecho de Clara, le preguntó ésta llena de gozo: «¿Qué nuevas me traes de Dios?» Y abriendo su boca el varón santo, empezó a decirle palabras que eran verdaderas llamas de amor divino que salían del horno ardiente de su corazón. Fray Junípero murió en 1258.

Hermana gemela del alma de Junípero era la de Fray Juan, apellidado el Simple, cuya vocación a la Orden cuentan las crónicas de la manera siguiente:

«En cierta ocasión, cuando vivía en Santa María de la Porciúncula, siendo todavía pocos los hermanos, iba el bienaventurado Francisco por los pueblos y las iglesias de los alrededores de Asís predicando y exhortando a los hombres a la penitencia. En estas salidas iba provisto de una escoba para barrer las iglesias sucias. Al bienaventurado Francisco le dolía profundamente el ver alguna iglesia menos limpia de lo que deseara. Por eso, luego que acababa la predicación, reunía a los sacerdotes presentes en un lugar apartado, para que no escucharan los seglares, y les predicaba acerca de la salvación de las almas, y, sobre todo, les exhortaba a ser cuidadosos en mantener limpias las iglesias y altares y todo lo que se necesita para la celebración de los divinos misterios.

»Uno de aquellos días fue a la iglesia de una villa de la ciudad de Asís y empezó a barrerla y limpiarla humildemente. Luego corrió el rumor por todo el pueblo, y todos veían el hecho con buenos ojos y se complacían en oírlo. Tan pronto como se enteró un campesino de admirable sencillez, llamado Juan, que estaba arando su tierra, se dirigió deprisa a donde estaba Francisco, y lo encontró barriendo la iglesia con devota humildad. Al verlo, le dijo: "Hermano, déjame la escoba, que quiero ayudarte". Y, cogiendo la escoba de sus manos, barrió lo que faltaba. Sentados los dos, dijo el rústico labrador al bienaventurado Francisco: "Hace ya mucho tiempo, hermano, que quiero servir a Dios, y más aún desde que me han llegado noticias de ti y de tus hermanos; pero no sabía cómo venir a ti. Ahora que el Señor ha querido que te vea, quiero hacer lo que te agrade".

»Viendo el bienaventurado Francisco el fervor del campesino, se alegró en el Señor, particularmente porque entonces tenía pocos hermanos, y esperaba que por su sencillez y pureza había de ser buen religioso. Así, le dijo: "Si quieres vivir con nosotros y alistarte en nuestra familia, es preciso que te desprendas de todo cuanto justamente puedas poseer y lo des a los pobres, para seguir el consejo del santo Evangelio, pues así lo han hecho todos mis hermanos que han podido hacerlo".

»Oído esto, marchó inmediatamente al campo, donde había dejado los bueyes uncidos, y los desunció. Llevó uno al bienaventurado Francisco y le dijo: "Hermano, he servido muchos años a mi padre y a todos los de mi casa; y, aunque valga poco esta partija de mi herencia, quiero tomar este buey por la parte que me corresponde para darlo a los pobres como mejor te parezca a ti".

»Cuando supieron sus padres y hermanos, todavía pequeños, que Juan quería dejarlos, rompieron a llorar amargamente y a dar tales gritos de dolor, que el bienaventurado Francisco se movió a compasión. Era familia numerosa e incapaz de valerse. Les dijo: "Preparad comida para todos y comamos juntos. No lloréis, porque os voy a dejar muy contentos". Prepararon en seguida la comida, y todos comieron con mucha alegría. Después de comer dijo el bienaventurado Francisco: "Este hijo vuestro quiere servir a Dios, y no debéis por esto entristeceros, sino alegraros inmensamente. Pues no solamente según Dios, mas también según la estima del mundo, redundará para vosotros en gran honor y bien espiritual y temporal, porque en vuestra propia carne será honrado Dios, y todos nuestros hermanos serán vuestros hijos y vuestros hermanos. Él es creatura de Dios, y quiere consagrarse al servicio de su Creador; servirle a Él es reinar, y yo no puedo ni debo dejároslo. Mas para que recibáis de él un consuelo, quiero que se desprenda de este buey y os lo dé a vosotros como pobres, si bien debería darlo a otros pobres según el Evangelio". Quedaron muy consolados con las palabras del bienaventurado Francisco y se alegraron en gran manera, porque les había entregado el buey, pues eran muy pobres.

»El bienaventurado Francisco, que amaba tanto en sí como en los demás la santa sencillez, le vistió sin tardar el hábito de la Religión y lo llevaba como compañero con toda humildad. Era tan simple, que se creía obligado a imitar al bienaventurado Francisco en todo lo que hacía. Así, cuando el bienaventurado Francisco estaba en alguna iglesia o en otro lugar para orar, lo observaba con atención para imitarlo exactamente en todas sus acciones y gestos. Si el bienaventurado Francisco se arrodillaba, o levantaba las manos hacia el cielo, o escupía, o tosía, o suspiraba, también él lo hacía de igual manera. Cuando el bienaventurado Francisco se dio cuenta de esto, le comenzó a corregir cariñosamente estas simplicidades. A lo que respondió: "Hermano, yo he prometido hacer todo lo que tú haces; por eso, he de ajustarme a ti en todo". El bienaventurado Francisco se admiraba y maravillosamente se alegraba al ver en él tal sencillez y pureza de alma».[1]

Pero el amigo y confidente más íntimo de Francisco, entre los hermanos de la segunda generación, y aún de todos, era Fray León de Asís, a un mismo tiempo confesor y secretario del Santo, a quien gustaba llamarle, sin duda aludiendo a su nombre, «hermano ovejuela de Dios», Frate pecorella di Dio.

Cuenta el capítulo IX de las Florecillas que una vez se encontraron Francisco y León en un eremitorio sin tener breviario en que rezar el Oficio divino. Como había que rezarlo, porque ninguno de los dos se resignaba a faltar a tan sagrada obligación, Francisco dijo a su compañero:

-- Carísimo, no tenemos breviario para rezar los maitines; pero vamos a emplear el tiempo en la alabanza de Dios. A lo que yo diga, tú responderás tal como yo te enseñaré; y ten cuidado de no cambiar las palabras en forma diversa de como yo te las digo. Yo diré así: «¡Oh hermano Francisco!, tú cometiste tantas maldades y tantos pecados en el siglo, que eres digno del infierno». Y tú, hermano León, responderás: «Así es verdad: mereces estar en lo más profundo del infierno».

-- De muy buena gana, Padre. Comienza en nombre de Dios -respondió el hermano León con sencillez colombina.

Entonces, San Francisco comenzó a decir:

-- ¡Oh hermano Francisco!: tú cometiste tantos pecados en el mundo, que eres digno del infierno.
Y el hermano León respondió:

-- Dios hará por medio de ti tantos bienes, que irás al paraíso.

-- No digas eso, hermano León -repuso San Francisco-, sino cuando yo diga: «¡Oh hermano Francisco!, tú has cometido tantas cosas inicuas contra Dios, que eres digno de ser arrojado por Dios como maldito», tú responderás así: «Así es verdad: mereces estar con los malditos».

-- De muy buena gana, Padre -respondió el hermano León.
Entonces, San Francisco, entre muchas lágrimas y suspiros y golpes de pecho dijo en voz alta:
-- ¡Oh Señor mío, Dios del cielo y de la tierra!: yo he cometido contra ti tantas iniquidades y tantos pecados, que ciertamente he merecido ser arrojado de ti como maldito.

Y el hermano León respondió:

-- ¡Oh hermano Francisco!; Dios te hará ser tal, que, entre los benditos, tu serás singularmente bendecido.
San Francisco, sorprendido al ver que el hermano León respondía siempre lo contrario de lo que él le había mandado, le reprendió, diciéndole:

-- ¿Por qué no respondes como yo te indico? Te mando, por santa obediencia, que respondas como yo te digo. Yo diré así: «¡Oh hermano Francisco granuja! ¿Crees que Dios tendrá misericordia de ti? Porque tú has cometido tantos pecados contra el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación, que no mereces hallar misericordia». Y tú, hermano León, ovejuela de Dios, responderás: «De ninguna manera eres digno de hallar misericordia».

Pero luego, al decir San Francisco: «¡Oh hermano Francisco granuja!...», etc., el hermano León respondió:

-- Dios Padre, cuya misericordia es infinita más que tu pecado, usará contigo de gran misericordia, y todavía añadirá muchas otras gracias.
A esta respuesta, San Francisco, dulcemente enojado y molesto sin impacientarse, dijo al hermano León:

-- ¿Cómo tienes la presunción de obrar contra la obediencia, y tantas veces has respondido lo contrario de lo que yo te he mandado?

-- Dios sabe, Padre mío -respondió el hermano León con mucha humildad y reverencia-, que cada vez me disponía a responder como tú me lo mandabas; pero Dios me hace hablar como a Él le agrada y no como yo quiero.

San Francisco se maravilló de esto y dijo al hermano León:

-- Te ruego, por caridad, que esta vez me respondas como te he dicho.

-- Habla en nombre de Dios, y te aseguro que esta vez responderé tal como quieres -replicó el hermano León.

Y San Francisco dijo entre lágrimas:

-- ¡Oh hermano Francisco granuja! ¿Crees que Dios tendrá misericordia de ti?

-- Muy al contrario -respondió el hermano León-, recibirás grandes gracias de Dios, y Él te ensalzará y te glorificará eternamente, porque el que se humilla será ensalzado. Y yo no puedo decir otra cosa, porque es Dios quien habla por mi boca.

Otra vez iba San Francisco (es el relato del capítulo VIII de las Florecillas) con el hermano León de Perusa a Santa María de los Angeles en tiempo de invierno. Sintiéndose atormentado por la intensidad del frío, llamó al hermano León, que caminaba un poco delante, y le habló así:

-- ¡Oh hermano León!: aun cuando los hermanos menores dieran en todo el mundo grande ejemplo de santidad y de buena edificación, escribe y toma nota diligentemente que no está en eso la perfecta alegría.

Siguiendo más adelante, le llamó San Francisco segunda vez:

-- ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor devuelva la vista a los ciegos, enderece a los tullidos, expulse a los demonios, haga oír a los sordos, andar a los cojos, hablar a los mudos y, lo que aún es más, resucite a un muerto de cuatro días, escribe que no está en eso la perfecta alegría.

Caminando luego un poco más, San Francisco gritó con fuerza:

-- ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor llegara a saber todas las lenguas, y todas las ciencias, y todas las Escrituras, hasta poder profetizar y revelar no sólo las cosas futuras, sino aun los secretos de las conciencias y de las almas, escribe que no es ésa la perfecta alegría.
Yendo un poco más adelante, San Francisco volvió a llamarle fuerte:

-- ¡Oh hermano León, ovejuela de Dios!: aunque el hermano menor hablara la lengua de los ángeles, y conociera el curso de las estrellas y las virtudes de las hierbas, y le fueran descubiertos todos los tesoros de la tierra, y conociera todas las propiedades de las aves y de los peces y de todos los animales, y de los hombres, y de los árboles, y de las piedras, y de las raíces, y de las aguas, escribe que no está en eso la perfecta alegría.

Y, caminando todavía otro poco, San Francisco gritó fuerte:

-- ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor supiera predicar tan bien que llegase a convertir a todos los infieles a la fe de Jesucristo, escribe que ésa no es la perfecta alegría.
Así fue continuando por espacio de dos millas. Por fin, el hermano León, lleno de asombro, le preguntó:

-- Padre, te pido, de parte de Dios, que me digas en que está la perfecta alegría.

Y San Francisco le respondió:

-- Si, cuando lleguemos a Santa María de los Angeles, mojados como estamos por la lluvia y pasmados de frío, cubiertos de lodo y desfallecidos de hambre, llamamos a la puerta del lugar y llega malhumorado el portero y grita: «¿Quiénes sois vosotros?» Y nosotros le decimos: «Somos dos de vuestros hermanos». Y él dice: «¡Mentira! Sois dos bribones que vais engañando al mundo y robando las limosnas de los pobres. ¡Fuera de aquí!» Y no nos abre y nos tiene allí fuera aguantando la nieve y la lluvia, el frío y el hambre hasta la noche. Si sabemos soportar con paciencia, sin alterarnos y sin murmurar contra él, todas esas injurias, esa crueldad y ese rechazo, y si, más bien, pensamos, con humildad y caridad, que el portero nos conoce bien y que es Dios quien le hace hablar así contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que aquí hay alegría perfecta. Y si nosotros seguimos llamando, y él sale fuera furioso y nos echa, entre insultos y golpes, como a indeseables importunos, diciendo: «¡Fuera de aquí, ladronzuelos miserables; id al hospital, porque aquí no hay comida ni hospedaje para vosotros!» Si lo sobrellevamos con paciencia y alegría y en buena caridad, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay perfecta alegría. Y si nosotros, obligados por el hambre y el frío de la noche, volvemos todavía a llamar, gritando y suplicando entre llantos por el amor de Dios, que nos abra y nos permita entrar, y él más enfurecido dice: «¡Vaya con estos pesados indeseables! Yo les voy a dar su merecido». Y sale fuera con un palo nudoso y nos coge por el capucho, y nos tira a tierra, y nos arrastra por la nieve, y nos apalea con todos los nudos de aquel palo; si todo esto lo soportamos con paciencia y con gozo, acordándonos de los padecimientos de Cristo bendito, que nosotros hemos de sobrellevar por su amor, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay perfecta alegría.

-- Y ahora escucha la conclusión, hermano León: por encima de todas las gracias y de todos los dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el de vencerse a sí mismo y de sobrellevar gustosamente, por amor de Cristo Jesús, penas, injurias, oprobios e incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, ya que no son nuestros, sino de Dios; por eso dice el Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y si lo has recibido de Él, ¿por qué te glorías como si lo tuvieras de ti mismo?. Pero en la cruz de la tribulación y de la aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro; por lo cual dice también el Apóstol: No me quiero gloriar sino en la cruz de Cristo.

Con sobrada razón dijo Renán que, desde los tiempos de los Apóstoles hasta el presente, nadie ha sabido poner en práctica la doctrina evangélica con la resolución y eficacia que lo hicieron Francisco y sus discípulos de todos los siglos. Después de esto a nadie causará maravilla la visión que cierto piadoso varón tuvo una noche, en que vio a todos los hombres heridos de incurable ceguera, reunidos en torno de la Porciúncula, de pie, juntas las manos y con el rostro levantado al cielo pidiendo a Dios el don de la vista; y he aquí que de repente se abren los cielos, y una inmensa claridad envuelve la pequeña iglesia, y toda aquella incontable muchedumbre de ciegos recobra la vista y contempla la lumbre de la salvación (TC 56).



[1] - EP 56-57; 2 Cel 190.- El villorrio en que Francisco encontró a Juan se llama Nottiano, a tres horas de camino de Asís en dirección al Este. Los habitantes de aquella aldea conservan todavía vivo el recuerdo de la aventura que acabamos de contar. No lejos de allí hay un lugar llamado Le Coste, donde se ve una gruta en que, según la tradición, moró Francisco por algún tiempo.

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