Capítulo 7
Las tres órdenes
Sin
duda, y en cierto sentido, dos hombres forman compañía y tres no; pero también
existe otro sentido según el cual tres constituyen compañía y no cuatro, como
lo prueba el desfile de figuras históricas y de la ficción que se mueven de
tres en fondo como los Tres mosqueteros o los Three soldiers (Tres soldados) de
Kipling. Pero hay además otro sentido diferente según el cual cuatro hombres
forman compañía y tres no: ocurre esto cuando usamos la palabra
"compañía" en el sentido más vago de muchedumbre o masa. Con el
cuarto hombre entra la sombra de la multitud: el grupo no lo forman ya tres
individuos solos concebidos en forma individual. Pues bien, la sombra de ese
cuarto hombre cayó sobre la pequeña ermita de la Pociúncula cuando un hombre
llamado Egidio, al parecer un trabajador pobre, fue invitado a entrar en el
equipo por san Francisco. Sin dificultad Egidio se sumó al mercader y al
canónigo que ya se habían convertido en compañeros del Santo; pero con su
llegada se traspasó una frontera invisible, pues por entonces debió de
advertirse que el crecimiento de aquel grupo pequeño se transformaba en
potencialmente indefinido o por lo menos su contorno adquiría de modo permanente
tal característica. Debió de ser por el tiempo de esa transición cuando
Francisco tuvo otro de sus sueños poblados de voces, pero las voces eran ahora
.clamor de lenguas de todas las naciones: franceses e italianos e ingleses y
españoles y alemanes, todos proclamaban la gloria de Dios, cada uno en la
propia lengua ¡Era un nuevo Pentecostés y una Babel de más ventura!
Antes
de describir los primeros pasos que adoptó Francisco para regularizar el
crecimiento del grupo será bueno echar una mirada, bien que somera, sobre lo
que el Santo concebía que aquél debía ser. No llamó monjes a sus seguidores, y
no resulta claro si cruzó por su pensamiento, por lo menos en aquel momento, la
idea de que lo fueran. Les dio un nombre que se suele traducir por
"frailes menores", pero que estaríamos mucho más cerca de la
atmósfera del pensar franciscano si lo vertiéramos casi literalmente así:
"hermanitos". Es probable que ya por entonces el Santo hubiera
decidido que sus seguidores tomaran los tres votos de pobreza, castidad y
obediencia que siempre se han tenido por nota distintiva del monje. Pero cabe
suponer que no eran tanto al monje a lo que él temía cuando al abad. Le
atemorizaba pensar que las elevadas magistraturas 'espirituales, que hasta en
sus más santos poseedores se había visto salpicadas con resabios de orgullo
impersonal y corporativo, introdujeran en el grupo un elemento de pomposidad
que maculase su tan extremada y casi extravagante versión de la vida en
humildad. Pero la máxima diferencia entre la disciplina del Santo y la del
antiguo sistema monástico estribaba, por supuesto, en que los monjes de
Francisco debían ser itinerantes casi nómades en vez de sedentarios. Debían
mezclarse con el mundo, a lo que el monje a la antigua usanza opondría con toda
naturalidad la dificultad de hacerlo sin verse enredado en él. Es ésta una
inquietud mucho más real de lo que puede imaginar una religiosidad superficial;
pero para ella san Francisco poseía una respuesta muy suya, y en esta
contestación tan individual estriba todo el interés del problema.
El
buen obispo de Asís dejó traslucir una suerte de horror ante la dura vida que
los "hermanitos" llevaban en la Porciúncula, sin comodidades, sin
bienes, comiendo lo que encontraban y durmiendo en el suelo. San Francisco le
contestó con esa curiosa y férrea sagacidad que a veces los rústicos descargan
como un mazazo. Digole: "Si poseyéramos bienes nos serían indispensables
armas y leyes para defenderlos". Esta frase encierra la clave de toda la
política que el Santo persiguió. Se apoyaba aquí sobre un fundamento de lógica
innegable, y en este punto por nada y ante nadie quiso ser otra cosa que
lógico. En toda otra materia estaba dispuesto a reconocer errores; pero en
cuanto a esta regla en particular estaba seguro de que llevaba razón. En una
sola ocasión viósele iracundo y fue cuando le hablaron de una excepción a esta
regla.
He
aquí el argumento de san Francisco: el hombre consagrado podrá ir a todas
partes y entre toda clase de gente, aun la peor, mientras no haya nada con que
puedan detenerlo. Si tuviese ataduras o necesidades como el común de los
mortales por fuerza se convertiría en hombre corriente. De todos los hombres
del mundo san Francisco habrá sido el último en estimar menos al hombre
corriente por el hecho de serlo: el afecto y admiración que al tal brindara es
muy probable que nunca hayan sido igualados. Pero ante el propósito especial
de sacudir al mundo y lanzarlo a un nuevo entusiasmo vio con lógica claridad
-que es precisamente lo contrario del fanatismo o del sentimentalismo - que
los frailes no debían asemejarse a hombres corrientes; que la sal no debía
perder su sabor ni aun al convertirse en alimento cotidiano de la naturaleza
humana. Y la diferencia entre el fraile y el hombre corriente estribaba
precisamente en que aquél tenía que ser más libre que éste. Era necesario que
estuviera libre del claustro, pero importaba aún más que se viera libre del
mundo. Es puro y cabal sentido común decir que hay un aspecto en que el hombre
corriente no puede -verse libre del mundo, o mejor, en el que no debería
estarlo. En particular, el mundo feudal constituía un sistema enmarañado de
dependencias; pero no sólo el mundo feudal se propagó hasta engendrar el mundo
medieval sino que de él se forjó el mundo entero, y el mundo entero está lleno
de esas dependencias. La vida familiar es por naturaleza un sistema de dependencias
tanto como la vida feudal. Los sindicatos modernos, al igual que las antiguas
corporaciones, son entre sí interdependientes aun para asegurarse la independencia
frente a los demás. En la vida medieval como en la moderna, aun donde en
verdad existían limitaciones con el propósito de asegurar la libertad, contenían
ellas un importante elemento de azar. Las limitaciones eran en parte fruto, a
veces inevitable, de las circunstancias. Así, el siglo doce se convirtió en la
edad de los votos, y había algo de libertad relativa en el gesto feudal del
voto pues nadie reclamaría un voto del esclavo o del siervo de la gleba. En la
práctica, la gente todavía marchaba a la guerra para defender a la antigua casa
de la Columna o por seguir al gran Can de la Escalera o a cualquier otro
caudillo por el estilo, y en buena medida lo hacía porque había nacido en
determinaba ciudad o paraje. En cambio, a nadie se le exigía obedecer al
pequeño Francisco, el del viejo hábito pardo, sino por libre elección. Y quien
lo hacía quedaba en sus relaciones con el jefe elegido en posición
relativamente más libre que el mundo que le rodeaba. Era obediente pero no
dependiente. Y era libre como el viento, casi salvajemente libre, frente al mundo
circundante. Era éste, como ya notamos, una red de formas de dependencia
feudales, familiares y semejantes. Frente a esto la idea de san Francisco era
que los "hermanitos" fueran como peces que van y vienen libremente
entrando y saliendo de la malla. Podían hacerlo porque eran precisamente peces
pequeños y en este sentido escurridizos. El mundo no tenía de donde asirlos,
pues el mundo nos toma principalmente por el orillo de nuestros vestidos, por
las exterioridades fútiles de nuestras vidas. Más tarde uno de los franciscanos
diría: "Un monje nada debe poseer más que su arpa", significando,
supongo, que nada debe valorar sino su canto, aquel canto con el cual era su
oficio dar serenatas, a guisa de ministril, en cada castillo y en cada casa de
labriego: el canto de la alegría del Creador en su creación y el de la belleza
de la fraternidad humana. Imaginando la vida de esta especie de visionario
vagabundo, también podemos echar una ojeada sobre el aspecto práctico de ese
ascetismo que tanto choca a quienes a sí mismos se consideran prácticos. Para
pasar entre barrotes y salir de la jaula se impone que uno sea delgado, y hay
que estar libre de cargas para andar de prisa y lejos. Todo el cálculo de
aquella astucia inocente, por llamarla así, se centraba en que el mundo debía
verse flanqueado y burlado por el fraile, perplejo por no saber qué hacer con
él. No se podía rendir por hambre a quien siempre ayunaba. No se podía arruinar
y reducir a mendicidad a quien ya era un mendigo. Y menguada satisfacción se
iba a encontrar en pegar bastonazos a quien sólo contestaba con pequeños
brincos y gritos de alborozo ya que la indignidad era su dignidad única. No
podía ponerse soga en torno a su cabeza por riesgo de que se convirtiera en
halo.
Pero
en materia de practicidad y especialmente de prontitud para la acción importaba
de manera especial una distinción entre los antiguos monjes y los - nuevos
frailes. Las fraternidades antiguas, con sus habitaciones fijas y su
existencia enclaustrada, tenían las limitaciones de las casas de familia. Por
muy sencilla que fuese su vida necesitaban un número determinado de celdas o de
camas o por lo menos un determinado espacio cúbico para un determinado número
de hermanos; el número de éstos dependía, pues, del terreno y edificios que
poseyeran. Pero desde el momento en que cualquiera podía ser franciscano con
sólo prometer que se contentaría con comer las fresas del camino o con pedir
un mendrugo en la cocina o con dormir a la sombra de un cercado o con sentarse
pacientemente en el peldaño de una escalera, no existía ninguna razón
económica para que no hubiera un número indefinido de tales entusiastas
excéntricos en cualquier tiempo y lugar por reducidos que éstos fueren. Hay
que recordar también que todo este rápido desarrollo rebosaba un cierto
entusiasmo democrático que en realidad formaba parte del carácter personal de
san Francisco. Su mismo ascetismo era, en cierto modo; la culminación del
optimismo. Francisco mucho le exigía a la naturaleza humana no porque la
despreciara sino porque confiaba en ella. Esperaba grandes cosas de los hombres
extraordinarios que lo seguían, pero también esperaba mucho de los hombres
corrientes a quienes los enviaba. Pedía alimento a los seglares con la misma
confianza con que pedía ayuno a los frailes. Y confiaba en la hospitalidad de
la gente porque en verdad miraba todas las casas como morada de un amigo. Amaba
y reverenciaba a los hombres corrientes y a las cosas de todos los días;
ciertamente nos cabe decir que envió al mundo hombres no comunes y extraordinarios
solamente para animar a todos a ser hombres comunes y corrientes.
Esta
paradoja quedará mejor expresada y explicada cuando tratemos de la Orden
Tercera, cuyo propósito era ayudar a que hombres comunes y corrientes fuesen
comunes y corrientes con una alegría no común y extraordinaria. El punto que
ahora nos interesa está en la audacia y sencillez del plan franciscano al acuartelar
a su ejército espiritual en medio del pueblo, y hacerlo no por la fuerza sino
por la persuasión y, si se quiere, por la persuasión de la impotencia. Era un
acto de confianza y por ende de cortesía. Y tuvo un éxito completo. Era esto
un ejemplo de algo que siempre acompañó a san Francisco: una especie de tacto
que parecía buena fortuna porque era simple y directo como una centella. En
las relaciones privadas del Santo abundan los ejemplos de esta suerte de tacto
sin tacto, de esta sorpresa lograda mediante el golpear a la entraña misma del
problema. Se cuenta de un joven fraile que sufría una especie de ataque de
melancolía -algo bastante común en la juventud y en la veneración de héroes-
por habérsele metido en la cabeza que su héroe lo odiaba o le menospreciaba al
menos. No nos cuesta imaginar con qué tacto los diplomáticos sociales
procurarían evitar escenas y violencias y con qué cautela los psicólogos
examinarían y tratarían casos análogos. Francisco se dirigió de improviso a
aquel joven que era, por supuesto, reservado y silencioso como una tumba, y
dijo: "No te turbes en tus pensamientos porque eres de los que yo quiero
y aun de los que quiero más. Ya sabes que te considero digno de mi amistad y
compañía; así pues, vente a mí con confianza siempre que te plazca, y de la
amistad aprende la fe". Como habló a este muchacho enfermo así hablo
Francisco a toda la humanidad. Siempre se encaminaba al meollo de las cosas,
siempre se mostró más simple y acertado que la persona a quien hablaba. Algo en
su actitud desarmaba al mundo como nunca lo han hecho. Era mejor que el resto
de los hombres, fue un benefactor de toda la gente y, por sobre todo, nadie le
ha odiado. El mundo entraba en la Iglesia por una puerta nueva y próxima, y por
la amistad aprendía la fe.
Ocurrió
cuando el pequeño grupo de la Porciúncula era todavía tan reducido que podía
reunirse en un cuarto pequeño: fue entonces cuando san Francisco decidió dar su
primer golpe importante y aun sensacional. Se dice que no pasaban de doce los
franciscanos cuando Francisco se resolvió a marchar a Roma y fundar la Orden
franciscana. Al parecer, no todos creían necesario el recurso a tan remota
jerarquía eclesiástica, y no sería improbable que todo pudiera resolverse
bajo la autoridad del obispo de Asís y el clero local. Y todavía parece más
probable que 'la gente haya considerado innecesario molestar al tribunal
supremo de la cristiandad para elegir el nombre que quisieran darse una docena
de hombres reunidos por azar. Pero Francisco se mostró obstinado y obsecado en
este particular, y su lúcida ceguera es extremadamente característica de él.
Un hombre satisfecho con las pequeñas cosas y aun enamorado de ellas nunca pudo
sentir como nosotros en lo que atañe a la desproporción entre lo pequeño y lo
grande. Nunca vio el mundo con la escala nuestra sino con una vertiginosa
desproporción que hace que la cabeza nos de vuelta. A veces su visión parece
fuera de cuadro como en los mapas medievales de alegre policromía, y luego
nuevamente la vemos desligada de todo como en un grabado en cuarta dimensión.
Refiérese que el Santo hizo un viaje para entrevistarse con el emperador
entronizado entre sus ejércitos bajo el águila del Sacro Romano Imperio sólo
para interceder por las vidas de unos pajaritos. Era en verdad muy capaz de
enfrentar a cincuenta emperadores para pedir en favor de un solo pájaro.
Partió con sólo dos compañeros para convertir al mundo musulmán. Y salió con
once compañeros para pedirle al papa la creación de un nuevo mundo monástico.
El
gran papa Inocencio III se paseaba, según refiere san Buenaventura, por la
terraza de San Juan de Letrán meditando sin duda las graves cuestiones políticas
que turbaron su pontificado cuando se le presentó de improviso un hombre
vestido con traje de campesino y a quien tuvo por una especie de pastor. Al
parecer, sor liberó de él con la congruente prisa, y no es improbable que lo
pensara un loco. Sea como fuere, no pensó más en él, según dice el gran
biógrafo franciscano, hasta que esa noche soñó un sueño extraño. Veía el
enorme y antiguo templo de San Juan de Letrán, por cuyas elevadas terrazas
había paseado tan seguro, inclinarse horriblemente y resquebrajarse bajo el
cielo como si todas sus cúpulas y torres cedieran ante el ímpetu de un
terremoto. Luego miró de nuevo y ahora veía una figura humana que sostenía todo
el templo a manera de viviente carátide, y la figura era la del pastor
harapiento a quien volviera la espalda en la terraza. Haya sido esto realidad o
figura, es ciertamente una imagen de la brusca simplicidad con que Francisco
se ganó la atención y el favor de Roma. Según parece, su primer amigo fue el
cardenal Giovanni di San Paolo, quien habló en favor de la idea franciscana en
un cónclave de cardenales convocados al efecto. Merece señalarse que las dudas
sobre dicha idea surgían principalmente por pensar que la regla era demasiado
dura y rigurosa para el hombre, pues la Iglesia Católica vela siempre ante los
excesos del ascetismo y sus peligros. Con probabilidad, diciendo ellos que era
excesivamente dura y rigurosa, quisieron significar también que era
excesivamente peligrosa. Porque lo que distingue la novedad franciscana frente
a otras instituciones del género es un elemento que bien cabe llamar peligro.
En cierto sentido, el fraile es ciertamente casi lo opuesto al monje. El valor
del monacato antiguo consistía en que fue un descanso no sólo moral sino
económico. De ese descanso nacieron obras que el mundo nunca agradecerá
bastante: la conservación de los clásicos, los principios del gótico, los
rudimentos de la ciencia y la filosofía, los manuscritos iluminados y los
cristales polícromos. Lo importante para el monje consistía en tener resuelto
el problema económico; sabía dónde encontrar la cena, aunque fuese cena muy
frugal. En cambio, el punto esencial del fraile estribaba en que no sabía dónde
encontrar la cena y cabía siempre la posibilidad de que quedara sin ella. Había
en esto un elemento que llamaríamos romancesco como el que se encuentra en el
gitano o el aventurero. Pero había también algo de tragedia posible como en el
viajante o el obrero casual. Así pues, los cardenales del siglo trece
llenáronse de compasión viendo a unos pocos hombres que por propia decisión
abrazaban un estado del que se ven arrancados por la fría coerción y la
persecución policial los mendigos del siglo veinte.
El
cardenal San Paolo argumentó, según parece, de este modo: podía tratarse de una
vida dura y áspera, pero al fin y al cabo era la que el evangelio parecía
proponer como ideal; estableced en esto todas las limitaciones que creáis
prudentes o humanas, pero no os atreváis a decir que los hombres no realizarán
este ideal si pueden hacerlo. Veremos la importancia del argumento cuando
estudiemos en su totalidad la faceta de la vida de san Francisco que podemos
llamar la imitación de Cristo. El remate de la discusión fue que el papa dio
al proyecto su aprobación verbal prometiendo la definitiva si el movimiento
alcanzaba proporciones considerables. Es probable que Inocencio, hombre de
mente no común, haya abrigado pocas dudas acerca de aquel desarrollo ulterior;
pero de todas maneras, si dudas tuvo, no pudo tenerlas por mucho tiempo. El
siguiente capítulo en la historia de la Orden se reduce simplemente al relato
de gentes más y más en número que corren a agruparse bajo ese estandarte y,
como ya hemos observado, una vez que el grupo empezó a crecer, pudo por su
naturaleza hacerlo con rapidez mayor que toda otra sociedad que requiera fondos
corrientes y edificios públicos. Ya la vuelta de los primeros frailes
fundadores tras la audiencia papal hubo de revestir notas de procesión
triunfal. En un lugar en particular, cuenta la historia, la población entera
del pueblo, hombres, mujeres y niños, les salió al encuentro abandonando las
tareas, las riquezas y las viviendas y pidiendo ser admitida en el acto en el
ejército de Dios. De acuerdo con el relato, ésta fue la ocasión cuando san
Francisco columbró por vez primera la idea de la Orden Tercera, que habría de
permitir a la gente participar del movimiento franciscano sin abandonar los
hogares y hábitos de la humanidad normal. De momento importa más considerar
este hecho como un ejemplo del alboroto de conversión con que el Santo llenaba
ya todos los caminos de Italia. Era un mundo de vagabundeo, de frailes que iban
y venían por sendas y atajos y que buscaban asegurarse de que no le faltara la
aventura espiritual a quien quiera que por azar se cruzara en su camino. La Orden
Primera de san Francisco había entrado en la historia.
Este
esquema superficial sólo podemos redondearlo con una breve descripción de las
Ordenes Segunda y Tercera, aun cuando fueron éstas fundadas más tarde y en
épocas distintas. La segunda fue una Orden para mujeres y debió su existencia,
no hace falta decirlo, a la bella amistad entre san Francisco y santa Clara. En
ninguna otra historia han estado tan perplejos y equivocados los críticos de
otros credos, aun los que son más simpatizantes. Pues no hay otra historia donde
se patentice con mayor claridad ese sencillo test que yo he tomado como
fundamental en el curso de mi crítica. Quiero decir que todo el problema de
esos críticos es que se niegan a creer que un amor celestial puede ser tan real
como el terreno. Desde el momento en que a aquél se lo trata como real en pie
de igualdad con el amor terreno, todos los enigmas se resuelven. Una muchacha
de diecisiete años llamada Clara y que pertenecía a una noble familia de Asís
se sintió anegada por el entusiasmo de la vida conventual, y Francisco ayudóla
a escapar de la casa y a asumir la vida conventual. Si nos place decirlo así,
la ayudó a fugarse al convento desafiando a los padres de ella como había
hecho Francisco con el propio. La escena reúne, en verdad, muchos de los
elementos de una fuga romántica corriente, ya que la muchacha escapó por una
abertura practicada en la pared, huyó a través del bosque y fue recibida a
medianoche con antorchas. Hasta Mrs. Oliphant, en su hermoso y delicado estudio
sobre san Francisco, llama al episodio "un incidente que se hace difícil
relatar con satisfacción".
Ahora
bien, acerca de esto sólo diré lo siguiente. Si de verdad todo hubiera sido
nada más que una fuga romántica y la muchacha hubiera terminado en novia en
lugar de monja, prácticamente la totalidad del mundo moderno hubiera hecho de
ella una heroína. Si la intervención del Fraile frente a Clara hubiera sido la
del Fraile frente a Julieta, todos hubieran simpatizado con aquélla exactamente
como lo hacen con ésta. Y no vale decir que Clara sólo tenía diecisiete años:
Julieta tenía catorce. Y en tiempos medievales las muchachas se casaban y los
muchachos entraban en batallas en tan tierna edad, y una jovencita a los
diecisiete años era ciertamente en el siglo trece lo bastante adulta para
saber lo que hacía. Y para quien considere los acontecimientos posteriores no
le puede caber la menor sombra de duda de que Clara sabía lo que hacía, Pero lo
que vale señalar por el momento es que el romanticismo moderno alienta
similares enfrentamientos con los padres cuando se entra en ellos en nombre del
amor romántico. Porque no ignora que éste es una realidad. Pero desconoce que
sea realidad el amor divino. Algo se puede decir en favor de los padres de Clara,
algo también en favor de Pedro Bernardone. Del mismo modo mucho se hubiera
podido decir en favor de los Montescos y los Capuletos; pero el mundo moderno
no quiere que esto se diga y no lo dice. El hecho es que tan pronto admitamos
por un momento como hipótesis lo que Francisco y Clara admitieron siempre como
algo absoluto, o sea, que hay una relación divina directa más gloriosa que
cualquier romance, la historia de la fuga de santa Clara se convierte
simplemente en un romance con final feliz y san Francisco en el san Jorge o
caballero andante que obró tan fausto desenlace. Y viendo que millones de
hombres y mujeres vivieron y murieron haciendo de esta relación una realidad,
mal podrá ser tenido por filósofo quien no pueda tratarla siquiera como
hipótesis.
Por
lo demás, lo menos que podemos admitir es que ningún partidario de lo que
llaman la emancipación de las mujeres lamentará la rebelión de santa Clara.
Ella vivió muy de verdad, según la jerga moderna, su propia vida, la que quería
vivir, distinta de la que le hubieran obligado a llevar las órdenes paternas y
los arreglos convencionales. Se convirtió en fundadora de un gran movimiento
femenino que todavía conmociona al mundo profundamente y que la ubica entre
las grandes mujeres de la historia. No creo evidente que la Santa hubiera
podido alcanzar igual grandeza o utilidad de haber concretado una fuga para
casarse o de haberse quedado en el hogar para concertar un mariage de
convenance. Quizás así lo digan personas sensibles considerando las cosas sólo
desde lo exterior, y no es mi propósito hacerlo desde adentro. Si a uno le cabe
la duda de ser digno de escribir una palabra sobre san Francisco, para hablar
de la amistad de san Francisco y santa Clara necesitará ciertamente palabras
mejores que las propias. Más de una vez he señalado que los misterios de esta
historia se expresan mejor simbólicamente a través de ciertas actitudes y
acciones calladas. Y no conozco símbolo mejor para esta relación que el que
traduce muy felizmente la leyenda popular cuando refiere de una noche donde
los habitantes de Asís, a la vista de un gran resplandor, imaginaron que los árboles
y la santa casa eran presa de las llamas y corrieron sin pausa para apagar el
incendio. Pero, una vez dentro, todo lo encontraron tranquilo y a Francisco
partiendo el pan con santa Clara en uno de sus raros encuentros y discurriendo
acerca del amor de Dios. Para expresar una pasión tan profundamente pura e
incorporal será difícil encontrar una imagen tan cargada de simbolismo e
imaginación como la del halo rojo en torno de las figuras extáticas en la
colina: una llama que se alimenta de nada y que infama el aire mismo.
Pero
si la Segunda Orden fue el memorial de semejante amor tan poco terreno, la
Orden Tercera lo fue de una sólida simpatía por los amores terrenos y las
terrenas vidas. Todo el aspecto de la vida católica de órdenes seglares en
contacto con órdenes de clérigos no es tema que se comprenda fácilmente en
países protestantes y al que preste mucha atención la historia de esa
confesión. La visión franciscana que vamos insinuando tan superficialmente en
las presentes páginas nunca fue patrimonio exclusivo de monjes o por lo menos
de frailes. Ha servido de inspiración para muchedumbres incontables de hombres
y mujeres casados corrientes, que vivían como nosotros aunque lo hicieran de
manera enteramente distinta. Aquella gloria matutina que san Francisco
esparció por cielo y tierra se ha paseado como un brillar secreto del sol sobre
multitud de techos y aposentos. En sociedades como la nuestra nada se sabe de
semejante séquito franciscano. Nada de los oscuros seguidores del Santo y menos
aún de otros que fueron bien conocidos. Si imaginamos el paso por !as calles de
una procesión de la Orden Tercera de san Francisco, las figuras famosas nos
sorprenderán más que las ignotas. Creeríamos asistir al desenmascaramiento de
una poderosa sociedad secreta. Allí cabalga san Luis el gran rey, señor de la
alta justicia, cuyas balanzas estaban cargadas en favor del pobre. Y Dante,
coronado de laurel, el poeta que en su vida apasionada cantó las alabanzas de
la Señora Pobreza, de la que el traje gris está forrado de púrpura y tachonado
de gloria por dentro. Grandes nombres de toda laya aun de siglos más recientes
y racionalistas quedarían al descubierto: el gran Galvani, por ejemplo, padre
de la electricidad, el mago que ha construido tantos sistemas de estrellas y
sonidos. Un séquito tan variado basta para probar que san Francisco no carecía
de simpatía a los ojos del hombre corriente si no lo demostrara ya el conjunto
de su vida.
Pero,
en realidad, su vida lo probó y, si se quiere, en un sentido aún más sutil.
Creo que no carece de verdad la insinuación de uno de los biógrafos modernos
del Santo cuando dice que hasta sus pasiones naturales eran singularmente
normales y aun nobles, en el sentir do de que se volcaban hacia cosas que en sí
no eran prohibidas sino sólo para él. No ha existido hombre en el mundo a quien
con menos propiedad se pueda aplicar la palabra "nostalgia". Aunque
su natural mucho tenía de romántico, nada tuvo de sentimental. No era lo
bastante melancólico para ello. era de temperamento demasiado rápido e impetuoso
para entretenerse por dudas y consideraciones acerca de su carrera, pero se
reprochaba duramente por no llevar una marcha más veloz. Y nos cabe sospechar
como algo cierto que cuando luchó con el demonio, como tiene que hacerlo todo
hombre, las insinuaciones del tentador se referían en gran medida a instintos
saludables que el Santo aprobaría en los demás; en nada debieron de asemejarse
a ese horriblemente decorado paganismo que envió sus diabólicas cortesanas
para tentar a san Antonio en el desierto. Si san Francisco hubiera optado por
complacerse, lo hubiera hecho con los placeres más sencillos. Se inclinaba más
por el amor que por la lujuria y por nada extravagante más allá de unas campanas
repicando a boda. Así lo sugiere esa singular historia de cómo desafió al
demonio modelando figuras de nieve y gritando que ellas le bastaban por esposa
y por hijos. Así lo indica el dicho que empleó cuando reconocía que no le era
imposible sucumbir al pecado. "Todavía podría tener hijos", casi como
si estuviera soñando en hijos más que en la mujer. Y esto, si el hecho es
cierto, da un toque final sobre su verdadero carácter. Tanto abundaba en él el
espíritu de la alborada, tanto lo curiosamente joven y limpio, que aun lo malo
en él era bueno. Como de otros se ha dicho que en sus cuerpos la luz era
tinieblas, así de este espíritu luminoso se puede decir que las mismas sombras
de su alma fueron luz. El propio mal no podía llegarse a él sino bajo la forma
de bien prohibido y sólo podía tentarlo un sacramento.
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