Capítulo
II – El derecho de predicar
Un día se hallaba
Francisco en Asís, en casa del Obispo Guido. Sin duda había ido, según
costumbre suya, a demandar consejo al que él miraba como «padre y señor de las
almas» (TC 19); pero también es probable que fuera en busca de alguna limosna;
porque en verdad las circunstancias por las que atravesaban los hermanos eran
asaz penosas. A su vuelta de las misiones encontraron cuatro nuevos compañeros:
Felipe Longo, Juan de San Constancio, Bárbaro y Bernardo de Vigilancio, a los
cuales se agregó otro que Francisco llevaba de Rieti, llamado Ángel Tancredi,
joven caballero a quien el Santo había conquistado en una calle de dicha
ciudad, dirigiéndole el siguiente amoroso reproche:
«Tancredi, bastante tiempo
has llevado ya esa espada y esas espuelas; es menester que trueques el cinturón
por la cuerda, la espada por la cruz y las espuelas por el polvo y el barro de
los caminos; sígueme y te armaré caballero del ejército de Cristo».[1]
No se trataba,
pues, de alimentar a tres o cuatro, como antes, sino a un grupo ya numeroso de
compañeros. En un principio los habitantes de Asís, llevados de la admiración
respetuosa que la vista de los hermanos les causaba, suministraban lo necesario
a su manutención; pero ahora empezaban a cansarse, instigados sobre todo por
los propios parientes de los hermanos, que no cesaban de perseguirlos,
haciéndoles severos cargos de que «habían abandonado los bienes que poseían
para abrazar un estado en que tenían que subsistir y regalarse a costa de lo
ajeno».
Duplicado el
número de ellos, se vieron forzados a abandonar la cabaña de la Porciúncula y a
trasladarse a una casucha arruinada, distante de aquélla camino como de veinte
minutos, sita en un lugar llamado Rivotorto (por la vuelta que allí
daba cierto arroyuelo) y perteneciente, como otras del mismo género que había
en dicho sitio, a los Crucígeros de San Salvador de los Muros. De esta Orden
había sido miembro Fray Morico; por donde se supone que a su influencia se
debió el que Francisco obtuviese la necesaria autorización para instalarse allí
con su cofradía.[2]
Esta cabaña, o tugurium,
de Rivotorto era de tan estrechas dimensiones, que Francisco se vio obligado,
para evitar toda confusión y desorden, a escribir el nombre de cada uno en la
muralla frente al respectivo lugar (1 Cel 44; TC 55). De iglesia ni de capilla
no había que hablar; todos oraban delante de una gran cruz de madera que habían
puesto a la entrada del tugurio (LM 4,3). Por descontado, Francisco no veía mal
alguno en tan extrema pobreza, antes le agradaba sobremanera, entre otras
razones porque de allí tenía camino expedito para ir, siguiendo el curso del
torrente, a unas cuevas de la falda del Subasio, que se dirían hechas para la
oración y que Francisco llamaba, a causa de su estrechez, sus «cárceles», carceri.
De todo esto,
como era natural, se hablaba mucho en Asís y estaba bien enterado el Obispo.
Muchas veces este varón excelente trató de disuadir a Francisco de aquella
manera de vida que a sus ojos era demasiado rigurosa, pareciéndole de estricta
necesidad que los hermanos poseyeran algunos bienes, al menos los
indispensables para proveer a su cuotidiano sustento: sin duda, la mendicidad
voluntaria le chocaba, como le acontece a todo hombre que mira las cosas por su
lado natural y ordinario.
Pero Francisco
era en este punto intransigente, sabiendo, como sabía (y el conde León Tolstoi
ha venido a corroborarlo), que la posesión de una propiedad personal, por
pequeña que sea, constituye siempre un obstáculo para la realización de la
perfecta vida cristiana. El día aquel se trataba este punto entre ambos amigos,
y Francisco vino a declarar resueltamente al Obispo: «Señor, si tuviéramos
algunas posesiones, necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí nacen las
disputas y los pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el amor de Dios
y del prójimo; por eso no queremos tener cosa alguna temporal en este mundo»
(TC 35).
El propio Obispo
estaba a la sazón dando buena prueba de cuán verdaderas eran las palabras de
Francisco, porque se hallaba en pleito con los Crucígeros y con la abadía
benedictina del monte Subasio; y así fue que no tuvo nada que replicar a la
terminante respuesta de Francisco. Ya que no podía levantarse hasta la
sublimidad del ideal de su joven protegido, comprendió, al menos, que carecía
del derecho de estorbar por ningún medio su realización.
Por lo demás, no
era cierto tampoco que la mendicidad fuese para los hermanos la única fuente de
entradas, y si no, abramos el Testamento de Francisco por aquella parte donde
narra los comienzos de la Orden:
«Después que el
Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el
Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio.
Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa
me lo confirmó. Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres
todo lo que podían tener; y estaban contentos con una túnica, forrada por
dentro y por fuera, el cordón y los paños menores. Y no queríamos tener más.
»Los clérigos
decíamos el oficio como los otros clérigos; los laicos decían los Padrenuestros;
y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias pobrecillas y desamparadas. Y
éramos iletrados y súbditos de todos. Y yo trabajaba con mis manos, y quiero
trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo
que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de
recibir el precio del trabajo, sino por el buen ejemplo y para rechazar la
ociosidad. Y cuando no se nos dé el precio del trabajo, recurramos a la mesa
del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta. El Señor me reveló que
dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz» (Test 14-23).
Estas palabras,
escritas por la propia mano del Santo, contienen todo el programa de vida que
observaban los hermanos en la Porciúncula y en Rivotorto. Francisco no quería
otra cosa que lo que había querido antes el mismo Jesucristo, es a saber, que
sus seguidores poseyeran las menos cosas posibles, que se ganaran el sustento
con el trabajo de sus manos y que, éste no bastando, recurrieran a ajeno
auxilio; que evitasen cuidados inútiles, absteniéndose de allegar bienes
superfluos; que fuesen como las aves del cielo, libres de los lazos que atan a
la tierra; que, en fin, ocupasen la vida entera en dar a Dios continuas gracias
por sus favores y alabanzas continuas por las maravillas de su poder. «Como
peregrinos y forasteros en este mundo»: he ahí el ideal de Francisco de Asís y
la expresión que nunca se le caía de la boca. Quería, dice Celano, que todas
las cosas de este mundo cantaran la peregrinación y el destierro: «Este hombre
odiaba no sólo la ostentación de las casas, sino que detestaba profundamente
que hubiese muchos y exquisitos enseres. Nada quería, en las mesas y en las
vasijas que recordase el mundo, para que todas las cosas que se usaban hablaran
de peregrinación, de destierro» (2 Cel 60).
Tales máximas
concuerdan de todo en todo con las prescripciones que Francisco escribió para
sus frailes en la primera Regla:
«Todos los
hermanos, en cualquier lugar en que se encuentren en casa de otros para servir
o trabajar, no sean mayordomos ni cancilleres, ni estén al frente de las casas
en que sirven; ni acepten ningún oficio que engendre escándalo o cause
detrimento a su alma; sino que sean menores y súbditos de todos los que están
en la misma casa. Y los hermanos que saben trabajar, trabajen y ejerzan el
mismo oficio que conocen, si no es contrario a la salud del alma y puede
realizarse con decoro... Pues dice el apóstol: "El que no quiere trabajar,
no coma"; y en otra parte: "Cada uno permanezca en el arte y oficio
en que fue llamado". Y por el trabajo podrán recibir todas las cosas
necesarias, excepto dinero. Y cuando sea necesario, vayan por limosna como los
otros pobres. Y séales permitido tener las herramientas e instrumentos
convenientes para sus oficios» (1 R 7,1-9).
«El Señor manda
en el Evangelio: "Mirad, guardaos de toda malicia y avaricia"; y
también: "Guardaos de la solicitud de este siglo y de las preocupaciones
de esta vida". Por eso, ninguno de los hermanos, donde quiera que esté y
adondequiera que vaya, en modo alguno tome ni reciba ni haga que se reciba
pecunia o dinero, ni con ocasión del vestido ni de libros, ni como precio de
algún trabajo, más aún, con ninguna ocasión, a no ser por manifiesta necesidad
de los hermanos enfermos; porque no debemos estimar y reputar de mayor utilidad
la pecunia y el dinero que los guijarros... Guardémonos, por tanto, los que lo
dejamos todo, de perder por tan poca cosa el reino de los cielos. Y si en algún
lugar encontramos dinero, no nos preocupemos de él más que del polvo que
hollamos con los pies... Con todo, en caso de manifiesta necesidad de los
leprosos, los hermanos pueden pedir limosna para ellos. Guárdense mucho, no
obstante, de la pecunia para provecho propio» (1 R 8).
«Todos los
hermanos empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo,
y recuerden que ninguna otra cosa del mundo entero debemos tener, sino que,
como dice el Apóstol: "Teniendo alimentos y con qué cubrirnos, estamos
contentos con eso". Y deben gozarse cuando conviven con personas de baja
condición y despreciadas, con pobres y débiles y enfermos y leprosos y los
mendigos de los caminos. Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se
avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de
Dios vivo omnipotente..., no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de
limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos. Y cuando la gente les
ultraje y no quiera darles limosna, den gracias de ello a Dios; porque a causa
de los ultrajes recibirán gran honor ante el tribunal de nuestro Señor
Jesucristo. Y sepan que el ultraje no se imputa a los que lo sufren, sino a los
que lo infieren. Y la limosna es herencia y justicia que se debe a los pobres y
que nos adquirió nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1-8).
Con tales y otras
semejantes palabras exhortaba Francisco a sus amigos a perseverar en la vida
pobre y rigurosa que habían abrazado. A veces servían en los hospitales, otras
ayudaban a los campesinos en sus cosechas, y nunca su salario era otra cosa que
el pan cuotidiano con algunos sorbos de agua de la fuente vecina. «Durante el
día iban a las casas de los leprosos o a otros lugares decorosos y quienes
sabían hacerlo trabajaban manualmente, sirviendo a todos humilde y devotamente.
Rehusaban cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo; más bien,
ocupados siempre en obras santas y justas, honestas y útiles, estimulaban a la
paciencia y humildad a cuantos trataban con ellos» (1 Cel 39). Estas palabras
de Celano nos dan la práctica de las citadas prescripciones de la primera
Regla. Lo mismo trae Bartolomé de Pisa en su libro de las Conformidades,
donde leemos: «Francisco exigía de sus hermanos que, a su ejemplo, se dedicasen
al servicio de los leprosos y demás enfermos cuya vista causa horror al mundo».
Las Florecillas citan asimismo muchos ejemplos que manifiestan la caridad de
los frailes con los enfermos y leprosos. Por la Crónica de los XXIV
Generales sabemos también que algunos frailes llegaron a quejarse de que
el Santo «los distrajese de la oración por ocuparlos en cuidar leprosos».
Finalmente, la Crónica de Eccleston habla de cierto fraile que «moraba
con San Francisco en un hospital».
Pero a menudo les
faltaba el trabajo, y entonces todas las puertas se les cerraban en Asís,
poniendo a durísima prueba su esperanza y afligiendo por honda manera el
corazón de Francisco. ¡Cuántas veces estos extremos de penuria estarían a punto
de vencer la constancia de nuestros penitentes en el tugurio de Rivotorto,
sobre todo en las tristes horas de lluvia, en que el agujereado techo que medio
los cubría se llovía todo y, sin embargo, se veían obligados a permanecer
debajo de él, porque los caminos se cubrían de barro y escarcha, haciéndose
intransitables; y no tenían un pedazo de pan que comer, ni certidumbre alguna
de que los hermanos que habían salido a pedirlo se lo trajeran; ni tenían fuego
con que fomentar los ateridos miembros, ni menos libros para distraerse con su
lectura! ¿Quién nos podrá asegurar que en esas horas sombrías y glaciales del
invierno umbriano (que es corto, pero recio y penoso) ninguno de los compañeros
de Francisco sintiera en su pecho la voz de la rebelión contra aquella, a ojos
mundanos, descabellada aventura, resolviendo volver las espaldas a aquella
cueva siniestra y a la compañía de aquellos insensatos y tornar a Asís, donde,
¡ay!, en otro tiempo tenían casa, y huerto, y dinero, y posesiones y
comodidades que habían abandonado en favor de los pobres? No hay duda de que
para más de alguno sonaría la hora del desaliento y de la final derrota. Sin
embargo, la verdad es que los biógrafos no nos hablan sino de una sola
defección, la de Juan Capella; todos los demás, refiere la leyenda, se
mantuvieron firmes en su propósito, comiendo raíces de nabos en cuenta de pan:
y al fin triunfaron. Porque la opinión pública, tan largo tiempo adversa, se
rindió, por fin, y empezó a mirarlos con cierta admiración, que no tardó en
trocarse en absoluta confianza y estima en vista de su perseverancia y piedad
no desmentidas. Los viajeros que de noche pasaban por frente al tugurio de
Rivotorto, oían sus rezos y plegarias; durante el día trabajaban en el
hospital, o dondequiera que se les ofrecía decente ocupación. «Para evitar la
ociosidad, ayudaban en las faenas del campo a pobres labradores, y éstos les
daban pan por amor de Dios», dice el Espejo de Perfección (EP 55h). No obstante
su extremada pobreza, siempre tenían alguna cosa que dar a los que les pedían;
a veces les tocaba tener que dar el capucho o una manga de su hábito. En cuanto
al dinero, persistían en la inquebrantable voluntad de no tocarlo. Un hombre
les dejó cierta considerable cantidad sobre el altar de la Porciúncula, y algún
tiempo después la encontró intacta a la orilla del camino en un montón de
basuras.
Pero lo que sobre
todo llamaba la atención era el amor más que de madre con que se trataban. Una
vez dos de ellos, yendo de viaje, dieron con un loco furioso que, al verlos, se
puso a tirarles piedras, sin vagar y sin compasión: entonces empezaron ellos a
cambiar de lugar a cada instante, porfiando ambos por recibir las pedradas y
librar de ellas el uno al otro. Si algún hermano ofendía de palabra a otro, no
quedaba contento mientras no se reconciliaba con él y mientras no conseguía que
le pusiese el pie sobre la boca que había osado pronunciar una palabra no
envuelta en caridad cristiana. Jamás se les sorprendía gastando el tiempo en
pláticas inconvenientes, mundanas o superfluas. Cuando por el camino se
encontraban con una mujer, nunca la miraban a la cara, sino fijaban en el suelo
los ojos y al cielo levantaban el corazón.[3]
Con cuánto desdén
miraban las pompas del mundo, se vio claro en septiembre de 1209, cuando el
emperador Otón de Brunswick atravesó el valle de Espoleto, camino de Roma,
adonde iba a recibir la corona imperial de manos del Papa Inocencio III. De
Asís, de Bettona, de Spello, de Isola Romanesca y otras ciudades y villas del
llano y de la montaña acudieron en tropel las gentes a presenciar el espléndido
cortejo; sólo los ermitaños de Rivotorto se mantuvieron en su retiro, excepto
uno a quien Francisco ordenó presentarse ante el emperador para advertirle que
los honores de este mundo eran transitorios e inseguros; palabras cuya verdad
no tardó en experimentar el mismo emperador.[4]
También Francisco
tenía el propósito de ir a Roma. Habiendo escrito o dictado en Rivotorto la
regla de los hermanos, «con palabras breves y sencillas», como dice en su
Testamento, deseaba obtener la confirmación de la Iglesia para esta regla, o forma
de vida, como él gustaba de llamarla.
Tal confirmación
no era todavía indispensable, porque el decreto que prohíbe fundar ninguna
orden religiosa sin expresa autorización de la Santa Sede, data del concilio de
Letrán, celebrado en 1215. Pero otra práctica había empezado a introducirse
hacía poco: la de otorgar a los seglares el derecho de predicar, derecho antes
reservado exclusivamente a Obispos y sacerdotes. Tal concesión la había
alcanzado Pedro Valdo, bajo condición de someterse siempre y en todas partes a
la dirección del respectivo clero. Análogo permiso habían obtenido en 1201 los
hermanos Humillados, y en 1207 Durando de Huesca y sus valdenses
católicos. Razón tenía, pues, Francisco para alimentar la esperanza de que
Inocencio III le acogería benignamente.
Por otra parte,
Francisco tenía por los Apóstoles profunda devoción, que le impulsaba
irresistiblemente a visitar su tumba y la sede del sucesor de su príncipe. El
ideal constantemente acariciado por el santo de Asís era restaurar la vida
apostólica tal cual se describe en los Evangelios; todo debía ser del uso común
entre los hermanos, «según la norma transmitida y observada por los Apóstoles»;
el argumento decisivo a los ojos de Francisco era en cada caso que «así se
acostumbraba en la Iglesia apostólica».[5]
Leyendas posteriores afirman que los santos Apóstoles Pedro y Pablo se le
aparecieron mientras oraba en la iglesia de San Pedro en Roma, asegurándole en
la posesión de «todo el tesoro de la pobreza».
Un día del verano
de 1210 la pequeña comunidad de penitentes dejó Rivotorto y tomó el camino de
Roma. Pocas noticias se han conservado de este viaje: todo lo que se sabe es
que Bernardo de Quintaval, y no Francisco, hizo de superior de la comitiva
durante el trayecto, y a él obedecían todos; que los santos viajeros hallaron
corto el camino, porque por todo él fueron piadosamente entretenidos en devotas
plegarias, cantos y pláticas espirituales; que al llegar la noche encontraban
siempre, merced del Señor, oportuno asilo y todo lo necesario a su subsistencia
(TC 46).
Llegados a Roma,
lo primero que hicieron fue visitar a su Obispo Guido, que también había ido a
la Ciudad Eterna y prometido probablemente a Francisco interceder en su favor.
Es cierto que los presentó al Cardenal Juan de San Pablo,[6]
amigo suyo, y que por este medio se les facilitó el acceso al Papa, aunque
otros historiadores pretenden que Francisco trató de llegar hasta Inocencio
directamente y sin intermediario, pero que no se le permitió. Lo único
históricamente cierto, al menos para nosotros, es que el Cardenal Juan, después
de alojar por algunos días en su casa a los hermanos, tomó a su cargo el
recomendarlos al Papa Inocencio (TC 47-49). El Obispo de Asís conocía no sólo a
Francisco sino también a los otros hermanos, como afirma expresamente la Leyenda
de los Tres Compañeros (n. 47). Llevado de su partidismo, Sabatier no ha
querido prestar atención a este testimonio ni a otros parecidos como, por
ejemplo, el de Celano, que nos dice que el obispo «honraba en todo a San
Francisco y a sus hermanos y los veneraba con especial afecto» (1 Cel 32). Es
cierto que, según Celano, Guido no conocía con exactitud el motivo del viaje de
los frailes a Roma; pero eso no excluye en absoluto la hipótesis de un acuerdo
previo, más o menos preciso, entre el Obispo y Francisco. En cualquier caso, lo
cierto es que el Obispo no veía con buenos ojos la posibilidad de que los
frailes tuviesen la intención de dejar la Umbría. Por tanto, no tiene ni
siquiera sombra de similitud la acusación de Sabatier de que Guido puso poco
empeño en ocuparse de Francisco y de su causa. El mismo Francisco nos dice,
según el Espejo de Perfección: «En los primeros tiempos de mi
conversión, Dios inspiró al Obispo de Asís a fin de que me aconsejara y me
animara en el servicio de Cristo». En la Leyenda Mayor de San
Buenaventura (3,9), cuando relata la visita de San Francisco a la curia romana,
Jerónimo de Áscoli, ministro general y después papa con el nombre de Nicolás
IV, intercaló un texto según el cual Inocencio III despachó indignado al siervo
de Dios como si le fuera desconocido. Pero a la noche siguiente el Pontífice
tuvo en sueños la visión de un arbusto que se transformaba en grandioso árbol,
representando al pobre Francisco. Llegada la mañana, Inocencio ordenó que
buscaran a aquel pobre, que se encontraba en el hospital de San Antonio, junto
a Letrán, y dispuso que lo trajeran de inmediato a su presencia.
Sabatier reprocha
al Cardenal Juan el haberse aprovechado de la estancia en su casa de Francisco
y sus compañeros para informarse minuciosamente, en su calidad de representante
de la Curia pontificia, de las ideas y proyectos de los nuevos cofrades. Pero,
dado que el hecho fuera cierto, el reproche carece en absoluto de fundamento,
porque la Iglesia atravesaba en aquel entonces por tan graves y difíciles
circunstancias, que toda medida prudente venía a ser para sus jefes de todo
punto obligatoria.
Es dar de la Edad
Media una idea absolutamente falsa, hablar, como suele hacerse a menudo, «del
poder de la Iglesia» en aquel período; y semejante expresión es todavía más
inadmisible tratándose del pontificado de Inocencio III; porque, a la verdad,
ni el siglo de la Reforma ni el de la Revolución han sido tan hostiles al Papa
y a la Iglesia como lo fueron los primeros años del siglo XIII. Hoy día nadie
se atrevería a cometer contra la persona del Papa los desacatos que tantas
veces tuvo que soportar Inocencio. Él mismo refiere que el sábado santo 8 de
abril de 1203, mientras iba de la iglesia de San Pedro a la de Letrán, se vio,
no obstante la corona papal que llevaba sobre su cabeza, acometido del pueblo,
que le llenó de ultrajes tan groseros, que su pluma se resiste a consignarlos.
Ya en 1188 el
pueblo de Roma, adelantándose a los futuros terroristas franceses, había
suprimido la cronología cristiana, reemplazándola por la nueva era que empezaba
en la restauración del Senado romano en 1143. Repetidas veces fue Inocencio
expulsado de Roma, tomada y declarada propiedad comunal la torre que él y sus
hermanos construyeran para su refugio y cuyos restos imponentes llevan todavía
el nombre de familia de Inocencio, Torre dei Conti. El año 1204, en
los meses de mayo a octubre, presenció el Papa, encerrado en San Juan de
Letrán, la horrenda devastación de Roma perpetrada por sus enemigos los
Capocci, que se habían apoderado de ella.
Igual suerte
corrían el poder y la autoridad de Inocencio en los escasos restos de los
antiguos Estados pontificios que los Hohenstaufen se habían dignado dejar al
trono de San Pedro. Para escapar al dominio temporal del Papa, las ciudades de
la Italia central se rebelaban a la continua contra su supremacía espiritual,
rompiendo formalmente la unidad de la Iglesia. En Orvieto, por ejemplo, los
partidarios de la independencia eligieron por jefe al albigense Pedro Parenzi,
que había dado muerte al podestá enviado por Inocencio. Viterbo nombró cónsules
a unos herejes declarados, a despecho de todas las amenazas y prohibiciones del
Papa. Narni, que había destruido la pequeña ciudad de Otrícoli, permaneció
excomulgada cinco años, y no le importó un ardite tan tremendo castigo. Con la misma
sangre fría la república de Orvieto desestimó las intimaciones del Papa cuando
en 1209 saqueó e incendió a su vecina Acquapendente. El clero y los Obispos de
Cerdeña mostraban tal hostilidad contra el Papa y su legado Blas, que en 1202
se vio éste materialmente sitiado por hambre, y poco después la gibelina Pisa
arrebató al Papa la posesión de la isla.
Hasta el fruto de
sus victorias se le disputaba a Inocencio sin sombra de respeto. Cuando Conrado
de Ürslingen vino a Narni para hacer donación al Papa de la ciudadela de Asís,
los habitantes de esta ciudad destruyeron el fuerte antes que Inocencio pudiese
posesionare de él, y el Papa, lejos de pensar en castigar semejante desacato,
no quiso ni entrar en Asís cuando en 1198 fue a recibir los homenajes de las
ciudades umbrianas.
En los momentos
precisos en que Francisco se hallaba en Roma, todo el mundo estaba en abierta
rebelión política y espiritual contra la autoridad pontificia, ni más ni menos
que ha acontecido tantas veces en siglos posteriores. En aquellas sectas, más o
menos contagiadas de política, que pululaban entonces a través de Europa,
encontramos a cada paso tipos acabados de puritanos, independientes,
iluminados, radicales y francmasones. Incontables son los fundadores de sectas
nuevas y heréticas que nos presenta la historia de la Iglesia en los comienzos
del siglo XIII: ahí el asceta Pedro Valdo con sus «pobres de Lyon»; ahí
panteístas de orgía, como David de Dinand y Orliebo de Estrasburgo; ahí los
satanistas de la «familia de amor», cuyos miembros celebraban conventículos y
misas negras en la misma Roma.
De todas estas
sectas la de los albigenses era la más peligrosa. Por los años de 1200 la
encontramos ya esparcida por toda la Europa, desde Roma hasta Londres, desde
España hasta el Mar Negro, pero principalmente en las regiones que riega el
Danubio en su curso inferior, en el norte de Italia, en el mediodía de Francia
y en ciertos lugares de la cuenca del Rin. Estos herejes penetraban en los
diversos países con distintos nombres: en las riberas del bajo Danubio se
apellidaban búlgaros o publicanos; en Lombardía, patarenos
o gazarenos; y en el sur de Francia, cátaros o albigenses
(de la ciudad de Albi). Pero en todas partes enseñaban una misma y sola
doctrina, que venía a reducirse a la resurrección del antiguo dualismo
maniqueo. Los bogomiles y paulicianos búlgaros se
emparentaban directamente con los sectarios de Manes.
La doctrina
filosófica de los albigenses se basaba en el antiguo principio pagano de la
dualidad de dioses: el dios bueno, creador de las almas, y el dios malo,
creador del mundo corpóreo. Enseñaban que el hombre debía preservarse de todo
lo corpóreo y rechazaban, en teoría, el matrimonio, la vida de familia y todo
lo que les parecía inconciliable con la espiritualidad pura; de donde el nombre
de cátaros o limpios, con que ellos mismos se llamaban,
llegando algunos, en su celo fanático, hasta buscar la muerte con ciego
apasionamiento. Pero la práctica del mayor número era muy otra, pues
autorizaban el matrimonio, y algunos hubo como los luciferianos
alemanes, cuya rigurosa continencia teórica degeneró en monstruosa carnal
licencia.
Semejantes
herejes tenían que ser, tanto por su doctrina filosófica como por su vida
práctica, enemigos natos de la Iglesia católica, que luchaba a brazo partido
por conservar firme y entera una de las bases de la civilización cristiana, es
a saber, el monismo teológico, aunque por mucho tiempo no echó mano en
su defensa más que de las armas espirituales. La unidad de Dios: he ahí el
principio por cuyo triunfo combatía la Iglesia, y en verdad que logró salir
airosa del empeño. Entre el maniqueo y el cristiano mediaba todo un abismo;
porque mientras a aquél se le antojaba impura y maldita la vida, obra de un
demonio la naturaleza, y el deseo de vivir detestable crimen, para éste la
creación era una verdadera obra de arte, pura y santa, efecto de la voluntad
creadora del supremo Amor, no siendo las manchas que la afean, sino obra
exclusiva de la miseria y del pecado del hombre. Por donde se ve con cuánta razón
quería Roma saber de cual lado del abismo se inclinaban Francisco y sus
hermanos, y si su riguroso ascetismo provenía del orgullo cátaro o de la
humildad evangélica. Esto sin contar con que los nuevos penitentes venían de
Asís, circunstancia que debía necesariamente suscitar desconfianza en los
ánimos católicos, por cuanto Asís era una de las comunidades italianas donde
los cátaros se habían adueñado del poder público, eligiendo en 1203 a un
albigense por su podestá.
Sobraban, pues,
motivos para temer que fuese Francisco del mismo linaje y cepa que Pedro Valdo,
cuyo ideal de vida había sido también, como el suyo, la pobreza evangélica.
Aquel famoso comerciante lionés obtuvo en 1179, de Alejandro III, el permiso de
predicar al pueblo la conversión y de vivir en pobreza apostólica; pero muy
luego, en 1184, Lucio III se vio obligado a excomulgarle con sus compañeros,
por rebeldes con la autoridad eclesiástica y renovadores del donatismo,
permaneciendo dentro de la iglesia sólo unos cuantos valdenses acaudillados por
el español Durando de Huesca.
No fue larga,
empero, la inquisición que tuvo que hacer el Cardenal Juan para descubrir con
toda evidencia que Francisco no adolecía de ninguno de los errores valdenses.
Porque la existencia de un Dios único era el fundamento de la piedad de
Francisco, así como lo es de toda la teología católica. Precisamente en el
Concilio de Letrán de 1215 se afirmó la doctrina de la unidad de Dios contra la
herejía de los cátaros.
No hay más que un
solo Dios, el Dios de la creación y de la redención, el Dios de la cruz y de la
gloria, el Dios de la naturaleza y de la gracia; Dios no es más que uno, como
es uno el universo, como es uno el cielo; un solo Dios es alabado y bendecido
en todos los dominios de la vida y del movimiento, desde el gusano de la tierra
hasta el serafín glorioso, al través de las eternidades. Francisco sentía con
toda la intensidad de su ser este principio esencial; lejos de ser un maniqueo
renegador de la vida, la amaba entrañablemente como cristiano, no sólo en su
manifestación natural con su pureza, sus bondades y encantos, su íntima
dulzura, sino en toda la plenitud de la divina esencia; por donde venía a
diferenciarse toto coelo de aquellos otros caracteres soberbios que se
daban los nombres de puros, perfectos y elegidos, mientras en
la realidad, como sucede con todos los soberbios, fluctuaban entre los dos
extremos del sacrificio inútil y de la más horrenda degradación. Los cátaros
que habían recibido el que llamaban «bautismo del espíritu», consolamentum,
se intitulaban perfectos o elegidos. San Francisco nos da una
idea muy neta de su doctrina religiosa sobre la unidad de Dios en el capítulo
último de su primera Regla.
El espíritu de
Francisco nada tenía de negativo ni de crítico; la única crítica que ejercía
era la de sí mismo. Por este lado también difería radicalmente de Valdo y sus
secuaces. Un historiador moderno ha dicho hermosamente que «Francisco predicaba
la bienaventuranza; Valdo, la ley; Francisco, el amor de Cristo; Valdo, sus
prohibiciones; Francisco rebosaba gozo de Dios; Valdo castigaba los pecados del
mundo; Francisco reunía en torno suyo a los que anhelaban salvarse, dejando a
los demás que siguiesen su camino; Valdo no hacía otra cosa que condenar a los
impíos y atacar las costumbres del clero» (Schmieder).
La actitud a que
se refieren las líneas que he citado es absolutamente propia y particular de
Francisco de Asís y constituye su esencial diferencia de todos los otros
reformadores de su tiempo, aun de aquellos que mostraban sentimientos respetuosos
para con la iglesia, quienes, como Roberto de Arbrissel, por ejemplo, cedían
siempre a la tentación de emplear su crítica contra los vicios ajenos, en vez
de hacerla servir a extirpar los propios. Francisco advirtió desde un
principio, con un tacto maravillosamente certero, que todas las reformas
generales serían vanas y estériles mientras no se empezase por la reforma del
individuo, y esta clara visión de las cosas le permitió llevar a cabo la
renovación universal de las costumbres, que inútilmente habían intentado las
excomuniones de los Papas y las acérrimas invectivas de los otros predicadores
laicos; y así el mundo pudo palpar una vez más la exactitud de aquella
sentencia inspirada: que Dios no se manifiesta en el fragor de la tempestad, sino
en la calma del silencio y del recogimiento.
Este carácter
profundamente individual de Francisco no podía escaparse a la penetración del
Cardenal Juan, quien adivinó en seguida que tenía delante de sí a un hombre
absolutamente despojado de sí mismo que, no por vana palabrería ni muchos menos
por vana jactancia, sino con toda sencillez, decía de sí mismo y de sus
proyectos: «Hemos sido enviados en ayuda de los clérigos para la salvación de
las almas». E inculcaba a sus hermanos: «Así que estad sumisos a los prelados y
evitad, en cuanto de vosotros dependa, un celo desordenado. Si sois hijos de la
paz, ganaréis al clero y al pueblo, y esto es más agradable a Dios que ganar al
pueblo sólo con escándalo del clero» (EP 54).
En consecuencia,
pocos días después, el Cardenal se presentó al Papa y le habló en estos
términos: «He encontrado a un varón perfectísimo que quiere vivir según la
forma del santo Evangelio y guardar en todo la perfección evangélica, y creo
que el Señor quiere reformar por su medio la fe de la santa Iglesia en todo el
mundo» (TC 48). Acto seguido, los hermanos de Asís tuvieron acceso al Papa,
quien mandó a Francisco exponer su programa, y cuando le hubo escuchado,
contestó: «Hijo mío, la vida que tú y tus hermanos lleváis es demasiado dura. Yo
no dudo que, llevados de vuestro primer entusiasmo, podáis continuar en ella;
pero es menester que penséis en los que os sucederán, que acaso no tendrán el
mismo celo ni la misma exaltación entusiasta que vosotros».
A esto respondió
Francisco: «Señor Papa, yo me remito en todo a mi Señor Jesucristo. Él, que nos
ha prometido la vida eterna y la celeste bienaventuranza, ¿cómo nos va a negar
una cosa tan insignificante cual es lo poco que necesitamos para vivir sobre la
tierra?»
Inocencio replicó
entonces con estas palabras, en que nos parece descubrir cierta sombra de
sonrisa: «Hijo mío, lo que tú dices es muy verdadero; pero no olvides que la
naturaleza humana es débil y raras veces se mantiene por mucho tiempo en un
mismo estado; ve, pues, hijo mío, a pedir a Dios que te revele hasta qué punto
tus deseos están conformes con su voluntad».
Francisco y sus
hermanos se despidieron de Inocencio y éste expuso el negocio a los Cardenales
en el próximo consistorio. Muchos de aquellos experimentados varones manifestaron,
como era de esperarse, vehementes dudas y opusieron objeciones contra la nueva
Orden, cuyos principios les parecían fuera del alcance de las fuerzas humanas.
Porque, en verdad, la Orden que Francisco quería fundar no era meramente
contemplativa, es decir, no perseguía un ideal solitario, con el cual sí podía,
en opinión de dichos Cardenales, conciliarse la práctica de la absoluta
pobreza: el ideal de San Francisco era la vida apostólica, y señaladamente el
ministerio de la predicación; y ¿cómo iban a desempeñar tan ardua tarea unos
hombres que no contaban para vivir más que con un escaso e inconstante salario,
o con la limosna que pedían de puerta en puerta? También los valdenses habían
escrito en su programa la pobreza evangélica; pero entre ellos había legos que
proveían con un trabajo a las necesidades de los predicadores. Los miembros de
la secta de los Humillados, afines de los valdenses por su espíritu y
aspiraciones, traían su origen de una compañía de tejedores lombardos;
trabajaban según el sistema comunista: reservaban para sí lo estrictamente
necesario y el resto lo distribuían entre los pobres. Tenían más semejanza con
las ideas de Francisco los «Pobres Católicos», miembros de una comunidad
fundada por el cátaro alemán, convertido, Bernardo Primus. Estos vivían del
trabajo de sus manos, por el cual no recibían ningún dinero, sino sólo víveres
y vestidos. En rigor todo esto podría practicarse en tanto que las obligaciones
de la orden o de la comunidad fueran solamente la oración y el trabajo.
Pero Francisco
había venido a Roma a solicitar del Papa la facultad de predicar, y si esta
predicación franciscana había de ser algo más que la de los predicadores legos,
era menester que se basase en estudios preparatorios, los cuales, a su vez, por
someros y elementales que se les supusiese, exigían habitaciones fijas, vida
común y claustral. Ahora bien, ¿cómo habría sido posible edificar claustros y
mantener en ellos religiosos, fundando la orden sobre la base de una pobreza
absoluta?
Las reglas de las
órdenes fundadas antes imponían también a sus profesores la pobreza, mas no era
en el mismo grado en que la quería profesar Francisco. Es cierto que la regla
benedictina ordenaba que el que había de abrazarla «diese antes a los pobres
los bienes que poseyera» (cap. 58); que San Bernardo de Claraval habla en
varias de sus epístolas en términos netamente franciscanos «de la santa
pobreza» y desprecia «el oro y la plata, ese pedazo de tierra blanca o roja que
no debe su valor más que a la humana insensatez».[7]
Todo eso es verdad, pero también lo es que la existencia de un convento
cisterciense como la de una abadía benedictina se funda sobre la existencia
comunista del principio de la propiedad territorial. El monje no posee
individualmente sino lo que el abad le concede; pero su voto de pobreza no
quita que su convento posea bienes en común, antes al contrario, la propiedad
material le es indispensable para que sus moradores puedan entregarse
libremente a sus tareas espirituales sin cuidarse ni mucho ni poco de su
corporal subsistencia.
Francisco pensaba
de un modo totalmente diverso, porque estimaba que lo que Pedro y Pablo habían
podido practicar y recomendar a sus respectivos discípulos era todavía posible,
es a saber, anunciar al mundo el Evangelio y vivir del propio trabajo y, si
éste no da, de los dones de Ia caridad pública. Los Apóstoles nunca buscaron
asilo seguro y quieto entre las cuatro paredes de un claustro, y Francisco
quería imitar su ejemplo, renunciando a las ventajas de que aquellos
incomparables maestros carecieron.
Si bien es cierto
que tales deseos de Francisco suscitaron la más fuerte oposición en el Colegio
de los Cardenales, todas las objeciones se deshicieron ante la siguiente
sencilla observación del Cardenal Juan Colonna: «Este hombre no pide más sino
que se le permita vivir conforme al Evangelio; si nosotros damos en declarar
que tal conformidad es imposible a las fuerzas humanas, por el mismo caso
vendremos a establecer que la vida evangélica es impracticable, con lo que
haremos gran ofensa al mismo Jesucristo, primero y único inspirador del libro
sagrado». Estas palabras decidieron el triunfo en favor de Francisco, quien fue
otra vez llamado a San Juan de Letrán.
En la noche que
precedió a esta segunda entrevista del Santo con el Papa, fue cuando éste tuvo
aquel sueño misterioso en que le pareció que, estando él en su palacio de
Letrán en el ángulo llamado Speculum (por la amplia vista que se goza
desde ese punto), contemplando la soberbia basílica, «cabeza y madre de todas
las iglesias», consagrada a los dos Juanes, Bautista y Evangelista, he aquí que
de repente observó con asombro que el enorme edificio vacilaba, que se
inclinaba de un lado la torre, que los muros empezaban a crujir y que la
antigua basílica de Constantino amenazaba convertirse en una informe masa de
escombros. Embargado por el espanto, incapacitado para mover las manos, el
Pontífice no hacía más que mirar desde su palacio el espantoso peligro; quería
gritar para pedir auxilio y no podía; tiraba a juntar las manos para orar y...
¡vano empeño!
De súbito aparece
en la plaza de Letrán un hombrecillo de humilde continente, vestido a la
campesina, desnudos los pies y ceñida de tosca cuerda la cintura, quien al
punto se dirige con toda resolución hacia el bamboleante edificio y, sin parar
mientes en el riesgo que corre de ser aplastado por la gigantesca mole, aplica
el hombro a una de las murallas que ya se venía al suelo. ¡Caso extraordinario!
Fue aquello como si el raquítico y desmedrado auxiliador cobrase estatura y
fuerzas equivalentes a la del muro desplomado; le aplicó las espaldas por la
parte vecina al techo; hizo un enérgico movimiento hacia arriba y enderezó el
muro, dejando toda la iglesia más firme y esbelta sobre su base que antes
estaba.
Profunda
sensación de alivio sintió el Papa al ver tan oportuno y eficaz remedio. Pero
en el mismo instante el hombrecillo se volvió hacia él. Inocencio pudo ver que
el que por modo tan maravilloso había impedido la ruina de la cabeza y madre de
las iglesias no era otro que Francisco, el penitente de Asís (LM 3,10).
Cuando éste, al
día siguiente, se presentó al pontífice, le hizo un discurso cuidadosamente
preparado con antelación:
«Señor Papa -le
dijo-, voy a contaros una alegoría. Érase una doncella muy hermosa, pero muy
pobre, que moraba en lo más apartado del desierto. Un día fue a verla el rey de
la comarca y, prendado de su belleza la tomó por esposa con la esperanza de que
ella le daría una hermosa descendencia. Verificado el casamiento se realizaron
plenamente los anhelos del rey, pues la pobre esposa le hizo padre de numerosos
hijos en que ella reprodujo con creces su hermosura. Cierto día se puso a
razonar consigo misma: "¿Qué voy a hacer yo con estos hijos que he dado a
luz? ¿Cómo los mantendré, siendo tan pobre como soy?" Pero luego se le
ocurrió una idea y llamó a sus hijos y se la comunicó, diciéndoles: "No
temáis, sois hijos de un gran rey. Id, pues, a su corte que él os dará todo que
habéis menester". Ellos obedecieron, y cuando llegaron a la presencia del
rey, éste quedó maravillado de su belleza, y viendo que se le parecían mucho,
les pregunté: "¿De quién sois hijos?". A lo que ellos respondieron
que eran hijos de la pobre mujer que habitaba en medio del desierto. Entonces
el rey los abrazó con gozo grande de su corazón y les dijo: "No temáis,
sois mis hijos. Yo siento cada día a mi mesa una muchedumbre de forasteros:
¡con cuánto mayor gusto os acogeré a vosotros, que sois mis hijos
legítimos!" Y en seguida mandó decir a la mujer del desierto que le
enviase todos los niños, que él desde ese momento se encargaba de su crianza y
educación».[8]
«Señor Papa
-continuó Francisco-, yo soy esa mujer del desierto. Dios en su misericordia
infinita se dignó bajarse hasta mí, y yo le he engendrado hijos en Cristo. El
Rey de los reyes me ha asegurado que la vida de todos mis descendientes corre
de su cuenta; porque si alimenta con tanto cuidado a los extraños, ¿con cuánto
más esmero no cuidará de los de su casa? Dios concede abundancia de bienes
temporales a los hombres del mundo en vista del amor que ellos tienen por sus
hijos: ¡con cuánta más largueza no derramará sus dones sobre aquellos que sigan
y practiquen su Evangelio y con quienes por ende El se ha comprometido a
mostrarse siempre paternal!»
Tales fueron las
razones de Francisco, e Inocencio comprendió que no las dictaba la sabiduría de
este mundo, sino el espíritu de Dios. Volviéndose, pues, a los Cardenales que
estaban presentes, dijo en tono solemne e inspirado: «En verdad, este hombre es
el escogido por Dios para restaurar su Iglesia». En seguida se levantó, abrazó
a Francisco y le dijo a él y a sus compañeros: «Hermanos, id con Dios y
predicad a todas las gentes el Evangelio de la conversión según que Él os
inspire. Cuando por la virtud del Altísimo os hayáis multiplicado, venid a mí
sin temor alguno y me hallaréis dispuesto a favoreceros todavía más y a
confiaros más altas empresas» (1 Cel 33; TC 51).
A estas palabras
del Pontífice todos los hermanos cayeron de rodillas a sus pies y le juraron
obediencia; en seguida los once la prestaron a Francisco como a su jefe. A él
sólo le otorgó el Papa la licencia de predicar, pero con facultad de
trasmitirla a los demás. Antes de retirarse los autorizó Inocencio para recibir
la tonsura clerical, que después les confirió el Cardenal Juan y que debía ser
el signo externo del permiso de predicar la palabra de Dios.[9]
Hecha otra visita
a la tumba de San Pedro y San Pablo, Francisco y sus hermanos dejaron Roma y
emprendieron la vuelta a su patria a través de la campiña romana y de las
cumbres azuladas del monte Soracte. Caminaban con paso apresurado, llenos de
gozo, anhelando hallarse otra vez en su medio habitual practicando de nuevo la
vida y trabajos cuya consagración eclesiástica acababan de impetrar del Vicario
de Jesucristo en la tierra.
[1] - Waddingo, Ann., 1210, p. 80.- Debo agregar que la fuente de donde ha
tomado Waddingo este relato es bien poco segura. Cfr. Acta
SS., oct. II, p. 589, n 231.
[2] - San Buenaventura cuenta que, habiendo Morico enfermado gravemente en su
convento de San Salvador, le sanó Francisco con sólo darle a comer un pedazo de
pan empapado en el aceite de la lámpara que ardía ante el altar de la Virgen de
la Porciúncula, y que, en reconocimiento de tan milagrosa curación, se agregó a
la nueva orden, donde se señaló siempre por la austeridad de su vida ascética,
no comiendo más que hierbas, legumbres y frutas crudas, y absteniéndose del
pan, del vino, etc. (LM 4,8). Del antiguo establecimiento de los Crucígeros en
Rivotorto quedan aún dos vestigios, que son las dos capillitas de San Rufinello
de Arce y Santa María Magdalena, ambas más parecidas a la Porciúncula que la
gran iglesia franciscana edificada mucho más tarde con el antiguo nombre de
Rivotorto.
[3] - 1 Cel 39-41; TC 41-45; AP 25-29. Cf. las Florecillas, cap. III, que
refiere cómo Francisco se castigó un mal pensamiento que había tenido contra
Fray Bernardo, mandándole que le pusiese el pie en la boca por tres veces. Más
severa pena se impuso a sí mismo Fray Bárbaro por unas palabras malas que se le
escaparon (2 Cel 155).
[4] - Algunos biógrafos modernos deducen equivocadamente, por el orden en que
se desarrollan los hechos en la narración de Celano, que este episodio relativo
al emperador Otón tuvo lugar después del viaje de Francisco y sus hermanos a
Roma, viaje que, por este motivo, adelantan a 1209. Ahora bien, Fray Gil se
unió a Francisco y a sus hermanos el 23 de abril de 1209, por lo que las dos
misiones, la de las Marcas y la del valle de Rieti, fueron posteriores a esa
fecha. Esas misiones duraron ciertamente algunos meses, y sabemos que, desde
finales de mayo de 1209, Inocencio III dejó Roma para ir a Viterbo, de donde no
regresó a Roma hasta octubre, para coronar a Otón. Por todo ello, el viaje de
los frailes a Roma tuvo que ser después de la coronación del emperador. En
conclusión, la fecha más probable para este viaje es el verano de 1210. Cf. Waddingo, Ann., 1210. AF III, p. 5, n.
8; y Sabatier, Vie de Saint François, p. 100, n. 1.
[5] - TC 43; AP 27. Francisco fue el primero en sustituir en el Breviario
Romano la invocación general de «todos los Apóstoles» por la particular de «los
dos Apóstoles romanos Pedro y Pablo». Véase Bernardo de Besa en Analecta, III,
p. 672.
[6] - Este prelado, vástago de la ilustre familia de los Colonna, había sido
creado Cardenal por Celestino III (Waddingo, Ann., 1210, n. 7).
[9] - TC 51-52; LM 3,10; AP 36.- El P. Hilarino Felder es del sentir que esta
autorización miraba sólo a la predicación moral, no a la dogmática para la cual
se requería cierta formación teológica.
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