Capítulo 2
El mundo de san Francisco
La
innovación moderna, que ha sustituido con el periodismo a la historia o, si se
quiere, a la tradición, que es como las habladurías de la historia, ha tenido
por lo menos un resultado definido. Se ha asegurado que todos de cada relato
oigamos el resultado únicamente. Los periodistas tienen la costumbre de imprimir
en los últimos capítulos de sus historias por entrega (cuando el protagonista
y la protagonista están a punto de besarse en el último capítulo, ya que sólo
una impenetrable perversidad les privó de hacerlo en el primero) estas palabras
harto desconcertantes: "El relato puede empezar aquí". Pero aun esto
será para el caso un paralelismo incompleto, ya que los periódicos es verdad
que dan una especie de resumen de los relatos, pero no dan nunca nada que se
parezca ni remotamente a un sumario de la historia. Los periódicos no sólo
hablan de novedades, de cosas recientes, sino que lo tratan todo como novedad,
cosa reciente.[1]
Tutankhamón, por ejemplo, es para el periodismo una novedad. En la misma exacta
manera leemos que el almirante Bangs cayó muerto de un tiro, con lo que ésta es
la primera indicación que nos llega de que haya nacido. Hay algo curiosamente
significativo en el uso que hace el periodismo de sus relatos biográficos.
Nunca piensa en informar sobre la vida sino cuando publica la muerte. Y aplica
este procedimiento así a los individuos como a las instituciones y a las
ideas. Después de la Primera Guerra Mundial nuestro público empezó a oir hablar
de naciones de toda laya que se habían emancipado; pero nadie le había
informado sobre que hubieran sido esclavizadas. Se nos convocaba a juzgar la
equidad de las soluciones cuando nunca se nos permitió ni oir siquiera palabra
cuando la existencia de conflictos. A la gente le parece pedante comentar la
poesía épica de los servios y preferirá hablar en el lenguaje llano y moderno
de cada día acerca de la nueva diplomacia internacional yugoslava; le
conmociona extraordinariamente algo que llaman Checoslovaquia y al parecer
nunca ha oído hablar de Bohemia. Cosas tan antiguas como la misma Europa se
consideran más recientes que las proclamas muy posteriores enarboladas en las
praderas de América. Algo sorprendente y curioso: tanto como lo es el último
acto del drama para quien llega al teatro un momento antes de caer el telón.
Pero no precisamente conducente a saber de qué se trata. Esta desgarbada manera
de presenciar el drama podrá recomendarse a quienes se contenten con presenciar
el momento del pistoletazo o del beso apasionado. Pero a quienes atormente la
curiosidad intelectual sobre quién da el beso o es asesinado y por qué nunca
les resultará ello suficiente.
En
buena medida la historia moderna, sobre todo en Inglaterra, se resiente del
mismo defecto peculiar al periodismo. De la cristiandad nos contará a lo sumo
la mitad de la historia y, para el caso, la segunda sin la primera. Hombres
para quienes la razón empieza con el Renacimiento y la religión con la Reforma
nunca serán capaces de brindarnos un relato completo de nada, pues
obligadamente parten de instituciones cuyo origen no saben explicar y, por lo
común, ni siquiera imaginar.
Tal como nos enteramos de que el almirante cayó muerto de un tiro sin
habérsenos informado que hubiera nacido, asi oímos hablar largamente sobre la
disolución de los monasterios sin casi ser advertidos de la creación de los
mismos. Ahora bien, una historia así resulta irremediablemente insuficiente hasta
para el hombre inteligente que odia los monasterios. Y resulta también
irremediablemente insatisfactoria con relación a ciertas instituciones que de
hecho odian con espíritu perfectamente sano muchos hombres inteligentes. Por
ejemplo, es posible que algunos de nosotros nos hayamos tropezado en nuestros
cultos autores de primera línea con alusiones incidentales a una oscura
institución llamada Inquisición española. Y bien, por lo que nos cuentan ellos
y los relatos en que se inspiran era ésta en verdad una institución oscura.
Es oscura porque lo es su origen. La historia protestante empieza simplemente
con esta cosa horrible en su apogeo como la pantomima arranca con el
rey-demonio a punto de freír a los duendes. No es improbable que la
Inquisición, sobre todo hacía su última época, haya sido una cosa horrible
poblada de demonios; pero con decir esto ni siquiera vagamente nos enteramos de
la razón por la que es asi. Para comprender la Inquisición española se hace
necesario descubrir dos cosas de las que nunca nos preocupamos: saber qué era España
y qué era la Inquisición. Lo primero suscita en su totalidad la gran cuestión
de la cruzada contra el moro y de cómo, a partir de la heroica gesta de
andantes caballeros, una nación europea pudo liberarse de la dominación
extranjera venida del África. Lo segundo plantea todo el problema de la otra
cruzada contra los albícenses y de por qué la gente amó y odió la visión
nihilista venida del Asia. Sí no comprendemos que estos acontecimientos
encerraban en los orígenes el ímpetu y el romance de una cruzada, no lograremos
entender cómo hayan alucinado a los hombres y los hayan arrastrado hacía el
mal. Los cruzados abusaron indudablemente de su victoria, pero la victoria
tentaba al abuso. Existe una forma de entusiasmo que incita a los excesos y
disimula las faltas. Para poner un ejemplo, en mí caso particular yo sostuve
desde días lejanos la responsabilidad de los ingleses por el trato atroz que
dispensaron a los irlandeses. Pero no sería justo para con los ingleses sí
describiera las maldades del 98 y pasara por alto toda mención de la guerra
contra Napoleón. Sería injusto insinuar que la mentalidad inglesa sólo soñaba
con la muerte de Emmett[2]
cuando lo probable es que se hallara enchída con la gloria de la muerte de
Nelson. Por desgracia, el 98 está lejos de ser la última fecha en que
Inglaterra se aplicara a tan innoble tarea; todavía hace pocos años sus políticos
se dedicaban a gobernar a Irlanda mediante el asesinato y el robo
indiscriminados mientras gentilmente enrostraban a los irlandeses por recordar
todavía viejas cosas desafortunadas y batallas del pasado. Pero por mal que
pensemos en el tema de los Blackand- Tan,[3]
sería injusto olvidar que muchos de nosotros no pensábamos en ellos sino en
los caquis y que el caqui tenía entonces una noble connotación nacional que
compensaba muchas cosas. Escribir sobre la guerra de Irlanda sin mencionar la
guerra contra Prusia y la sinceridad inglesa en este punto sería injusto para
con los ingleses. Por igual modo hablar de la máquina de torturar que se
supone fue la Inquisición como sí fuera un juego horrendo es cosa injusta para
con los españoles. No explica de manera convincente y desde su origen lo que
los españoles hicieron ni por qué lo hicieron. Podemos conceder a nuestros
contemporáneos que por lo menos no es esta una historia que termine bien.
Tampoco les reprochamos por suponer que debería haber empezado bien. Nuestra
queja se reduce a que en la versión de ellos la historia ni siquiera empieza.
Esa gente sólo en el instante de la ejecución está presente y aun entonces,
como lord Tom Noddy, llega tarde para presenciar el momento de echar la soga al
cuello. Es cierto que la Inquisición fue a menudo más horrible que todas las
ejecuciones, pero nuestros modernos historiadores sólo recogen, por decirlo
así, las cenizas de las cenizas, la última vara del haz de leña de la hoguera.
Tomamos
aquí, al azar, el caso de la Inquisición por ser uno de tantos que ilustran una
misma cosa y no precisamente porque esté relacionado con san Francisco, sea cual
fuere la relación que la Inquisición haya podido tener con santo Domingo. Cabe
suponer, tema que luego explayaremos, que san Francisco, la igual que santo
Domingo, resulta ininteligible si no captamos en alguna medida lo que para el
siglo trece significaban la herejía y la cruzada. Pero de momento utilizo el
caso de la Inquisición como ejemplo menor para ilustrar un propósito más
amplio. Para dar a entender que empezar la historia de san Francisco con su
nacimiento es pasar por alto el sentido de los hechos o, mejor, no relatar
siquiera la historia. Y para insinuar que la moderna forma del relato
periodístico que empieza por el rabo nos lleva siempre al fracaso. Nos
enteramos de la existencia de reformadores sin saber que algo había por
reformar; de rebeldes sin una idea siquiera de aquello contra lo cual se
rebelaban; de memoriales que no se relacionaban con ninguna memoria, y de
restauraciones de cosas que aparentemente no existieron nunca. Por ello, aun a
riesgo de que el presente capítulo parezca desproporcionado, es necesario decir
algo acerca de los grandes movimientos que nos conducen hasta la aparición del
fundador de los franciscanos. Lo que implica que describamos un mundo o aun un
universo con miras a describir un hombre. Y que inevitablemente lo hagamos con
unas pocas generalidades osadas y unas pocas frases abruptas. Lo que lejos de
significar que en tan amplio firmamento sólo veremos una figura muy pequeña
nos dice que debemos medir la amplitud del cielo si en verdad queremos abarcar
toda la estatura de hombre tan gigante.
Y
esta sola frase me lleva a las indicaciones preliminares que parecen
necesarias antes de fijar siquiera un débil bosquejo de la vida de san
Francisco. Debemos percatamos, aunque sea de manera basta y elemental, de cuál
era el mundo en que entró el Santo y cuál la historia, por lo menos en lo que a
él le concernió. Se impone trazar, aunque sea en pocas frases, una manera de
prefacio al estilo del Bosquejo de la historia de Wells. En el caso particular
de Wells salta a los ojos que el notable novelista experimentó la desventaja de
quien se ve obligado a escribir la novela de un héroe que odia. Escribir
historia y odiar a Roma, tanto a la pagana como a la papal, es odiar cuando ha
acontecido. Casi equivale a odiar a la humanidad por razones puramente
humanitarias. Aborrecer a la vez al sacerdote y al soldado, los laureles del
guerrero y los lirios del santo equivale a segregarse de la masa de la humanidad,
hecho que todas las destrezas de la más sutil y dúctil de las inteligencias
modernas no pueden compensar. Mayor simpatía se requiere para enmarcar históricamente
a san Francisco que fue guerrero y santo a la vez. Terminaré, pues, este
capítulo con algunas generalidades sobre el mundo que halló san Francisco.
La
gente no cree porque no quiere dilatar su pensamiento. Expresándolo en
términos de fe individual, no cabe duda que podría referir lo mismo diciendo
que algunos hombres no son lo bastante católicos (universales) para ser
católicos. Pero no voy a discutir aquí las verdades doctrinales del
cristianismo sino tan sólo y en términos generales el simple hecho histórico
del mismo, tal como puede mostrársele a una persona realmente ilustrada y de
imaginación despierta aun cuando no sea cristiana. Lo que de momento quiero
significar es que la mayoría de las dudas se asientan en pormenores. En el
curso de lecturas casuales tropezamos con tal costumbre pagana que nos
sorprende por lo pintoresca o con tal acción cristiana que nos llama la
atención por lo cruel; pero no abrimos nuestra mente lo bastante para descubrir
la verdad esencial de las costumbres paganas o de la reacción cristiana contra
ellas. Mientras no comprendamos, no precisamente en detalle sino en su
estructura y proporción fundamental, aquel avance pagano y aquella reacción
cristiana, no comprenderemos realmente el punto esencial del período histórico
en que san Francisco apareció ni lo que fue su gran misión popular.
Ahora
bien, es cosa sabida, en mi opinión, que los siglos doce y trece fueron un despertar
del mundo. Fueron un fresco florecer de cultura y arte, después del largo
letargo de la experiencia mucho más dura y diría más estéril que llamamos
"Edad Oscura". De aquellos siglos podemos decir que fueron una emancipación;
fueron ciertamente un fin, el fin de tiempos que se nos muestran por lo menos
como más rudos e inhumanos. Pero, ¿qué fue lo que acababa? ¿De qué se
emancipaban entonces los hombres? Aquí chocan las diversas filosofías de la
historia y éste es el punto crucial entre ellas. Desde un punto de vista
puramente externo y profano, con verdad se ha dicho que los hombres
despertaban de un letargo; pero aquél letargo se vio atravesado por sueños
místicos y a veces monstruosos. De acuerdo con la rutina racionalista en que ha
caído la mayoría de los historiadores modernos se considera suficiente decir
que la humanidad se emancipaba de la mera superstición salvaje y avanzaba
simplemente hacia luces de civilización. Y éste es precisamente el gran
despropósito que se levanta como tropiezo y obstáculo al principio de nuestra
historia. Quien suponga que la "Edad Oscura" fue tinieblas y nada
más, y que la aurora del siglo trece sólo fue plena luz de día, no encontrará
pie ni cabeza en la historia humana de san Francisco. Lo cierto es que la alegría
del Santo y de los juglares de Dios no fue sólo un despertar. Fue algo
imposible de entender sin comprender su credo místico. El fin de la "Edad
Oscura" no fue únicamente el fin de un sueño. En realidad de verdad, no
fue el fin de una supersticiosa esclavitud solamente. Fue el fin de algo
perteneciente a un orden de ideas perfectamente definido aunque totalmente
distinto.
La
"Edad Oscura" representaba el fin de una penitencia o, si se
prefiere, de una purgación. Señaló el momento en que terminaba una cierta
expiación espiritual y en que al fin se extirpaban del sistema ciertas
dolencias espirituales. Se lo hacía a través de una era de ascetismo, único
medio que podía curarlas. El cristianismo entró en el mundo para sanarlo y lo
sanó de la única manera que era posible.
Observándolo
de modo puramente externo y experimental, la elevada civilización de la
antigüedad terminó en su totalidad al aprender una lección, a saber, al
convertirse al cristianismo. Pero esta lección fue un hecho psicológico tanto
como una fe teológica. Ciertamente la civilización pagana había alcanzado un
nivel muy elevado. Nuestra tesis no se debilitará y tal vez hasta se robustezca
si decimos que había llegado al grado más alto de cuantos la humanidad había
logrado. Había descubierto las artes de la poesía y la representación
plástica aún no rivalizadas, había descubierto sus propios y permanentes
ideales políticos, había descubierto su propio y claro sistema de lógica y de
lenguaje. Pero, por encima de todo, había descubierto su propio error.
El
error era demasiado profundo para ser definido ideológicamente, en abreviatura,
se lo puede definir como el culto de la naturaleza. Casi con igual razón se lo
podría llamar el error de la naturalidad, lo que era, ciertamente, un error muy
natural. Los griegos, esos grandes guías y pioneros de la antigüedad pagana,
partieron de una idea maravillosamente simple y directa: la de que mientras el
hombre avance por la gran vía de la razón y la naturaleza no cabe esperar daño
alguno, sobre todo si es él tan destacadamente ilustrado e inteligente como los
griegos. Si no fuera pedante diríamos que le bastaba al hombre seguir el
olfato de su nariz siempre que se tratara de una nariz griega. Pero no hace
falta más que los propios griegos para ilustrar la extraña pero cierta
fatalidad que se sigue de esta falacia. Apenas se empeñan los griegos en
seguir el olfato de su nariz y su noción de naturalidad, les acontece la cosa
más singular de la historia. Demasiado singular para ser tema fácil de discusión.
Notemos cómo nuestros más repelentes realistas nunca nos conceden a nosotros el
beneficio de su realismo. Sus estudios de temas desagradables no toman nunca
en cuenta el testimonio que de ellos se desprende en favor de las verdades de
la moralidad tradicional. Pero si en verdad tuviéramos olfato para estas
cosas, podríamos citar millares de ellas como partes de un alegato en favor de
la moral cristiana. Y un ejemplo de esto nos lo da el hecho de que nadie haya
escrito una verdadera historia moral de los griegos con esta orientación.
Nadie se ha percatado del peso o singularidad de esta historia. Los hombres más
sabios y prudentes del mundo se propusieron ser naturales, y lo primero que
hicieron fue la cosa menos natural del mundo. El efecto inmediato de saludar al
sol y de la soleada salud de la naturaleza fue una perversión que se extendió
como la peste. Los más grandes y aun los más puros filósofos no pudieron
librarse aparentemente de esta especie de locura de baja estofa. ¿Por qué? Al pueblo
cuyos poetas concibieron a Helena de Troya y cuyos escultores labraron la
Venus de Milo debe haberle parecido cosa sencilla mantenerse sano en este
particular. Pero lo cierto es que quien adora la salud difícilmente pueda mantenerse
sano. Cuando el hombre se empeña en seguir el camino recto anda cojeando.
Cuando sigue el olfato de su nariz termina torciéndosela o aun quizás cortándosela
en un rostro desfigurado, y esto ocurrirá en consonancia con algo más profundo
en la naturaleza humana de cuanto son capaces de entender los adoradores de
la misma. Hablando humanamente el descubrimiento de ese algo fue lo que
constituyó la conversión al cristianismo. Hay una inclinación en el hombre como
la hay en el juego de bolos, y el cristianismo fue el descubrimiento de la
manera de corregir la perversa inclinación y acertar en el blanco. Muchos se
sonreirán al oirlo, pero es profundamente cierto que la buena noticia que trajo
el evangelio fue la nueva del pecado original.
Roma
se levantó a contrapelo de sus maestros griegos porque nunca aceptó del todo
que le enseñaran semejantes añagazas. Era dueña de una tradición doméstica
mucho más decente; pero a la postre adoleció de la misma falacia en su
tradición religiosa, que fue por fuerza y en no pequeña medida la tradición
pagana del culto de la naturaleza. El problema de toda la tradición pagana se
concentra en que en la vía al misticismo nada hallaron los hombres fuera de lo
concerniente al misterio de fuerzas innombrables de la naturaleza tales como
el sexo, la generación y la muerte. También en el Imperio Romano, ya mucho
antes de su fin, encontramos que el culto a la naturaleza produce
inevitablemente cosas contra natura. Se han convertido en proverbiales casos
como el de Nerón cuando el sadismo se asentaba, imprudente, en el trono a plena
luz. Pero la verdad a que me refiero es algo mucho más sutil y universal que un
convencional catálogo de atrocidades. Lo que le aconteció a la imaginación humana
en su conjunto fue que el mundo se iba tiñendo de peligrosas pasiones en rápida
descomposición: de pasiones naturales que se convertían en pasiones contra
natura. Así, al tratar la sexualidad como si sólo fuera cosa natural produjo
el efecto de que el resto de las cosas inocentes y naturales se embebiesen y
saturasen de sexo. Porque a la sexualidad no se la puede tratar simplemente en
pie de igualdad con emociones elementales o experiencias como el comer y el
dormir. Tan luego como el sexo deja de ser siervo se convierte en tirano. Hay
algo peligroso y desproporcionado en el lugar que el sexo ocupa en la
naturaleza humana, y no cabe duda de que el sexo necesita purificación y especial
cuidado. La charlatanería moderna sobre que el sexo es igual a los demás
sentidos y sobre el cuerpo bello como la flor o el árbol o es una descripción
del paraíso terrenal o un fragmento de pésima psicología, de la que el mundo se
cansó hace ya dos mil años.
Empero,
no se confunda lo dicho con mero sensacionalismo puritano acerca de la
perversidad del mundo pagano. Lo que aquí proponemos más que decir cuán
perverso era el mundo pagano señala que era éste lo bastante bueno como para
percatarse de que su paganismo se estaba pervirtiendo o, mejor dicho, que se
hallaba en el camino lógico de la perversión. Quiero decir que la "magia
natural" no tenía porvenir alguno; profundizar en ella no era sino
obscurecerla hasta hacerla magia negra. No tenía futuro alguno porque en lo
pasado sólo fue inocente por ser joven. Podríamos decir que fue inocente sólo
porque era superficial. Los paganos eran más sabios que el paganismo; por esto
se hicieron cristianos. Muchos de ellos poseían una filosofía, virtudes
familiares y honor militar en que afirmarse para no caer; pero por aquél
entonces esa cosa puramente popular que llamamos religión ya lo arrastraba por
la pendiente. Y cuando contra el mal se acepta una reacción semejante no es
equivocado suponer que esto representaba un mal que estaba por doquier. En un
sentido distinto y más literal su nombre era Pan.
No
es metáfora decir que esas gentes necesitaban un cielo nuevo y una tierra
nueva, porque hablan profanado la propia tierra y aun el propio cielo. ¿Cómo
podían resolver su problema mirando el cielo cuyas estrellas desplegaban
leyendas eróticas? ¿Cómo podían aprender algo del amor de los pájaros y las
flores después de las historias de amor que de ellos se contaban? No podemos
multiplicar aquí las evidencias, y un pequeño ejemplo habrá de suplirlas.
Todos conocemos la naturaleza de las asociaciones sentimentales que despierta
en nosotros la palabra "jardín" y cómo muchas veces nos trae a la
memoria recuerdos de romances melancólicos e inocentes o, con igual frecuencia,
el de una graciosa doncella o un bondadoso y anciano sacerdote modelado a la
sombra de un vallado de tejos, a la vista quizá de un campanario pueblerino. Y
luego quien conozca un poco de poesía latina invagine súbitamente lo que un
tiempo se alzó, obsceno y monstruoso, en el sitio de la puesta del sol o en el
lugar de la fuente y recuerde de qué condición fue el dios de los jardines.
Nada
podía purgar semejante obsesión sino una religión que literalmente no fuera
terrena. No cuadraba decir a tales gentes que disfrutaran de una religión
poblada de estrellas y flores; ni una flor ni una estrella siquiera existían
que no hubieran sido mancillados. Los hombres tenían que marchar al desierto
para no encontrar flores o aun al fondo de las cavernas para no ver estrellas.
En este desierto y en esas cavernas penetró el más alto intelecto humano cosa
de cuatro siglos, y fue esto lo más cuerdo que pudo hacer. Para la salvación de
ese mundo nada restaba sino lo francamente sobrenatural; si Dios no podía
salvarle, no podrían ciertamente hacerlo los dioses. La Iglesia primitiva
llamó demonios a los dioses del paganismo y tuvo razón. Sea la que fuere la
relación que en los principios tuvieron quizás los dioses con una religión
natural, en aquellos santuarios vacíos nada moraba ahora sino demonios. Pan ya
no era más que pánico. Venus ya no era más que vicio venéreo. No pretendo decir
por manera alguna, qué duda cabe, que todos los paganos individualmente
tuvieran estos rasgos ni siquiera hacia el final del paganismo, pero de ellos
se apartaban como individuos. Nada distingue tan claramente al paganismo del
cristianismo como el hecho de que ese algo que llamamos filosofía tuviera poco
o nada que ver con ese algo social que llamamos religión. De todas maneras, no
cabía esperar provecho alguno de predicar una religión natural a gente para
quien la naturaleza se habla convertido en tan poco natural como cualquier
religión. Sabían ellos mucho mejor que nosotros sus propios males y la suerte
de demonios que les tentaban y atormentaban a un tiempo, y escribieron el
siguiente texto encima de este dilatado espacio de la historia: "Esta suerte
(de demonios) no se echa sino con la oración y el ayuno".
Pues
bien, la importancia histórica de san Francisco y de la transición del siglo
doce al trece se halla en el hecho de haber señalado el fin de aquella
expiación. Al término de la "Edad Oscura" los hombres podían ser
rudos, iletrados e ignorantes en todo lo que no fueran guerras contra tribus
paganas más bárbaras que ellos mismos; pero tenían siquiera el alma limpia.
Eran como niños, y los primeros pasos de sus rudas artes respiraban el límpido
placer de la infancia. Debemos imaginarlos en una Europa viviendo bajo el dominio
de pequeños gobiernos locales, feudales por ser una supervivencia de guerras
feroces contra los bárbaros, monacales a veces y haciendo gala de un carácter
amistoso y patriarcal, aún ligeramente imperiales porque Roma gobernaba
todavía a guisa de una gran leyenda. Pero algo había sobrevivido en Italia
representativo en mayor grado del más bello espíritu de la antigüedad: la
república. Italia estaba ornada de pequeños estados, de ideales democráticos
en su mayoría y poblados a menudo con verdaderos ciudadanos. Pero la ciudad no
se mantenía ahora abierta como en los días de la paz romana, sino que se
replegaba detrás de altas murallas para defensa contra las guerras feudales, y
todos los ciudadanos tenían que ser soldados. Una de ellas se levantaba en un
lugar escarpado y peregrino entre las boscosas colinas de la Umbría, y su
nombre era Asís. Por su puerta profunda bajo los altos torreones debía llegar
el mensaje que sería el evangelio de la hora: "Tu guerra se ha cumplido;
perdonada ha sido tu iniquidad". Sobre ese fondo, pues, de feudalismo y
libertad y restos de ley romana, debía elevarse a comienzos del siglo trece,
vasta y casi universal, la poderosa civilización de la Edad Media.
Es
exagerado atribuir ésta por entero a la inspiración de un solo hombre, aunque
se trate del genio más original del siglo trece. La ética elemental de la
fraternidad y la honradez nunca se había extinguido totalmente, y el
cristianismo nunca había dejado de ser cristiano. Las grandes evidencias sobre
la justicia y la piedad se encuentran en los más rudos anales de la transición
bárbara o en las más rígidas máximas de la decadencia bizantina. Y ya en los
tempranos comienzos de los siglos once y doce claramente despuntaba un
movimiento moral más amplio. Pero lo que con justicia cabe decir es que por
encima de estos primeros movimientos flotaba todavía algo de la antigua
austeridad acarreada por aquel largo período penitencial. Eran aquéllos el
crepúsculo matinal, pero todavía un crepúsculo gris. Afirmación que puede
aclararse con sólo mencionar dos de las reformas anteriores a la franciscana.
Por supuesto que la institución monástica era de lejos más antigua que estos
movimientos; indudablemente casi tan antigua como el cristianismo. Los consejos
de perfección habían tomado siempre la forma de votos de castidad, pobreza y
obediencia. Con estas metas extramundanas el cristianismo había civilizado
hacia ya tiempo buena parte del mundo. Los monjes habían enseñado al pueblo a
labrar y sembrar tanto como a leer y escribir; en realidad le habían enseñado
casi todo lo que el pueblo sabía. pero se puede decir con verdad que los monjes
fueron severamente prácticos, en el sentido de que fueron no sólo prácticos
sino también severos, si bien solían mostrarse severos consigo mismos y
prácticos para con los demás. Todo aquel temprano movimiento monástico se había
aquietado hacía ya tiempo y, a no dudarlo, con frecuencia deteriorado; pero al
llegar a los primeros movimientos medievales este carácter austero resultaba
todavía evidente. Podemos tomar tres ejemplos para demostrarlo.
Primero,
el viejo molde social de la esclavitud empezaba a disiparse. No sólo el
esclavo iba transformándose en siervo, que era prácticamente libre en lo
concerniente a la propia granja y vida familiar, sino que muchos señores
declaraban libres a esclavos y siervos por igual. Esto lo hacían presionados
por los sacerdotes, pero sobre todo por espíritu de penitencia. Por supuesto
que toda sociedad católica debe mantener una atmósfera de penitencia, pero yo
me estoy refiriendo a aquel áspero espíritu de penitencia que había expiado los
excesos del paganismo. En torno de aquellas restauraciones flotaba la
atmósfera del lecho de muerte, pues muchas de ellas eran, sin duda, palmarios
ejemplos de arrepentimiento en el lecho de muerte. Un ateo de buena fe con
quien disentí en cierta ocasión recurrió a la siguiente expresión: "Lo
único que mantuvo a los hombres en la esclavitud fue el temor al
infierno". Como entonces le indiqué, si hubiera dicho que los hombres se
liberaron de la esclavitud por temor al infierno, por lo menos habría señalado
un hecho histórico indiscutible.
Un
segundo ejemplo lo constituye la arrolladora reforma de la disciplina de la
Iglesia llevada a cabo por el papa Gregorio VII. Fue en verdad una reforma
emprendida por los más elevados móviles y que obtuvo los resultados más
saludables: emprendió el Papa una minuciosa investigación contra la simonía y las
corruptelas pecuniarias del clero e insistió en la necesidad de un ideal más
serio y austero para la vida del sacerdote parroquial. Pero el hecho de que la
reforma gregoriana cristalizara precisamente en la imposición universal del
celibato con carácter obligatorio da la nota de algo que, por noble que fuera,
parecerá a muchos vagamente negativo.
El
tercer ejemplo es en un sentido el más vigoroso de todos. Porque es el ejemplo
de una guerra, una guerra heroica y para muchos de nosotros santa aunque conserve
aun así todas las rígidas y terribles responsabilidades de la guerra. No
dispongo aquí del espacio suficiente para decir cuanto convendría acerca de la
verdadera naturaleza de las cruzadas. Nadie ignora cómo en la hora más oscura
de la "Edad Oscura" brotó en Arabia una suerte de herejía y se
convirtió en una religión de carácter militar bien que nómada bajo la invocación
del nombre de Mahoma. Intrínsecamente tiene características que encontramos en
muchas herejías desde la musulmana a la monista. El hereje ve su movimiento
como una saludable simplificación de la religión, mientras que el católico lo
ve como una simplificación insana de la misma ya que reduce todo a una idea
única y consiguientemente pierde la amplitud y la ponderación del catolicismo.
De todas formas, este movimiento revestía el carácter objetivo de un peligro
militar para la cristiandad y ésta le asestó una puñalada en el propio corazón
al intentar la reconquista de los Santos Lugares. El gran duque Godofredo y los
primeros cristianos que irrumpieron en Jerusalén fueron héroes si alguna vez
los hubo en el mundo... pero héroes de una tragedia.
Ahora
bien, he tomado estos dos o tres ejemplos de los primeros movimientos
medievales para hacer notar el carácter general que los relaciona y que se
refiere a la penitencia que siguió al paganismo. En todos ellos hay algo que se
agita aunque sea todavía débil, como un viento que sopla entre las hendiduras
de los montes. Aquel viento austero y puro de que habla el poeta[4]
es realmente el espíritu de la época, pues es el viento de un mundo que ha sido
al fin purificado. Quien sepa apreciar atmósferas encontrará claridad y pureza
en la de aquella sociedad ruda y a veces agria. Sus mismas pasiones son limpias
porque no las mancilla ya el hálito dé la perversidad. Sus mismas crueldades
son transparentes: no son ya las lujuriosas crueldades del anfiteatro.
Arrancan o de un muy simple horror a la blasfemia o de una furia muy simple
ante el insulto. Gradualmente, contra este horizonte gris, hace su aparición
la belleza como algo realmente fresco y delicado y, sobre todo, sorprendente.
El amor que ahora retorna ya no es el que una vez se llamó platónico sino el que
todavía llamamos amor caballeresco. Las flores y las estrellas recobraron su inocencia
primigenia. Al fuego y al agua se los reconoce como dignos de ser el hermano y
la hermana de un santo. La purificación del paganismo es por fin completa.
Porque
la misma agua ha sido lavada. El fuego mismo ha sido purificado como por el
fuego. El agua no es ya el agua donde arrojaban a los esclavos para alimento
de los peces. El fuego no es ya el fuego a través del cual se ofrecían a los
niños a Moloch. Las flores no huelen ya a olvidadas guirnaldas recogidas en el
jardín de Priapo, y las estrellas no son ya señales de la lejana frialdad de
dioses tan fríos como aquellas frías llamas. Ni el universo ni la tierra tienen
ya la antigua significación siniestra. Esperan una nueva reconciliación con el
hombre, pero están ya en capacidad de ser reconciliadas. F1 hombre ha
arrancado de su alma el último girón del culto de la naturaleza y puede volver
a ella.
Cuando aún alumbraba el crepúsculo, sobre una colina que
dominaba la ciudad apareció silenciosa y súbitamente una figura oscura contra
la oscuridad que se desvanecía. Era el fin de una larga y áspera noche, noche
de vela, visitada empero por estrellas. Aquella figura se afirmaba de pie, las
manos en alto, como en tantas estatuas y pinturas, y en torno de ella se
agitaba el bullicio de pájaros cantando. Y a su espalda se abría la aurora
[1] El
autor hace un juego de palabras tomando por base la semejanza de los vocablos:
news, noticias, novedades, news palier, periódico y new, nuevo, reciente.
[2] Emmett
Robert (1778-1803): Patriota irlandés a quien se recuerda como auténtico motor
de la revolución irlandesa. En 1802 estuvo en Francia para so!icitar !a ayuda
de Napoleón. Vuelto a Irlanda participó del movimiento separatista. Capturado
por los ingleses fue ajusticiado.
[3] A
través de una alusión a un nombre vinculado a la represión irlandesa, Black
(negro) and Tan (tostado), hace Chesterton un juego de palabras oponiéndolo al
color caqui del uniforme de los soldados ingleses.
[4] Alusión
a unos bellos versas de R. L. Stevenson
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