Capítulo
VII – El Testamento y la muerte
Obligado Honorio
III a salir de Roma a fines de abril de 1225 por haberse levantado en ella una
sediciosa conspiración, se dirigió primeramente a Tívoli y, tras corta
permanencia en esta ciudad, fue a establecerse definitivamente en Rieti, donde
permaneció hasta principios del año siguiente. Fray Elías, apoyado por el Cardenal
Hugolino, aprovechó esta espléndida ocasión para redoblar sus instancias a fin
de conseguir de Francisco que se trasladase a la corte pontificia y consintiese
en que los hábiles médicos de ella procurasen curarle de los ojos (1 Cel
98-99). Lo consiguió finalmente, y al declinar el verano de 1225, Francisco
abandonaba el retiro de San Damián, no sin antes despedirse de Clara y sus
hermanas. Todo induce a creer que entonces precisamente les dio su Última
voluntad. Santa Clara dice en el capítulo 6 de su Regla que Francisco,
«poco antes de su muerte, nos volvió a escribir su última voluntad» en la forma
siguiente:
«Yo, el hermano
Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor
nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin;
y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta
santísima vida y pobreza. Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os
apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien».
Cabe suponer que
Francisco hiciese a pie este viaje porque, durante su estancia en San Damián,
Clara le había fabricado unas sandalias de tal forma y hechura que, a pesar de
los estigmas, podía posar los pies en tierra. De Terni para adelante siguió el
antiguo camino que se extiende y alarga por el valle y que le era tan querido y
familiar. Detúvose en casa del párroco de la pequeña iglesia de San Fabián (hoy
convento de la Foresta), sita entre Poggio Bustone y Rieti. No bien se hubo
divulgado la nueva de su arribo, cuando comenzaron a acudir en masa y de todas
partes las gentes del pueblo, deseosas de verlo. Pero quiso la mala suerte que,
para llegar a donde estaba el Santo, hubiesen de atravesar la viña del párroco,
y los habitantes de Rieti, con la inconsideración propia de gente lugareña y
sin cultura, no dudaron en ponerse a coger los racimos para apagar la sed. El
párroco, molestado por tal despojo, se quejó a Francisco de esta manera:
«Aunque es pequeña la viña, de ella recogía lo suficiente para mis necesidades,
y este año todo lo he perdido». Francisco procuró consolarlo como mejor pudo,
prometiéndole que la cosecha de vino de aquel año no sería menor que la de los
años anteriores. Y es fama que, efectivamente, cosechó mucho más de lo que
solía y pudo llenar hasta veinte cántaros, siendo así que nunca había cosechado
más de trece (EP 104).
Según refiere
Waddingo, la morada de Francisco en Rieti fue, por algún tiempo, la casa de
Teobaldo el Sarraceno. Estando allí, una tarde llamó a Fray Pacífico y le rogó
que se procurase una cítara para que, acompañándose con ella, le cantase el Cántico
del Hermano Sol. Pero Pacífico temió escandalizar con ello a los señores
de la casa y así se lo significó al Santo. «Dejémoslo entonces, hermano
-replicó Francisco-, que es conveniente renunciar a muchas cosas para que no se
resienta el buen nombre».
La noche
siguiente, de tal modo se agudizaron sus dolores, que no le fue dado conciliar
el sueño; tendido en el lecho del dolor, sentía pasar los últimos viandantes
que a deshora se recogían a sus casas. Después sobrevino un silencio profundo,
turbado solamente por las campanas de la iglesia, que de hora en hora
derramaban al aire su argentino acento. Mas he aquí que de repente Francisco
comienza a oír los dulces acordes de una cítara que alguien pulsaba
delicadamente junto a su ventana. Se queda embelesado; ora le parece que aquel
grato sonido viene hacia él, ora que se aleja suavemente, cual si el músico se
fuera y volviera de nuevo a la ventana. Tan maravillosa harmonía, regalando sus
oídos en aquella fría y silenciosa noche de otoño, le había reanimado las
abatidas fuerzas; por eso, apenas comenzó a brillar la luz del naciente día,
habló así a Fr. Pacífico: «El Señor, que consuela a los afligidos, no me ha
dejado nunca sin consuelo. Mira: ya que no he podido oír la cítara tocada por
los hombres, he oído otra más agradable» (2 Cel 126).
A principios del
invierno, Francisco se retiró al eremitorio de San Eleuterio, frente a Rieti,
donde, no obstante el frío y sus dolorosos achaques, no quiso por nada que
reforzasen por dentro con nuevos paños su túnica (EP 16). De aquí marchó a
Fonte Colombo, probablemente para la fiesta de Navidad.
Entre tanto, los
médicos pontificios habían ensayado sobre Francisco todos los recursos de su
ciencia: emplastos, ungüentos, cataplasmas, y no habían logrado resultado
alguno favorable. Intentaron, además, modificar del todo la forma de vivir del
Santo, y en parte lo habían conseguido. Un hermano le preguntó: «Dime, Padre,
si tienes a bien, con cuánta diligencia te obedeció el cuerpo mientras pudo». Y
Francisco no pudo menos de dar buen testimonio de «su hermano asno». Entonces
le volvió a preguntar el hermano cómo lo había tratado él en recompensa de sus
servicios. Y Francisco hubo de reconocer que el tratamiento que le había dado
no siempre había sido muy caritativo. Por lo cual, habiéndose recogido un
momento dentro de sí, como si estuviese muy arrepentido, comenzó luego a hablar
con alegría al cuerpo: «Alégrate, hermano cuerpo, y perdóname, que ya desde
ahora condesciendo de buena gana a tus deseos y me apresuro a atender
placentero tus quejas» (2 Cel 211). Pero, como sucede con tantos otros
arrepentimientos, esta vez llegó demasiado tarde.
Desesperados,
decidieron entonces los médicos recurrir a remedios heroicos, y determinaron
quemarle las sienes con un hierro candente. Según la terapéutica de la época,
tales cauterizaciones tenían particular eficacia y solían emplearlas, entre
otras cosas, como remedio a los locos furiosos. Cuando aparecieron los médicos
con sus asistentes, trayendo en las pinzas el terrible hierro incandescente,
Francisco hizo sobre él la señal de la cruz y le dijo: «Hermano mío fuego, el
Altísimo te ha creado dotado de maravilloso esplendor sobre las demás
creaturas, vigoroso, hermoso y útil. Sé ahora benigno conmigo, sé cortés,
porque hace mucho que te amo en el Señor. Pido al gran Señor que te ha creado
que temple tu ardor en esta hora para que pueda soportarlo mientras me
cauterizas suavemente». Comenzó la aplicación, y al oír el chirrido de las
carnes tocadas por el hierro ardiente, todos los hermanos huyeron de allí.
Cuando hubo terminado, Francisco dijo a los hermanos que habían huido y
volvían: «Pusilánimes, de corazón encogido, ¿por qué habéis huido? Os digo en
verdad que no he experimentado ni ardor de fuego ni dolor alguno en la carne».
Y, dirigiéndose al medico, le dijo aún: «Si la carne no está todavía bien
cauterizada, cauterízala de nuevo» (2 Cel 166; EP 115).
En otra ocasión,
como la visita del médico se había prolongado más que de costumbre, quiso
Francisco convidarlo a comer; pero los hermanos le hicieron saber que las
viandas apenas si alcanzaban para ellos y que ciertamente ninguna de ellas era
tal que pudiesen ofrecerla a un huésped. El Santo les replicó: «¿Qué queréis,
que os lo repita? Id a disponer lo que tenemos». Y apenas se habían sentado a
la mesa, oyeron que alguien tocaba a la puerta; fueron a abrir, y he aquí que
aparece una señora desconocida trayendo en una cesta los manjares más
exquisitos: pan blanco, vino generoso, pescado, ricos pasteles, miel y racimos
de uvas (2 Cel 44).
Probablemente
este mismo médico persuadió a Francisco a que cambiase el clima áspero y frío
de Fonte Colombo por el templado y suave ambiente de Siena, que ya en la Edad
Media comenzaba a ser famosa por esta causa. Yendo de camino Francisco y sus
hermanos, se encontraron, en la llanura entre San Quirico y Campiglia, con tres
damas, todas iguales en el vestido, las cuales, luego que los vieron junto a
sí, los saludaron con reverente inclinación y exclamaron a una: «¡Bienvenida
sea la dama Pobreza!» Encuentro y saludo tan peregrino que, por largo espacio,
dieron que pensar a Francisco y a sus compañeros (2 Cel 93).
El tratamiento
seguido en Siena no fue de mayor provecho que la cura de Rieti. Con todo, los
aires de la apacible ciudad no dejaron de hacer bien a la salud del enfermo.
Estableció su morada en el eremitorio de Alberino (hoy Ravacciano), un poco al
norte de la ciudad, y allí, entre otras visitas, recibió la de un fraile
dominico, que tal vez aludiendo al carácter de la obra del Santo, le rogó que
le explicara estas palabras de Ezequiel: «Si tú no denuncias al impío su
impiedad, a ti te pediré cuenta de su alma». Y añadía el dominico: «Conozco a
muchos, bondadoso Padre, que están en pecado mortal, y a los que no advierto de
su impiedad. ¿Tendré que responder ante Dios de su alma?» Francisco con su
habitual serenidad de juicio le respondió que una vida enteramente consagrada
al bien valía a los pecadores por la mejor predicación, y que tal predicación
era bastante para cumplir enteramente lo que el Señor exigía de nosotros por su
profeta (EP 53; 2 Cel 103).
Con todo, la
cuestión que le planteó el dominico produjo en su alma más mella de lo que él
mismo había pensado. Porque algún tiempo después despertó una noche a los
religiosos y les dijo: «He suplicado al Señor que se digne manifestarme cuándo
soy su siervo y cuándo no. Pues no querría otra cosa que ser su siervo. Y el
Señor, benignísimo, se ha dignado responderme: "Conocerás que eres en verdad
mi siervo si piensas, hablas y obras santamente". Os he reunido, hermanos,
y os he confesado esto para que, cuando veáis que falto en todo o en algo de lo
que he dicho, pueda avergonzarme ante vosotros» (EP 74; 2 Cel 159).
De este mismo
orden de ideas le nacía evidentemente el empeño con que en Siena procuraba
animar a sus hermanos al fiel cumplimiento de los deberes que impone la
pobreza. Cierto caballero, por nombre Buenaventura, les había hecho donación de
terreno para un nuevo convento, ocasión que aprovechó Francisco para establecer
las reglas siguientes: Primeramente, los hermanos no deben aceptar mayor
extensión que la estrictamente necesaria. Lo segundo, no levanten ningún
edificio sin el previo permiso del obispo del lugar, porque «Dios nos ha llamado
para ayuda de los clérigos y prelados de la santa Iglesia romana» y no para
obrar contra su voluntad. Francisco había dado brillante ejemplo de esta
sumisión, recibiendo con ánimo humilde y tranquilo la repulsa que le diera el
Obispo de Imola, quien, cuando el Santo le pidió licencia para predicar en la
ciudad, le respondió: «Me basto yo, hermano, para predicar a mi pueblo».[1]
En tercer lugar, recabado el permiso de la autoridad eclesiástica, abran una
zanja larga por los límites del terreno que reciben para edificar, y planten
allí un buen seto, en vez de pared, en señal de pobreza y humildad. Luego hagan
construir casas pobres, de ramas y de barro, y algunas celdas donde los
hermanos puedan orar y dedicarse al trabajo. Y no deben construir iglesias grandes,
sino una capilla pequeña y pobre (EP 10).
La mejoría de
Francisco fue, por desgracia, de corta duración. Una noche le sobrevino una
hemorragia tan violenta, que los hermanos llegaron a creer que se moría.
Tristes y llorosos cayeron de rodillas en torno a su lecho, pidiéndole su
última bendición. Francisco, reanimándose un tanto, pidió a su confesor, Fr.
Benito de Piratro, que trajese pergamino, pluma y tinta, y después le dijo:
«Escribe cómo bendigo a todos mis hermanos, los que están en nuestra religión y
los que vendrán a ella hasta el fin del siglo... Puesto que, a causa de la
debilidad y dolores de la enfermedad, no tengo fuerzas para hablar, brevemente
declaro a mis hermanos mi voluntad en estas tres palabras, a saber: que, en
señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, siempre se amen
mutuamente, siempre amen y guarden la santa pobreza, nuestra señora, y que
siempre se muestren fieles y sumisos a los prelados y todos los clérigos de la
santa madre Iglesia». Dicho esto, Francisco bendijo a todos, presentes y
futuros, como acostumbraba hacerlo al final de los capítulos, y mientras los
hermanos traían a la memoria con dolor y abundantes lágrimas este recuerdo, el
enfermo, agotado por el esfuerzo, entornó los ojos (EP 87; 1 Cel 105).
Pero aún no era
llegada la hora final; pasarían todavía seis meses antes que Francisco pudiese
dar verdaderamente la bienvenida a «su hermana la muerte». En el ínterin
seguiría tratando con «su hermana la enfermedad». Siguiendo el consejo de Fr.
Elías, se le trasladó a Celle, cerca de Cortona, donde, según parece, le
sobrevino una hidropesía, pues sabemos que se le hincharon mucho el vientre,
las piernas y los pies; su estómago no retenía cosa alguna y, además, sufría
vivísimos dolores en el bazo y en el hígado (1 Cel 105). Francisco no deseaba
ya sino uno cosa en este mundo: ver por última vez a su querido Asís. Fray
Elías se dio prisa a hacerlo transportar a la ciudad; pero, temeroso de que los
habitantes de Perusa quisieran apoderarse por la fuerza de Francisco, a quien
todo el mundo consideraba ya como un verdadero santo, hizo conducir al enfermo,
que más parecía una reliquia que cuerpo vivo, por largos y penosos rodeos.
Dejados atrás Gubbio y Nocera, el cortejo llegó, cerca de Bagni di Nocera, al
lugar que hoy ocupa el convento de la Ermita, donde se encontraron con un
cuerpo de hombres armados que venían de Asís con el encargo de custodiar al
Santo en el resto del camino hasta su ciudad natal. Hacia el medio día entró
Francisco con sus compañeros en el territorio de Asís, y se detuvo en Satriano,
que es hoy una granja abandonada, al pie del Sasso Rosso, en las cercanías de
Gabbiano. Se le hizo amable acogida en una casa particular, en tanto que los
soldados se derramaban por el lugar en busca de alimentos; como no hallasen
dónde comprarlos, se volvieron a Francisco, hambrientos y descorazonados por el
hambre. Entonces el Santo les dijo: «En verdad que no habéis encontrado nada,
porque habéis ido confiados en vuestras "moscas" (esto es, en el
dinero) y no en Dios. Volved por las mismas casas en donde habéis querido
comprar comida y, sin rubor ninguno, pedid limosna por amor del Señor Dios, y
veréis cómo, movidos por el Espíritu Santo, os dan en abundancia» (EP 22).
Hiciéronlo así, y la predicción de Francisco tuvo perfecto cumplimiento.
Al caer de la
tarde entró en Asís la comitiva. Para que allí pudiera reposar holgadamente,
condujeron al enfermo al palacio del obispo, que luego se vio rodeado de gente
armada para impedir todo conato, de parte de los perusinos, de apoderarse del
Santo de Asís.
A pesar de que
cuando se trataba de asegurar la preciada persona de Francisco, la autoridad
eclesiástica y la civil obraban con perfecto acuerdo, había, sin embargo,
muchísimos otros puntos en que las relaciones entre ellas distaban mucho de ser
cordiales y bien avenidas. Lo primero que llegó a oídos de Francisco fue que el
podestá y el obispo estaban en abierta lucha; que el obispo había excomulgado
al podestá y que éste, por su parte, había prohibido a los ciudadanos todo trato
con aquél. «Es para nosotros, siervos de Dios -dijo Francisco a sus hermanos-,
profunda vergüenza que el obispo y el podestá se odien mutuamente y
que ninguno intente crear la paz entre ellos». Y para hacer cuanto estaba en
él, inmediatamente se puso a componer dos nuevas estrofas para añadirlas al Cántico
del Hermano Sol. Acto seguido mandó decir al podestá que viniese al
palacio del obispo, al cual rogó que no se ausentase. Se reunieron los
invitados en aquella parte de la mansión episcopal en que, diecinueve años
atrás, Francisco se había despojado del vestido que llevaba para devolverlo a
su padre. Cuando estuvieron todos juntos, aparecieron dos frailes menores que
ante la concurrencia entonaron el Cántico en su forma primitiva, y en
seguida agregaron las nuevas estrofas:
«Loado seas, mi Señor, por aquellos que
perdonan por tu amor,
y soportan enfermedad y tribulación.
Bienaventurados aquellos que las soporten
en paz,
porque por ti,
Altísimo, coronados serán».
Y mientras los
dos frailes cantaban, todos los otros hermanos se estuvieron de pie, juntas las
manos, como si estuvieran en la iglesia oyendo leer el Evangelio. Terminado el
canto, y cuando los últimos ecos del Loado seas se hubieron perdido en
los aires, el podestá dirigió sus pasos hacia el obispo Guido y cayó de
rodillas ante él diciéndole: «Señor, os digo que estoy dispuesto a daros
completa satisfacción, como mejor os agradare, por amor a nuestro Señor
Jesucristo y a su siervo el bienaventurado Francisco». El obispo, a su vez,
levantando con sus manos al podestá, le dijo: «Por mi cargo debo ser humilde,
pero mi natural es propenso y pronto a la ira; perdóname». Y, con sorprendente
afabilidad y amor, se abrazaron y se besaron mutuamente. Los hermanos se
apresuraron a contar a Francisco la victoria que, con su Cántico, había
obtenido contra el maligno espíritu de la discordia (EP 101). Esta escena
sucedió con seguridad entre mayo y septiembre de 1226.
Así y todo, el
enfermo iba conociendo cada vez con más claridad que el término de su vida se
acercaba. Uno de aquellos días lo visitó en el mismo palacio un médico de
Arezzo llamado Buen Juan, muy íntimo del bienaventurado Francisco. Éste le
preguntó: «¿Qué te parece, Finiato, de mi mal de hidropesía?» No quiso llamarlo
por su nombre propio, porque no quería llamar bueno a ninguno que se llamara
así, por reverencia al Señor, que dice: Ninguno es bueno, sino sólo Dios
(Lc 18,19). Asimismo, no llamaba a ninguno «padre» o «maestro», ni lo escribía
en sus cartas, por la misma reverencia al Señor, que dice: Y a nadie
llaméis padre vuestro sobre la tierra, ni os llaméis maestros, etc. (Mt
23,9-10). El médico le dijo: «Hermano, por la gracia de Dios, te irá bien». De
nuevo el bienaventurado Francisco: «Dime la verdad: ¿qué te parece? No te dé
pena, pues, gracias a Dios, no soy un asustadizo que tema la muerte. Confortado
con la gracia del Espíritu Santo, estoy tan unido con mi Señor, que estoy
contento con morir como con vivir». Entonces le dijo abiertamente el médico:
«Padre, según los conocimientos de nuestra ciencia médica, tu enfermedad no
tiene cura, y creo que a fines del mes de septiembre o a principios de octubre
morirás». Al oír esto el bienaventurado Francisco, que yacía en el lecho,
extendió con toda devoción y reverencia sus manos al Señor y dijo con íntima
alegría de alma y cuerpo: «Bienvenida sea mi hermana muerte». Y cual si estas
palabras hubiesen tenido virtud para despertar en su alma el estro poético,
añadió al Cántico del Hermano Sol esta última estrofa:
«Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana
la muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede
escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado
mortal!:
bienaventurados aquellos a quienes
encuentre en tu santísima voluntad,
porque la muerte
segunda no les hará mal».
En seguida mandó
que Fr. León y Fr. Ángel permaneciesen cerca de su lecho, para cantarle, cuando
él lo deseara, las alabanzas de la «hermana muerte». En balde intentaba Fr.
Elías convencerle de que esos cantos podían causar turbación en la gente. «Los
hombres de esta ciudad -le decía- te tienen por santo; sin embargo, como están
persuadidos de que tu enfermedad es incurable y que pronto morirás, al oír que
estas alabanzas se cantan de día y de noche, podrían decirse para sí:
"¿Cómo manifiesta tanta alegría el que está próximo a morir? Debería
pensar en ello"». Harto tiempo Francisco se había inclinado y cedido al
parecer ajeno; ahora que se le acercaba la muerte, quería que a lo menos le
fuese dado morir como a él le acomodase. «Déjame, hermano -exclamó-, gozarme en
el Señor y en sus alabanzas mientras padezco, pues, por la gracia recibida del
Espíritu Santo, estoy tan adherido y unido a mi Señor que, por su gran
misericordia, bien puedo regocijarme en el Altísimo» (EP 121-123)
Pero no era
tiempo de cantar solamente. Había llegado para Francisco el momento de pensar
en ordenar su casa. Dos temas, sobre todo, parecían haberse apoderado de su
espíritu las últimas semanas: el recuerdo de sus fieles hijos de la Verna y del
valle de Rieti, de la Porciúncula y de las Cárceles; y el recuerdo de Clara y
sus hermanas que estaban allá abajo en San Damián.
Entre el palacio
episcopal y San Damián no había larga distancia; pero a Francisco no le sería
dado volver a recorrerla. Nada valieron todos los recados y súplicas de Clara
para conseguir que fuera a decirles adiós; ya no le era posible hacerlo y se
limitó a enviarle por escrito su última bendición: «Dirás a la hermana Clara
-encargó al portador- que yo la absuelvo de todas las faltas que pueda haber
cometido contra los mandamientos del Hijo de Dios y contra los míos, y que
deponga toda tristeza y dolor porque ahora no podamos vernos; que yo le doy
palabra de que, antes de su muerte, ella y sus hermanas me tornarán a ver con
gran consuelo de sus almas» (EP 108). De donde se infiere muy verosímilmente
que fue el mismo Francisco quien ordenó que después de muerto lo llevasen a San
Damián.
No le faltaba ya
sino dar el último adiós a sus queridos hermanos, y esto lo hizo en su Testamento,
escrito de verdad admirable, redactado en su lecho de muerte, y donde le vemos
volver la vista hacia atrás sobre su vida entera, recordar, con mezcla de
tristeza y alegría, la frescura matinal de los primeros años de su conversión,
pero pensando al mismo tiempo con inquietud y dolor en lo que acaecería a sus
fieles discípulos en los tiempos que estaban por venir. Por última vez recuerda
y resume aquí en cortas y ardientes frases todas las "admoniciones"
contenidas en sus discursos y en sus cartas:
«El Señor me dio
de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque,
como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y
el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y
al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en
dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo.
»Y el Señor me
dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: "Te
adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero,
y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".
»Después, el
Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la
santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran,
quiero recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y
hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que
moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los
otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos
considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores
míos. Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo
altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que
ellos reciben y ellos solos administran a los otros. Y quiero que estos
santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados
en lugares preciosos. Los santísimos nombres y sus palabras escritas,
dondequiera que los encuentre en lugares indebidos, quiero recogerlos y ruego
que se recojan y se coloquen en lugar honroso. Y a todos los teólogos y a los
que nos administran las santísimas palabras divinas, debemos honrar y venerar
como a quienes nos administran espíritu y vida.
»Y después que el
Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el
Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio.
Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa
me lo confirmó. Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres
todo lo que podían tener; y estaban contentos con una túnica, forrada por
dentro y por fuera, el cordón y los paños menores. Y no queríamos tener más.
Los clérigos decíamos el oficio como los otros clérigos; los laicos decían los Padrenuestros;
y muy gustosamente permanecíamos en las iglesias. Y éramos iletrados y súbditos
de todos.
»Y yo trabajaba
con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros
hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que
aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el
ejemplo y para rechazar la ociosidad. Y cuando no se nos dé el precio del
trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta.
»El Señor me
reveló que dijésemos el saludo: "El Señor te dé la paz".
»Guárdense los
hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas y todo lo que
para ellos se construya, si no fueran como conviene a la santa pobreza que
hemos prometido en la Regla, hospedándose allí siempre como forasteros y
peregrinos.
»Mando firmemente
por obediencia a todos los hermanos que, dondequiera que estén, no se atrevan a
pedir documento alguno en la Curia romana, ni por sí mismos ni por interpuesta
persona, ni para la iglesia ni para otro lugar, ni con miras a la predicación,
ni por persecución de sus cuerpos; sino que, cuando en algún lugar no sean
recibidos, huyan a otra tierra para hacer penitencia con la bendición de Dios.
»Y firmemente quiero
obedecer al ministro general de esta fraternidad y al guardián que le plazca
darme. Y del tal modo quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir o
hacer más allá de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor. Y aunque
sea simple y esté enfermo, quiero, sin embargo, tener siempre un clérigo que me
rece el oficio como se contiene en la Regla.
»Y todos los
otros hermanos estén obligados a obedecer de este modo a sus guardianes y a
rezar el oficio según la Regla. Y los que fuesen hallados que no rezaran el
oficio según la Regla y quisieran variarlo de otro modo, o que no fuesen
católicos, todos los hermanos, dondequiera que estén, por obediencia están
obligados, dondequiera que hallaren a alguno de éstos, a presentarlo al
custodio más cercano del lugar donde lo hallaren.[2]
Y el custodio esté firmemente obligado por obediencia a custodiarlo fuertemente
día y noche como a hombre en prisión, de tal manera que no pueda ser arrebatado
de sus manos, hasta que personalmente lo ponga en manos de su ministro. Y el
ministro esté firmemente obligado por obediencia a enviarlo con algunos
hermanos que día y noche lo custodien como a hombre en prisión, hasta que lo
presenten ante el señor de Ostia, que es señor, protector y corrector de toda
la fraternidad.
»Y no digan los
hermanos: "Esta es otra Regla"; porque ésta es una recordación,
amonestación, exhortación y mi testamento que yo, hermano Francisco,
pequeñuelo, os hago a vosotros, mis hermanos benditos, por esto, para que
guardemos más católicamente la Regla que hemos prometido al Señor.
»Y el ministro
general y todos los otros ministros y custodios estén obligados por obediencia
a no añadir ni quitar en estas palabras. Y tengan siempre este escrito consigo
junto a la Regla. Y en todos los capítulos que hacen, cuando leen la Regla,
lean también estas palabras. Y a todos mis hermanos, clérigos y laicos, mando
firmemente por obediencia que no introduzcan glosas en la Regla ni en estas
palabras diciendo: "Así han de entenderse". Sino que así como el Señor
me dio el decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, así
sencillamente y sin glosa las entendáis y con santas obras las guardéis hasta
el fin.
»Y todo el que
guarde estas cosas, en el cielo sea colmado de la bendición del altísimo Padre
y en la tierra sea colmado de la bendición de su amado Hijo con el santísimo
Espíritu Paráclito y con todas las virtudes de los cielos y con todos los
santos. Y yo, hermano Francisco, pequeñuelo, vuestro siervo, os confirmo, todo
cuanto puedo, por dentro y por fuera, esta santísima bendición».
Con esto,
Francisco había provisto para el futuro cuanto estaba de su parte. En la Edad
Media, aun las órdenes de los papas quedaban frecuentemente sin efecto;
fácilmente, pues, podemos imaginarnos que el Santo casi ninguna esperanza fundó
en la obediencia que sus frailes habían de prestar a sus últimas voluntades.
Pero, a lo menos, su conciencia estaba por de pronto tranquila: había hecho
todo lo que era humanamente posible.
Hasta el fin
profesó a sus hijos un tierno amor. Tendido en el lecho del dolor, tenía
frecuentemente, como todos los enfermos, deseos o caprichos imprevistos. Una
vez, por ejemplo, imposibilitado para tragar nada, dijo: «Si tuviera un poco de
pescado, creo que podría comerlo». En otra ocasión, a media noche le vino el
deseo de comer algunas hojas de perejil, que él se imaginaba le harían bien. De
mal talante salió un hermano, a quien las había pedido, a buscar, entre las
tinieblas de la noche, aquellas hojas, cuyo encuentro le parecía tan difícil
como inútil. De modo que, más de una vez, quizá, percibiría Francisco una
sombra de impaciencia en el rostro de sus hermanos, por lo que de repente le
vino un escrúpulo. ¿Quién sabe -se diría el Santo-, quién sabe si no seré yo
causa de que mi hermano cometa un pecado de ira? ¿Quién sabe si no pensará que
si no tuviera que ocuparse de mí, podría orar más largo y vivir de manera mucho
más conforme a la Regla? Reunió, pues, un día en torno suyo a todos los
hermanos y les suplicó que no se enfadasen por los trabajos y molestias que les
causaba, advirtiéndoles, al mismo tiempo, que las fatigas que por él se
imponían no se encaminaban a sólo su bien particular, sino también al de la
Orden entera. Y les añadió: «Carísimos hermanos, no os pese atenderme en la
enfermedad, porque el Señor, mirando a este pequeñuelo siervo suyo, os
galardonará en esta vida y en la otra con el fruto de las obras que ahora os
veis precisados a omitir por cuidarme en la enfermedad» (EP 89).
Finalmente,
resolvió Francisco hacerse trasladar a la Porciúncula, para imponer así menos
trabajo a sus frailes. El obispo Guido se hallaba a la sazón ausente: había
salido en peregrinación al monte Gargano, en penitencia, tal vez, de su
contienda con el podestá, y estaba a punto de regresar cuando murió Francisco.
En cuanto a los habitantes de Asís, no se opusieron a la traslación, pero
exigieron que los centinelas siguieran a Francisco a la Porciúncula.
Y así, escoltados
por inmensa muchedumbre, sacaron los frailes fuera de la ciudad al enfermo.
Desde el palacio del Obispo, el cortejo pasó por debajo de la Portaccia, la
gran puerta principal de Asís, hoy día tapiada, entre la Puerta Mojano y la
Puerta San Pedro. Después, siguiendo el camino que circunda las
fortificaciones, llegó a San Salvador de los Muros (hoy, Casa Gualdi), hospital
de leprosos, sito más o menos a medio camino entre Asís y la Porciúncula. Aquí,
en este paraje inmensamente rico en memorias para la historia de la conversión
de San Francisco, pidió el enfermo que pusiesen en tierra la camilla en que era
conducido. «Ponedme ahora -agregó- de cara hacia Asís».
Reinó un momento
de profundísimo silencio, mientras el enfermo, ayudado de sus hermanos, se
enderezaba en el lecho. Por encima de él, sobre la falda de la montaña, se
extendían las fortificaciones y las puertas de Asís, y las hileras ascendentes
de casas, que rodean las torres de San Rufino y de Santa María de la Minerva.
Más arriba todavía, se alzaba, como hoy en día, dominando la ciudad, el abrupto
peñón de Sasso-Rosso, en cuya cima se veían las ruinas de un castillo alemán.
Se distinguían a lo lejos las azuladas cumbres del monte Subasio, donde estaba
el eremitorio de las Cárceles, y San Damián medio escondido a los pies de la
montaña. En fin, entre Francisco y la ciudad se desplegaba la gran llanura, a
donde gustara el Santo, cuando joven, dirigir sus paseos solitarios, meditando
heroicas hazañas. De este país y de esta ciudad partió un día y a este país y a
esta ciudad volvía ahora para morir en ella.
Largo rato
contempló Francisco, con los ojos casi ciegos, la ciudad; por encima de ella,
las montañas, y a sus pies el valle. Después alzó lentamente la mano, trazando
con ella una gran señal de cruz sobre Asís, y exclamó: «¡Bendita seas tú del
Señor, porque él te ha escogido para ser la patria y la morada de los que le
reconocen y glorifican en verdad, y quieren honrar su santo nombre!» (Actus; EP
124). Acto seguido, fatigado por el esfuerzo que acababa de hacer, se dejó caer
en el lecho, y los frailes continuaron descendiendo por el camino que conducía
a la Porciúncula.
El enfermo fue
trasladado a una cabaña que había a unos cuantos pasos, detrás de la capilla.
Aquí fue donde tuvo el consuelo de recibir la visita de «su Fray Jacoba», la
noble dama romana Jacoba de Settesoli, que llegó justamente cuando Francisco se
disponía a dictar una carta para rogarle que viniera. El rumor de que el Santo
estaba enfermo incurable había llegado a Roma, y Jacoba se había apresurado a
tomar el camino de Asís, llevando la túnica por ella tejida para Francisco y
que había de servirle de mortaja, lo mismo que cirios e incienso para los
funerales. Estaba severamente prohibida a las mujeres la entrada en la
Porciúncula; mas se hizo una excepción para Fr. Jacoba, que, toda llorosa, se
arrojó sobre el lecho de su muy amado maestro, «lo mismo que en otro tiempo
Magdalena a los pies de Jesús», se decían al oído los discípulos. Esta visita
reconfortó a Francisco, y, a fin de hacérsela más agradable aún, Jacoba se puso
a prepararle su plato romano favorito, de que el Santo había hecho memoria
frecuentemente durante su enfermedad, expresando deseos de comerlo. Pero
Francisco no estaba ya en estado de comer nada; quiso, con todo, probar tan
siquiera la obra de su amiga, y, llamando a Fr. Bernardo, le pidió que tomará
también él una porción del precioso regalo.
La llegada de
Jacoba tuvo lugar en la última semana de la vida de Francisco. El jueves
siguiente, que era el día primero de octubre, el moribundo volvió a juntar en
derredor suyo a sus hermanos y los bendijo a todos, uno a uno. Con singular
ternura puso la mano sobre la cabeza de Bernardo de Quintaval. «Escribe lo que
te voy a decir -mandó a Fray León-: "El primer hermano que me dio el Señor
fue Bernardo; el primero que empezó a cumplir y cumplió con toda diligencia la
perfección del Evangelio distribuyendo todos sus bienes a los pobres. Por esto
y por otras muchas prerrogativas suyas, estoy obligado a amarlo más que a
ningún hermano en toda la Orden. Así que, en cuanto está de mi parte, quiero y
mando que, cualquiera que fuese el ministro general, lo ame y reverencie como a
mí mismo. Y que los ministros y todos los hermanos de toda la Religión lo miren
como si de mí se tratara"».[3]
Después hizo
todavía una última exhortación a sus hermanos, recomendándoles que amasen siempre
y sobre todo la santa pobreza y pidiéndoles que, en prenda de este amor, no
abandonasen jamás la pobre y pequeña Porciúncula: «Mirad, hijos míos -les
dijo-, que nunca abandonéis este lugar. Si os expulsan por un lado, volved a
entrar por el otro, porque este lugar es verdaderamente santo y morada de Dios»
(1 Cel 106).
Por último, con
el corazón henchido de ternura, bendijo a los hermanos presentes y, en ellos,
también a todos los que vivían en cualquier parte del mundo y a los que habían
de venir después de ellos hasta el fin de los siglos. «Yo los bendigo -dijo-
cuanto puedo y más de lo que yo puedo». Nunca, quizá, había dicho nada que
revelara mejor lo íntimo de su naturaleza que este pus quam possum,
«más de lo que yo puedo», porque, efectivamente, el espíritu que le animaba no
había quedado nunca satisfecho, antes de haber hecho más de lo que podía. Y aún
ahora, en su lecho de moribundo, este espíritu no le dejaba un punto de reposo.
Después de haber bendecido a sus discípulos, hizo que lo pusieran desnudo sobre
la desnuda tierra, y así, tendido en el suelo de su celdilla, recibió de su
Guardián, como postrera limosna, el hábito en que había de morir; y, no
pareciéndole bastante pobre, pidió que le pusiesen un remiendo. Del mismo modo,
recibió un pantalón, una cuerda y también una capucha, porque solía llevar
siempre una calada para ocultar las cicatrices de sus sienes. De esta manera se
mantuvo fiel hasta el postrer instante a su Dama Pobreza, hasta el punto de
morir sin poseer sobre la tierra nada más de lo que él poseía cuando llegó a
este mundo (1 Cel 106-109; 2 Cel 214-215; LM 14,3-4).
Agotado el
enfermo, se durmió en seguida; mas, el viernes por la mañana, temprano, se
despertó atormentado de crueles dolores. Los hermanos permanecían ahora constantemente
reunidos en torno a su lecho, y el amor de San Francisco hacia ellos iba a
manifestarse aún de una forma nueva. Creyendo que era todavía jueves, día en
que el Señor celebró la última cena con sus discípulos, pidió un pedazo de pan,
lo bendijo, lo partió y dio a comer un pedacito a cada uno. «Y ahora -añadió-,
traedme la Escritura y leedme el evangelio del jueves santo». Alguien le hizo
observar que ya no era jueves. «No importa -replicó-, yo creía que estábamos
todavía en jueves». Le trajeron, pues, el libro y, mientras el día corría a su
ocaso, se oyeron sobre el lecho de muerte de San Francisco aquellas palabras de
la Sagrada Escritura (Jn 13,1-15) en las que se encontraban verdaderamente
resumidos a la vez todo el sueño de su vida y toda su doctrina:
«Antes de la
fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este
mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el extremo.
»Durante la cena,
cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de
Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo
en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa,
se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó.
Luego echa agua en un
lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la
toalla con que estaba ceñido.
»Llega a Simón
Pedro y éste le dice: --Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?
»Jesús le
respondió: --Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más
tarde.
»Le dice Pedro:
--No me lavarás los pies jamás.
»Jesús le
respondió: --Si no te lavo, no tienes parte conmigo.
»Le dice Simón
Pedro: --Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza.
»Jesús le dice:
--El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros
estáis limpios, aunque no todos.
»Sabía quién le
iba a entregar, y por eso dijo: "No estáis limpios todos".
»Después que les
lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: --¿Comprendéis
lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y
"el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el
Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a
otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he
hecho con vosotros».
Durante las
veinticuatro horas que Francisco vivió aún, ninguno de los frailes se alejó de
su lecho. Los hermanos Ángel y León tuvieron que cantarle de nuevo el Cántico
del Hermano Sol, e incesantemente salían de los labios del Santo los
últimos versos del himno: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte
corporal». Rogó, asimismo, a su guardián que, cuando se aproximase su último
instante, le desnudaran otra vez, a fin de morir desnudo sobre la desnuda
tierra.
Pasó el viernes y
amaneció el sábado (3 de octubre). Llegó el médico y Francisco lo recibió
preguntándole cuándo, por fin, se abrirían para él las puertas de la eternidad.
Suplicó, además, a los hermanos que esparcieran cenizas sobre él: «Porque muy
presto no seré ya más que polvo y ceniza».
Hacia el
atardecer, empezó a cantar con fuerza extraordinaria. Mas no era ya el Cántico
del Hermano Sol lo que cantaba, sino el salmo 141 de David, que
en la Vulgata comienza así: Voce mea ad Dominum clamavi. La tarde de
octubre caía presurosa, y mientras la oscuridad invadía la pequeña cabaña en
medio del bosque cerca de la Porciúncula, los discípulos, atentos a su maestro
y conteniendo el aliento, escuchaban a Francisco cantar el salmo con el rostro
vuelto al cielo:
«A voz en grito
clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor; desahogo ante él mis afanes,
expongo ante él mi angustia, mientras me va faltando el aliento.
»Pero tú conoces
mis senderos, y que en el camino por donde avanzo me han escondido una trampa.
»Mira a la
derecha, fíjate: nadie me hace caso; no tengo adónde huir, nadie mira por mi
vida.
»A ti grito,
Señor; te digo: "Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida".
»Atiende a mis
clamores, que estoy agotado; líbrame de mis perseguidores, que son más fuertes
que yo.
»Sácame de la
prisión, y daré gracias a tu nombre: me rodearán los justos cuando me devuelvas
tu favor».
Mientras así
oraba Francisco, las tinieblas habían ido ocupando poco a poco la celdilla.
Finalmente, su voz se calló, y se esparció por la celda un silencio de muerte,
un silencio que esta voz, en adelante, ya nunca más interrumpiría. Se habían
cerrado para siempre los labios de Francisco de Asís; cantando había entrado en
la eternidad (2 Cel 214).
Con todo, quiso
Dios que por encima y en derredor de la casa, se oyese un último saludo a su
juglar divino. Porque, apenas calló la voz del Santo, «una bandada de las
avecillas llamadas alondras se vino sobre el techo de la celda donde yacía y,
volando un poco, giraban, describiendo círculos en torno al techo, y cantando
dulcemente parecían alabar al Señor». Eran las fieles amigas de San Francisco,
las alondras que le daban el último adiós (EP 113).
[1] - 2 Cel 147; LM 6,8. El texto de San Buenaventura continúa así la
narración: «Inclinó la cabeza el Santo y salió afuera; mas al poco tiempo
volvió a entrar. Al verlo de nuevo en su presencia, el obispo le preguntó, algo
turbado, qué es lo que quería; a lo que respondió Francisco con un corazón y un
tono de voz que rezumaban humildad: "Señor, si un padre despide por una
puerta a su hijo, éste debe volver a entrar por otra". Vencido por
semejante humildad, el obispo, con una gran alegría que se reflejaba en su
rostro, le dio un abrazo, diciéndole: "Tú y todos tus hermanos tenéis en
adelante licencia general para predicar en mi diócesis, pues bien se merece
esta concesión tu santa humildad"».
[2] - Francisco considera este punto de tal importancia, que los frailes no han
de ceñirse a las demarcaciones de las custodias, sino que deben dirigirse al
custodio más próximo sin pararse a averiguar si su convento está o no dentro de
su jurisdicción.
[3] - EP 107. Según los Actus y las Florecillas (Flor 6), Francisco bendijo a
Elías con la mano izquierda, mientras que a Fray Bernardo lo bendijo con la
derecha, designándolo expresamente primogénito y jefe de los hermanos. En la
Vida Primera de Celano (1 Cel 108), el único que recibe una bendición
particular es Fray Elías. En la Vida Segunda (2 Cel 216), Francisco bendice a
todos y cada uno de sus hermanos, «comenzando por su vicario».
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