Capítulo
VII – La Cruzada de San Francisco
«Los hermanos que
van entre sarracenos y otros infieles -dice Francisco en su Regla no bulada-,
pueden conducirse espiritualmente entre ellos de dos modos. Un modo consiste en
que no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana
criatura por Dios, y confiesen que son cristianos. El otro modo consiste en
que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios, para que
crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las
cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan
cristianos, porque el que no vuelva a nacer del agua y del Espíritu Santo, no
puede entrar en el reino de Dios... Y todos los hermanos, dondequiera que
estén, recuerden que ellos se dieron y que cedieron sus cuerpos al Señor
Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como
invisibles; porque dice el Señor: El que pierda su alma por mi causa, la
salvará para la vida eterna» (1 R 16).
Animados sin duda
de tales sentimientos, Francisco y su compañero Pedro Cattani dejaron, el día
de San Juan Bautista de 1219 (24-VI), el puerto de Ancona embarcándose en la
flota de los cruzados. La travesía hasta Tierra Santa duraba entonces un mes
entero, de modo que nuestros misioneros llegaron a fines de julio a San Juan de
Acre, donde fueron recibidos por Fray Elías. Tal vez Francisco llevó entonces
consigo otros hermanos más, como parece indicarlo un relato sobre Fray Bárbaro,
cuya acción se sitúa en Chipre (2 Cel 155). O bien se le juntaron en San Juan
de Acre los hermanos que ya estaban en Palestina con Fray Elías. Lo cierto es
que Francisco se encaminó de allí, con una partida de hermanos, al campamento
de los cruzados, que habían puesto sitio a la ciudad egipcia de Damieta.
Dicho sitio
duraba ya desde mayo de 1218, y no llevaba trazas de concluir, no obstante que
cada día se empeñaban nuevos combates. Algunos días antes de la llegada de
Francisco había habido una gran batalla en la que habían muerto más de dos mil
sarracenos (20 de julio). El día 31 del propio mes los cruzados intentaron un
ataque general a Damieta, pero fueron rechazados por los musulmanes dirigidos
por dos expertos y valientes jefes, el sultán de Egipto Mélek-el-Kamel y su
hermano el sultán de Damasco, Mélek-el-Moadden, llamado Conradino por los
cristianos.
Mientras
Francisco aguardaba el tiempo de poder continuar su misión entre los paganos,
tuvo bastante que hacer en el campo de los cruzados, cuyo ejército se hallaba
en el estado más deplorable desde el punto de vista moral. Sin embargo, después
de la nueva gran derrota que sufrieron el 19 de agosto, en la que quedaron en
el campo de batalla unos cinco mil cristianos, los corazones de los
supervivientes se hallaron mejor dispuestos para escuchar las palabras de
conversión que les predicaba el Santo. Sobre los resultados de esta
predicación, véase cómo se expresa Jacobo de Vitry en carta fechada en Damieta
en 1219 ó 1220 y dirigida a sus amigos de Francia:
«El señor
Rainero, prior de San Miguel (iglesia de San Juan de Acre), ha ingresado en la
Religión de los hermanos menores. Esta Religión se está multiplicando mucho por
todo el mundo, porque busca expresamente imitar la forma de la primitiva
Iglesia y llevar en todo la vida de los apóstoles... En esta misma Orden ha
ingresado también Colino, el inglés, clérigo nuestro, y además otros dos de
nuestros compañeros: el maestro Miguel y el señor Mateo, al que había
encomendado la iglesia de Santa Cruz (en San Juan de Acre); y me veo en aprietos
para retener junto a mí al chantre Juan de Cambrai, a Enrique y a otros más».
Pero el objeto
del viaje de Francisco era sobre todo procurarse la ocasión de realizar su
viejo sueño: predicar la palabra divina a los infieles. Después de la
mencionada derrota, que Francisco había anunciado a los cruzados intentando
disuadirles de la batalla (2 Cel 30), entraron ambas partes beligerantes en los
preliminares para ajustar la paz, y tal vez Francisco se valió de este pretexto
para presentarse a Mélek-el-Kamel juntamente con otro hermano que, según San
Buenaventura, fue Fray Iluminado. Al llegar a las avanzadas de los sarracenos,
fueron ambos aprehendidos y tratados duramente; pero Francisco se puso a
clamar: «¡Sultán! ¡Sultán!», con lo que, por fin, obtuvo ser llevado a la
presencia del jefe de los Creyentes. Éste parece que no se enojó por su
predicación, sino que se limitó a despedir con benignidad al intrépido
evangelista, encomendándose a sus oraciones. Jacobo de Vitry relata así los
acontecimientos en su Historia Oriental: «Hemos sido testigos de cómo
el primer fundador y maestro de esta Orden, al que todos obedecen como a su
principal prior, varón sencillo e iletrado, amado de Dios y de los hombres,
llamado hermano Francisco, se hallaba tan penetrado de embriagueces y fervores
de espíritu, que, cuando vino al ejército de los cristianos, que se hallaba
ante los muros de Damieta, en Egipto, se dirigió intrépidamente a los
campamentos del sultán de Egipto, defendido únicamente con el escudo de la fe.
Cuando le arrestaron los sarracenos en el camino, les dijo: "Soy
cristiano; llevadme a vuestro señor". Y, una vez puesto en presencia del
sultán, al verlo aquella bestia cruel, se volvió todo mansedumbre ante el varón
de Dios, y durante varios días él y los suyos le escucharon con mucha atención
la predicación de la fe de Cristo. Pero, finalmente, el sultán, temeroso de que
algunos de su ejército se convirtiesen al Señor por la eficacia de las palabras
del santo varón y se pasasen al ejército de los cristianos, mandó que lo
devolviesen a nuestros campamentos con muestras de honor y garantías de
seguridad, y al despedirse le dijo:
"Ruega por mí, para que Dios se digne
revelarme la ley y la fe que más le agrada"». Según las Florecillas, el
Sultán «concedió a Francisco y a sus compañeros que pudiesen predicar
libremente donde quisieran. Y les dio una contraseña a fin de que no fuesen
molestados de nadie».[1]
No sabemos cuánto
tiempo permaneció Francisco en el campamento de los cruzados. El 5 de noviembre
Damieta cayó en poder de éstos, que la entraron a saco de un modo tan
desenfrenado y feroz, que no pudo menos que horrorizar al compasivo y dulce
misionero. Bien podemos imaginar que, ante tales escenas, Francisco se sintió
obligado a sacudir el polvo de sus sandalias y, dejando la compañía de aquellas
bestias salvajes, marcharse a Tierra Santa, que estaba allí vecina y hacia la
cual se sentía irresistiblemente arrastrado. Nada impide suponer que celebró la
Natividad de 1219 en Belén, la Anunciación de 1220 en Nazaret, la Semana Santa
y la Resurrección en el huerto de Getsemaní y en el Calvario. Sus biógrafos, a
la verdad, guardan alto silencio sobre este período de su vida; pero al verle
organizar y celebrar tan a lo vivo la fiesta de Navidad en Greccio, no podemos
menos de pensar que reproducía alguna otra celebración que había antes
presenciado en Belén; y el gran milagro de la impresión de las llagas en el
monte Alverna, ¿no podemos, acaso, considerarlo como una simple manifestación
externa de íntimos sentimientos experimentados cuatro años antes, el viernes
santo, en el sitio mismo de la crucifixión del Salvador?
Durante esta
peregrinación Francisco recibió de Italia desconsoladoras noticias que le llevó
un hermano lego llamado Esteban, quien, sin que nadie se lo mandara, partió
para Tierra Santa a comunicar a Francisco lo que pasaba en su patria durante su
ausencia. Y la verdad es que las noticias que llevaba eran por demás
inquietantes y bastantes, por sí solas, a demostrar una vez más a Francisco lo
difícil que era gobernar una comunidad tan numerosa, en la que, como observa
con razón Jacobo de Vitry en su carta de 1219-1220, «se enviaban a través del
mundo de dos en dos, no solamente a los religiosos ya formados, sino también a
los jóvenes todavía imperfectamente formados, quienes más bien debieran ser
probados y sometidos durante algún tiempo a la disciplina conventual».
En primer lugar,
los dos vicarios de Francisco, Gregorio de Nápoles y Mateo de Narni, habían
aprobado y decretado, probablemente en el Capítulo de San Miguel de 1219, con
el apoyo de otros frailes más antiguos (fratres seniores), un nuevo
reglamento sobre los ayunos, que hacía significativamente más estrictas las
prescripciones de la regla primitiva sobre este punto. La regla no ordenaba más
ayunos, fuera de los prescriptos para la Iglesia universal, que el del
miércoles y viernes, pudiendo, sin embargo, los frailes, si lo deseaban, añadir
el del lunes y sábado, con tal que Francisco se lo permitiera (Jordán de Giano,
Crónica n. 11). Además, Fray Felipe, en su calidad de visitador de
clarisas, había ido a Roma a recabar un decreto de excomunión contra todos
aquellos que osasen molestar a sus protegidas. Por último, Juan de Capella,
seguido de un grupo de disidentes, había intentado separarse de la Orden y fundar
otra nueva con nueva regla, cuya aprobación había ya solicitado de la Sede
Apostólica.
Francisco se
hallaba sentado a la mesa con Pedro Cattani cuando llegó Esteban con las malas
noticias, y precisamente se preparaban a comer carne, y era uno de los días en
que, según disposición de sus vicarios, los frailes no podían comer tal vianda.
Entonces, echando una mirada al plato que tenía delante, dijo a su compañero:
-- «¿Señor Pedro,
qué hacemos?
Y él respondió:
-- ¡Ah, señor
Francisco!, lo que os parezca, ya que vos tenéis la autoridad.
Por fin, concluyó
el bienaventurado Francisco:
-- Comamos, pues,
como dice el Evangelio, la comida que nos han preparado».
Jordán de Giano,
en su Crónica, narra estas escenas con más detalles.[2]
Las nuevas
disposiciones sobre el ayuno desagradaban a Francisco, no sólo por contrarias
al espíritu evangélico y duras de observar en una Orden de predicadores
errantes, sino porque, para hacerlas valederas, habían recurrido dos de sus
discípulos a la Silla Apostólica en demanda de privilegios, y era, acaso, lo
que más hondamente le disgustaba; más tarde estableció en su Testamento: «Mando
firmemente por obediencia a todos los hermanos que, dondequiera que estén, no
se atrevan a pedir documento alguno en la Curia romana, ni por sí mismos ni por
interpuesta persona». Por otra parte, Francisco, que obligaba a sus frailes a
evacuar los conventos que habitaban tan pronto como alguien les disputara la
posesión de ellos: «Guárdense los hermanos -había escrito en la Regla primera-,
dondequiera que estén, en eremitorios o en otros lugares, de apropiarse ningún
lugar ni de defenderlo contra nadie» (1 R 7), se veía ahora en trance de tener
que admitir que las clarisas estuvieran protegidas con bulas de excomunión
contra quienes las molestaran. A Francisco debió de disgustarle también la
noticia de que un fraile suyo, Fray Felipe, había sido constituido visitador de
las clarisas. Es cierto que antes el mismo Francisco se había encargado de
velar sobre las hermanas de San Damián; pero esto era un caso excepcional. Para
visitador de los nuevos conventos de clarisas, Francisco había pedido a
Hugolino que se eligiera al monje cisterciense llamado Ambrosio. Éste falleció
durante la ausencia de Francisco, y Fray Felipe lo sustituyó a instancias del
mismo Cardenal. Por ello el fraile recibió del Santo una severa reprimenda. Y
más severo castigo se llevó un cierto Fray Esteban que, con licencia de Felipe,
había entrado en un monasterio de clarisas (cf. 2 Cel 206). Después de la
muerte de S Francisco, Gregorio IX volvió a entregar el gobierno de las
clarisas al general de los franciscanos, e Inocencio IV introdujo esta
disposición en la Regla de Hugolino cuando la confirmó en 1247. La Regla propia
de Santa Clara, de 1253, establece en su cap. XII: «Nuestro visitador sea
siempre de la Orden de los Hermanos Menores según la voluntad y el mandato de
nuestro cardenal», extendiendo así a todas las clarisas la práctica exclusiva
de San Damián.
Pero volvamos a
nuestra historia. Enterado, pues, por Fray Esteban, de todos estos abusos,
resolvió Francisco poner pronto y eficaz remedio, y, en consecuencia, emprendió
la vuelta a Italia sin pérdida de tiempo, acompañado de Pedro Cattani, Elías de
Cortona, Cesáreo de Espira y algunos otros hermanos.
Los escritos
de Jacobo de Vitry pueden verse en el volumen de la BAC que contiene los
escritos y biografías de San Francisco.- Flor 24; 2 Cel 57; LM 9,8.- De este
hecho y de otros análogos concluye el orientalista Riant que Francisco debió de
obtener para sí y sus frailes algún salvoconducto por el estilo de los firmanes
que después se concedieron a los franciscanos; el primero fue concedido por
Zahler Bibars I (1260-1277). Así se explica también la preferencia de los Papas
en escoger siempre entre los frailes menores su legado cerca de los jefes
mahometanos como también, por la inversa, el que fuese un franciscano el
encargado por el sultán de Egipto, en 1244, de una misión cerca del Pontífice
Inocencio IV.
[1] - Los escritos de Jacobo de Vitry pueden verse en el
volumen de la BAC que contiene los escritos y biografías de San Francisco.-
Flor 24; 2 Cel 57; LM 9,8.- De este hecho y de otros análogos concluye el
orientalista Riant que Francisco debió de obtener para sí y sus frailes algún
salvoconducto por el estilo de los firmanes que después se concedieron a los
franciscanos; el primero fue concedido por Zahler Bibars I (1260-1277). Así se
explica también la preferencia de los Papas en escoger siempre entre los
frailes menores su legado cerca de los jefes mahometanos como también, por la
inversa, el que fuese un franciscano el encargado por el sultán de Egipto, en
1244, de una misión cerca del Pontífice Inocencio IV.
[2] - «Cuando el bienaventurado Francisco cruzó el mar con
Pedro Cattani, dejó dos vicarios, fray Mateo de Narni y fray Gregorio de
Nápoles... Ahora bien, puesto que según la primitiva Regla, los hermanos
ayunaban miércoles y viernes y, con el permiso de Francisco, también lunes y
sábados, mientras que los otros días comían carne, estos dos vicarios, con
algunos hermanos más ancianos de Italia, tuvieron un Capítulo, en el que
establecieron que los hermanos no adquirieran carne en los días permitidos,
sino que la comiesen solamente en el caso de que los fieles la ofrecieran
espontáneamente. Además, establecieron el ayuno obligatorio los lunes y los
otros dos días, añadiendo que los lunes y sábados no debían procurarse
lacticinios, sino que se debían abstener de ellos, a menos que los fieles
devotos los ofrecieran de modo espontáneo. Un hermano laico... tomó consigo las
constituciones y cruzó el mar sin licencia de los vicarios... Leídas las
constituciones en el preciso momento en que el bienaventurado Francisco estaba
sentado a la mesa y se disponía a comer la carne que le habían preparado,
preguntó a fray Pedro: "¿Señor Pedro, qué hacemos?" Y él respondió: "¡Ah,
señor Francisco!, lo que os parezca ya que vos tenéis la autoridad". Dado
que fray Pedro era docto y noble, el bienaventurado Francisco, por cortesía, le
honraba llamándole "señor"... Por fin, concluyó el bienaventurado
Francisco: "Comamos, pues, como dice el Evangelio, la comida que nos han
preparado"» (Jordán de Giano, Crónica, nn. 11-12).
No hay comentarios:
Publicar un comentario