Capítulo
IV – Los Capítulos de Pentecostés
La fraternidad
fundada por Francisco fue desde sus comienzos una orden de penitentes,
a la vez que de apóstoles; cuando las gentes les preguntaban quiénes
eran, los primeros hermanos respondían que eran «varones penitentes oriundos de
la ciudad de Asís» (TC 37). Y Francisco en persona había sido siempre el jefe
de esta orden. Él fue quien escribió la Regla, quien juró obediencia al Papa,
quien obtuvo el derecho de predicar juntamente con la facultad de comunicarla a
los demás. Es verdad que los seis primeros hermanos participaban con Francisco
el privilegio de admitir en la Orden a los nuevos candidatos; pero éstos eran
siempre llevados a la Porciúncula a recibir el hábito de penitencia de manos de
Francisco (TC 41). Esta admisión entre los frailes equivalía a la conversión
de los antiguos monjes, e implicaba la renuncia del mundo y todas sus obras, en
prueba de lo cual el nuevo hermano distribuía todos sus bienes a los pobres. La
Leyenda de los Tres Compañeros dice de uno de los antiguos hermanos que,
«abandonando este mundo malvado con todas sus vanidades, entró en la Religión,
en la que se consagró humilde y devotamente al servicio de Dios» (TC 56). Esta
afirmación expresa de los Tres Compañeros contradice formalmente las teorías de
W. Muller, Sabatier y Mandonet, quienes pretenden que la primera fraternidad
franciscana era una asociación de todo en todo diferente de las órdenes religiosas,
y que la Tercera Orden es un vestigio de este carácter inicial de la obra de
Francisco.
Al principio
quería Francisco retener consigo a los hermanos todo lo más que le era posible.
Por eso cuando enviaba a algunos a misionar, siempre, al despedirlos,
les prefijaba el tiempo, statuto término, el máximum de lo que debía
durar el viaje, terminado el cual debían todos los misioneros hallarse de nuevo
en la Porciúncula (TC 41). Más tarde se fijaron dos fechas del año para dicha
vuelta: la fiesta de Pentecostés y la de San Miguel Arcángel (29 de
septiembre). Jacobo de Vitry habla, es cierto, de un solo Capítulo anual; pero
su error se explica fácilmente teniendo en cuenta que este canónigo conocía la
Orden desde hacía poco tiempo y de un modo muy incompleto, y que el capitulo de
Pentecostés excedía con mucho en importancia al de San Miguel.
De estas dos
reuniones anuales o, como se las llamaba con palabra tomada de la antigua vida
monástica, «capítulos», la de Pentecostés era la más importante. «En tal día se
congregaban los hermanos y discutían la mejor manera de aplicar y practicar su
Regla. Tomaban juntos y alegres su frugal alimento, y en seguida Francisco les
predicaba». Es seguro que con motivo de estos Capítulos anuales pronunció el
Santo sus admonitiones o avisos, de que luego hablaré. De ordinario,
sus discursos versaban sobre un texto del Sermón de la Montaña, u otros pasajes
evangélicos como éstos: «El que quiera salvar su vida, la perderá»; «No he
venido a ser servido, sino a servir»; «El que no renuncia a todo lo que posee,
no puede ser discípulo mío». Pero el más socorrido y favorito tema de Francisco
en sus prédicas de Capítulo era «el respeto debido al Smo. Sacramento del altar
y, en consecuencia, la veneración debida a los sacerdotes». A veces llegaba
hasta exigir a sus frailes que besasen el casco de la cabalgadura en que
hubiese montado un sacerdote. Todo el afán de Francisco era que los hermanos
estuvieran tan enriquecidos de buenas obras, que el Señor fuera alabado por
ellas; y así les decía: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en
mayor medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros
a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la
paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para
curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los
equivocados» (TC 58). Por eso, cuando alguno de sus discípulos perdía la paz
por obra de las tentaciones, recurría a él en el Capítulo y le abría su
corazón; y ninguno se retiraba de él sin irse plenamente consolado.
En estos
capítulos era también cuando Francisco elegía los predicadores que debía enviar
a las diversas regiones o provincias, como entonces se decía. En esta
elección se guiaba por las aptitudes de cada cual, y tan de grado enviaba legos
como sacerdotes. Por fin, los bendecía con sentimientos de ternura paternal, y
de dos en dos se dispersaban gozosos por el mundo «como peregrinos y
advenedizos», sin más equipaje que los libros que habían menester para el rezo
del oficio divino (TC 57-60).
La elocuencia
coloreada y original de Francisco se tornaba a menudo, en estos capítulos, en
una maravillosa poesía. Así se dice en una de sus Admoniciones (Adm 27),
aludiendo al himno litúrgico del Jueves Santo: Ubi cháritas et amor, Deus
ibi est, «donde hay caridad y amor, allí está Dios»:
«Donde hay
caridad y sabiduría,
allí no hay temor ni ignorancia.
Donde hay
paciencia y humildad,
allí no hay ira
ni perturbación.
Donde hay pobreza
con alegría,
allí no hay
codicia ni avaricia.
Donde hay quietud
y meditación,
allí no hay
preocupación ni vagancia.
Donde está el
temor de Dios para custodiar su atrio,
allí el enemigo
no puede tener un lugar para entrar.
Donde hay
misericordia y discreción,
allí no hay
superfluidad ni endurecimiento del corazón».
Francisco gustaba
de proponer como modelo para todos los cristianos a la Sma. Virgen y Madre
María. Como buen trovador, consagró una de sus más bellas laudes a
celebrar las virtudes que adornaron el alma de María, y que deben resplandecer
también en todas las almas cristianas. Es su Saludo a las Virtudes
(SalVir):
«¡Salve, reina
Sabiduría!,
el Señor te salve
con tu hermana la santa pura Sencillez.
¡Señora santa
Pobreza!,
el Señor te salve
con tu hermana la santa Humildad.
¡Señora santa
Caridad!,
el Señor te salve
con tu hermana la santa Obediencia.
¡Santísimas
virtudes!,
a todas os salve
el Señor, de quien venís y procedéis. (...)
La santa
Sabiduría confunde a Satanás y todas sus malicias.
La pura santa
Sencillez confunde a toda la sabiduría de este mundo y a la sabiduría del
cuerpo.
La santa Pobreza
confunde a la codicia y avaricia y cuidados de este siglo.
La santa Humildad
confunde a la soberbia y a todos los hombres que hay en el mundo, e igualmente
a todas las cosas que hay en el mundo.
La santa Caridad
confunde a todas las tentaciones diabólicas y carnales y a todos los temores
carnales.
La santa
Obediencia confunde a todas las voluntades corporales y carnales, y tiene
mortificado su cuerpo para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y
está sujeto y sometido a todos los hombres que hay en el mundo, y no únicamente
a solos los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan
hacer de él todo lo que quieran, en la medida en que les fuere dado desde
arriba por el Señor».
Después de este
ditirambo en loor de las virtudes, que trae en seguida a la memoria los frescos
de las Alegorías de la Santa Obediencia, la Santa Castidad y
la Santa Pobreza, que Giotto pintó en la Basílica Inferior de San
Francisco, construida sobre la tumba del Santo, el poeta se remonta hasta el
trono de la más pura de las vírgenes, a quien habla de esta manera en su Saludo
a la Bienaventurada Virgen María (SalVM):
«Salve, Señora,
santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres Virgen hecha iglesia y
elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su
santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está
toda la plenitud de la gracia y todo bien.
»Salve, palacio
suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve,
esclava suya; salve, Madre suya y todas vosotras, santas virtudes, que sois
infundidas por la gracia e iluminación del Espíritu Santo en los corazones de
los fieles, para que de infieles hagáis fieles a Dios».
Después de
entonar este cántico de alabanza a María, considerándola como el ideal de la
vida cristiana, fue, sin duda, cuando San Francisco prorrumpió en las
expresiones que pone en boca suya el Espejo de Perfección. En efecto, el Santo
quería que, después de cantar los frailes por él enviados las alabanzas de
Dios, el hermano predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del
Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en
verdadera penitencia». Y añadía el bienaventurado Francisco: «¿Pues qué son los
siervos de Dios sino unos juglares que deben levantar y mover los corazones de
los hombres hacia la alegría espiritual?» (EP 100). Elevar las almas al cielo
con el canto y las imágenes, ir de puerta en puerta cantando la hermosura y el
gozo que se encierra en el servicio del Señor, he ahí lo que Francisco mismo
había hecho ya de joven en Asís, y he ahí también la tarea poética que
encomendó a sus frailes. «¿No sabes tú, mi querido hermano -solía decir Fray
Gil-, que son la santa Penitencia, la santa Humildad, la santa Caridad, la
santa Piedad y la santa Alegría, las que hacen al alma perfectamente buena y
feliz?» Innumerables eran en tiempo de Francisco los que ignoraban esto, y he
ahí por qué los juglares de Dios, joculatores Dei, se derramaron por
el mundo a cantar estas verdades esforzándose por inculcarlas en todos los
corazones.
Desde un
principio la reunión de los Capítulos tuvo también por objeto la edificación
recíproca los hermanos. La Orden no tenía aún ninguna organización regular y,
por lo demás, ¿qué habría tenido que organizar? «Estos pobres de Cristo
-escribía Jacobo de Vitry en su Historia Oriental- no llevan ni bolsa
para el camino, ni alforjas, ni pan, ni dinero en sus cintos; no poseen oro o
plata ni llevan calzado en sus pies. A ningún hermano de esta Orden le está
permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias; ni campos, ni viñas,
ni ganado; ni casas, ni otras posesiones; ni dónde reclinar su cabeza.
No usan pieles ni lienzos de lino, sino únicamente túnicas de lana con capucha;
no tienen capas, ni palios, ni cogullas, ni ninguna otra clase de vestiduras.
Si se les invita a la mesa, comen y beben de lo que se les pone. Si se les da
por misericordia una limosna, no la andan reservando para más adelante...
Después del Capítulo, su superior les vuelve a enviar, en grupos de dos o más,
a las distintas regiones, provincias y ciudades. Por su predicación, y también
por el ejemplo de su santa vida y de su irreprochable conducta, animan al
desprecio del mundo a un gran número de hombres; no sólo a los de clases
humildes, sino también a los hidalgos y nobles, los cuales abandonan sus
palacios, sus villas, sus extensísimas posesiones; truecan así sus riquezas
temporales, como en un afortunado comercio, por las riquezas espirituales y
toman el hábito de los hermanos menores: una túnica de ínfima calidad para
cubrirse y una cuerda para ceñirse».
Los hombres que
vivían así, ¿qué necesidad tenían de leyes ni reglamentos? ¿Qué más necesitan
las alondras que un sorbo de agua de la fuente, y un frugal alimento que ellas
mismas recogen en los campos, para entonar gozosas las divinas alabanzas, con
que encantan y maravillan a los hombres? A todas las avecillas amaba Francisco,
pero de un modo particular a la alondra moñuda, de la cual solía decir: «La
hermana alondra tiene capucho como los religiosos y es humilde, pues va
contenta por los caminos buscando granos que comer. Y, aunque los encuentre en
el estiércol, los saca y los come. Cuando vuela, alaba a Dios con dulce canto,
como los buenos religiosos, que desprecian todo lo de la tierra y tienen su
corazón puesto en el cielo, y su mira constante en la alabanza del Señor. El
vestido, es decir, su plumaje, es de color de tierra, y da ejemplo a los religiosos
para que no se vistan de telas elegantes y de colores, sino viles por el valor
y el color, así como la tierra es más vil que otros elementos» (EP 113).
Por desgracia,
esta vida feliz y libre de alondras que vivían los hermanos no podía
prolongarse indefinidamente. El número de ellos se aumentaba prodigiosamente de
día en día. Y no venían a Francisco sólo hombres y jóvenes, sino mujeres
casadas y solteras, y hombres casados también. A las doncellas era siempre
fácil colocarlas, se las orientaba a conventos que estaban bajo la dirección y
vigilancia de los hermanos. Pero llegaban también hombres provectos y aun
ancianos diciendo al Santo que tenían mujer y no podían separarse de ella. El
Anónimo de Perusa narra así estas situaciones: «Muchas mujeres, doncellas y
viudas, conmovido el corazón por la predicación de los hermanos, acudían a
preguntarles a los hermanos: "¿Y nosotras, qué hemos de hacer, ya que no
podemos seguiros? Decidnos cómo podemos alcanzar la salvación de nuestras
almas". Para darles satisfacción, en cada ciudad donde les fue factible,
los hermanos fundaron monasterios cerrados para en ellos hacer penitencia. Y se
nombró a uno de los hermanos para que los visitase y corrigiese. También
hombres casados les decían: "Tenemos esposas que no nos permiten dejarlas.
Enseñadnos, pues, un camino que podamos tomar para llegar a la salvación"»
(AP 41). También de estos tenía que ocuparse Francisco, también a ellos tenía
que darles una respuesta, pero ¿cómo?
El movimiento
iniciado por Francisco estaba a punto de desbordarse. Y no todo era del agrado
del Santo. No le gustaba, en particular, que sus frailes se encargaran de
visitar y asistir a las monjas, por lo que decía: «Mucho me temo que, habiendo
nosotros renunciado a las mujeres por amor de Dios, el diablo nos haya dado
hermanas» (cf. 2 R 11). Por otra parte, a menudo se repetía el caso de Cannara
en que el Santo mismo se vio obligado a moderar el fervor de sus oyentes, los
cuales todos, hombres y mujeres, casados y solteros, la población en masa quería
seguirle; entonces él tuvo que decirles: «No tengáis prisa, no os vayáis de
aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas»
(Flor 16).
Los progresos del
movimiento franciscano provocaban cada día serias dificultades. Ciertamente
Francisco podía, por una parte, estar contento con la abundancia de la cosecha;
pero, por otra, los graneros venían estrechos para contenerla. Las redes se le
rompían, como en otro tiempo sucediera a los Apóstoles con la pesca milagrosa.
La regla que
había escrito Francisco, «en pocas y sencillas palabras» como dice él mismo,
podía bastar para evangelistas y juglares errantes, pero en manera alguna era
conveniente para las monjas, y mucho menos para los casados. Gobernar y guiar
una bandada de alondras era para Francisco empresa hacedera: los pájaros de la
selva le obedecían siempre con toda prontitud. Pero ahora se le presentaban
hombres que ocupaban puestos importantes, personas casadas, muchachas jóvenes,
y ¿cómo iba a poder él, simple e iletrado, dar una regla de vida y un
sistema de leyes a estas avecillas amansadas, de una especie que él no había
previsto en absoluto?
Como por instinto
buscaba Francisco a su alrededor una mano amiga que pudiera ayudarle. Y esta
mano la tenía más cerca de lo que él se imaginaba. Era una mano blanca,
delicada, elegante, ornada de amatista, pero robusta y enérgica: la mano del
cardenal Hugolino, ministro y consejero de Inocencio III, obispo de Ostia y de
Velletri.
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