Capítulo 9
Milagros y muerte
La
terrible historia de los estigmas de san Francisco con que terminaba el
capítulo anterior fue también el final de la vida del Santo. En pura lógica, lo
hubiera sido aún si hubiera ocurrido en el principio. Pero las tradiciones más
verídicas la sitúan en fecha tardía y sugieren que los restantes días en la
vida sobre la tierra de Francisco fueron como el deslizarse de una sombra. Sea
exacta la insinuación de san Buenaventura de que san Francisco en su visión
seráfica vio como un vasto espejo de la propia alma, de esa alma capaz de
sufrir cuanto menos como un ángel ya que no como un dios, o exprese bajo
imágenes más primitivas y colosales que el arte común de la cristiandad la
primordial paradoja de la muerte de Dios, es evidente, por sus consecuencias
tradicionalmente admitidas, que para la vida de Francisco tuvo la visión el
significado de corona y sello. Según parece, después de ella haya que situar
los principios de su ceguera.
Pero
este episodio ocupa, en este esbozo tosco y limitado, un lugar distinto y no
menos importante. Constituye la ocasión propicia para estudiar brevemente y en
conjunto todos los hechos o fábulas de otro aspecto en la vida del Santo, no sé
si el más discutible pero sí el más discutido. Me refiero a todo el volumen de
testimonios y tradiciones sobre sus poderes milagrosos y experiencias
sobrenaturales, con lo que hubiera sido fácil engalanar cada página de esta
historia si no fuera que circunstancias obligadas de este tipo de narración no
aconsejaran componer, aunque sea desordenada mente, todas esas joyas en un
ramillete.
He
adoptado aquí este método para dar cabida a un prejuicio. Un prejuicio, ciertamente,
que lo es, en buena medida, del pasado y que tiende palmariamente a desaparecer
en tiempos de mayor ilustración y especialmente de mayor amplitud del
conocimiento y la experimentación científica. Pero es un prejuicio que aún
perdura en mucha gente de la generación más vieja y que es tradicional en mucha
de la más joven. Me refiero, por supuesto, a lo que suele llamarse la creencia
de que "los milagros no acontecen", como creo que dijo Matthew Arnold
haciéndose eco de la visión de tíos y parientes de la época victoriana. En
otras palabras, se trata de los resabios de esa simplificación escéptica por la
cual filósofos de principios del siglo dieciocho popularizaron, aunque por poco
tiempo, la creencia de que habíamos descubierto las regulaciones del cosmos
como mecanismos de un reloj, de un reloj por lo demás sencillo ya que no era
difícil descubrir con una simple ojeada lo que podía caber o no caber en la
experiencia humana. Debería recordarse que éstos escépticos, fruto maduro de
la edad dorada del escepticismo, menospreciaban por igual las primeras invenciones
de la ciencia y las vetustas leyendas de la religión. Cuando contaron a
Voltaire que se había encontrado el fósil de un pez en los picos de los Alpes,
se rió abiertamente del caso e ironizó sobre algún monje o ermitaño dado al
ayuno que habría arrojado por allí las espinas del pescado... posiblemente para
perpetrar otro fraude frailuno. Nadie ignora hoy que la ciencia se ha vengado
del escepticismo. La frontera entre lo creíble y lo increíble otra vez se ha
ido haciendo imprecisa y vaga como pudo serlo en la penumbra de los tiempos
bárbaros; pero lo creíble crece ahora y se hunde en lo increíble. En tiempos
de Voltaire un hombre no sabía cuál sería el próximo milagro del que tendría que
desentenderse. El de hoy ignora cuál será el próximo que tendrá que tragar.
Pero
mucho antes de que acaecieran estas cosas, en los días de mi mocedad en que
divise por primera vez la figura de san Francisco, muy lejos y a la distancia,
atrayéndome sin embargo a pesar de ella, en esos días victorianos donde las
virtudes de los santos se separaban meticulosamente de sus milagros, ya me
sentía perplejo por la manera en que el método se podía aplicar a la historia.
Para entonces, y tampoco ahora, no lograba comprender los principios por los
que se separa y elige en las crónicas del pasado que parecen de una sola
pieza. Todo nuestro conocimiento de determinados periodos históricos, y de
manera notable el de todos los tiempos medievales, descansa sobre crónicas
concatenadas escritas por gentes de las cuales unas son innominadas y todas
están muertas y a las que en ningún caso podemos someter a interrogatorio y en
algunos ni siquiera corroborar. Nunca pude entender con que derecho los
historiadores aceptan de ellas cantidad de detalles como decididamente
verídicos y como por encanto niegan su veracidad cuando uno de ellos es
preternatural. No me lamento de que sean escépticos: lo que me sorprende es
por que los escépticos no lo son más. Puedo comprenderlos cuando dicen que detalles
semejantes sólo pudieron incluirse en una crónica si ésta fue escrita por
lunáticos o por mentirosos; pero en este caso la única inferencia válida es
que la crónica fue escrita por lunáticos o por mentirosos. Tales historiadores
escribirán, por ejemplo: "No le fue difícil al fantismo frailero difundir
la noticia de que en la tumba de Thomas Becket se obraban milagros". ¿Por
que de la misma manera no escriben: "No le fue difícil al fanatismo
frailero difundir la noticia de que en la cuatro caballeros de la corte del rey
Enrique habían asesinado a Thomas Becket en la catedral"? Escribirán
también algo como esto: "La credulidad de la época aceptó sin titubeos que
Juana de Arco por divina inspiración señaló quién era el Delfín, aun cuando
iba éste disfrazado". ¿Por qué en virtud del mismo principio no dicen:
"La credulidad de la época llegaba hasta creer que una oscura muchacha
campesina pudo obtener audiencia en la corte del Delfín"? Y así, en el
presente caso, cuando califican de historia extravagante la de san Francisco
que se arroja al fuego y de él sale ileso, ¿qué principio concreto les impide
llamar de igual manera el relato que habla del Santo lanzándose al campo de los
feroces mahometanos y retornando sano y salvo? Lo único que pido es que me
informen, por que no logro, yo por lo menos, ver lo racional de la cosa. Me
atrevo a decir que ninguno de los contemporáenos escribió palabra sobre san
Francisco sin creer en historias milagrosas y sin atreverse a contarlas. Quizás
sea todo fábulas frailunas y nunca existió un san Francisco, un santo Tomás
Becket o una Juana de Arco. Sin duda, esto es una reductio ad absurdum, pero
es una reductio ad absurdum del sistema que considera absurdos todos los
milagros.
Y,
en pura lógica, este método de selección conduciría a los más extravagantes
absurdos. Una historia intrínsecamente increíble sólo puede significar que la
autoridad que la funda no merece crédito. Nunca puede significar que otras
partes distintas de ella deban aceptarse con absoluta credulidad. Si alguien
dijera que encontró un hombre con pantalones amarillos que se empeñaba en dar
saltos cabeza abajo, ni le exigiríamos jurar sobre la Biblia ni estar
dispuesto a morir en la hoguera por haber afirmado que llevaba pantalones
amarillos. Si alguien clamase haber ascendido en un globo azul y hallado que la
luna estaba hecha de queso verde no le tomaríamos precisamente declaración
jurada sobre lo azul del globo o lo verde de la luna. Y la verdadera
conclusión lógica de andar sembrando dudas en cosas como los milagros de san
Francisco tiene que sembrarlas sobre la propia existencia de hombres como él.
Y, en realidad, hubo un momento en la vida moderna, tiempo de pleamar de un
insano escepticismo, en que cosas así se dijeron o hicieron. Por ahí andaba la
gente afirmando que nunca existió san Patricio, lo que es un despropósito
humano e histórico tan monumental como suponer que no existió la persona que
llamamos Francisco. Hubo un tiempo, por ejemplo, donde la locura de la
explicación mitológica evaporó buena parte de sólida historia bajo el calor y
el brillo universal y lujuriantes del "mito solar". Creo que este sol
tan particular ya se ha puesto, pero muchos son las lunas y los meteoros que
ocuparon su lugar.
Sin
duda que san Francisco constituiría un magnífico "mito solar". ¿Cómo
perder la oportunidad de considerar "mito solar" a quien lo conocen
por un cantar llamado el Cántico del sol? Es innecesario señalar que de este
sol el fuego en Siria sería el nacimiento por Oriente y las sangrientas llagas
de Toscana el ocaso por Occidente. Podría explayar esta teoría con gran
cuidado, sólo que, como por común ocurre con teorizantes tan afinados, otra
teoría cruza por mi mente más prometedora. No acabo de maravillarme de que a
nadie, ni siquiera antes a mí, se le hubiera ocurrido la idea de que toda la
historia de san Francisco tiene origen totémico. Sin discusión éste es un
relato simple donde pululan los tótem. De ellos están llenos los bosques
franciscanos como cualquier fábula de pieles rojas. A Francisco se lo hizo
llamar a sí mismo asno porque en el mito original tal era el nombre de un asno
real, de cuatro patas, que luego se transformó vagamente en dios o héroe
semihumano. Y a esto se debe sin ligar a dudas el que yo haya descubierto
cierta similitud entre el hermano Lobo y la hermana Avecilla de san Francisco y
el Brer Fox (hermano Zorro) y el Brer Rabbit (hermano conejo) de los cuentos
infantiles. Algunos creen que hay un momento de la infancia en que de verdad
creemos que los conejos hablan y el zorro puede ser un grumete. Será así, no lo
se; pero sí existe un período inocente del crecimiento intelectual en que
creemos a veces de verdad que san Patricio fue un mito solar o san Francisco un
tótem. Pero para la mayoría de nosotros atrás quedaron tales fases del paraíso.
Según
aclararé muy pronto, hay un aspecto en que por razones prácticas podemos
distinguir entre lo probable y lo improbable en los relatos sobre milagros de
san Francisco. No se trata aquí tanto de crítica cósmica acerca de la
naturaleza de los hechos cuanto de crítica literaria acerca de la naturaleza
del relato. De éstos unos se cuentan con seriedad mayor que otros. Pero,
aparte de esto, no intentaré ninguna otra diferenciación entre ellos. No lo
haré por un motivo práctico que relaciono con la utilidad del procedimiento;
quiero decir que en la práctica todo el tema se agita en estado de ebullición
de donde pueden salir muchas cosas moldeadas en formas que el racionalismo
denominaría monstruos. Los puntos cardinales de la fe y de la filosofía, en
realidad, no cambian nunca. Que se acepte que el fuego puede dejar de quemar
en algunos casos, depende de la razón por la que uno cree que lo hace
habitualmente. Si se acepta que entre diez ramas el fuego quema nueve porque
tal cosa está en su naturaleza o destino, se sigue que la décima arderá
también. Si nueve son las que arden porque tal es la voluntad de Dios bien
puede ser que sea voluntad de Dios que la décima quede intacta. Sobre la razón
del acaecer de las cosas, nadie puede ir más allá de esta diferencia
fundamental, y tan racional es para el teísta creer en milagros como para el
ateo no admitirlos. En otras palabras, sólo existe unas razón inteligente para
no creer en milagros: creer en el materialismo. Pero estos puntos cardinales
de la fe y la filosofía son emprendimientos teóricos y no tienen cabida aquí.
Y, en cosas de historia y biografía, que sí caben aquí, nada hay definitivamente
fijo. El mundo es un crisol de lo posible y lo imposible, y nadie sabe cuál
será la próxima hipótesis científica para sustentar supersticiones antiguas.
Las tres cuartas partes de los milagros atribuidos a san Fancisco los
explicarán los psicólogos no como lo hace el católico sino como necesariamente se
negará a explicarlos el materialista. Hay todo un grupo de milagros
franciscanos que podríamos agrupar como "milagros de curación". ¿Qué
gana declarándolo impensables el escéptico superior cuando la cura por la fe es
un floreciente negocio yankee como el Circo Barnum? Otro grupo de milagros
similares a los que se relatan de Cristo lo forma la "percepción del
pensamiento de los hombres". ¿A qué censurarlos y suprimirlos porque se
los presenta como milagros cuando la lectura del pensamiento es hoy un juego
de salón tanto como las sillas musicales? Encontramos también otro grupo que
habría que estudiar por separado si es que el estudio científico de los mismos
fuera posible e incluye las maravillas perfectamente atestiguadas obradas por
las reliquias del Santo u otros fragmentos de posesiones suyas. ¿Por qué
pasarlos por alto y tenerlos por inconcebibles cuando en estas mismas
reuniones son comunes trucos psíquicos mediante el tacto de objetos familiares
o teniendo en la mano alguna pertenencia personal? Por supuesto que no creo
que esos trucos sean de igual condición que las buenas obras de un santo como
no sea en el sentido de diabolus simios Dei (el diablo es el mono de Dios).
Pero no se trata ahora de lo que yo creo y de su por qué sino de lo que no cree
el escéptico y su porqué. Y la moraleja para el biógrafo o historiador que se
ciñen a los hechos es que hay que esperar hasta que las cosas se aquieten un
poco antes de proclamar que no se cree en nada.
Estando
así las cosas, puede uno elegir entre dos caminos, y entre ellos he elegido
aquí yo, no sin cierta vacilación, la vía mejor y la más audaz: narrar la
totalidad de la historia de manera directa,. sin omitir milagros ni todo lo
demás, tal como hicieron los historiadores primitivos. Y probablemente a este
camino más saludable y sencillo tendrán que volver los nuevos historiadores.
Pero tengo que recordar que este libro no pasa de ser -y lo confieso
abiertamente- una introducción a san Francisco o a su estudio. Quienes
requieran una introducción son por su condición extraños al tema. Ante ellos el
propósito del autor es llevarlos a oír siquiera al Santo y, para lograrlo, se
justifica que los hechos se ordenen de manera que lo familiar preceda a lo
que no lo es y lo comprensible sin problema a lo de difícil entendimiento. Me
consideraré muy satisfecho si este esquema incompleto y superficial encierra
por lo menos una linea o dos que muevan a la gente a estudiar por su cuenta a
san Francisco, pues, si así lo hacen, pronto verán que el lado sobrenatural de
su historia es tan natural como todo lo demás. Pero se imponía que mi estudio
se ciñese a los aspectos meramente humanos del personaje ya que quería presentarlo
como un llamado a la humanidad entera incluida la humanidad escéptica. Adopté,
en consecuencia, el segundo camino mostrando primero que nadie que no sea loco
puede dejar de comprender que Francisco de Asís fue un ser humano muy real e
histórico, para luego resumir brevemente en el presente capitulo los poderes
sobrenaturales que formaron ciertamente parte de esa historia y de esa
humanidad. Sólo me resta decir una pocas palabras sobre una distinción que
cualquiera observará sin dificultad en este tema, sea la que fuere su
ideología: se trata de no confundir el momento culminante en la vida del Santo
con las fantasías y rumores que en realidad sólo constituyeron los ribetes de
su fama.
Hay
una masa ingente de leyendas y anécdotas acerca de san Francisco de Asís y son
tantas y tan admirables las compilaciones que las reúnen en su casi totalidad
que me he visto obligado a adoptar, dentro de los estrechos límites del
presente trabajo, una política restrictiva: seguir una linea de explicación y
mencionar sólo ocasionalmente alguna anécdota para ilustrar ¡os dichos. Si
esto vale para todas las leyendas y anécdotas, conserva una especial verdad
cuando se trata de leyendas milagrosas y relatos sobrenaturales. Si algunas
anécdotas las tomásemos tal cual se cuentan, nos dominaría la impresión harto
desconcertante de que la biografía contiene más acontecimientos sobrenaturales
que naturales. Y bien, claramente va contra la tradición católica, en tantos
puntos coincidente con el sentido común, suponer que ésta es la proporción que
guardaron los hechos en la vida humana real. Además, aún teniéndolos por
sobrenaturales o preternaturales los relatos se distribuyen en clases distintas
no tanto por nuestra experiencia de los milagros cuanto por nuestra experiencia
de los relatos históricos. Algunos tienen todos los rasgos de cuentos de hadas
más por la forma que por el argumento. Son anécdotas contadas junto al hogar a
labriegos o hijos de labriegos sin pretensiones de sentar una doctrina religiosa
para su aceptación o rechazo sino con el propósito único de redondear una
historia de la manera más simétrica en conformidad con el esquema o pautas decorativas
de todos los cuentos de hadas. En otros su forma está obviamente destinada a
presentar una evidencia; es decir: son testimonios de una verdad o una
mentira, y a un juez de la naturaleza humana se le hace difícil pensar que son
puro cuento.
Se
admite que el relato de los estigmas no es una leyenda y que sólo puede ser
una mentira. Quiero decir que no es ciertamente un agregado legendario y tardío
que se añade a la fama de san Francisco, sino algo que tuvo origen ya en sus
primeros biógrafos. En la práctica sólo queda suponer una conspiración, y de
hecho ha habido cierta disposición para responsabilizar del fraude al
infortunado Elías, a quien tantos escritores reputan como un muy útil villano
universal. Se ha dicho, es verdad, que los primeros biógrafos, sean
Buenaventura, Celano y los "Tres Compañeros", si bien declaran que
san Francisco recibió las míticas llagas, en ningún lugar dicen haberlas visto
ellos mismos. No considero concluyente el argumento, porque que sea así deriva
solamente de la propia naturaleza de la narración. Los Tres Compañeros en
ningún momento están haciendo una deposición jurada, y por ende ninguna de las
partes admitidas de su relato tiene forma tal. Están escribiendo una crónica en
una descripción comparativamente impersonal y muy objetiva. No dicen: "Vi
las llagas de san Francisco", sino "san Francisco recibió las
llagas". Pero tampoco escriben: "Vi a san Francisco marchar a la
Porciúncula", sino: "san Francisco marchó a la Porciúncula". Y
nadie me hará entender la razón por la que se los acepta como testigos
presenciales y confiables de una cosa y se los rechaza en la otra. Su trabajo
es de una sola pieza, y se vería como una interrupción abrupta y poco normal en
la manera de contar si de repente empezasen a jurar y perjurar, a dar sus
nombres personales y su dirección y a pronunciar solemne juramento de que ellos
mismos en persona vieron y verificaron los hechos en cuestión. Creo, pues, que
esta discusión nos vuelve al problema general que ya he mencionado, al problema
del por qué hemos de dar algún crédito a estas crónicas si abundan en relatos
de lo increíble. Pero, a su vez, probablemente esto nos lleve en última
instancia al simple hecho de que hay hombres que no pueden creer en milagros
porque son materialistas. Lo que no carece de lógica; pero los tales están
obligados a negar lo preternatural tanto en el testimonio de un profesor
científico moderno como en n el de un cronista monacal medieval. Y en nuestro,
tiempo se encontrarán con buen número de profesores a quienes contradecir.
Pero
opínese lo que se quiera de este sobrenaturalismo, en el sentido relativamente
material y popular de los hechos sobrenaturales, equivocaremos lo esencial de
san Francisco, especialmente de san Francisco después del Alverno, si no nos
damos cuenta de que el Santo estaba viviendo una vida sobrenatural. Y en realidad
cada día había en él más y más sobrenaturalismo de este género a medida que se
acercaba la muerte. Lo que no lo apartaba de lo natural porque todo su enfoque
lo llevaba a ver lo sobrenatural como algo que 1 lo unía de manera más perfecta
a lo natural. Lo sobrenatural no lo hacía lúgubre o deshumanizado, porque todo
el sentido de su mensaje consistía en que el misticismo hace al hombre alegre
y humano. Pero lo central en su actitud y el sentido total de su mensaje se
reducía a creer que todo en el se debía a un poder sobrenatural. Y si esta
distinción tan simple no fuera evidente por la totalidad de su vida, difícil
será que no la note quien lee el relato de su muerte.
Puede
decirse en un sentido que muriendo el Santo estuvo vagando como vagando anduvo
en vida. A medida que se hacía más evidente que su salud se quebrantaba, lo
llevaron, según parece, de lugar en lugar como a un trofeo de enfermedad o
casi como a un trofeo de mortalidad. Estuvo en Rieti, en Nursia, quizás en
Nápoles, ciertamente en Cortona junto al lago de Perugia. Pero hay algo
profundamente patético y pletórico de problemas en el hecho de que al final la
llama de su vida pareciera avivarse y regocijarse su corazón cuando divisó a lo
lejos sobre la colina de Asís los solemnes pilares de la Porciúncula. El que
se hizo vagabundo por causa de una visión, el que se negó a sí mismo todo
sentimiento de posesión y lugar, el que tuvo por evangelio y gloria ser hombre
sin hogar, recibió, como un golpe avieso de la naturaleza, la nostalgia del hogar.
También él sufría su maladie du cloche, su enfermedad del campanario, aunque
era éste más elevado que los nuestros. "Nunca -gritó con la súbita energía
de los desprendáis de este lugar. Vayáis donde vayáis o hagáis cualquier
peregrinación, volved siempre a vuestro hogar, porque ésta es la santa casa de
Dios". Y pasó la procesión bajo los arcos de su hogar; se tendió el Santo
en el lecho y en derredor se juntaron los hermanos para la última vela. No
considero que sea éste el momento para entrar en disputas sobre a cuáles
sucesores bendijo o en qué forma y con qué significado. En aquel momento
solemne nos bendijo a todos.
Habiéndose
despedido de algunos de sus amigos más íntimos y, sobre todo, de los más
antiguos, le bajaron del rudo lecho a ruego suyo y lo dejaron en el desnudo
suelo, y algunos dicen que sólo vestía una camisa de crin como el día primero
en que marchó a los bosques invernales alejándose de su padre. Era la última
afirmación de su gran idea fija: la alabanza y la acción de gracias elevándose
a su más alta culminación desde la desnudez y la nada. Mientras allí yacía,
podemos tener la certidumbre de que aquellos ojos quemados y ciegos nada vieron
sino su objeto y origen. Podemos tener la certidumbre de que, en aquella última
e inconcebible soledad, su alma estuvo cara a cara frente al mismo Dios
encarnado y frente a Cristo crucificado. Pero para los hombres que estaban
junto a él otros deben haber sido los pensamientos que se entrecruzaban: recuerdos
que se agolpaban como duendes en el crepúsculo al desvanecerse el día y
descender la gran tiniebla en la que todos perdimos un amigo.
Porque
quien allí yacía no era Domingo, el Mastín de Dios, capitán en guerras lógicas
y controversias sabias que podían reducirse a plan y como tal desplegarse,
dueño de una máquina de disciplina democrática mediante la cual otros podían
organizarse a si mismos. El que salía del mundo era un hombre, un poeta, un
vigía en la vida como una luz que va pasando, inquieta, sobre la tierra y el
mar, algo que no se reemplazará ni repetirá mientras dure la tierra. Se ha
dicho que no existió más que un cristiano, y murió en la cruz; es más exacto
decir en este sentido que sólo hubo un franciscano verdadero y se llamó
Francisco.
Por
grande y festiva que sea la obra popular que Francisco dejó, hay algo que no
pudo dejar, como el pintor de paisajes no puede dejar sus ojos por testamento.
Fue un artista en la vida y lo llamaron para que lo fuera también en la muerte,
y le asistía mejor razón que a Nerón, su contrafigura, para decir: "Qualis
artijex pereo" (muero como un artista). Pues la vida de Nerón como la de
un actor estuvo llena de poses adoptadas para la ocasión y la del hijo de Umbría
tuvo gracia natural y continua como la de un atleta. Pero san Francisco tenía
mejores cosas que decir y hacer y sus pensamientos ascendieron donde no
podemos seguirlo, a alturas vertiginosas y divinas donde sólo la muerte puede
elevarnos.
Alrededor
del Santo estaban los frailes con su hábito pardo, aquellos que le amaron aun
cuando luego disputaran entre si. Estaba Bernardo, su primer amigo, y Angelo
que le había servido de secretario, y Elías, su sucesor, al que la tradición
intentó convertir en una especie de judas pero que, al parecer, no pasó de ser
un directivo que ocupó el puesto para el que no estaba preparado. La tragedia
de Elías fue llevar hábito franciscano sin tener corazón de ello teniendo por
lo menos una cabeza con poco de tal. Si como franciscano bien poco tuvo de
bueno, pudo haber sido un dominico decente. De todos modos, no cabe duda de
que amaba a Francisco si hasta los rufianes y salvajes lo hicieron. Y de todas
maneras, de pie se mantuvo junto a los demás mientras pasaban las horas y se
dilataban las sombras en la casa de la Porciúncula, y no hay razón para pensar
tan mal de él hasta suponer que sus pensamientos vagaban ya entonces por el
tumultuoso porvenir entre las ambiciones y controversias de años futuros.
Quién
nos impide imaginar que las aves conocieron el momento en que todo aconteció y
que se estremecieron en el cielo. Como una vez, según refiere la historia, se
dispersaron a los cuatro vientos en forma de cruz a una señal del Santo, ahora
quizás escribieron con lineas de puntos negros un presagio más terrible sobre
el azul del cielo. Y en lo profundo del bosque, quizás se escondían pequeñas
criaturas temerosas a quien ya nadie reconocería ni comprendería como Francisco
lo había hecho. Se dice que los animales tienen a veces conciencia de cosas
ante las que los hombres, sus superiores espirituales, permanecen por el
momento ciegos. Ignoramos si un escalofrío sacudió a los ladrones, los
vagabundos, los proscriptos anunciándoles lo que le acontecía a quien nunca
les desdeñó. Más por lo menos en los pasadizos y pórticos de la Porciúncula se
desplomó un súbito silencio, y todas las pardas figuras quedaron inmóviles como
estatuas de bronce. Porque ya no latía aquel gran corazón que no se quebró
hasta que contuvo el mundo entero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario