Libro II
El
evangelista
Pacis et poenitentiae legationem amplectens...
Bernardo de Quintaval fue el primero que,
acogiendo
el mensaje de paz y penitencia, vendido cuanto tenía
y entregado
a los pobres según el consejo de perfección evangélica,
corrió tras el santo de Dios,
perseverando hasta el fin en la santísima pobreza
(TC 39).
Capítulo
I – Los primeros discípulos
La respuesta que
Francisco dio a los ladrones del monte Subasio en abril de 1207: Praeco sum
magni regis!, «¡Soy el heraldo del gran Rey!», constituyó desde entonces
su única divisa y bandera, su lema y grito guerrero para toda la vida; pero, a
decir verdad, nunca se dio cuenta cabal de su significado y alcance hasta el
día de la misa referida en el capítulo anterior. Desde ese momento ya no tuvo
ninguna vacilación y se consagró de lleno al desempeño de su misión de heraldo.
Durante los meses
que siguieron a la misa de S. Matías, los habitantes de Asís presenciaron un
curioso, nunca visto espectáculo: un extraño tipo de penitente vagabundo
recorría descalzo las calles y plazas, deteniendo a los transeúntes para darles
«la paz del Señor»; dondequiera que veía algún grupo de personas, allá se iba
y, subiendo sobre alguna piedra o desde el umbral de la puerta más cercana, se
ponía a predicarles.
Este singular
personaje no era otro que el hijo de Pedro Bernardone, que empezaba ya su obra
evangelizadora. Su palabra no podía ser más sencilla y ajena al artificio; no
hablaba más que de una cosa: del bien supremo de la paz; paz con Dios por la
observancia de sus preceptos; paz con los hombres por la rectitud de los
procederes; paz consigo mismo por el testimonio de la buena conciencia (1 Cel
23; TC 25-26; LM 3,2).
Las ruidosas
carcajadas con que, un año antes, acogiera el pueblo de Asís las exhibiciones
del joven convertido, a partir de la escena del palacio episcopal se trocaron
en respetuoso silencio; ya nadie se mofaba de él, sino que le escuchaban con
atención y hasta con cierta reverencia; sus palabras no se extinguían en las
ondas del aire, sino, cual granos fecundos, iban derecho a muchos corazones
bien dispuestos para recibirlas y deseosos de estrechar sus relaciones con
Dios.
Bien pronto se
vio Francisco rodeado de compañeros e imitadores. El primero fue, según Celano,
un varón sencillo y piadoso de Asís (1 Cel 24), cuyo nombre y vida posterior no
nos han sido conservados por los biógrafos, por lo que el honor de haber sido
históricamente el primer discípulo de Francisco pertenecerá siempre a Fray
Bernardo de Quintaval.[1]
Este Bernardo era
también mercader como Francisco, y verosímilmente de su misma edad, aunque no
había sido de sus mismos gustos, pues no había pertenecido al grupo de jóvenes
alegres que presidía el hijo de Bernardone, cuyas memorables aventuras le
habían interesado bien poco. Sin duda, en un principio tuvo, al igual que otros
muchos, por fantásticas y transitorias la conversión y las tareas constructoras
de Francisco; pero viendo después que el tiempo corría sin que él cambiara de
conducta, se trocaron sus sospechas en respeto, sus risas y burlas en sincera
admiración.
Probablemente
había llevado hasta entonces una vida arreglada y socialmente honorable. Lo que
le tocó el corazón y le impulsó a seguir a Francisco fue lo que Sabatier define
atinadamente con el nombre de «nostalgia de la santidad». El fuego sagrado
prendió en su pecho, es decir, ese anhelo vehemente de abandonar el mundo, que
es la esencia íntima del cristianismo, de volver las espaldas a cuanto el alma
aprecia y busca inquieta y en vano, de no preocuparse más que de la única cosa
verdaderamente necesaria. Poco a poco sintió que dentro de su corazón iba
madurando la resolución de seguir materialmente a Francisco, así como le seguía
ya moralmente, de hacerse pobre como él, de vestir como él, de compartir la
vida que él llevaba. Su anhelo de privaciones y de renuncia de las cosas temporales
aumentaba de día en día, sin que, sin embargo, se decidiera a comunicarselo a
Francisco; el confidente de sus santos secretos era otro espíritu muy parecido
al suyo, canónigo de la catedral de San Rufino, llamado Pedro Catáneo (o
Cattani), quien, laico y todo, desempeñaba el oficio de consejero legal del
cabildo de Asís. (El primer sacerdote que entró en la Orden fue Fray Silvestre,
undécimo o duodécimo de los discípulos de Francisco en el oren cronológico. La
noticia de que Pedro Catáneo era jurisperito et canónigo de la iglesia de San
Rufino, pertenece a Glassberger: Analecta Franc., II, p. 6).
Cuentan las
leyendas posteriores que Bernardo, antes de asociarse definitivamente a
Francisco, quiso cerciorarse, por medio de un ardid arriesgado, de la santidad
del joven predicador. Le invitó varias veces a alojarse en su casa, lo que
Francisco aceptaba de buena gana (probando con esto que no tenía aún domicilio
fijo). En cierta ocasión Bernardo hizo preparar para su huésped una cama en su
propia alcoba, donde, como era costumbre entre las familias de su clase, ardía
una lámpara durante toda la noche.[2]
Entonces sucedió el caso siguiente, que narran la Crónica de los XXIV
Generales y las Florecillas:
«Francisco, con
el fin de ocultar su santidad, en cuanto entró en el cuarto, se echó en la cama
e hizo como que dormía; poco después se acostó también messer Bernardo y
comenzó a roncar fuertemente como si estuviera profundamente dormido. Entonces,
Francisco, convencido de que dormía messer Bernardo, dejó la cama al primer
sueño y se puso en oración, levantando los ojos y las manos al cielo, y decía
con grandísima devoción y fervor: "¡Dios mío, Dios mío!" (Deus
meus et omnia: Mi Dios y mi todo). Y así estuvo hasta el amanecer,
diciendo siempre entre copiosas lágrimas: "¡Dios mío!", sin añadir
más» (Flor 2).
Tomás de Celano
trae un relato más breve, pero que concuerda con el anterior en lo sustancial:
«Bernardo -dice- lo había visto que, sin apenas dormir, estaba en oración
durante toda la noche, alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre»
(1 Cel 24). Lo cierto es que al día siguiente Bernardo tomó la resolución
irrevocable de seguir a Francisco; pero se lo comunicó indirectamente en forma
de demanda de consejo en un caso de conciencia:
-- Cuando alguno
ha recibido de su señor, en calidad de depósito, algún bien grande o pequeño,
y, después de tenerlo muchos años, no quiere retenerlo más, en tal
circunstancia, ¿cuál será para él la mejor manera de obrar?
-- Debe restituir
el depósito a aquel de quien lo recibió -dijo Francisco sencillamente.
-- Hermano mío,
pues todo lo que yo poseo en punto a bienes temporales lo he recibido de mi
Señor y Maestro Jesucristo, y ahora quiero devolvérselo: ¿cómo me aconsejas tú
que haga?
-- Lo que me
decís, messer Bernardo, es algo tan grande y de tal importancia, que conviene
que pidamos consejo al mismo Señor Jesucristo, rogándole que se digne
indicarnos la mejor manera de realizar tan grave negocio; conque vamos ahora a
la iglesia a leer en el libro de los Evangelios lo que el Señor ordena a sus
discípulos.
Es probable que,
mientras ambos jóvenes tenían tal razonamiento, llegase por allí el canónigo
Pedro Catáneo. Como quiera que fuese, lo cierto es que todos tres se
encaminaron luego, por la plaza del mercado, a la iglesia de San Nicolás,
situada entonces en el sitio donde ahora hay un cuartel de carabineros. Así que
entraron e hicieron un poco de oración en común, Francisco se acercó al altar
y, tomando el misal, lo abrió a la suerte, la cual cayó en estas palabras de S.
Mateo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los
pobres, y tendrás un tesoro en el cielo» (Mt 19,21). Abrió segunda vez, también
al azar, el libro santo, y leyó: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese
a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). Hizo una tercera consulta y
obtuvo por respuesta: «No llevéis nada para el camino» (Mc 6,8). En seguida
Francisco cerró el libro y, volviéndose a los dos amigos, les dijo: «Hermanos,
ésta es nuestra vida y regla, y también la vida y regla de todos los que deseen
vivir con nosotros. Id, pues, hermanos míos, y haced lo que habéis escuchado»
(TC 29).
Bernardo se
apresuró a poner en ejecución el consejo evangélico: se fue a la plaza que
había delante de la iglesia de San Jorge, hoy plaza de Santa Clara, donde
empezó a repartir sus bienes a los pobres. Francisco estaba presente a este
espectáculo, alabando a Dios con un gozo que apenas podía contener. Porque,
además de tener por padre a un mendigo en lugar de Bernardone, Dios le enviaba
ahora un hermano que suplía con creces al que había dejado en el hogar.
Mientras Bernardo
y Francisco hacían la distribución en la plaza de San Jorge y Pedro Catáneo
andaba también reuniendo sus bienes para darles igual cobro, acertó a pasar
cerca de allí un sacerdote llamado Silvestre, quien suministrara piedras a
Francisco para la reconstrucción de San Damián, vendiéndoselas a bajo precio,
sin duda en vista del piadoso objeto a que las destinaba; pero ahora, viéndole
derramar tan sin medida el oro, se acercó a Francisco y le dijo: «Las piedras
que te vendí me las pagaste tú harto miserablemente». Indignado Francisco al
ver tanta codicia en un siervo de Dios, tomó un puñado de monedas en el pliegue
del vestido de Bernardo y se lo dio al sacerdote, añadiendo: «Resarcíos ahora,
señor sacerdote».
Silvestre recibió
fríamente su dinero, dio las gracias y se marchó. Pero cuentan las leyendas que
aquel incidente fue para él el comienzo de una vida nueva, porque, entrando en
sí y comparando su apego a los bienes terrenos con el desinterés heroico de
aquellos dos jóvenes seglares, empezó a sentir en su corazón, cada vez más
clara y apremiante, la triunfadora voz del Evangelio: «Nadie puede servir a dos
señores». Poco tiempo después Silvestre se presentó a Francisco, suplicándole
que le admitiese en el número de sus hermanos.
Unidos en un
mismo deseo de seguir a Jesucristo, los tres compañeros, Francisco, Bernardo y
Pedro, ordenados todos sus asuntos en Asís, se trasladaron a la Porciúncula y
al punto construyeron, no lejos de la pequeña iglesia, una choza de ramas
embarradas donde poder descansar durante la noche y orar durante el día.
Allí vino, ocho
días después de la conversión de Bernardo, otro joven de Asís llamado Gil (o
Egidio), a pedir que se le admitiese también en la santa compañía. La manera
como el opulento Bernardo y el sabio jurista Pedro Catáneo habían dispuesto de
sus bienes en beneficio de los pobres, no pudo menos de excitar la admiración y
ser en la ciudad el tema obligado de todas las conversaciones de plazas y
calles y casas particulares. Y en una de esas pláticas domésticas pasadas a la
lumbre del hogar, entre el chisporroteo de los tizones de olivo o de castaño
(porque las noches de abril son más que frescas en Asís), fue donde Gil oyó a
sus padres hablar de Francisco y sus amigos.[3]
Al día siguiente
se levantó muy de mañana, «con el alma preocupada por el negocio de su
salvación», dicen las antiguas leyendas. Era el 23 de abril, día del santo
mártir Jorge, y Gil se fue a la iglesia de San Jorge a oír misa, después de la
cual tomó el camino que baja de Asís a la Porciúncula, donde sabía que se
hallaba Francisco.
Enfrente del
hospital de San Salvador de los Muros, el camino se partía en dos, y Gil,
ignorando el que debía tomar, rogó a Dios que se lo inspirase, y Dios le oyó,
porque, tomando una de las sendas, a poco de andar por ella divisó a Francisco
que salía de un pequeño bosque. Verle, arrodillarse ante él y pedirle que le
recibiese en su compañía, todo fue uno. Francisco, observando el piadoso continente
del nuevo candidato, le levantó con cariño y le dijo: «Mi querido hermano,
grande es la merced que te hace Dios. Si el emperador viniese a Asís y
escogiese para caballero o chambelán suyo a uno de los ciudadanos, ¿no es
verdad que éste se consideraría muy feliz? ¡Cuánto más te debes regocijar tú, a
quien Dios ha elegido para caballero y servidor suyo, llamándote a practicar la
santa perfección evangélica!»
En seguida
condujo Francisco a Gil a donde estaban los otros dos hermanos y se lo
presentó, diciéndoles: «Dios nuestro Señor nos envía un hermano más; gocémonos,
pues, en el Señor y comamos ahora juntos en la santa caridad».
Terminada la
refección, Francisco y Gil subieron a Asís a procurarse el paño para el hábito
del nuevo hermano. Por el camino se encontraron con una pobre anciana que les
pidió limosna, y Francisco, volviéndose a Gil, le dijo con semblante angelical:
«Mi querido hermano, es preciso que, por amor de Dios, des tu manto a esta
pobre mujer».
Acto seguido Gil
obedeció y dio su manto a la pobre, pareciéndole, según contó más tarde, que su
limosna subía al cielo, y experimentando en su corazón un placer de todo en
todo inefable.[4]
Con Gil eran ya
cuatro los hermanos reunidos en la cabaña de la Porciúncula. A la verdad no
hubieron menester de otra morada fija en los primeros años, misionando como
pasaban continuamente, ya los cuatro juntos, ya de dos en dos. Una vez, salió
Francisco acompañado de Gil, que le era particularmente caro y a quien él
llamaba (reminiscencia de sus lecturas románticas) «su caballero de la Tabla
Redonda», y pasando las fronteras de la Umbría, llegó hasta la Marca de Ancona,
región comprendida entre los Apeninos y el mar Adriático. A su vuelta tuvo la
felicidad de hallar tres nuevos discípulos: Sabatino, Morico y aquel Juan que
recibió después el sobrenombre de Capella, porque, contra la regla de
la Orden, fue el primer discípulo que usó sombrero en vez de capucha para
cubrirse la cabeza. Todos siete se pusieron de nuevo en marcha, eligiendo
Francisco para su misión el valle de Rieti en los montes Sabinos.
Los discursos de
Francisco y sus amigos contrastaban, por su extrema sencillez y carencia de
ornato, con la oratoria oficial de las gentes de iglesia, y más que sermones
elaborados eran exhortaciones ajenas a todo artificio, que salían del corazón e
iban derecho al corazón. Tres eran sus temas favoritos: temer a Dios, amar a
Dios y convertirse del mal al bien. Cuando Francisco acababa de hablar, siempre
añadía Gil con gran ingenuidad: «Amigos míos, lo que él os ha dicho es la
verdad; escuchadle y haced como él os ha enseñado».
Nuestros
predicadores, vestidos a la campesina, iban por todas partes suscitando la más
viva admiración y curiosidad: quiénes los tomaban por «hombres salvajes»,
quiénes, sobre todo las mujeres, huían al verlos acercarse, quiénes se
avistaban con ellos para preguntarles de qué orden eran, a lo que ellos
respondían que no eran de ninguna, sino sólo «hombres de la ciudad de Asís que
hacían penitencia» (TC 37; AP 19). Pero en todo caso, penitentes o no, su porte
nada tenía de triste y melancólico; iban siempre gozosos, alabando a Dios por
su bondad para con ellos, y Francisco les daba el ejemplo con sus cantos en
francés. «Habiéndolo dejado todo -dice uno de sus biógrafos-, no tenían por qué
no regocijarse en gran manera». Cuando, a semejanza de las aves del cielo,
cruzaban los viñedos de la Marca de Ancona a los dulces rayos del sol de la
primavera, no cesaban de dar gracias al Creador, que los librara de tantos
lazos y trabas que aprisionan y atormentan Antes de despachar para la misión a
sus seis discípulos, Francisco los reunió en un bosque vecino a la Porciúncula,
donde solían todos tener su oración (AP 18), y allí les habló, en su lenguaje
tan lleno de dulzura como vivo y penetrante, del reino de Dios que iban a
anunciar a los hombres, enseñándoles el desprecio del mundo, la renuncia de los
bienes terrenos y la mortificación continua del cuerpo y de todas las pasiones.
Les dijo: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la
tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los
pecados. Y permaneced pacientes en la tribulación, seguros, porque el Señor
cumplirá su designio y su promesa. A los que os pregunten, responded con
humildad; bendecid a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y
calumnien, pues por esto se nos prepara un reino eterno... No temáis porque
aparezcáis pequeños e ignorantes; más bien anunciad con firmeza y sencillamente
la penitencia, confiando en que el Señor, que venció al mundo, habla con su
espíritu por vosotros y en vosotros para exhortar a todos a que se conviertan y
observen sus mandamientos. Encontraréis hombres fieles, mansos y benignos, que
os recibirán con alegría y acogerán vuestras palabras; y otros muchos infieles,
soberbios y blasfemos, que con sarcasmo os resistirán, como también a vuestras
palabras. Formad en lo más hondo del corazón el propósito de soportarlo todo
con paciencia y humildad» (1 Cel 29; TC 36; LM 3,7).
Así dijo
Francisco, y en seguida los abrazó a todos, uno por uno, como hacer pudiera con
sus hijos la más cariñosa madre; les dio su bendición y, a guisa de viático,
este consejo de la santa Escritura:
«Pon tu confianza en el Señor, que Él te
sostendrá» (Sal 54,23).
Con esto salieron
los discípulos de dos en dos a recorrer el mundo. Al pasar por delante de una
iglesia o de un crucifijo, al oír sólo un tañido de campana, aunque fuera
distante, al punto se arrodillaban sobre el polvo del camino y recitaban esta
breve oración que Francisco les enseñara: «Te adoramos, Señor Jesucristo,
también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos,
porque por tu santa cruz redimiste al mundo». Tan pronto como entraban en una
de esas pequeñas ciudades que, entonces como ahora, se alzaban con sus muros y
torres en la cima de los montes, se dirigían a la plaza del mercado, donde,
parándose, entonaban el himno de divinas alabanzas que también les había
dictado Francisco:
«Temed y honrad,
alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y
Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas.
»Haced
penitencia, haced frutos dignos de penitencia, porque pronto moriremos.
»Dad y se os
dará. Perdonad y se os perdonará.
»Y, si no
perdonáis a los hombres sus pecados, el Señor no os perdonará vuestros pecados;
confesad todos vuestros pecados.
»Bienaventurados
los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos.
»¡Ay de aquellos
que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen,
e irán al fuego eterno!
»Guardaos y
absteneos de todo mal y perseverad hasta el fin en el bien» (1 R 21).
Poco tardaron los
misioneros en experimentar la verdad de las previsoras advertencias de
Francisco y en sentir la necesidad de atenerse a ellas; pues muchas gentes los
tomaron por insensatos, colmándolos de injurias y vilipendios y arrojándoles al
rostro el barro de los caminos; otros los despojaban de sus vestiduras, y ellos
ningún amago hacían para defenderse, sino proseguían su camino desnudos y modestos;
otros los agarraban por la capucha y se los echaban al hombro, como si fuesen
fardos; otros les ponían por fuerza dados en las manos constriñéndolos a jugar;
otros, por fin, los tomaban por ladrones, negándose a darles asilo durante la
noche y obligándolos así a dormir en húmedas covachas, o sobre las gradas de
las escaleras, o bajo los pórticos de las casas y de los templos.[5]
Bernardo de
Quintaval, acompañado de otro condiscípulo (Fray Gil, según Celano), se dirigió
al norte y llegó hasta Florencia, ciudad que recorrieron toda en busca de
alojamiento, pero en vano. Por fin llegaron a una casa cuya dueña consintió en
alojarlos debajo de un cobertizo que había a la entrada; empero, no bien habían
obtenido esta autorización cuando llegó el marido y la desaprobó acremente,
aunque después acabó por concederla también, en vista de la seguridad que le
dio su mujer de que nada había en el cobertizo que los mendigos pudieran
sustraer, sino algunos trozos de leña. La buena mujer, sin embargo, hubo de
renunciar al propósito que al principio concibiera de proporcionarles algún
abrigo con que se defendiesen del intenso frío que reinaba, pues era pleno
invierno.
Al día siguiente,
muy temprano, Bernardo y su compañero, transidos de frío y muertos de hambre,
se despidieron de sus descorteses hospedadores y se fueron a la iglesia más
cercana, donde habían oído que llamaban a misa. Momentos después llegó también
la dueña de casa, y al verlos orar recogida y piadosamente, dijo para sus
adentros: «Si estos hombres fueran maleantes y ladrones, como decía mi marido,
no estarían aquí a esta hora, ni asistirían tan atentos a la celebración de los
divinos oficios». Mientras tales cosas revolvía en su mente la señora, llegó
también un caballero llamado Guido, quien acostumbraba ir allí todas las
mañanas en busca de mendigos a quienes repartir limosna. Pasando la cuotidiana
revista, llegó a donde estaban Bernardo y su hermano, los cuales rehusaron
recibir la limosna que les ofrecía el generoso Guido, de lo que éste quedó no
poco maravillado, en términos que hubo de preguntarles: «¿Por ventura, no sois
pobres como los otros? ¿Por qué, pues, no queréis aceptarme nada?» A lo que
respondió Bernardo: «Pobres somos; pero nuestra pobreza no es para nosotros
fardo insoportable, pues la hemos abrazado voluntariamente por seguir el
consejo evangélico». A tal respuesta subió de punto la estupefacción de Guido,
que continuó sus preguntas indagatorias, y así vino a saber que Bernardo había
sido hasta poco antes un hombre rico, pero que había distribuido a los pobres
sus riquezas a fin de poder predicar libremente el Evangelio de la conversión y
de la paz.
Mientras Guido y
Bernardo sostenían su diálogo, se llegó a ellos la señora que había dado
alojamiento a los dos hermanos, persuadida ya de que los había juzgado mal,
puesto que ahora rehusaban tan firmemente recibir la limosna que Guido les
alargaba. «Cristianos -les dijo, llamándolos con un apelativo entonces y ahora
muy usado en Italia-, si queréis volver a mi casa, os hospedaré con el mayor gusto».
Pero ya Guido, sabiendo su mala ventura de la víspera, les había ofrecido
hospitalidad en su propia casa. Dieron, pues, las debidas gracias a la buena
señora, que tan felizmente había cambiado de opinión respecto de ellos (TC
38-39; AP 20). Todos los datos convencen de que nuestros dos peregrinos
llegaron esta vez hasta el célebre santuario español de Santiago de Compostela
(1 Cel 30; Flor 4).
En cuanto a
Francisco, queda dicho que esta vez eligió para teatro de su misión el valle
del Rieti. Desde Terni, siguiendo el curso del Velino, fue visitando toda una
serie de grandes y pequeñas aldeas: Estroncone, Cantalicio, Poggio Bustone,
Greccio, encontrando en todas partes, dice la leyenda, el temor y el amor de
Dios casi extinguidos, desierto, o poco menos, el camino de la penitencia, y,
al contrario, atestado de pasajeros el camino ancho, el camino del mundo, por
donde los hombres corren desalados tras la satisfacción de sus deseos; fue,
pues, su principal tarea «cegar esos caminos erróneos e interminables». Y a la
verdad, aún hoy día es considerada aquella predicación de Francisco por el
valle de Rieti en los comienzos de su apostolado como una verdadera
evangelización en el sentido literal del vocablo, una conversión de paganos al
cristianismo.a los amadores del mundo (AP 15).
Durante el
desempeño de esta misión fue, según sus biógrafos, cuando adquirió Francisco la
dichosa certidumbre de que le habían sido perdonados sus pecados, certidumbre
sin la cual le habría sido de todo en todo imposible la obra que había
emprendido. A 500 metros sobre la villa de Poggio Bustone y a 1000 sobre el
nivel del valle se hace una gruta a la que Francisco, fiel a su costumbre
contraída ya en Asís, solía retirarse para orar más a sus anchas. Allá en la
cima de la montaña, en plena soledad y silencio, donde no había más señales de
vida que el fugitivo canto de algún pájaro silvestre, o la bulliciosa caída de
algún torrente lejano, pasaba Francisco largas horas arrodillado sobre desnuda
piedra. Si hemos de comprender plenamente a Francisco de Asís, es menester
seguirle hasta aquella escarpada cumbre, hasta la cavidad de aquella roca
solitaria y abrupta.
Porque siempre
había y hay en él, al lado del evangelista y del misionero, el ermitaño
contemplativo; donde quiera que él puso su planta, quedaron rocas y cavernas,
ermitas y retiros, testigos y recuerdos de sus penitencias y oraciones. Las
Cárceles cerca de Asís, San Urbano cerca de Narni, Fonte-Colombo
cerca de Rieti, Monte Casale cerca de Borgo-San-Sepolcro, las Celdas
cerca de Cortona, las Cuestas cerca de Nottiano, Sarteano
cerca de Chiusi, el Alverna en el valle del Casentino, todos estos
lugares prueban que el espíritu que animaba a Francisco de Asís era exactamente
el mismo que había animado a Benito de Nursia en la antigüedad y debía animar a
Ignacio de Loyola en los comienzos de la edad moderna. Francisco en Poggio
Bustone y en Fonte-Colombo corresponde a Benito en el Sacro Speco cerca de
Subiaco y a Ignacio en la cueva de Manresa. A todos los tres se les impuso una
misma e invariable divisa: ora et labora. Todos los tres
experimentaron la necesidad de robar a los quehaceres de Marta las horas que
reclama el ejercicio de María.
En una de estas
horas de María fue cuando Francisco buscó y encontró la gruta de Poggio
Bustone. Puede que por aquel entonces hubiese compuesto ya la siguiente hermosa
oración, tan profundamente concentrada como rica de sentidos y afectos, que,
sin embargo, nadie oyó de sus labios, sino algún tiempo después: «¿Quién eres
tú, Señor y Dios mío? ¿Quién soy yo, el más humilde gusano de la tierra entre
tus siervos? ¡Oh, Señor mío, cuánto quisiera yo amarte! ¡Oh, mi Señor y mi
Dios, yo te doy mi corazón y mi cuerpo, pero cuán gustoso haría yo más por ti
si pudiera!»
Como quiera que
sea, de una cosa podemos estar ciertos, y es que en aquellas horas de solitaria
oración vio Francisco abierto delante de sí lo que Ángela de Foligno llamó «el
doble abismo»: de un lado, el abismo de la esencia, de la luz y de la hermosura
divinas, y del otro, el abismo de su propia humana naturaleza con sus tinieblas
y pecados. ¿Quién era él para osar constituirse en guía de los hombres, en
maestro de sus hermanos, él que, pocos años antes no más, había sido un
verdadero hijo del mundo, pecador entre los más pecadores? ¿Quién era para
atreverse a predicar, amonestar y dirigir a los demás, él, indigno de proferir
con sus labios impuros de hombre carnal el sacrosanto nombre de Jesucristo? Al
pensar en lo que había sido y en lo que podía tornar a convertirse (porque
siempre llevaba escondido en lo más profundo de su ser un residuo de su antigua
naturaleza), y por otra parte en la idea que tenían de él los que le honraban y
seguían, entonces le embestía un sentimiento de angustia y de vergüenza tan
hondo, que resonaban en sus oídos las desoladas palabras del Apóstol: «¡Ay de
mí, que predico a los demás, que no venga yo a ser reprobado!»
La humildad se
había apoderado de todo su ser como un león de su presa, triturando en él hasta
los últimos residuos del amor propio. Deshecho, triturado, anonadado, se
prosternaba en la presencia de Dios, verdad suma, santidad infinita, en cuyo
acatamiento sólo puede estar lo que es verdadero y santo. Francisco miraba
hacia el fondo de su corazón y en él hallaba que no había en todo el mundo
criatura más miserable que él, alma más extraviada y sumergida en el mal que la
suya; y desde el abismo de la angustia en que esta consideración le hundía
clamaba a Dios: «¡Señor, ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lc 18,13).
Entonces fue
cuando la gruta desierta de Poggio Bustone presenció el milagro que se opera en
toda alma que, desconfiando de sí misma, se levanta hasta Dios en alas de la
fe, de la esperanza y del amor: el milagro de la justificación.
«De mi nativa maldad lo temo todo; de la bondad de Dios todo lo espero»,
repetía Francisco en su oración continua; y la respuesta fue la que Dios estila
en casos semejantes: «Nada temas, hijo mío; tus pecados te son perdonados».
Desde aquel
momento Francisco se sintió plenamente apercibido para la obra que le esperaba;
ya había logrado penetrar en la esencia del espíritu cristiano y, precisamente
por haber renunciado a todo, podía aspirar a la posesión de todo; porque no
eran ya sólo su padre y su madre, su hogar y su patria, sus riquezas y
comodidades lo que él había abandonado, sino también lo que el hombre tiene de
más preciado y estimable, lo que debía abandonar como condición precisa para
llegar a poseer a Dios: a sí mismo, su propio ser. A partir de ese momento toda
su justicia fue la que, según doctrina del Apóstol, opera Cristo por medio de
la fe y sobre la cual se irguió el majestuoso edificio de su heroica santidad;
lo cual nos descubre una verdad más honda y más preciosa que la meramente
histórica en aquel ingenuo relato del capítulo décimo de las Florecillas:
«Se hallaba
Francisco en el lugar de la Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano,
hombre de gran santidad y discreción y dotado de gracia para hablar de Dios;
por ello lo amaba mucho Francisco. Un día, al volver Francisco del bosque,
donde había ido a orar, el hermano Maseo quiso probar hasta dónde llegaba su
humildad; le salió al encuentro y le dijo en tono de reproche:
-- ¿Por qué a ti?
¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?
-- ¿Qué quieres
decir con eso? -repuso San Francisco.
Y el hermano
Maseo:
-- Me pregunto
¿por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por
verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la
ciencia, no eres noble, y entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?
Al oír esto, Francisco
sintió una grande alegría de espíritu, y estuvo por largo espacio vuelto el
rostro al cielo y elevada la mente en Dios; después, con gran fervor de
espíritu, se dirigió al hermano Maseo y le dijo:
-- ¿Quieres saber
por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene
todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas
partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los
pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como
no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra
maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la
nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a
fin de que quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda
virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien
se gloría, ha de gloriarse en el Señor (1 Cor 27-31), a quien pertenece todo
honor y toda gloria por siempre.
El hermano Maseo,
ante una respuesta tan humilde y dicha con tanto fervor, quedó lleno de asombro
y comprobó con certeza que San Francisco estaba bien cimentado en la verdadera
humildad».[6]
[1] - 1 Cel 24; TC 27-29; LM 3,3.- Bernardo de Besa añadió, el primero, en su
libro De laudibus b. Francisci, al nombre de Bernardo, el apellido «de
Quintaval» (Analecta Franciscana, III, p. 667).
[2] - 1 Cel 24.- Véase también la Vita Fr. Bernardi en Analecta Franciscana,
III, pág. 35 y sigs.- Allí se lee también que Francisco pasó dos años tenido
comúnmente por imbécil y loco (stultus et phantasticus) y que Bernardo le
invitó a su casa «a fin de averiguar su fatuidad o su santidad». En el solar
que ocupaba la casa de Bernardo de Quintaval, en Asís, se alza ahora el Palazzo
Sparaglini, que da a la plaza del Obispado.-
[3] - «Cuando Gil era todavía seglar, oyó a sus padres contar la aventura de la
conversión de Bernardo, ocho días después de aquel en que había tenido lugar»
(Vita fr. Aegidii, en Analecta Franciscana, III, p. 75.
[4] - La fuente principal para la vida de Gil es su biografía escrita, según
Salimbene, por Fray León. Desgraciadamente no poseemos más que fragmentos de
ella, esparcidos por otras obras; el más extenso es el que trae la Chronica
XXIV Generalium (l. cit., págs. 74-75), cuya traducción italiana se puede leer
en la mayor parte de las ediciones de los Fioretti. Otros más breves se citan
en Acta sanctorum, abril III, pp. 118 y sigs., según un manuscrito de Perusa, y
han sido reproducidos por Lemmens en sus Docum. ant. franc., I (Quaracchi,
1901). Finalmente, otros cuatro han sido recosidos en los Actus b. Francisci.
Hay también una colección de Dicta b. Aegidii, reunidos por sus discípulos y publicados
por los bollandistas, y recientemente por los PP. de Quaracchi en 1905. Véase
la obra alemana del P. Gisbert Menge, Der Selige Aegidius vom Assisi
(Paderborn, 1906). TC 32-33 y 44; 1 Cel 25 y 30; LM 3,4; EP 36.-
[5] - 1 Cel 40; TC 37-40.- En la Vida de Fray Gil, cap. II, leemos que «este
hermano fue un día llamado por cierto hombre; acudió él inmediatamente,
creyendo que le iba a dar limosna; pero lo que le puso en la mano que le tendía
suplicante no fue sino un par de dados, con que le invitaba a jugar con él; a
lo que Gil respondió humildemente: "Dios te perdone, hijo mío"».
Asimismo en las Florecillas, cap. V, se cuenta que hubo gentes que «acercándose
a Fray Bernardo, en Bolonia, le tiraban de la capucha hacia atrás o hacia
adelante, mientras otros le arrojaban puñados de tierra y aún guijarros...;
pero a todas estas injurias él respondía con la más alegre paciencia». El
Anónimo de Perusa cuenta que a veces los hermanos pasaban la noche en iglesias
abandonadas.
[6] - Cf. 1 Cel 26; LM 3,6. Véase el siguiente pasaje de las Revelaciones de
Santa Brígida: «Francisco alcanzó la verdadera contrición de todos sus pecados
y la sincera voluntad de corregirse, diciendo: Nada hay en el mundo a que yo no
renuncie de buen grado por amor y en honra de mi Señor Jesucristo; ninguna
dureza hay en esta vida que yo no abrace y sufra gustoso por amor de mi Señor,
por cuya gloria yo quiero hacer todo lo que pueden mis fuerzas de cuerpo y
alma, y quiero procurar que hagan todos los demás hasta donde me será posible,
animándolos a amar a Dios con todo el corazón y sobre todas las cosas». Este
pasaje nos demuestra cuán claramente veía la estática de Suecia en el perdón de
los pecados la inspiración de una vida nueva y la consecución de una voluntad
perfecta de ejecutar el bien: inspiratio amoris.
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