Capítulo 3
Francisco, el batallador
Según
un antiguo relato que si no es real no deja de ser típico, el mismo nombre de
san Francisco no era tal sino un apodo. En la idea de aplicarle un sobrenombre
a la manera en que en la escuela a un chico común se lo llama "el
francés" hay algo que emparenta con el instinto familiar y popular del
Santo. Según aquella versión, su nombre no era Francisco sino Juan, y sus
compañeros le llamaban "Francesco" o "el Francesillo" a
causa de su pasión por la poesía francesa de los trovadores. Lo más probable es
que su madre lo haya llamado Juan cuando el niño nació estando ausente el
padre, y éste, poco tiempo después, al regresar de Francia -donde sus éxitos
comerciales le llenaron de entusiasmo por los gustos y usos sociales franceses-
diera a su hijo el nuevo nombre que significaba "el franco" o
"francés". Sea como quiera, no carece el nombre de significación
relacionando desde el principio a Francisco con el romántico país encantado de
los trovadores.
El
padre se llamaba Pietro Bernardone, y era un distinguido ciudadano del gremio
de mercaderes de telas en la ciudad de Asís. es difícil describir la posición
de semejante hombre sin examinar la de aquel gremio y aun la de la ciudad. Exactamente
no correspondía a nada de lo que en los tiempos modernos se entiende por
comerciante u hombre de negocios o industrial, o a nada de lo que se da dentro
del sistema capitalista. Bernardone pudo tener empleados pero no era patrono;
es decir, no pertenecía a una clase de empleadores como distinta de una clase
de empleados.
La
persona que ciertamente sabemos que empleó fue su hijo Francisco; alguien,
estamos inclinados a suponer, que sería la última persona en asalariar el
hombre de negocios en trance de contratar empleados. Era tan rico como puede
serlo el labrador con el trabajo de su familia; pero aguardaba, sin lugar a
dudas, que su familia trabajara de manera casi tan normal y evidente como
puede esperarlo de la suya el campesino. Era un ciudadano preminente, pero
pertenecía a un orden social cuya propia naturaleza cerraba el paso a toda preeminencia
excesiva que lo llevara a trascender al mero ciudadano. Orden semejante
mantenía a toda su gente en el plano de la simplicidad que le cuadraba sin que
riqueza alguna viniera acompañada de esa fuga del trabajo pesado por la que a
un muchacho, en tiempos modernos, se lo considera gentilhombre o caballero o
cualquier otra cosa menos hijo de un mercader de telas. )rato es una regla
probada aun en su misma excep- ción. Francisco era una de esas personas que son
populares en todas partes, y su jactancia sin artificio como trovador y
campeón de modas francesas lo convirtió en una especie de jefe romántico entre
los jóvenes de la ciudad. Derrochaba dinero en extravagancias y liberalidades
por igual siguiendo la inclinación nativa del hombre que nunca comprendió
exactamente lo que era el dinero. Esto exultaba y también exasperaba a su
madre, la que dijo como podría decirlo en cualquier rincón de la tierra la
mujer de un mercader: "Más parece un príncipe que hijo nuestro".
Pero una de las primeras imágenes que de él tenemos nos lo muestra vendiendo
piezas de tela en un puesto del mercado, lo que la madre habrá quizás estimado
o no que era un hábito propio de príncipes.
Esta
primera imagen del joven en el mercado es simbólica en más de un sentido.
Ocurrió, en efecto, un hecho que es tal vez el resumen más breve y agudo que
puede darse de ciertos rasgos curiosos que eran ya parte de su carácter mucho
antes de que éste se transfigurara por la fe trascendental. Mientras vendía
telas y finos bordados a un sólido comerciante de la ciudad se acercó un
mendigo a pedir limosna, evidentemente de una manera falta de tino. Era aquélla
una sociedad ruda y sencilla, y no había leyes que castigaran al hambriento por
expresar su necesidad de pan como las que se han promulgado luego en tiempos
más humanitarios, y la falta de una policía organizada permitía que tales
gentes importunaran a los ricos sin mayor peligro. Pero en muchos lugares,
según creo, existía la costumbre local del gremio que prohibía a los extraños
interrumpir una tratativa honesta; es posible que algo por el estilo colocara
al pobre mendigo en una postura falsa. Pues bien, durante toda la vida Francisco
experimentó una gran simpatía por cuantos se veían sometidos sin remedio a
situaciones falsas. Al parecer, en la presente ocasión, el Santo se enfrentó a
sus dos interlocutores con una mente dividida, distraída en verdad y quizás
también irritada. Tal vez se sintiera aún más molesto por las fastidiosas
normas establecidas que le habían inculcado y que aceptaba con toda naturalidad.
Todos están de acuerdo en que desde el principio la cortesía brotaba de él como
las fuentes públicas en aquél soleado mercado italiano. Francisco hubiera podido
escribir como lema entre sus versos esta estrofa del poema de Belloc:
"La cortesía
es mucho menos
que la intrepidez
del corazón o la santidad
pero, bien
meditado, yo diría
que la gracia de
Dios está en la cortesía."
Nadie
puso en duda nunca que Francisco Bernardone fuera de corazón intrépido, en el
sentido tanto puramente varonil como militar, y llegaría un tiempo en que
tampoco se dudaría en cuanto a su santidad y gracia de Dios. Pero estimo que
si en algo era puntilloso Francisco era precisamente en el puntillo. Si de algo
se sentía orgulloso este hombre tan humilde era de sus buenos modales.
Solamente que tras esta urbanidad perfectamente natural se ocultaban más
amplias y esforzadas disposiciones de las que tenemos un primer atisbo en este
trivial incidente. De todas maneras, ante el embarazo frente a sus dos
interlocutores, es evidente que el ánimo de Francisco se hallaba dividido; pero
de todas maneras cerró como pudo tratos con el mercader y, cuando terminó, se
halló con que el mendigo se había marchado. Saltó de su tienda, abandonó las
piezas de terciopelo y de paños finos a vista y merced de todos y se lanzó a
todo correr por la plaza del mercado, veloz como una flecha. Corriendo aún
recorrió el laberinto de calles estrechas y tortuosas de la pequeña ciudad en
busca de su hombre y descubrió por fin y colmó de dinero al mendigo asombrado.
Después se encaró consigo mismo, por decirlo así, y juró ante Dios que nunca
en la vida había de negar ayuda al pobre. La avasalladora simplicidad de este
emprendimiento resulta extraordinariamente característica. Nunca ha existido un
hombre a quien atemorizaran menos las propias promesas. Su vida fue un
torbellino de votos temerarios, de votos temerarios que acabaron bien.
Los
primeros biógrafos de Francisco, naturalmente sensibles a la gran revolución
religiosa que produjo, con igual naturalidad volvieron la mirada hacia los
primeros años del Santo en busca de augurios y señales de aquél terremoto
espiritual. Pero nosotros escribiendo a mayor distancia no disminuiremos el
efecto dramático y más bien lo aumentaremos si nos percatamos de que en el
joven no había por aquellos días ningún signo exterior que delatara algo
particularmente místico. No había en él ni rastros de aquél temprano sentido de
la vocación que ha sido peculiar de algunos santos. Por encima de su ambición
principal de lograr fama como poeta francés, parece que pensó a menudo en
adquirirla como soldado. De su natural era bondadoso y bravo a la manera en que
lo son los jóvenes normalmente; pero tanto en bondad como en bravura fijaba su
ideal sin desmedro donde lo fijaría la mayoría de la juventud: ante la lepra
sentía horror humano como el que tienen sin necesidad de avergonzarse la
mayoría de los hombres. Gustaba de trajes alegres y brillantes propios del
gusto heráldico de los tiempos medievales y mostraba, según parece, una figura
asaz festiva. Y si bien no tiñó la ciudad con los colores subidos de le.
juerga, no le hubiera disgustado inundarla con el brillo de toda la gama del
arco iris como en una pintura medieval. Pero en el relato sobre un mancebo
vestido de alegres colores corriendo tras un mendigo en harapos relucen ciertas
notas de la individualidad natural de Francisco que hay que tomar en consideración
desde el principio y hasta el fin.
Por
ejemplo, aquí se hace manifiesto un cierto aire de rapidez. En algún sentido,
san Francisco siguió corriendo por el resto de su vida como corrió tras el
mendigo. Porque todas las empresas que asumió fueron emprendimientos de
misericordia, en su retrato sobresale también una nota de benignidad que, con
todo y ser real en el sentido más auténtico, se presta fácilmente a
interpretaciones erróneas. Un cierto atolondramiento era el cabal contrapeso
de su alma. Entre los santos a Francisco habría que representarlo como a menudo
se ha pintado a los ángeles en cuadros angélicos: con pies alados y aun con
plumas y según el espíritu de aquel texto que llama viento a los ángeles y
fuego ardiente a los divinos mensajeros. Señalemos la curiosidad del lenguaje,
por lo menos en inglés, por la que "coraje" (courage) implica de
hecho correr (running) y no faltarán modernos ascépticos para quienes en
realidad signifique huir (running away). Pero el coraje de Francisco quería
decir "correr" en el sentido de precipitarse. A pesar de toda su
urbana cortesía en el fondo de su impetuosidad había nativamente algo de
impaciencia. La verdad psicológica del hecho del mendigo que relatamos aclara
muy bien la confusión moderna acerca de la palabra "práctico". Si por
práctico entendemos lo que es practicable en forma bien inmediata, diremos que
práctico equivale simplemente a lo que es más fácil. En este sentido san
Francisco fue muy poco práctico y sus objetivos muy extramundanos. Pero si por
practitidad queremos significar una preferencia por el esfuerzo pronto y una
energía semejante frente a la duda y la dilación, el Santo fue en realidad de
verdad un hombre muy práctico. Pueden algunos llamarle loco pero fue
precisamente el reverso de un soñador. Nadie se atrevería a llamarlo hombre de
negocio, pero fue muy señaladamente hombre de acción. En algunos de sus
tempranos emprendimientos lo fue tal vez en demasía: obró con excesiva
prontitud y fue inmoderadamente práctico para ser prudente. Pero en cada recodo
de su extraordinaria carrera lo veremos lanzarse y tornar esquinas de la manera
más inesperada como cuando por calles tortuosas se lanzó en pos del mendigo.
Otra
característica que descubre aquella anécdota y cosa que era ya parcialmente un
instinto natural de Francisco antes de convertirse en ideal sobrenatural es
algo que acaso no se perdió nunca en aquellas pequeñas repúblicas italianas de
la Edad Media. Algo que algunos considerarán muy chocante y que por regla
general verán con más claridad los hombres del Sur que los del Norte y, en mi
opinión, más los católicos que los protestantes: a saber, el muy natural concepto
de la igualdad de los hombres. No guarda ésta una necesaria relación con el
amor franciscano a los hombres; por el contrario uno de los medios de
comprobarla en la muda práctica es la igualdad en el duelo. Y acaso no la
acepte de verdad un caballero mientras no admita la posibilidad de contender
con su criado. Estamos, pues, ante una situación antecedente de la fraternidad
franciscana cual la percibimos en ese temprano incidente de la vida seglar del
Santo. Me imagino que Francisco sintió verdadera perplejidad sobre a quién
atender primero: al mercader o al mendigo, y que, habiendo despachado al
primero, corrió a socorrer al segundo pues juzgó que ambos eran igualmente
hombres. En una sociedad de la que la igualdad está ausente esto resulta mucho
más difícil de describir, pero fue sin duda la base original de todo y es la
razón por la que el movimiento popular surgiera en tal preciso lugar y a través
de aquél hombre. La imaginativa magnanimidad del Santo se elevó luego como una
torre hacia cumbres estrelladas que pueden parecer vertiginosas y aun locura,
pero aun entonces se fundaba en los altos cimientos de la igualdad humana.
Entre
un centenar de anécdotas de la juventud de Francisco, he escogido ésta y me he
detenido en su significación, pues mientras no nos acostumbremos a desentrañar
los significados nos parecerá a menudo que al contar la historia poco o nada
hallamos fuera de un leve y superficial sentimiento. San Francisco no es precisamente
un personaje de quien pueda hablarse con sólo historias "bonitas".
Abundan éstas, pero se las utiliza muchas veces como si fueran una especie de
sedimento sentimental del mundo medieval en vez de tomarlas, como Francisco
lo fue en forma superlativa, por un desafío al mundo moderno. Su despliegue humano
hemos de tomarlo con mayor seriedad, y la siguiente anécdota en que
vislumbramos un verdadero atisbo de ese desarrollo, se desenvuelve en un
escenario muy distinto. Pero. de manera idéntica abre casi como casualmente
abismos de la mente y aun quizá del inconsciente. Francisco se muestra todavía
más o menos como un muchacho corriente, y sólo mirándolo así nos damos cuenta
de cuán extraordinario debió ser.
Había
estallado la guerra entre Asís y Perugia. Está ahora de moda decir con ánimo
satírico que aquellas guerras entre las ciudades-estados de la Italia medieval
no tanto estallaban cuanto continuaban indefinidamente. Bastará decir aquí
que, aun si ellas se hubieran sucedido sin interrupción durante un siglo, ni
remotamente hubieran muerto tantas gentes cuantas perecen en un año en una de
nuestras grandes guerras científicas entre nuestros grandes imperios industriales
modernos. Pero los ciudadanos de una república medieval podían estar seguros
de vivir con una limitación, la de no ser convocados a morir por nada que no fueran
las cosas por las cuales vivieron siempre: las casas donde moraban, los
santuarios que veneraban y los gobernantes y representantes que conocían, y no
por visiones más amplías fundadas en los últimos rumores sobre remotas colonias
mencionadas en periódicos anónimos. Sí de nuestra experiencia inferimos que la
guerra paralizó la civilización, debemos admitir por lo menos que aquellas
ciudades guerreras produjeron algunos paralíticos que se llamaron Dante y
Miguel Angel, Ariosto y Tiziano, Leonardo y Colón, por no mencionar a Catalina
de Sena y al protagonista de la presente historia. Mientras nosotros miramos
con lástima este patriotismo local como simples grescas de la "Edad
Oscura", no deja de ser un hecho curioso el que casi tres cuartas partes
de los más grandes hombres que en el mundo han existido hayan salido de esas pequeñas
ciudades y por añadidura hayan intervenido con frecuencia en esas pequeñas
guerras. Aún está por ver lo que a la postre saldrá de nuestras grandes urbes;
desde que alcanzaron éstas su actual tamaño no veo señal alguna de algo
semejante, y a veces me ha asaltado un sueño que ya pobló mí infancia, a
saber: que cosas como aquéllas no acaecerán hasta que alrededor de Clapham no
se levante una muralla y de noche suene el toque a rebato llamando a las armas
a los ciudadanos de Wimbledon.
Pero
es el caso que el clarín resonó en Asís y los ciudadanos se armaron y entre
ellos Francisco, el hijo del mercader de telas. Salió a la pelea en alguna compañía
de lanceros, y en alguna batalla o escaramuza, él y su pequeña banda cayeron
prisioneros. Tengo para mí como la cosa más probable que se haya tratado de
una traición o cobardía pues se nos cuenta que entre los cautivos había uno con
quien los compañeros, aun en prisión, se negaban a relacionarse, y cuando
esto sucede en tales circunstancias es porque el reproche militar por la
rendición se descarga sobre alguíen en concreto. De todas maneras, se ha hecho
notar una cosa menor, bien que curiosa, y que quizás parezca más negativa que
positiva. Nos cuentan que Francisco se movía entre los compañeros de cautiverio
con su cortesía y cordialidad características -"liberal y dado a la
risa" como alguien dijo de él-, resuelto a mantener el buen ánimo de todos
y el propio. Y cuando se cruzó con el proscripto, traidor o cobarde, o como
se lo quiera llamar, lo trató simplemente de idéntica manera que a los demás,
sin frialdad ni compasión, con la misma alegría sin afectación y el mismo buen
compañerismo. Pero sí en la prisión hubiera habido alguien dotado de una
segunda visión sobre la verdad e inclinación de las cosas espirituales, se
hubiera percatado de que se hallaba ante algo nuevo y al parecer casi
anárquico: una ola profunda que arrastraba hacía mares todavía ignotos de
caridad. Porque en este sentido todavía algo le faltaba en verdad a Francisco
de Asís, algo ante lo que permanecía ciego sí es que sus ojos debían abrirse
alguna vez a la posibilidad de cosas mejores y más hermosas. Todos esos límites
en el buen compañerismo y los buenos modales, todas las fronteras de la vida
social que separan al tolerable del intolerable, todos los escrúpulos sociales
y convenciones que son normales y aun nobles en el hombre corriente, todas las
cosas que mantienen la cohesión de muchas sociedades decentes nunca pudieron
dominar a nuestro hombre. Amó como amó, al parecer a todo el mundo pero en
especial a quienes por él quererlos acompañaba la enemiga de los demás. Cosa
muy dilatada y uníversal la que se encontraba ya presente en la estrecha
mazmorra, y en la oscuridad de ésta un vidente hubiera podido ver el halo
encendido de la caritas caritatum [caridad de caridades] que distingue a un
santo entre los santos tanto como entre los hombres. Hubiera podido oír el primer
susurro de aquella peregrína bendición que tomaría luego los ecos de casi una
blasfemia: "Él escucha a quienes ni el mismo Dios quiere escuchar".
Pero,
si el vidente quizás hubiera podido ver esta verdad, es muy dudoso que ya
entonces la conociera Francisco. El Santo había obrado obedeciendo a una
magnanimidad inconsciente-o largueza, según la bella palabra medieval-
interior, por algo casi diríamos ilegal si no llegara a los umbrales de una
ley más divina, aunque resulta del todo improbable que como tal entonces le
conociera Francisco. Es evidente que por aquellos días no abrigaba propósito
alguno de abandonar la vida militar y menos aún de abrazar la monástica. Es
cierto que, contrariamente a lo que piensan pacifistas y necios, no hay
incongruencia en amar a los hombres y combatir contra ellos mientras se lo haga
lealmente y por una causa justa. Pero, a mi juicio, algo más que esto entraba
aquí en juego: a saber que de todas maneras la mente del joven se orientaba
en realidad hacia una moralidad de lo militar.
Por
aquel entonces en el camino de Francisco cruzó se la primera calamidad bajo la
forma de una dolencia que volvería a visitarlo en muchas ocasiones y obstaculizaría
su temeraria carrera. La enfermedad lo tomó más serio, pero imagino que lo hizo
más serio soldado o quizá más serio acerca de la vocación y vida militar. Y
mientras convalecía, algo bastante más importante que las pequeñas reyertas e
incursiones de las ciudades italianas abrióle el ancho camino de la aventura y
la ambición. Al parecer, un tal Gauthier de Brienne reclamaba la corona de
Sicilia, centro de controversias muy importantes por entonces, y la causa del
papa, en cuya ayuda se llamaba a Gauthier, despertaba el entusiasmo de muchos
jóvenes de Asís; entre éstos figuraba Francisco quien propuso marchar sobre
Apulia en apoyo del Conde; no es improbable que el nombre francés de éste haya
quizás pesado en todo el asunto.
Pues
nunca olvidaremos que si era aquél un mundo de cosas pequeñas, lo era de cosas
pequeñas que se ocupaban de las grandes. Había más internacionalismo en esas
tierras salpicadas de pequeñas repúblicas que en las enormes, homogéneas e
impenetrables divisiones de hoy en día. En aquellos tiempos la autoridad legal
de los magistrados quizá no alcanzara más allá de un tiro de ballesta desde
las altas murallas almenadas de la ciudad. Pero las simpatías de la gente
podían acompañar las incursiones de los normandos a través de Sicilia o de los
palacios de los trovadores en Tolosa o depositarse en el emperador entronizado
en las selvas germánicas o en el papa moribundo en el desierto de Salerno. Por
encima de todo no olvidemos que cuando los intereses de una edad son
primariamente religiosos serán forzosamente universales. Nada puede haber más
universal que el universo. Y varias son las cosas acerca de la postura
religiosa en ese particular momento que escapan no sin razón a la mentalidad
moderna. Entre otras, las gentes de hoy suelen confundir naturalmente a esos
pueblos tan remotos con pueblos antiguos y aún primitivos. Pensamos vagamente
que aquellos hechos acaecieron durante las primeras épocas de la Iglesia cuando
en realidad tenía ésta por entonces más de mil años. Vale decir que la Iglesia
era bastante más antigua que la Francia contemporánea para nosotros y mucho
más que la Inglaterra de nuestros días. La Iglesia se asemejaba al gran
Carlomagno, de luenga barba florida, a quien según la leyenda, habiendo reñido
mil batallas contra los infieles, un ángel le animaba a no desmayar y seguir
luchando sin cesar aunque tuviese dos mil años. La Iglesia había alcanzado los
mil años y avanzaba ahora a la vuelta del segundo milenio; salía de la
"Edad Oscura" cuando lo único que se podía hacer era pelear
desesperadamente contra los bárbaros y repetir porfiadamente el credo. Y el
credo se seguía repitiendo tras la victoria o la liberación, aunque no es de
extrañar que cierta monotonía se hubiera adueñado del gesto. La Iglesia parecía
tan antigua en tonces como ahora y había algunos que ya entonces la imaginaban
moribunda como ahora. En realidad, la ortodoxia no estaba muerta pero podía
parecer sombría, y es cierto que no faltaron quienes por tal la tuvieran. De
los trovadores del movimiento provenzal había empezado a apoderarse ese giro o
desvío hacia las fantasías orientales y las paradojas del pesimismo que se
adueña de los europeos como viento fresco cuando la propia salud parece añeja.
Tras aquellos siglos de guerras desesperadas en lo exterior y áspero ascetismo
en lo interior no es de extrañar que la ortodoxia oficial pareciera antigua.
El frescor y libertad de los primeros cristianos parecían, como ahora, una olvidada
y casi prehistórica edad de oro. Roma todavía era lo más racional de todo y la
Iglesia lo más sabio, pero bien podía parecer ella más aburrida que el mundo.
En las locas metafísicas que soplaban desde Asia, bullía quizás algo más
intrépido y atractivo. Sobre el mediodía se agolpaban soñaciones como negros nubarrones
a punto de estallar en truenos de anatema y guerra civil. En la planicie
alredor de Roma se derramaba sólo la luz, pero la luz era pálida y la llanura
rasa. Y nada se movía en el aire manso y el silencio inmemorial circundaba la
ciudad sagrada.
Arriba,
en la oscura casa de Asís, Francisco Bernardone dormía y soñaba en cosas de
guerra. En las tinieblas llególe una visión maravillosa de espadas con cruces
labradas, a la manera de las que usaban los guerreros cruzados, de picas,
escudos y yelmos colgados de una panoplia y marcados todos con el sagrado
emblema. Al despertar acogió el sueño como un clarín llamándolo al campo de
batalla y se lanzó en busca de caballo y armas. Gustaba sin duda de todo ejercicio
caballeresco y era indubitablemente un caballero cumplido en todas las suertes
del torneo y la maniobra militar. A no dudarlo, hubiera preferido una caballería
de cuño cristiano; pero parece evidente que por entonces su ánimo estaba
sediento de gloria, si bien para él esta gloria se identificaba siempre con el
honor. No le era ajena esa visión de la guirnalda de laurel que César legara a
todos los latinos. Mientras cabalgaba camino a la guerra, la gran puerta en la
recia muralla de Asís resonó con su última jactancia: "Volveré convertido
en gran príncipe".
A
poco de caminar, de nuevo le atacó aquella su enfermedad y le sumió en el
lecho. No parece improbable, dado su temperamento impetuoso, que hubiera
emprendido sus andanzas antes de sanar. Y en la oscuridad de este segundo
tropiezo, mucho más desolador, parece que tuvo otro sueño y en él le dijo una
voz. "No has comprendido el sentido de la visión. Vuelve a tu
ciudad". Y Francisco desandó los pasos hacia Asís, enfermo como estaba,
lánguida figura asaz desengañada y contrariada, burlada quizás, sin nada que
hacer sino esperar los próximos acontecimientos. Era su primer descanso a una
oscura quebrada llamada valle de la humillación, y le pareció rocosa y desolada
aunque más tarde habría de encontrar en ella un campo de flores.
Más
no sólo chasqueado y humillado se sintió Francisco sino perplejo y confundido.
Creía aún firmemente que sus dos sueños algo significaban y no podía imaginar
el sentido. Mientras vagaba, casi diría como un sonámbulo, por las calles de
Asís y los campos de extramuros, le aconteció un suceso que no siempre se ha
relacionado con el tema de sus sueños pero que significaba la culminación de
ellos. Cabalgaba indiferente por senderos apartados, al parecer a campo
abierto, cuando vio caminando hacia él una figura, y el Santo se detuvo: era un
íeproso. Y comprendió en el acto que aquí se lanzaba un desafío a su valor, no
como los que hace el mundo sino como lo haría quien conoce los secretos del
corazón del hombre. Lo que vio avanzando no era el estandarte y las espadas de
Perugia ante las que nunca retrocedió, ni los ejércitos que peleaban por la
corona de Sicilia, de los que siempre pensó lo que un hombre valiente piensa de
un vulgar peligro. Francisco Bernardone vio su miedo avanzando hacia él por el
camino, el miedo que nace de adentro no de afuera, blanco y horrible a la luz
del sol.
Por una sola vez
en el largo correr de su vida debió sentirse inmóvil. Luego, sin transición
entre la inmovilidad y el arrebato, saltó del caballo, se precipitó sobre el
leproso y lo abrazo. Era el principio de su larga vocación en el ministerio
junto a los leprosos a quienes brindó servicios sin cuento. Dio a aquel hombre
cuanto dinero pudo, montó luego y siguió su camino. No sabemos hasta donde
cabalgó ni cual fue su pensamiento sobre las cosas que le rodeaban; pero se
dice que al volver la cabeza no pudo ver a nadie en el camino.
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