Capítulo
III – La Indulgencia de la Porciúncula
Empezaremos por
advertir que, antes de la institución de la Indulgencia de la Porciúncula, no
se reconocía en la Iglesia otra indulgencia plenaria que la otorgada a los que
tomaban la cruz e iban a combatir por la Tierra Santa. Todo cruzado, con sólo
confesarse, obtenía remisión completa, no sólo de todas las penas
eclesiásticas, sino también de todas las del purgatorio, de modo que su alma
podía pasar inmediatamente de su envoltura corporal a la gloria del paraíso.
Esta indulgencia
de la cruzada, que se llamaba indulgencia de Tierra Santa, fue después
extendida a los que, impedidos por alguna causa grave, no podían ir a la guerra
santa, pero contribuían a ella con dinero o con tropas armadas; y es digno de
notarse que los encargados de dispensar esta indulgencia así ampliada, fueron
precisamente los frailes franciscanos.
En todos los
demás casos en que la Iglesia concedía una indulgencia, por ejemplo, con motivo
de la consagración de una iglesia, la cosa se hacía de forma mucho más
restringida. El Concilio de Letrán de 1215 acababa de hacer aún más excepcional
esta práctica. Según este Concilio, la indulgencia otorgada con ocasión de la
consagración misma de una iglesia no podía consistir más que en la remisión de
las penas eclesiásticas por un año; por cuarenta días, si sólo se trataba del
aniversario de la consagración. Por excepción rarísima concedió Gregorio IX,
cuando la consagración de la iglesia de San Francisco en Asís, indulgencia de
tres años a los que, para asistir a la fiesta, hubiesen tenido que atravesar
mares; de dos, a los peregrinos del otro lado de los Alpes, y la ordinaria de
un año a los de dentro de Italia.
Esto supuesto,
¿en qué consiste lo que Francisco fue a pedir al Papa y lo que se asegura que
éste le otorgó? Si nos atenemos a las fuentes (cuyo valor examinaremos más
adelante), el Santo se presentó un día, acompañado de Fray Maseo de Mariñano,
delante de Honorio III pidiendo para su iglesia de la Porciúncula la misma
remisión plenaria que se concedía a los cruzados de Tierra Santa. «Deseo
-habría dicho al Papa- que todo el que entre en esta iglesia arrepentido de sus
pecados, y se confiese y haya obtenido la absolución, quede libre de todas las
faltas que hubiera cometido y de todas las penas que hubiera merecido desde el
día de su bautismo hasta en el día y hora en que haya entrado en dicha
iglesia». En vano el Papa le hizo presente que la Curia romana no tenía
costumbre de conceder tan amplia indulgencia a ninguna iglesia; en vano se
esforzó por persuadir a Francisco de que debía contentarse con una de las
indulgencias ordinarias, de las que hemos hablado antes. Francisco se mantuvo
inflexible y declaró al Papa que era Dios quien le había enviado allí a pedir
esta indulgencia. Entonces Honorio cedió de repente, como alumbrado por divina
inspiración; pero a continuación tomaron la palabra los Cardenales para hacer
presente a Honorio el gran perjuicio que semejante excesivo favor acarrearía a
la indulgencia de Tierra Santa, con lo que lograron restringir la nueva
indulgencia de manera que no fuese permanente, sino que se pudiese ganar un
solo día al año, desde las vísperas de la vigilia hasta la medianoche del día
siguiente, es decir, treinta y seis horas. Francisco entonces se retiró todo
satisfecho. Preguntado luego por el Papa si no deseaba alguna confirmación por
escrito, respondió que tal documento era superfluo, porque «Dios mismo se
encargaría de propagar y recomendar su propia obra».
Tal es el relato
esencial de la Indulgencia de la Porciúncula, que las leyendas han recargado de
una multitud de circunstancias prodigiosas, como la «leyenda de las rosas» que
Overbeck representó sobre la fachada de la capilla de la Porciúncula. Pero
todos estos ornatos agregados a la primitiva relación aparecen por primera vez
en obras del siglo siguiente, mientras los hechos que acabamos de resumir se
hallan en fuentes mucho más antiguas.
Yo añadiría que
los referidos hechos se presentan a primera vista con muchos caracteres de
verosimilitud. En efecto, todos los biógrafos nos hablan del especial cariño
con que miraba Francisco a la Porciúncula, y conocemos su ardoroso celo por la
conversión de los pecadores. Según Tomás de Celano, tuvo el Santo cierto día
una extraña visión en que vio gran multitud de hombres de todas las razas y
pueblos afluir a la pequeña iglesia de la Porciúncula (1 Cel 27). Idéntica
visión tuvo también otro de sus discípulos (TC 56).
El primitivo
relato contiene, además, un detalle de todo en todo característico de
Francisco: su negativa a la oferta del Papal de concederle por escrito la
indulgencia. El Santo miró siempre con marcada repugnancia los documentos
escritos. En 1210 se contentó de buen grado con la aprobación de su Orden por
Inocencio III, y si del Concilio lateranense solicitó y obtuvo algún apoyo, fue
éste puramente moral. Cuando Orlando de Cattani le donó el monte Alverna, la
donación se hizo «sin ninguna escritura», como dice expresamente el texto de la
donación oficial hecha por los hijos del conde en 1274. Finalmente, en su
Testamento, prohíbe a sus frailes de la manera más terminante que acudan a la
Curia romana en demanda de privilegios escritos, ni para iglesia ni para lugar
alguno. Nadie, pues, se extrañará de que el antiguo relato diga que Francisco
se negó a aceptar el documento que Honorio le ofrecía. Por el contrario, la
actitud y el tono imperioso que allí se atribuye al Santo no concuerda bien con
lo que sabemos de la profunda humildad que siempre usaba al hablar con Honorio,
como se desprende de las siguientes palabras que le dijo en una ocasión en que,
por intermedio del Cardenal Hugolino, obtuvo audiencia del Papa: «Cuando hay
tantos nobles y ricos y tantos religiosos que no pueden tener audiencia con
vos, nosotros, que somos los más pobres y despreciables entre todos los
religiosos, deberíamos estar sobrecogidos de temor y avergonzados viendo que no
sólo se nos permite llegar hasta vos, sino estar ante vuestra puerta y presumir
pulsar el tabernáculo que encierra el poder de los cristianos» (TC 65; cf. 1
Cel 73).
Pero la cuestión
sigue siendo saber si en realidad, de verdad, el Santo dio esa respuesta a
Honorio, o, en otros términos, si un suceso como el que nos cuentan los autores
del antiguo relato tuvo lugar verdaderamente.
Lo primero que
cumple advertir es que ninguna de las fuentes auténticas e indubitables del
siglo XIII contiene ni una sola palabra relativa a la Indulgencia de la
Porciúncula. Tomás de Celano sabe de las indulgencias concedidas a la basílica
de Asís por Gregorio IX; pero ni él, ni los Tres Compañeros, ni Julián de
Espira, ni el Anónimo de Perusa, ni San Buenaventura tienen la menor noticia de
tal indulgencia de la Porciúncula. Y, sin embargo, los autores del relato de
esta Indulgencia afirman que a partir de 1216, todos los años, en la fecha
fijada por Honorio III, es decir, desde la tarde del 1 de agosto hasta la noche
del 2, la indulgencia se ganaba por numerosos peregrinos. Se ha querido
explicar el silencio de los biógrafos atribuyéndolo a la falta de todo
documento escrito, o bien a la oposición de Elías de Cortona y su partido
contra «los hombres de la Porciúncula», representantes de la tendencia estricta
en la Orden francisana, lo cual supondría que dichos biógrafos se habían puesto
del lado de esa oposición.
Pero, si esta
última explicación valiese, sería de esperar que, por el contrario, mencionaran
la indulgencia de la Porciúncula, poniéndola en un lugar de honor, las leyendas
provenientes del partido rigorista, como el Espejo de Perfección, los Actus
Beati Francisci y las Florecillas. Mas la verdad es que también éstas
guardan total silenció sobre el particular. Si la leyenda italiana de
Melchiorri (s. XIV) fuese copia fiel y libre de toda interpolación de la
primitiva Leyenda de los Tres Compañeros, esa sería el único vestigio, el único
testimonio franciscano de la indulgencia de la Porciúncula, por cuanto sólo ahí
se halla el relato que ya he citado. Pero hasta ahora nadie, ni el mismo
Sabatier (por más que esté convencido de la autenticidad de la famosa
indulgencia), se ha atrevido a prestar entera fe a este texto del siglo XIV.
La tradición de
esta indulgencia descansa, indirectamente si no en primer lugar, en el
testimonio de Fray León y de otros amigos íntimos de San Francisco. La primera
mención auténtica que de ella conocemos es un atestado hecho el 31 de octubre
de 1277, delante de numerosos testigos y firmado por el notarius publicus
de Arezzo. Los que testifican son dos franciscanos, Fray Benito de Arezzo, «que
estuvo un tiempo con San Francisco cuando éste vivía aún», y Fray Rainerio de
Arezzo, que declara haber sido amigo íntimo de Fray Maseo de Mariñano. En este
documento afirman ambos frailes haber oído a Fray Maseo, «que era la verdad
misma», contar que Francisco y él habían ido juntos a Perusa e impetrado del
Papa Honorio la susodicha indulgencia, «si bien el Papa le dijo que la Sede
apostólica no tenía costumbre de otorgar semejantes favores».
La relación de
los hechos es aquí breve, y hay que reconocer que el documento tiene fecha
cierta y presenta todos los caracteres de la autenticidad. «En el año 1277, no
siendo nadie emperador, vacante la Sede pontificia», dice. En efecto, Rodolfo
de Habsburgo, elegido en 1273, en 1277 no estaba aún coronado. La Sede
pontificia estuvo vacante desde el 20 de mayo hasta el 25 de noviembre de 1277,
y el documento está fechado el 31 de octubre.
Pero el original
de este documento ha perecido, y a lo más podemos admitir con Sabatier que la
copia de él que se conserva en Asís se remonte a los últimos años del siglo
XIII; otra, muy abreviada, que forma parte de un manuscrito de Volaterra, es
incontestablemente del siglo XIV.
Varias otras
relaciones del mismo tiempo se apoyan también en el testimonio de Fray Maseo,
siempre por intermedio de Benito de Arezzo. Sabatier las ha reproducido en su
edición del libro de Francisco Bartoli sobre la Indulgencia de la
Porciúncula, libro que fue escrito por los años de 1335; pero ningún
detalle nuevo contienen, sea que tengan por autor a Fray Juan de Alverna o a
Fray Otón de Aquasparta. Siempre aparece una sola y misma fuente: Maseo-Benito.
La única adición, por lo demás de poca importancia, que merece destacarse es la
afirmación de que el anciano Pedro Zalfani asistió en su juventud a la
consagración de la iglesia de la Porciúncula, y cree haber visto allí a
Francisco «de pie con un papel en la mano», papel que, según sospecha el buen
viejo, sería la bula del Papa, mientras se nos afirma, por otra parte, que
Francisco rehusó obstinadamente aceptar confirmación alguna por escrito.
Zalfani afirma también que Francisco proclamó la indulgencia en presencia de
siete obispos, afirmación que adoptan las leyendas posteriores, imaginando que
el Papa encomendó la promulgación de la indulgencia a los Obispos de Asís,
Perusa, Todi, Espoleto, Nocera y Gubbio. A esta tradición se atuvo Tiberio de
Asís al pintar su fresco de Capilla de las Rosas, cerca de Asís.
Otro grupo de
testigos, más o menos del mismo tiempo, se apoya no en Fray Maseo, sino en Fray
León. Un noble de Perusa, Jacobo Coppoli, que el 11 de febrero de 1276 dio a
los franciscanos de su patria el monte donde se levanta el antiguo convento de
Monte Rípido, asegura, con la misma fecha y en los mismos términos que Benito
de Arezzo, haber oído contar la historia de la indulgencia de la Porciúncula a
Fray León. Según este relato, el Papa llega a ofrecer a Francisco una
indulgencia de siete años, sin lograr satisfacer al Santo; por fin, le concede
la de Tierra Santa, pero en seguida los Cardenales le persuaden a
restringirla. Habiendo referido todo esto Francisco a León, le ordenó que,
mientras le durase la vida, nada hablase de esta indulgencia, porque «debía
estar oculta por algún tiempo; pero luego el Señor la revelaría al mundo». Todo
esto está en abierta contradicción con el relato de Zalfani, según el cual la
indulgencia fue proclamada por Francisco «delante de siete Obispos», lo que
está muy lejos de implicar deseo de guardarla en secreto.
Waddingo establece
de manera indubitable que este testimonio data igualmente del año 1277. Se ve
claramente que por aquel tiempo, es decir, dos generaciones después de la
presunta fecha de la consecución de la indulgencia, la Orden Franciscana, o
mejor dicho, los representantes de la tendencia de la estricta observancia de
la Orden, entre los cuales se cuenta Benito de Arezzo, se esforzaban, de una
parte, por establecer a todo trance la efectividad de la indulgencia, y de
otra, por explicar de forma verosímil el prolongado misterio que acerca de ella
se había guardado. Por tal motivo prestó Benito de Arezzo su declaración
delante de notario, y Jacobo Coppoli la suya en presencia de numerosos testigos
y de Fray Ángel, ministro Provincial de la Umbría por aquel entonces (1274-1280).
Por idéntico motivo, según el relato de Coppoli, Francisco impone a su
secretario la extraña prohibición de revelar hasta su muerte, que ocurrió en
1273, cosa alguna de tal indulgencia, prohibición que León no respetó, puesto
que refirió dos veces, con corto intervalo, la historia, la segunda de las
veces para satisfacer (detalle harto significativo) las dudas que a Coppoli le
asaltaban sobre la autenticidad de dicha historia (Sabatier).
Por el mismo
tiempo, o poco antes, Fray Francisco de Fabriano asegura haber oído él mismo de
boca de Fray León el relato de la indulgencia de la Porciúncula. Pero este
testigo no escribió su relación sino en los últimos años de su vida, porque
cita un documento que no puede haber sido escrito antes de 1310 cuando él,
nacido en 1251, debía tener cerca de 70 años de edad, y cuando la leyenda de la
indulgencia corría ya por toda Italia con una notoriedad y una abundancia de
detalles que él no podía haber conocido en su juventud.
¿Cómo no suponer
que el anciano religioso escribía influido, sin saberlo, por la opinión
corriente, tanto más que él, como Coppoli, nos presenta a Fray León hablando
francamente sobre lo que Francisco le había prohibido revelar?
Que Francisco de
Fabriano fuese a la Porciúncula el año que él dice que fue, no tenemos por qué
dudarlo. Pero nadie nos negará la posibilidad de que él se haya figurado sin
suficiente razón que el objeto de esa peregrinación fuese ganar la indulgencia,
pues esta idea le vino a él en su extrema vejez. Desde un principio acudían los
franciscanos en numerosas peregrinaciones a la tumba de su Padre y a la
Porciúncula, y Kirsch hace constar, a este propósito, que el Papa Nicolás IV
(franciscano también), en un Breve de 14 de mayo de 1284, habla de «la
muchedumbre de frailes» que afluyen a Asís, pero sin decir palabra de la
indulgencia de la Porciúncula, que debería ser el principal motivo de tal
afluencia. Estos peregrinos, según el Papa Nicolás, visitan la tumba del Santo
y la capilla de la Porciúncula, pero sólo «para honrar a San Francisco», no
para ganar indulgencias.
La conclusión que
acabamos de sacar del Breve de Nicolás se confirma también por otro hecho.
Angela de Foliño (1248-1309) fue a Asís en peregrinación poco después de
ingresar en la Orden Tercera; ella misma relata el viaje, pero nada dice de la
Porciúncula, mencionando solamente las dos veces que estuvo en la «iglesia del
sepulcro», no obstante pertenecer ella a la categoría de los franciscanos de la
observancia rigurosa. El principal jefe de este partido, Hubertino de Casale,
vino a visitarla poco antes que muriese y de ella nos habla con gran respeto en
el prólogo de su Arbor Vitae. Cierto es que Angela pudo haber hecho el
viaje en tiempo diferente del tiempo en que se ganaba la indulgencia. Pero no
por eso deja de llamar la atención que guardase tan profundo silencio sobre la
Porciúncula. Eso sin contar con que, si ya existía la indulgencia, era natural
que dispusiera su viaje para el tiempo en que correspondía ganarla, como lo
hizo una amiga de Margarita de Cortona cuando ya la tradición de la indulgencia
estaba en boga. Margarita, fallecida el 22 de febrero de 1297, sobrevivió a su
amiga.
Los hechos
referidos indican que sólo en el último cuarto del siglo XIII (o si admitimos
el testimonio de Fabriano, en el último tercio) la indulgencia de la
Porciúncula empezó a ser conocida. Y, si nos fuera permitido aplicar nuestros
criterios modernos a las circunstancias de aquellos tiempos, nos sentiríamos
tentados a colocar el origen de la indulgencia en la fecha del quincuagésimo
aniversario de la adquisición de la Porciúncula (1212-1262). En cualquier caso,
lo cierto es que la indulgencia, desde el día en que salió a luz, encontró una
viva oposición, y para probarlo bastan las atestaciones oficiales, ante de
notario, de Benito de Arezzo, de Rainerio de Arezzo, de Coppoli y de Zalfani.
Hasta la llegada del jefe de los franciscanos estrictos, Pedro Juan Olivi,
todos se sentían obligados a tratar activamente la cuestión de la indulgencia.
Olivi, en un opúsculo desgraciadamente de fecha incierta, se esfuerza por
demostrar la autenticidad de la indulgencia recurriendo primeramente a
argumentos dogmáticos, y después a motivos históricos. La mala fortuna ha
querido que precisamente esta segunda parte de su escrito, que es la histórica,
se haya perdido (Acta Minorum XIV).
El testigo
principal de la autenticidad de la indulgencia es, pues, Fray Benito de Arezzo,
a quien Tomás de Celano dedicó, con fecha posterior a 1230, su Leyenda de San
Francisco (Legenda ad usum chori), que escribió expresamente para uso
de los conventos. En muchos lugares de este opúsculo habla Celano de las
gracias otorgadas por Gregorio IX a la basílica de Asís, pero ni la menor
mención hace de la indulgencia de la Porciúncula, que no podía menos de
registrarse en una biografía del Santo, por sucinta y compendiosa que se la
suponga.
De Benito de
Arezzo sabemos por Salimbene que fue enviado a Oriente por San Francisco en
calidad de jefe de la misión oriental, y que él fue quien admitió en la Orden
franciscana al Rey de Jerusalén Juan de Briena. La única biografía
contemporánea que poseemos de Fray Benito, escrita en 1302 por Juan de Arezzo,
coloca su muerte en 1242, mientras otros documentos prueban que en 1268 vivía
aún (Golubovich), y de hecho en 1277 prestó su atestación de la autenticidad de
la famosa indulgencia.
El trabajo de
Juan de Arezzo nos pinta a Fray Benito como un carácter sumamente raro y
antojadizo. Esta biografía está llena de aventuras que sólo el mismo Benito
podía relatar. Así, durante su permanencia en Oriente, le acometió un dragón y,
arrebatándole en el aire, le llevó a Babilonia para que visitase la tumba del
profeta Daniel. Otra vez fue transportado en una nube al Paraíso, donde
conversó con Enoch y Elías, recibió su bendición y les dio el ósculo de paz.
¿Quién no percibe el sabor oriental de estos relatos? No en balde pasó Benito
en Oriente la mayor parte de su vida. Por eso cree Kirsch que la atestación de
1277 es toda fantástica. Y aunque no se llegue a compartir ese parecer, está
claro que no se puede prestar mucha fe al testimonio de un hombre tan inclinado
a la exageración, por no decir otra cosa.
El segundo
testigo, Fr. Rainerio de Arezzo, entró en la Orden en 1258, y pudo muy bien,
por consiguiente, haber conocido a Fray Maseo, que vivió hasta el año 1280.
Pero nos creemos con derecho a preguntar: ¿por ventura todo lo que contó Fray
Maseo debe tenerse por absolutamente verídico? Es indudable que sus recuerdos
relativos a la vida de su maestro se han tenido que ir borrado y mezclando con ficciones
a medida que avanzaba en años, como aconteció a otros franciscanos de las
primeras generaciones, cuyos relatos nos cuesta a veces harto trabajo recibir
si no es a beneficio de inventario, por ejemplo, las anécdotas sobre San
Francisco que refiere Fray Conrado de Offida como aprendidas de boca de Fray
León (Sabatier).
Si se quiere
comprender cómo pudo nacer realmente la indulgencia de la Porciúncula hacia
finales del siglo XIII, sólo una explicación nos parece posible. El capítulo
primero del libro de Francisco Bartoli sobre esta indulgencia, escrito en 1335,
contiene el siguiente relato, muy poco atendido hasta ahora y que reza así:
«Fray Hugo de
Castello dijo haber oído contar a Fray Juan Morico de Asís que había un
campesino que moraba muy cerca de Santa María de la Porciúncula, y que durante
mucho tiempo había estado oyendo por la noche cantos de ángeles en la iglesia.
Se lo hizo saber al capellán de la iglesia, que era de la familia de los
Mazancolli de Asís, y al propio tiempo le dijo:
-- ¿Por qué no
vas a buscar a Francisco, que vive con algunos hermanos en Rivotorto, y lo
traes aquí?
El sacerdote fue
a buscar a Francisco. Y estando éste en la Porciúncula, tuvo una visión: por la
noche, mientras dormía, vio a Cristo y a su Madre María, de pie, junto al
lecho. Y Francisco les preguntó:
-- ¿Quiénes sois?
Jesús respondió:
-- Yo soy Cristo,
y mi madre es la que está conmigo.
Francisco repuso:
--¿De dónde
venís?
-- De Tierra
Santa.
-- ¿Y a qué
habéis venido aquí?
-- A consagrar
este lugar a mi Madre.
Dicho esto,
desaparecieron. Pero Francisco se levantó lleno de gozo y dijo:
-- No quiero irme
más de aquí. Id a traer acá a los otros hermanos» (Sabatier).
Esta relación,
que ciertamente no ha sido inventada por Bartoli, tiene para nosotros un
sentido tan claro o más que cualquiera de las otras leyendas simbólicas del
tiempo. Significa que, cuando la Tierra Santa podía considerarse ya como
perdida (la última ciudadela de los cristianos, San Juan de Acre, cayó en
1291), la indulgencia de Tierra Santa, cuya concesión había sido confiada por
el Papa a las franciscanos, se trasladó a la iglesia de la Porciúncula. La
hipótesis puede parecer atrevida, pero, en verdad, no hay otra explicación
posible. El hecho mismo de que Bartoli coloque el relato antes citado al
principio de su libro sobre la indulgencia, prueba indirectamente que el origen
de ésta fue en realidad una sustitución de Tierra Santa por la Porciúncula.
Después que Nicolás IV, en 1289, concedió una indulgencia a la nueva iglesia
donde estaba la tumba del Santo (lo que significaba necesariamente cierta
depreciación de la Porciúncula en beneficio de esta iglesia), los franciscanos
de la estricta observancia se creyeron obligados a hacer nuevos esfuerzos para
mantener la primacía de la suya aun en el terreno de las indulgencias, ya que
había sido la preferida de San Francisco. No obstante, me parece que Kirsch va
demasiado lejos cuando pretende ver en esta oposición de los celantes al
privilegio de la nueva basílica el único y entero origen de la indulgencia de
la Porciúncula.
En todo caso, la
indulgencia era universalmente admitida cuando en 1295 el general de los
franciscanos, Raimundo Godofredo, publicó un reglamento para las
peregrinaciones de los frailes que deseasen ir «a ganar la indulgencia» (Ehrle).
La fecha elegida para tal objeto era el 2 de agosto, probablemente por ser el
aniversario de la consagración de la iglesia. Esta elección por lo demás era
muy conforme al espíritu franciscano, pues en ese día se celebra la fiesta de
San Pedro ad Víncula, y es sabida la gran devoción de San Francisco al príncipe
de los Apóstoles. En la colecta de la misa de ese día se lee: «Señor, tú que
sacaste a Pedro incólume de la prisión, líbranos también a nosotros de las
cadenas de nuestros pecados».
Así fue como la
capilla de la Porciúncula vino a convertirse en una nueva Tierra Santa,
donde los franciscanos siguieron distribuyendo, en virtud de la autorización
que para ello tenían, la indulgencia de los Cruzados y librando a multitud de
peregrinos penitentes de las cadenas del pecado y del castigo para devolverlos
a la sagrada región de la inocencia.[1]
* * *
Tal era mi
opinión respecto del origen de la indulgencia de la Porciúncula cuando apareció
por primera vez mi libro sobre San Francisco de Asís. Pero desde entonces
acá la cuestión ha entrado en una fase enteramente nueva. El sabio franciscano
Dr. Heriberto Holzapfel publicó en Archivium Franciscanum Historicum
(1908) un estudio asaz nutrido de documentos inéditos, el cual refuerza
considerablemente la tesis de la autenticidad de la indulgencia.
El P. Holzapfel
admite sin reparos que la indulgencia fue poco conocida del gran público y aun
dentro de la Orden en vida de San Francisco y durante los primeros 50 años que
siguieron a su muerte. Pero veamos de qué manera tan ingeniosa nos explica él
dicha ignorancia singular, que tenía por fuerza que ocasionar graves dudas
sobre la autenticidad de la tradición franciscana.
Principia por
recordar cuán a disgusto Honorio III concedió al Poverello tan grande
y desacostumbrado favor para la Porciúncula. Sobre este punto están acordes
todas las leyendas. Igual resistencia opusieron a la concesión del privilegio
los Cardenales y, nótese bien, los Obispos de Asís, Foliño, Perusa y Gubbio
(Sabatier).
Ahora bien,
argumenta el Dr. Holzapfel, estaba en la índole y en los principios religiosos
de Francisco inclinarse sumiso y reverente ante una oposición como aquella.
Sabida es la extraordinaria reverencia que él guardaba y recomendaba guardar a
toda autoridad eclesiástica. Era, pues, naturalísimo que en este punto hiciera
lo que en tantos otros, respetar y acatar a los Prelados.
Pero guardémonos
de imaginar que él hiciera con alegría aquellos sacrificios. Este sacrificio,
en particular, debió serle profundamente doloroso, y en las últimas pláticas
con sus fieles amigos, debió siempre traerlo a la memoria con amarga pena, como
lo hacía con otros incidentes en que él se había dado por vencido, pero no por
convencido. De tal manera fue cómo la indulgencia, no obstante haberse obtenido
de la Curia romana, vino a aumentar el que podemos llamar tesoro de los
secretos de la Orden, y continuó siendo objeto de las conversaciones de
los frailes en el retiro de sus eremitorios, mientras tardaba en lucir el día
en que les fuera dado lanzarlos a la publicidad.
Los años corrían
y, entre tanto, el grupo de los iniciados que habían oído hablar de la
indulgencia se ampliaba, al mismo tiempo que se multiplicaban los enemigos del
insigne privilegio, negando obstinada e implacablemente su autenticidad. Así se
explica muy bien cómo los partidarios de la indulgencia se decidieron a última
hora a aprovechar los testigos autorizados que aún quedaban y levantaron
aquella información notarial para establecer la efectividad del privilegio. Tal
es el tardío documento de 1277, que muchas veces me sentí inclinado a creer
falso, y que ahora comprendo sin dificultad alguna.
Esta interesante
hipótesis es más que suficiente para justificar el extraño silencio de los
primeros biógrafos. Además, tiene el gran mérito de apoyar su argumentación en
uno de los rasgos más sobresalientes e indiscutibles del carácter de Francisco:
su obediencia a la autoridad, aun en los casos en que él creía tener razón
contra ella.
Por lo que
respecta al silencio del Espejo de Perfección y de los Actus, invocado
por mí contra la autenticidad de la indulgencia, me veo forzado a confesar que
no es convincente, pues en cualquier caso queda en pie el hecho indiscutible de
que la indulgencia era oficialmente reconocida mucho antes de la fecha en que
aparecieron aquellos dos escritos (1318-1322).
Por último, es
evidente que la animosidad de los obispos locales contra la indulgencia de la
Porciúncula dejó de existir, y por tanto de impedir su divulgación, desde la
segunda mitad del siglo XIII, cuando las sillas episcopales, sobre todo la de
Asís, empezaron a ser ocupadas por franciscanos.
[1] - Puede que esta asociación de ideas entre Tierra Santa y la Porciúncula
deba también su origen a una tradición local que desde antiguo corría en Italia
y según la cual ésta última iglesia fue construida por cuatro peregrinos
provenientes de Tierra Santa a imitación del santuario de Nuestra Señora del
Valle de Josafat, en la Palestina. De este modo la Virgen, arrojada de Tierra
Santa por los infieles, halló su segunda patria en la Umbría. Ya, en un sentido
diferente y meramente poético, Tomás de Celano había llamado a Greccio «una
nueva Belén» (1 Cel 85); y, de manera semejante, se veía un nuevo Sinaí en
Fonte Colombo, donde Francisco había escrito la Regla de su Orden, y un nuevo
Gólgota en monte Alverna, donde recibió los estigmas de la Pasión de Cristo.
Todo esto obedece a la idea de la «conformidad» entre Francisco y el divino
Maestro, que Bartolomé de Pisa desenvolvió después sistemáticamente. En cuanto a las
leyendas poéticas que después vinieron a juntarse a la de la indulgencia y de
las cuales la más célebre es la del «Milagro de las rosas», hay que decir que
sólo comenzaron en el primer tercio del siglo XIV. Se hallan por primera vez en
el diploma de Conrado, Obispo de Asís, en favor de la autenticidad de la
indulgencia, diploma que lleva fecha de 1335 (Sabatier). El milagro de las
rosas, en particular, está tomado evidentemente de la leyenda de San Benito de
Nursia. Sabemos que Francisco visitó en 1222 Subiaco y el Sacro Speco, donde
están las zarzas que la sangre de San Benito cambió en rosal florido. El
retrato de Francisco que Fray Otón pintó en el muro de la capilla de Gregorio
IX en Subiaco, parece tomado del natural durante la estancia del Santo en aquel
sitio (Thode). No es imposible que Maseo o León acompañaran a Francisco a
Subiaco y que después hayan mezclado en su imaginación las impresiones que de
allá trajeron con los recuerdos de la vida real de su maestro. Subiaco recuerda
las Cárceles o Greccio, y Francisco debió sentir profunda emoción al ver en sí
el vivo retrato de su célebre predecesor.
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