sábado, 8 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 3 Cap 3

Capítulo III – La Indulgencia de la Porciúncula


Empezaremos por advertir que, antes de la institución de la Indulgencia de la Porciúncula, no se reconocía en la Iglesia otra indulgencia plenaria que la otorgada a los que tomaban la cruz e iban a combatir por la Tierra Santa. Todo cruzado, con sólo confesarse, obtenía remisión completa, no sólo de todas las penas eclesiásticas, sino también de todas las del purgatorio, de modo que su alma podía pasar inmediatamente de su envoltura corporal a la gloria del paraíso.

Esta indulgencia de la cruzada, que se llamaba indulgencia de Tierra Santa, fue después extendida a los que, impedidos por alguna causa grave, no podían ir a la guerra santa, pero contribuían a ella con dinero o con tropas armadas; y es digno de notarse que los encargados de dispensar esta indulgencia así ampliada, fueron precisamente los frailes franciscanos.

En todos los demás casos en que la Iglesia concedía una indulgencia, por ejemplo, con motivo de la consagración de una iglesia, la cosa se hacía de forma mucho más restringida. El Concilio de Letrán de 1215 acababa de hacer aún más excepcional esta práctica. Según este Concilio, la indulgencia otorgada con ocasión de la consagración misma de una iglesia no podía consistir más que en la remisión de las penas eclesiásticas por un año; por cuarenta días, si sólo se trataba del aniversario de la consagración. Por excepción rarísima concedió Gregorio IX, cuando la consagración de la iglesia de San Francisco en Asís, indulgencia de tres años a los que, para asistir a la fiesta, hubiesen tenido que atravesar mares; de dos, a los peregrinos del otro lado de los Alpes, y la ordinaria de un año a los de dentro de Italia.

Esto supuesto, ¿en qué consiste lo que Francisco fue a pedir al Papa y lo que se asegura que éste le otorgó? Si nos atenemos a las fuentes (cuyo valor examinaremos más adelante), el Santo se presentó un día, acompañado de Fray Maseo de Mariñano, delante de Honorio III pidiendo para su iglesia de la Porciúncula la misma remisión plenaria que se concedía a los cruzados de Tierra Santa. «Deseo -habría dicho al Papa- que todo el que entre en esta iglesia arrepentido de sus pecados, y se confiese y haya obtenido la absolución, quede libre de todas las faltas que hubiera cometido y de todas las penas que hubiera merecido desde el día de su bautismo hasta en el día y hora en que haya entrado en dicha iglesia». En vano el Papa le hizo presente que la Curia romana no tenía costumbre de conceder tan amplia indulgencia a ninguna iglesia; en vano se esforzó por persuadir a Francisco de que debía contentarse con una de las indulgencias ordinarias, de las que hemos hablado antes. Francisco se mantuvo inflexible y declaró al Papa que era Dios quien le había enviado allí a pedir esta indulgencia. Entonces Honorio cedió de repente, como alumbrado por divina inspiración; pero a continuación tomaron la palabra los Cardenales para hacer presente a Honorio el gran perjuicio que semejante excesivo favor acarrearía a la indulgencia de Tierra Santa, con lo que lograron restringir la nueva indulgencia de manera que no fuese permanente, sino que se pudiese ganar un solo día al año, desde las vísperas de la vigilia hasta la medianoche del día siguiente, es decir, treinta y seis horas. Francisco entonces se retiró todo satisfecho. Preguntado luego por el Papa si no deseaba alguna confirmación por escrito, respondió que tal documento era superfluo, porque «Dios mismo se encargaría de propagar y recomendar su propia obra».

Tal es el relato esencial de la Indulgencia de la Porciúncula, que las leyendas han recargado de una multitud de circunstancias prodigiosas, como la «leyenda de las rosas» que Overbeck representó sobre la fachada de la capilla de la Porciúncula. Pero todos estos ornatos agregados a la primitiva relación aparecen por primera vez en obras del siglo siguiente, mientras los hechos que acabamos de resumir se hallan en fuentes mucho más antiguas.

Yo añadiría que los referidos hechos se presentan a primera vista con muchos caracteres de verosimilitud. En efecto, todos los biógrafos nos hablan del especial cariño con que miraba Francisco a la Porciúncula, y conocemos su ardoroso celo por la conversión de los pecadores. Según Tomás de Celano, tuvo el Santo cierto día una extraña visión en que vio gran multitud de hombres de todas las razas y pueblos afluir a la pequeña iglesia de la Porciúncula (1 Cel 27). Idéntica visión tuvo también otro de sus discípulos (TC 56).

El primitivo relato contiene, además, un detalle de todo en todo característico de Francisco: su negativa a la oferta del Papal de concederle por escrito la indulgencia. El Santo miró siempre con marcada repugnancia los documentos escritos. En 1210 se contentó de buen grado con la aprobación de su Orden por Inocencio III, y si del Concilio lateranense solicitó y obtuvo algún apoyo, fue éste puramente moral. Cuando Orlando de Cattani le donó el monte Alverna, la donación se hizo «sin ninguna escritura», como dice expresamente el texto de la donación oficial hecha por los hijos del conde en 1274. Finalmente, en su Testamento, prohíbe a sus frailes de la manera más terminante que acudan a la Curia romana en demanda de privilegios escritos, ni para iglesia ni para lugar alguno. Nadie, pues, se extrañará de que el antiguo relato diga que Francisco se negó a aceptar el documento que Honorio le ofrecía. Por el contrario, la actitud y el tono imperioso que allí se atribuye al Santo no concuerda bien con lo que sabemos de la profunda humildad que siempre usaba al hablar con Honorio, como se desprende de las siguientes palabras que le dijo en una ocasión en que, por intermedio del Cardenal Hugolino, obtuvo audiencia del Papa: «Cuando hay tantos nobles y ricos y tantos religiosos que no pueden tener audiencia con vos, nosotros, que somos los más pobres y despreciables entre todos los religiosos, deberíamos estar sobrecogidos de temor y avergonzados viendo que no sólo se nos permite llegar hasta vos, sino estar ante vuestra puerta y presumir pulsar el tabernáculo que encierra el poder de los cristianos» (TC 65; cf. 1 Cel 73).

Pero la cuestión sigue siendo saber si en realidad, de verdad, el Santo dio esa respuesta a Honorio, o, en otros términos, si un suceso como el que nos cuentan los autores del antiguo relato tuvo lugar verdaderamente.

Lo primero que cumple advertir es que ninguna de las fuentes auténticas e indubitables del siglo XIII contiene ni una sola palabra relativa a la Indulgencia de la Porciúncula. Tomás de Celano sabe de las indulgencias concedidas a la basílica de Asís por Gregorio IX; pero ni él, ni los Tres Compañeros, ni Julián de Espira, ni el Anónimo de Perusa, ni San Buenaventura tienen la menor noticia de tal indulgencia de la Porciúncula. Y, sin embargo, los autores del relato de esta Indulgencia afirman que a partir de 1216, todos los años, en la fecha fijada por Honorio III, es decir, desde la tarde del 1 de agosto hasta la noche del 2, la indulgencia se ganaba por numerosos peregrinos. Se ha querido explicar el silencio de los biógrafos atribuyéndolo a la falta de todo documento escrito, o bien a la oposición de Elías de Cortona y su partido contra «los hombres de la Porciúncula», representantes de la tendencia estricta en la Orden francisana, lo cual supondría que dichos biógrafos se habían puesto del lado de esa oposición.

Pero, si esta última explicación valiese, sería de esperar que, por el contrario, mencionaran la indulgencia de la Porciúncula, poniéndola en un lugar de honor, las leyendas provenientes del partido rigorista, como el Espejo de Perfección, los Actus Beati Francisci y las Florecillas. Mas la verdad es que también éstas guardan total silenció sobre el particular. Si la leyenda italiana de Melchiorri (s. XIV) fuese copia fiel y libre de toda interpolación de la primitiva Leyenda de los Tres Compañeros, esa sería el único vestigio, el único testimonio franciscano de la indulgencia de la Porciúncula, por cuanto sólo ahí se halla el relato que ya he citado. Pero hasta ahora nadie, ni el mismo Sabatier (por más que esté convencido de la autenticidad de la famosa indulgencia), se ha atrevido a prestar entera fe a este texto del siglo XIV.

La tradición de esta indulgencia descansa, indirectamente si no en primer lugar, en el testimonio de Fray León y de otros amigos íntimos de San Francisco. La primera mención auténtica que de ella conocemos es un atestado hecho el 31 de octubre de 1277, delante de numerosos testigos y firmado por el notarius publicus de Arezzo. Los que testifican son dos franciscanos, Fray Benito de Arezzo, «que estuvo un tiempo con San Francisco cuando éste vivía aún», y Fray Rainerio de Arezzo, que declara haber sido amigo íntimo de Fray Maseo de Mariñano. En este documento afirman ambos frailes haber oído a Fray Maseo, «que era la verdad misma», contar que Francisco y él habían ido juntos a Perusa e impetrado del Papa Honorio la susodicha indulgencia, «si bien el Papa le dijo que la Sede apostólica no tenía costumbre de otorgar semejantes favores».

La relación de los hechos es aquí breve, y hay que reconocer que el documento tiene fecha cierta y presenta todos los caracteres de la autenticidad. «En el año 1277, no siendo nadie emperador, vacante la Sede pontificia», dice. En efecto, Rodolfo de Habsburgo, elegido en 1273, en 1277 no estaba aún coronado. La Sede pontificia estuvo vacante desde el 20 de mayo hasta el 25 de noviembre de 1277, y el documento está fechado el 31 de octubre.

Pero el original de este documento ha perecido, y a lo más podemos admitir con Sabatier que la copia de él que se conserva en Asís se remonte a los últimos años del siglo XIII; otra, muy abreviada, que forma parte de un manuscrito de Volaterra, es incontestablemente del siglo XIV.

Varias otras relaciones del mismo tiempo se apoyan también en el testimonio de Fray Maseo, siempre por intermedio de Benito de Arezzo. Sabatier las ha reproducido en su edición del libro de Francisco Bartoli sobre la Indulgencia de la Porciúncula, libro que fue escrito por los años de 1335; pero ningún detalle nuevo contienen, sea que tengan por autor a Fray Juan de Alverna o a Fray Otón de Aquasparta. Siempre aparece una sola y misma fuente: Maseo-Benito. La única adición, por lo demás de poca importancia, que merece destacarse es la afirmación de que el anciano Pedro Zalfani asistió en su juventud a la consagración de la iglesia de la Porciúncula, y cree haber visto allí a Francisco «de pie con un papel en la mano», papel que, según sospecha el buen viejo, sería la bula del Papa, mientras se nos afirma, por otra parte, que Francisco rehusó obstinadamente aceptar confirmación alguna por escrito. Zalfani afirma también que Francisco proclamó la indulgencia en presencia de siete obispos, afirmación que adoptan las leyendas posteriores, imaginando que el Papa encomendó la promulgación de la indulgencia a los Obispos de Asís, Perusa, Todi, Espoleto, Nocera y Gubbio. A esta tradición se atuvo Tiberio de Asís al pintar su fresco de Capilla de las Rosas, cerca de Asís.

Otro grupo de testigos, más o menos del mismo tiempo, se apoya no en Fray Maseo, sino en Fray León. Un noble de Perusa, Jacobo Coppoli, que el 11 de febrero de 1276 dio a los franciscanos de su patria el monte donde se levanta el antiguo convento de Monte Rípido, asegura, con la misma fecha y en los mismos términos que Benito de Arezzo, haber oído contar la historia de la indulgencia de la Porciúncula a Fray León. Según este relato, el Papa llega a ofrecer a Francisco una indulgencia de siete años, sin lograr satisfacer al Santo; por fin, le concede la de Tierra Santa, pero en seguida los Cardenales le persuaden a restringirla. Habiendo referido todo esto Francisco a León, le ordenó que, mientras le durase la vida, nada hablase de esta indulgencia, porque «debía estar oculta por algún tiempo; pero luego el Señor la revelaría al mundo». Todo esto está en abierta contradicción con el relato de Zalfani, según el cual la indulgencia fue proclamada por Francisco «delante de siete Obispos», lo que está muy lejos de implicar deseo de guardarla en secreto.

Waddingo establece de manera indubitable que este testimonio data igualmente del año 1277. Se ve claramente que por aquel tiempo, es decir, dos generaciones después de la presunta fecha de la consecución de la indulgencia, la Orden Franciscana, o mejor dicho, los representantes de la tendencia de la estricta observancia de la Orden, entre los cuales se cuenta Benito de Arezzo, se esforzaban, de una parte, por establecer a todo trance la efectividad de la indulgencia, y de otra, por explicar de forma verosímil el prolongado misterio que acerca de ella se había guardado. Por tal motivo prestó Benito de Arezzo su declaración delante de notario, y Jacobo Coppoli la suya en presencia de numerosos testigos y de Fray Ángel, ministro Provincial de la Umbría por aquel entonces (1274-1280). Por idéntico motivo, según el relato de Coppoli, Francisco impone a su secretario la extraña prohibición de revelar hasta su muerte, que ocurrió en 1273, cosa alguna de tal indulgencia, prohibición que León no respetó, puesto que refirió dos veces, con corto intervalo, la historia, la segunda de las veces para satisfacer (detalle harto significativo) las dudas que a Coppoli le asaltaban sobre la autenticidad de dicha historia (Sabatier).

Por el mismo tiempo, o poco antes, Fray Francisco de Fabriano asegura haber oído él mismo de boca de Fray León el relato de la indulgencia de la Porciúncula. Pero este testigo no escribió su relación sino en los últimos años de su vida, porque cita un documento que no puede haber sido escrito antes de 1310 cuando él, nacido en 1251, debía tener cerca de 70 años de edad, y cuando la leyenda de la indulgencia corría ya por toda Italia con una notoriedad y una abundancia de detalles que él no podía haber conocido en su juventud.

¿Cómo no suponer que el anciano religioso escribía influido, sin saberlo, por la opinión corriente, tanto más que él, como Coppoli, nos presenta a Fray León hablando francamente sobre lo que Francisco le había prohibido revelar?

Que Francisco de Fabriano fuese a la Porciúncula el año que él dice que fue, no tenemos por qué dudarlo. Pero nadie nos negará la posibilidad de que él se haya figurado sin suficiente razón que el objeto de esa peregrinación fuese ganar la indulgencia, pues esta idea le vino a él en su extrema vejez. Desde un principio acudían los franciscanos en numerosas peregrinaciones a la tumba de su Padre y a la Porciúncula, y Kirsch hace constar, a este propósito, que el Papa Nicolás IV (franciscano también), en un Breve de 14 de mayo de 1284, habla de «la muchedumbre de frailes» que afluyen a Asís, pero sin decir palabra de la indulgencia de la Porciúncula, que debería ser el principal motivo de tal afluencia. Estos peregrinos, según el Papa Nicolás, visitan la tumba del Santo y la capilla de la Porciúncula, pero sólo «para honrar a San Francisco», no para ganar indulgencias.

La conclusión que acabamos de sacar del Breve de Nicolás se confirma también por otro hecho. Angela de Foliño (1248-1309) fue a Asís en peregrinación poco después de ingresar en la Orden Tercera; ella misma relata el viaje, pero nada dice de la Porciúncula, mencionando solamente las dos veces que estuvo en la «iglesia del sepulcro», no obstante pertenecer ella a la categoría de los franciscanos de la observancia rigurosa. El principal jefe de este partido, Hubertino de Casale, vino a visitarla poco antes que muriese y de ella nos habla con gran respeto en el prólogo de su Arbor Vitae. Cierto es que Angela pudo haber hecho el viaje en tiempo diferente del tiempo en que se ganaba la indulgencia. Pero no por eso deja de llamar la atención que guardase tan profundo silencio sobre la Porciúncula. Eso sin contar con que, si ya existía la indulgencia, era natural que dispusiera su viaje para el tiempo en que correspondía ganarla, como lo hizo una amiga de Margarita de Cortona cuando ya la tradición de la indulgencia estaba en boga. Margarita, fallecida el 22 de febrero de 1297, sobrevivió a su amiga.

Los hechos referidos indican que sólo en el último cuarto del siglo XIII (o si admitimos el testimonio de Fabriano, en el último tercio) la indulgencia de la Porciúncula empezó a ser conocida. Y, si nos fuera permitido aplicar nuestros criterios modernos a las circunstancias de aquellos tiempos, nos sentiríamos tentados a colocar el origen de la indulgencia en la fecha del quincuagésimo aniversario de la adquisición de la Porciúncula (1212-1262). En cualquier caso, lo cierto es que la indulgencia, desde el día en que salió a luz, encontró una viva oposición, y para probarlo bastan las atestaciones oficiales, ante de notario, de Benito de Arezzo, de Rainerio de Arezzo, de Coppoli y de Zalfani. Hasta la llegada del jefe de los franciscanos estrictos, Pedro Juan Olivi, todos se sentían obligados a tratar activamente la cuestión de la indulgencia. Olivi, en un opúsculo desgraciadamente de fecha incierta, se esfuerza por demostrar la autenticidad de la indulgencia recurriendo primeramente a argumentos dogmáticos, y después a motivos históricos. La mala fortuna ha querido que precisamente esta segunda parte de su escrito, que es la histórica, se haya perdido (Acta Minorum XIV).

El testigo principal de la autenticidad de la indulgencia es, pues, Fray Benito de Arezzo, a quien Tomás de Celano dedicó, con fecha posterior a 1230, su Leyenda de San Francisco (Legenda ad usum chori), que escribió expresamente para uso de los conventos. En muchos lugares de este opúsculo habla Celano de las gracias otorgadas por Gregorio IX a la basílica de Asís, pero ni la menor mención hace de la indulgencia de la Porciúncula, que no podía menos de registrarse en una biografía del Santo, por sucinta y compendiosa que se la suponga.

De Benito de Arezzo sabemos por Salimbene que fue enviado a Oriente por San Francisco en calidad de jefe de la misión oriental, y que él fue quien admitió en la Orden franciscana al Rey de Jerusalén Juan de Briena. La única biografía contemporánea que poseemos de Fray Benito, escrita en 1302 por Juan de Arezzo, coloca su muerte en 1242, mientras otros documentos prueban que en 1268 vivía aún (Golubovich), y de hecho en 1277 prestó su atestación de la autenticidad de la famosa indulgencia.

El trabajo de Juan de Arezzo nos pinta a Fray Benito como un carácter sumamente raro y antojadizo. Esta biografía está llena de aventuras que sólo el mismo Benito podía relatar. Así, durante su permanencia en Oriente, le acometió un dragón y, arrebatándole en el aire, le llevó a Babilonia para que visitase la tumba del profeta Daniel. Otra vez fue transportado en una nube al Paraíso, donde conversó con Enoch y Elías, recibió su bendición y les dio el ósculo de paz. ¿Quién no percibe el sabor oriental de estos relatos? No en balde pasó Benito en Oriente la mayor parte de su vida. Por eso cree Kirsch que la atestación de 1277 es toda fantástica. Y aunque no se llegue a compartir ese parecer, está claro que no se puede prestar mucha fe al testimonio de un hombre tan inclinado a la exageración, por no decir otra cosa.

El segundo testigo, Fr. Rainerio de Arezzo, entró en la Orden en 1258, y pudo muy bien, por consiguiente, haber conocido a Fray Maseo, que vivió hasta el año 1280. Pero nos creemos con derecho a preguntar: ¿por ventura todo lo que contó Fray Maseo debe tenerse por absolutamente verídico? Es indudable que sus recuerdos relativos a la vida de su maestro se han tenido que ir borrado y mezclando con ficciones a medida que avanzaba en años, como aconteció a otros franciscanos de las primeras generaciones, cuyos relatos nos cuesta a veces harto trabajo recibir si no es a beneficio de inventario, por ejemplo, las anécdotas sobre San Francisco que refiere Fray Conrado de Offida como aprendidas de boca de Fray León (Sabatier).

Si se quiere comprender cómo pudo nacer realmente la indulgencia de la Porciúncula hacia finales del siglo XIII, sólo una explicación nos parece posible. El capítulo primero del libro de Francisco Bartoli sobre esta indulgencia, escrito en 1335, contiene el siguiente relato, muy poco atendido hasta ahora y que reza así:

«Fray Hugo de Castello dijo haber oído contar a Fray Juan Morico de Asís que había un campesino que moraba muy cerca de Santa María de la Porciúncula, y que durante mucho tiempo había estado oyendo por la noche cantos de ángeles en la iglesia. Se lo hizo saber al capellán de la iglesia, que era de la familia de los Mazancolli de Asís, y al propio tiempo le dijo:

-- ¿Por qué no vas a buscar a Francisco, que vive con algunos hermanos en Rivotorto, y lo traes aquí?
El sacerdote fue a buscar a Francisco. Y estando éste en la Porciúncula, tuvo una visión: por la noche, mientras dormía, vio a Cristo y a su Madre María, de pie, junto al lecho. Y Francisco les preguntó:

-- ¿Quiénes sois?

Jesús respondió:

-- Yo soy Cristo, y mi madre es la que está conmigo.

Francisco repuso:

--¿De dónde venís?

-- De Tierra Santa.

-- ¿Y a qué habéis venido aquí?

-- A consagrar este lugar a mi Madre.

Dicho esto, desaparecieron. Pero Francisco se levantó lleno de gozo y dijo:

-- No quiero irme más de aquí. Id a traer acá a los otros hermanos» (Sabatier).

Esta relación, que ciertamente no ha sido inventada por Bartoli, tiene para nosotros un sentido tan claro o más que cualquiera de las otras leyendas simbólicas del tiempo. Significa que, cuando la Tierra Santa podía considerarse ya como perdida (la última ciudadela de los cristianos, San Juan de Acre, cayó en 1291), la indulgencia de Tierra Santa, cuya concesión había sido confiada por el Papa a las franciscanos, se trasladó a la iglesia de la Porciúncula. La hipótesis puede parecer atrevida, pero, en verdad, no hay otra explicación posible. El hecho mismo de que Bartoli coloque el relato antes citado al principio de su libro sobre la indulgencia, prueba indirectamente que el origen de ésta fue en realidad una sustitución de Tierra Santa por la Porciúncula. 

Después que Nicolás IV, en 1289, concedió una indulgencia a la nueva iglesia donde estaba la tumba del Santo (lo que significaba necesariamente cierta depreciación de la Porciúncula en beneficio de esta iglesia), los franciscanos de la estricta observancia se creyeron obligados a hacer nuevos esfuerzos para mantener la primacía de la suya aun en el terreno de las indulgencias, ya que había sido la preferida de San Francisco. No obstante, me parece que Kirsch va demasiado lejos cuando pretende ver en esta oposición de los celantes al privilegio de la nueva basílica el único y entero origen de la indulgencia de la Porciúncula.

En todo caso, la indulgencia era universalmente admitida cuando en 1295 el general de los franciscanos, Raimundo Godofredo, publicó un reglamento para las peregrinaciones de los frailes que deseasen ir «a ganar la indulgencia» (Ehrle). La fecha elegida para tal objeto era el 2 de agosto, probablemente por ser el aniversario de la consagración de la iglesia. Esta elección por lo demás era muy conforme al espíritu franciscano, pues en ese día se celebra la fiesta de San Pedro ad Víncula, y es sabida la gran devoción de San Francisco al príncipe de los Apóstoles. En la colecta de la misa de ese día se lee: «Señor, tú que sacaste a Pedro incólume de la prisión, líbranos también a nosotros de las cadenas de nuestros pecados».

Así fue como la capilla de la Porciúncula vino a convertirse en una nueva Tierra Santa, donde los franciscanos siguieron distribuyendo, en virtud de la autorización que para ello tenían, la indulgencia de los Cruzados y librando a multitud de peregrinos penitentes de las cadenas del pecado y del castigo para devolverlos a la sagrada región de la inocencia.[1]

* * *

Tal era mi opinión respecto del origen de la indulgencia de la Porciúncula cuando apareció por primera vez mi libro sobre San Francisco de Asís. Pero desde entonces acá la cuestión ha entrado en una fase enteramente nueva. El sabio franciscano Dr. Heriberto Holzapfel publicó en Archivium Franciscanum Historicum (1908) un estudio asaz nutrido de documentos inéditos, el cual refuerza considerablemente la tesis de la autenticidad de la indulgencia.

El P. Holzapfel admite sin reparos que la indulgencia fue poco conocida del gran público y aun dentro de la Orden en vida de San Francisco y durante los primeros 50 años que siguieron a su muerte. Pero veamos de qué manera tan ingeniosa nos explica él dicha ignorancia singular, que tenía por fuerza que ocasionar graves dudas sobre la autenticidad de la tradición franciscana.

Principia por recordar cuán a disgusto Honorio III concedió al Poverello tan grande y desacostumbrado favor para la Porciúncula. Sobre este punto están acordes todas las leyendas. Igual resistencia opusieron a la concesión del privilegio los Cardenales y, nótese bien, los Obispos de Asís, Foliño, Perusa y Gubbio (Sabatier).

Ahora bien, argumenta el Dr. Holzapfel, estaba en la índole y en los principios religiosos de Francisco inclinarse sumiso y reverente ante una oposición como aquella. Sabida es la extraordinaria reverencia que él guardaba y recomendaba guardar a toda autoridad eclesiástica. Era, pues, naturalísimo que en este punto hiciera lo que en tantos otros, respetar y acatar a los Prelados.

Pero guardémonos de imaginar que él hiciera con alegría aquellos sacrificios. Este sacrificio, en particular, debió serle profundamente doloroso, y en las últimas pláticas con sus fieles amigos, debió siempre traerlo a la memoria con amarga pena, como lo hacía con otros incidentes en que él se había dado por vencido, pero no por convencido. De tal manera fue cómo la indulgencia, no obstante haberse obtenido de la Curia romana, vino a aumentar el que podemos llamar tesoro de los secretos de la Orden, y continuó siendo objeto de las conversaciones de los frailes en el retiro de sus eremitorios, mientras tardaba en lucir el día en que les fuera dado lanzarlos a la publicidad.

Los años corrían y, entre tanto, el grupo de los iniciados que habían oído hablar de la indulgencia se ampliaba, al mismo tiempo que se multiplicaban los enemigos del insigne privilegio, negando obstinada e implacablemente su autenticidad. Así se explica muy bien cómo los partidarios de la indulgencia se decidieron a última hora a aprovechar los testigos autorizados que aún quedaban y levantaron aquella información notarial para establecer la efectividad del privilegio. Tal es el tardío documento de 1277, que muchas veces me sentí inclinado a creer falso, y que ahora comprendo sin dificultad alguna.

Esta interesante hipótesis es más que suficiente para justificar el extraño silencio de los primeros biógrafos. Además, tiene el gran mérito de apoyar su argumentación en uno de los rasgos más sobresalientes e indiscutibles del carácter de Francisco: su obediencia a la autoridad, aun en los casos en que él creía tener razón contra ella.

Por lo que respecta al silencio del Espejo de Perfección y de los Actus, invocado por mí contra la autenticidad de la indulgencia, me veo forzado a confesar que no es convincente, pues en cualquier caso queda en pie el hecho indiscutible de que la indulgencia era oficialmente reconocida mucho antes de la fecha en que aparecieron aquellos dos escritos (1318-1322).

Por último, es evidente que la animosidad de los obispos locales contra la indulgencia de la Porciúncula dejó de existir, y por tanto de impedir su divulgación, desde la segunda mitad del siglo XIII, cuando las sillas episcopales, sobre todo la de Asís, empezaron a ser ocupadas por franciscanos.




[1] - Puede que esta asociación de ideas entre Tierra Santa y la Porciúncula deba también su origen a una tradición local que desde antiguo corría en Italia y según la cual ésta última iglesia fue construida por cuatro peregrinos provenientes de Tierra Santa a imitación del santuario de Nuestra Señora del Valle de Josafat, en la Palestina. De este modo la Virgen, arrojada de Tierra Santa por los infieles, halló su segunda patria en la Umbría. Ya, en un sentido diferente y meramente poético, Tomás de Celano había llamado a Greccio «una nueva Belén» (1 Cel 85); y, de manera semejante, se veía un nuevo Sinaí en Fonte Colombo, donde Francisco había escrito la Regla de su Orden, y un nuevo Gólgota en monte Alverna, donde recibió los estigmas de la Pasión de Cristo. Todo esto obedece a la idea de la «conformidad» entre Francisco y el divino Maestro, que Bartolomé de Pisa desenvolvió después sistemáticamente. En cuanto a las leyendas poéticas que después vinieron a juntarse a la de la indulgencia y de las cuales la más célebre es la del «Milagro de las rosas», hay que decir que sólo comenzaron en el primer tercio del siglo XIV. Se hallan por primera vez en el diploma de Conrado, Obispo de Asís, en favor de la autenticidad de la indulgencia, diploma que lleva fecha de 1335 (Sabatier). El milagro de las rosas, en particular, está tomado evidentemente de la leyenda de San Benito de Nursia. Sabemos que Francisco visitó en 1222 Subiaco y el Sacro Speco, donde están las zarzas que la sangre de San Benito cambió en rosal florido. El retrato de Francisco que Fray Otón pintó en el muro de la capilla de Gregorio IX en Subiaco, parece tomado del natural durante la estancia del Santo en aquel sitio (Thode). No es imposible que Maseo o León acompañaran a Francisco a Subiaco y que después hayan mezclado en su imaginación las impresiones que de allá trajeron con los recuerdos de la vida real de su maestro. Subiaco recuerda las Cárceles o Greccio, y Francisco debió sentir profunda emoción al ver en sí el vivo retrato de su célebre predecesor.

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