Capítulo
III – La prisión de Perusa
A nuestro joven
le tocó vivir en época de guerras. El emperador guerreaba contra el Papa, los
príncipes contra los reyes, los burgueses contra los nobles, ciudades contra
ciudades. Acababa de nacer Francisco cuando Federico Barbarroja se vio obligado
por la paz de Constanza (25 de junio de 1183) a otorgar a las ciudades
lombardas todas las libertades porque habían luchado victoriosamente en Legnano
(1176). Pero el sucesor de Barbarroja, Enrique II (1183-1196), reforzó
nuevamente el poder imperial en Italia, y Asís (que, tomada en 1174 por el arzobispo
Cristián de Maguncia, canciller del imperio alemán, reconquistó más tarde, en
1177, sus franquicias comunales y el derecho a tener cónsules propios) se vio
obligada a renunciar a sus derechos municipales y a someterse a Conrado de
Urslingen, duque imperial de Espoleto y conde de Asís.
Un año después de
la muerte de Enrique, fue elevado al trono pontificio Inocencio III y acto
continuo emprendió resuelta y vigorosamente la defensa de las ciudades
italianas. El duque Conrado tuvo que acudir a Narni a rendir homenaje al Papa,
y los burgueses de la ciudad de Asís aprovecharon su ausencia para atacar la
fortaleza germánica, que desde la cima de Sasso Rosso (roca roja)
amenazaba a la ciudad. La fortaleza fue invadida y destruida completamente, de
suerte que cuando llegaron los enviados del papa a posesionarse de ella a
nombre de su señor, no hallaron más que informes ruinas, que son las que ahora
se ven en la parte más alta de Asís. Después de este hecho los asisienses
resolvieron, para ponerse a cubierto de toda invasión extraña, rodear de muros
la ciudad. Todos pusieron manos a la obra con tal ardor y entusiasmo, que antes
de mucho lograron levantar esas murallas, cortadas a trechos por soberbias
puertas y protegidas por formidables torres, que aún hoy día infunden respeto
al viajero que las contempla. Francisco tendría entonces unos 17 años, y no es
aventurado sospechar con Sabatier que «fuese uno de los más activos
colaboradores de aquella empresa patriótica y que en ella adquiriese el hábito
de acarrear piedras y de manejar la plana, que tan útil le iba a ser muy pocos
años después».
Por cierto, la
parte más penosa y ruda del trabajo, tanto de demolición como de edificación,
tocó a la gente del bajo pueblo, a los minores, como se les solía
llamar. En esta obra adquirió el pueblo de Asís conciencia de su fuerza; por
donde, después de vencer al enemigo exterior, al tiránico tudesco, se
volvió contra los tiranos domésticos, cuyas fortalezas, que eran sus propias
moradas, estaban esparcidas por la ciudad. La guerra civil no tardó en
estallar; las casas de los nobles fueron sitiadas por la burguesía; varias de
ellas, incendiadas: la derrota de la nobleza era inminente. Por fin, apeló ésta
a un recurso extremo: llamó en su auxilio a la poderosa república de Perusa,
vecina y antigua rival de Asís, prometiéndole, si le ayudaba en aquel apurado
trance, reconocerle soberanía sobre su patria.
Perusa se hallaba
entonces en el apogeo de su grandeza y poder, y se apresuró a aprovechar la
ocasión que se le ofrecía de adueñarse de Asís; envió, pues, sus ejércitos a
favorecer a los sitiados nobles. Por su parte, los burgueses de Asís, lejos de
cobardear, se aliaron con los pocos nobles que habían permanecido fieles a su
ciudad natal y salieron al encuentro de los invasores. Ambos ejércitos trabaron
combate en el valle que separa las dos ciudades, cerca del puente San Juan (Ponte
San Giovanni). El éxito favoreció a los perusinos, y numerosos asisienses
cayeron prisioneros, entre ellos nuestro Francisco, quien, por su posición social
y sus maneras distinguidas, logró ser tratado como noble en la prisión.
Idéntico tratamiento ordenaban muchas antiguas leyes comunales francesas que se
diera a los «burgueses honorables».
La batalla del
puente San Juan fue en 1202, y el cautiverio de Perusa duró un año entero,
durante el cual Francisco mostró un ánimo tan alegre y regocijado, que era la
admiración de sus compañeros; mientras éstos penaban, él no hacía más que
cantar y decir donaires, y si alguien le echaba en cara tan extraña actitud, él
contestaba: «¿No sabéis que me aguarda un grandioso porvenir y que vendrá un
día en que todo el mundo me rendirá homenajes?» Empezaba ya a apuntar en él esa
segura confianza en sus destinos, esa convicción serena del magnífico porvenir
que le estaba reservado, en que todos sus biógrafos creen ver uno de los rasgos
más sobresalientes del carácter de Francisco en los años de su juventud.
Por fin, en
noviembre de 1203 se firmó la paz entre los dos partidos beligerantes. Los
burgueses de Asís prometieron resarcir los daños que habían causado en las
propiedades de los nobles, y éstos se comprometieron a no pactar en lo sucesivo
alianza alguna con otros pueblos sin autorización de sus conciudadanos. En
consecuencia, Francisco y sus compañeros fueron puestos en libertad.
Hermoso papel
había desempeñado en la prisión nuestro cautivo: no fue sólo, como queda dicho,
el apóstol de la alegría y del buen humor, sino también un ángel de paz. Porque
había en la cárcel un caballero que, con su trato intemperante y soberbio, se
había atraído el odio de todos los camaradas, excepto el de Francisco, quien,
al contrario, le trató siempre con tanta benignidad y tan ingeniosa paciencia,
que llegó a conseguir que el grosero y orgulloso personaje reconociera sus
faltas y buscase la compañía de los demás, de quienes se obstinara en
permanecer alejado.
Pero esa larga y
forzada convivencia con los nobles le comunicó también cierto gusto por la vida
y las ocupaciones aristocráticas, como lo demostró durante los tres años
siguientes a su cautiverio (1203-1206). En este lapso de tiempo Francisco no
fue ni quiso ser otra cosa que un asiduo cultivador de la gaya ciencia
provenzal; entonces fue cuando se lanzó al torbellino de las fiestas y de los
placeres, de donde sólo una mortal enfermedad vino a sacarle, aunque no
definitivamente todavía.
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