sábado, 8 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 3 Cap 10

Capítulo X – La lucha por el espíritu de pobreza


Dos años pasaron todavía antes que la Orden tuviera su regla definitiva. En septiembre de 1221 partió Cesáreo para Alemania con sus compañeros de misión, y la bula Solet annuere, en que Honorio III confirmó la regla, es del 29 de noviembre de 1223. En este intervalo de dos años pasó toda una serie de negociaciones de que, desgraciadamente, no se nos ha conservado ningún testimonio, aunque, por otra parte, sabemos de cierto que se desarrolló la más viva oposición entre Francisco de un lado, y Elías Bombarone y sus parciales, por el otro. En esta oposición, que llegó a asumir las proporciones de un verdadero conflicto, el Cardenal Hugolino tuvo que desempeñar el difícil papel de mediador y tratar de satisfacer a ambas partes, en cuanto era posible.

Para dar con el punto capital de dicha diferencia es preciso no perder de vista el desenvolvimiento de la nueva Orden en los años anteriores.

Como hemos visto, Francisco, al dimitir de su cargo, conservó cierta situación preponderante; así, por ejemplo, él fue quien en el Capítulo de 1221 eligió y envió a los misioneros de Alemania; sin mencionar otros hechos que prueban que el Santo nunca dejó de tener en la Orden y de ejercer a tenor de las circunstancias una considerable autoridad. «Vos tenéis la autoridad», potestatem habetis vos, le dijo su vicario Pedro Cattani, estando en Tierra Santa (Jordán de Giano, Crónica, n. 12). Y el mismo Fray Jordán tiene más adelante, en su misma Crónica, otras expresiones que indican la autoridad efectiva que siempre tuvo Francisco.

Desde un principio manifestó Francisco que no le gustaban en absoluto las medidas violentas. Jordán de Giano atestigua que de siempre Francisco «prefería superar todos los conflictos con la humildad más que con la potestad judicial» (Crónica, 13), y que, cuando no lograba hacer valer su voluntad, se abstenía de mandar a guisa de los poderes del mundo. Si no obtenía que sus hermanos cumpliesen sus deberes, se desquitaba redoblando la solicitud por cumplir él los suyos propios. Un carácter semejante era natural que diera ocasión para que otras voluntades más enérgicas se soliviantaran y camparan por sus respetos. Sobresalía entre éstos un hombre de voluntad por todo extremo dominante, Fray Elías Bombarone, más conocido después y famoso con el nombre de Elías de Cortona. Le seguían otros, prestándole apoyo en su oposición contra Francisco. De uno solo de estos secuaces sabemos el nombre: Fray Pedro de Staccia, de Bolonia. A los demás los designan los biógrafos con el nombre colectivo de «ministros», apelativo que se aplicaba especialmente a los frailes que presidían las provincias italianas de la Orden, para indicar con este nombre, ministri, que eran «siervos» o «servidores» de los frailes a quienes gobernaban, pues en latín minister significa en primer lugar, criado, siervo, fámulo.

Aunque sea de pasada, hay que recordar que en 1223 se dividió en provincias el inmenso campo de actividad de la Orden, y el superior de cada provincia se llamó «siervo o servidor de la provincia», minister provincialis (cf. Mt 20,26), a causa de la repugnancia con que Francisco miraba el nombre de «prior». Cada provincia se subdividía en cierto número de distritos (custodias), gobernado cada cual por un «custodio» o «guardián». Este mismo nombre de guardián se daba también al superior de cada «lugar» o convento. La Orden toda estaba a cargo del «ministro general», título que después se abrevió, quedando reducido al de «general» solamente, lo mismo que el «ministro provincial» al de «ministro». Por último, hay que tener en cuenta que tanto el nombre de «hermanos menores», fratres minores, como el de «ministros» lo tomó Francisco del Evangelio (cf. LM 6,5; LP 101).

Bolonia venía a ser en realidad como el centro del movimiento opositor iniciado por Fray Elías dentro de la Orden. Relaciones estrechas ligaban, desde hacía tiempo, a los franciscanos con la célebre ciudad universitaria: en 1211 predicó en ella Bernardo de Quintaval; en 1213 se establecieron allí los frailes menores, en una casa denominada «le Pugliole», sita a corta distancia de la puerta Galliera. En Bolonia habían estudiado muchos de los miembros más respetables de la nueva Orden, como los dos vicarios de Francisco, Pedro Cattani y Elías, y también la mayor parte de los futuros generales: Juan Parente, Haymón de Faversham, Crescencio de Jesi, Juan de Parma. Referido queda que uno de los juristas más famosos de Bolonia, Nicolás Pepoli, se constituyó desde un principio en defensor de la Orden, y después acabó por ingresar en ella. Más o menos por el mismo tiempo, el más célebre de todos los juristas de Bolonia, Acurcio, apellidado «el Grande», entregó a los hermanos menores su casa de la Ricardina, en las afueras de la ciudad, porque el susodicho primer convento se había hecho luego demasiado pequeño. Finalmente, Pedro de Staccia inauguró en esta ciudad una casa de estudios para los franciscanos, por el estilo de la escuela de teología fundada allí mismo en 1219 por los dominicos.

La noticia de esta inauguración indignó profundamente a Francisco, que durante toda su vida había gustado de llamarse y de ser un idiota, es decir, un hombre sencillo e iletrado. Hablando en general, Francisco no era enemigo de los estudios, diga lo que quiera Sabatier, que le atribuye cierta mal disimulada ojeriza contra toda ciencia. Al contrario, véase lo que una vez escribió en forma de admonición: «A todos los teólogos y a los que nos administran las palabras divinas debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida», palabras estas que repitió literalmente en su Testamento (Test 13). Pero entendía que los estudios debían tener un objeto práctico y servir al fin de la proclamación de la palabra de Dios. Por eso creía que no había para qué tener muchos libros; que era en la oración donde mejor se aprendía a tocar y mover los corazones. Él mismo, según lo manifiestan sus escritos, leía mucho las Santas Escrituras; sin embargo, a medida que avanzaba en edad, se iba persuadiendo de que las había leído hasta demasiado y de que lo mejor era dedicarse a meditar y poner en práctica las cosas que había leído. A un hermano que le recomendaba que le leyeran un pasaje de la Escritura para su consuelo, le dijo Francisco, que estaba muy enfermo: «Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). Un pensamiento le perseguía siempre: la mejor predicación consiste en el buen ejemplo personal.

En su Regla Francisco distingue tres clases de miembros de la Orden: predicatores, oratores, laboratores, «predicadores, orantes, trabajadores», y llegaba incluso a poner a los predicadores por encima de los que oran y los que trabajan. «Sin embargo -añadía-, todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17). Luego, los ponía en guardia contra la sabiduría de este mundo, contra aquellos para quienes las palabras son todo y las obras nada o poca cosa, contra los que sólo aspiraban a brillar por la ciencia y no a ser perfectos. En cuanto a él mismo decía, como acabamos de ver: «No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado».

El Espejo de Perfección (EP 4) nos ha conservado un relato que se refiere precisamente a esta misma época de la vida del Santo y que explica perfectamente el sentir de Francisco acerca de una ciencia libresca, «no sólo inútil, sino perjudicial»:

En cierta otra ocasión, un novicio que malamente sabía leer el salterio, obtuvo licencia de Fray Elías para tener uno. Mas, como oía decir a los hermanos que el bienaventurado Francisco no quería a sus hijos ansiosos ni de ciencia ni de libros, no estaba tranquilo, y quería obtener su consentimiento. Como pasara Francisco por el lugar donde estaba el novicio, éste le dijo:

-- Padre, me serviría de gran consuelo tener mi salterio. Tengo ya el permiso del ministro general, pero quisiera también tu consentimiento.

El bienaventurado Francisco le respondió:

-- El emperador Carlos, Rolando y Oliverio y todos los capitanes y esforzados caballeros que lucharon de firme contra los infieles, sin perdonarse fatigas y grandes trabajos, hasta exponerse a la muerte, consiguieron resonantes victorias, dignas de perpetuarse para siempre. Igualmente, los santos mártires dieron su vida luchando por la fe de Cristo. En cambio, ahora hay muchos que pretenden honra y gloria con sólo contar las hazañas que aquellos hicieron. Así, también entre nosotros hay muchos que sólo por contar y pregonar las maravillas que hicieron los santos quieren recibir honra y gloria (cf. Adm 6).

Que es como si dijera: No hay por qué desvivirse por adquirir libros y ciencia, sino por hacer obras virtuosas, porque la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1).
Pocos días después, estando el bienaventurado Francisco sentado al amor de la lumbre, volvió el novicio a hablarle del salterio. Francisco le dio por respuesta:

-- Después que tengas el salterio, ansiarás tener y querrás el breviario; y, cuando tengas el breviario, te sentarás en el sillón como gran prelado, y mandarás a tu hermano, diciendo: ¡Tráeme el breviario!
Mientras esto decía con gran fervor de espíritu, el bienaventurado Francisco, en vista de lo que tales novedades presagiaban para la Orden, tomó ceniza, y, esparciéndola sobre su propia cabeza, movía la mano en circulo como quien se lava la cabeza, y decía:

-- ¡Yo el breviario! ¡Yo el breviario!
Y lo repitió muchas veces girando la mano sobre su cabeza. El novicio quedó estupefacto y avergonzado. Luego, el bienaventurado Francisco, vuelto a la calma, le dijo:

-- Hermano, también yo he tenido tentaciones de tener libros; mas para conocer la voluntad de Dios acerca de esto tomé el libro de los evangelios del Señor y le rogué que, al abrirlo por primera vez, me manifestara su voluntad. Hecha mi súplica y abierto el libro, me salió este pasaje del santo Evangelio: A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a los demás sólo en parábolas (Lc 8,9-10).

Dicho esto, calló Francisco un breve rato; después añadió:

-- Hay muchos que se afanan de buen grado por adquirir ciencia, pero feliz el que se hace estéril por amor del Señor Dios (EP 69; 2 Cel 195).
Meses después, Francisco, de rodillas ante el novicio, le dijo:

-- Hermano, has de saber que cualquiera que desea ser hermano menor, no debe tener más que la túnica, el cordón y los calzones, según en la Regla se concede; y, en caso de verdadera necesidad, calzado.

En adelante, a cuantos hermanos le venían a consultar sobre esto, les daba la misma respuesta. Y repetía muchas veces: «Tanto sabe el hombre cuanto obra, y en tanto el religioso ora bien en cuanto practica, pues sólo por el fruto se conoce al árbol» (cf. Mt 12,13).

No menos significativa es otra página del mismo Espejo de Perfección:
«Le dolía mucho al bienaventurado Francisco que, pospuesta la virtud, se buscase la ciencia que hincha, máxime si cada cual no permanecía en la vocación en que había sido llamado desde el principio. Y decía: "Los hermanos que se dejan arrastrar por la curiosidad del saber, se encontrarán con las manos vacías en tiempo de tribulaciones. Por eso, los quiero muy fuertes en la virtud, para que, cuando venga el día de la tribulación, tengan al Señor durante la prueba. Porque la tribulación ha de venir, y entonces los libros para nada servirán, y los tirarán a las ventanas y a rincones ocultos". No hablaba así porque le desagradara el estudio de la Sagrada Escritura, sino por apartar a todos del superfluo afán de saber. Quería que fueran virtuosos por la caridad, más bien que sabios por la curiosidad de la ciencia» (EP 69).

Tenía razón Francisco al pensar que su siglo estaba ansioso de ciencia acaso más que todos los anteriores. Hacia la mitad del siglo XIII se habían fundado diecisiete universidades, ocho de las cuales eran italianas, a saber: Reggio, Vicenza, Padua, Nápoles, Vercellis, Roma, Plasencia y Arezzo. 

Al mismo tiempo las tres grandes escuelas de más antigua fundación, París, Bolonia y Oxford, tomaban un desarrollo extraordinario; por todas partes se notaba el esfuerzo científico que iba a ser la característica del último período de la Edad Media. En este movimiento tomaron parte muy notable desde un principio los dominicos, por prescripción de sus estatutos mismos, heredados de los canónigos de San Agustín. También los frailes menores se vieron envueltos en esta ola siempre creciente, lo que ocasionó la oposición resuelta de Francisco, a quien vio Fray León, en una visión que tuvo, con las alas extendidas para defender y proteger a sus hijos (AF III, 75).

Al principio toda su cólera se desató contra Fray Pedro de Stacia y su casa de estudio de Bolonia. Es cosa cierta que Fray Pedro no procedió a dicha fundación sin previa consulta con el Cardenal Hugolino, que en 1220 se encontraba en Bolonia y se hizo inscribir como dueño del edificio donde iba a funcionar la nueva institución. Pero Francisco corrió a Bolonia e impuso a los frailes precepto de obediencia de evacuar inmediatamente la casa. Uno de los frailes estaba enfermo en cama y así y todo tuvo que seguir a los demás en el éxodo (EP 6). Francisco se alojó en el convento de los dominicos, y allá fueron los frailes a pedirle perdón, prometiéndole corregirse y enmendarse, todos menos Pedro de Staccia; y se afirma que Francisco, siempre tan dulce y compasivo, maldijo a Pedro en vista de su contumacia.

Pero es que Fray Pedro, a los ojos de Francisco, había faltado no sólo a la sencillez evangélica, sino (y esto era lo que volvía al Santo inexorable) contra la pobreza evangélica, porque, ¿cómo podían continuar siendo frailes menores los que en aquella casa tendrían que reunir y mantener gruesos libros costosos y proporcionarse grandes comodidades a fin de atender al estudio? ¿No estaba escrito en el Evangelio y, por consiguiente, también en la regla, que el verdadero discípulo de Cristo no debía llevar nada para el camino? Por eso añadía Francisco, como hemos visto, «que cualquiera que desea ser hermano menor, no debe tener más que la túnica, el cordón y los calzones, según en la Regla se concede; y, en caso de verdadera necesidad, calzado». «Por eso, un ministro que deseaba con ansia -y con su permiso- tener algunos libros de lujo y muy costosos, tuvo que oír que le decía: "No quiero perder, por tus libros, el libro del Evangelio que he prometido observar. Sí, tú harás lo que quieras; pero no te pondré un lazo con mi permiso"» (2 Cel 62). Cuando Francisco señaló las condiciones necesarias en el ministro general, incluyó ésta: «No sea amontonador de libros ni muy dado a la lectura, no sea que robe al oficio lo que consagra al estudio» (EP 80); o como refiere Celano: «No sea coleccionista de libros ni muy dado a la lectura, a fin de no sustraer al cargo lo que da de más al estudio» (2 Cel 185).

Desgraciadamente, para salir airoso de semejante lucha se necesitaba una voluntad más enérgica que la de Francisco. Los otros, que no se resignaban a honrar la ciencia desde lejos, sino que querían también cultivarla, eran más fuertes que él y reportaron la victoria. Si nos atenemos a lo que refiere Fray León, llevaron Elías y sus secuaces su audacia hasta pretender abolir la regla de San Francisco y reemplazarla por la de los dominicos, que daba lugar preferente al estudio de la ciencia, y en un Capítulo, probablemente el de 1222 ó 1223, atrajeron a su partido al Cardenal Hugolino, quien se esforzó con hábiles y discretas razones, por hacer ceder a Francisco; pero éste, después de haberle escuchado con toda reverencia, tomó por la mano al Cardenal, y llevándole al medio de la asamblea, se puso a decir en voz alta: «Hermanos míos, hermanos míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez y de humildad y me ha manifestado que éste es el verdadero camino para mí y para cuantos quieren creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio. Y me dijo el Señor que quería que fuera yo un nuevo loco en este mundo; y no quiso conducirnos por otro camino que el de esta ciencia. Mas, por vuestra ciencia y sabiduría, Dios os confundirá. Y yo espero que el Señor, por medio de sus verdugos, os dará su castigo, y entonces, queráis o no, retornaréis con afrenta a vuestro estado» (EP 68).

¿Tenía razón Francisco al abrigar esos temores? Verdad es que, como dice el Apóstol, la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1). Pero también es verdad que estas palabras han servido muchas veces para encubrir cosas que nada tienen que ver con la virtud y la santidad. Buscar la verdad pura y entera es también servir a Dios; el amor desinteresado y sincero a la verdad ejerce sobre toda la vida moral del individuo un influjo depurador y saludable; todo corazón amigo del bien lo es también de la verdad. El mismo Apóstol habla en otro pasaje de la «santidad de la verdad» y es que la santidad de la voluntad no es más que un fruto espontáneo de la santidad del pensamiento, y que para amar eficazmente el bien es menester amar primero con igual eficacia la verdad.

Pero es evidente que lo que de modo tan amargo desazonaba a Francisco no era el amor a la verdad, sino el orgullo de la inteligencia, el egoísmo que se vale de la ciencia sólo para satisfacer la propia vanidad. El Santo quería evitar a toda costa que sus hijos fuesen ávidos de fama y gloria mundanas. Bien sabía él que más vale, infinitamente más, postrarse en oración delante de Dios, en la soledad de una gruta o de una ermita, allá arriba en la montaña, que no subir a una cátedra con el alma llena de vanidad ante la idea de la fama de sí mismo.

Acostumbrado desde su juventud a usar el lenguaje caballeresco, solía decir Francisco: «Estos son mis hermanos, caballeros de la Tabla Redonda, que viven ocultos en los desiertos y en lugares apartados con el fin de dedicarse con más ahínco a la oración y meditación, que lloran los pecados propios y ajenos, que viven con humildad y sencillez; cuya santidad Dios conoce, pero es a veces ignorada por los hermanos y por los hombres. Cuando sus almas sean presentadas por los ángeles ante el Señor, entonces les mostrará el Señor el fruto y recompensa de sus trabajos, es decir, multitud de almas que se han salvado por sus ejemplos, oraciones y lágrimas, y merecerán escuchar: "Mirad, amados hijos míos, que tantas y tales almas se han salvado por vuestras oraciones, lágrimas y ejemplos; y porque habéis sido fieles en lo poco, os constituiré sobre lo mucho. Otros han trabajado y predicado con discursos de su propia sabiduría y ciencia, y yo, por vuestros merecimientos, he producido el fruto de la salvación. Recibid, pues, la recompensa del trabajo de ellos y el fruto de vuestros méritos, el reino de los cielos que habéis conquistado con la violencia de vuestra humildad y sencillez, de vuestras oraciones y lágrimas". Así, éstos, llevando sus gavillas, esto es, el fruto y los méritos de su santa humildad y sencillez, entrarán en el gozo del Señor con alegría y regocijo. Pero los otros que no se han afanado sino por adquirir conocimientos y mostrar a los demás el camino de la salvación, sin obrar nada para sí, se presentarán ante el tribunal de Cristo desnudos y con las manos vacías, sin llevar otras gavillas que las de su propia confusión, vergüenza y amargura» (EP 72).

A Francisco le gustaba repetir estas consideraciones en los Capítulos generales, y a menudo añadía la siguiente sentencia del primer libro de Samuel: «Parió la estéril siete hijos y se marchitó la que muchos tenía» (1 Sam 2,5)

La oración y, de una manera más general, la vida, y no la palabra ni la teoría, eran, pues, para Francisco, lo esencial, lo más importante para él y para sus hermanos. Los otros podían seguir el camino que les pareciera mejor: Francisco no los juzgaba ni los condenaba, como tampoco juzgaba ni condenaba a los que vestían y vivían con lujo, y en su Regla dejó esta exhortación a sus frailes: «Amonesto y exhorto a todos mis hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino más bien que cada uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2). A él sólo le importaba la razón por la que él y sus hermanos habían sido llamados de este mundo. Y así Francisco acabó por conceder a San Antonio de Padua (cuya formación universitaria acababa de descubrirse, y parecía obligado utilizarla) el permiso para enseñar teología a los frailes de Bolonia, pero en los términos que constan en la carta que le dirigió: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt).

La Regla a que alude aquí Francisco es la definitiva o bulada, la de 1223, en cuyo capítulo quinto se halla, en efecto, la condición que aquí se pone: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5). Esto prueba que dicho capítulo estaba ya elaborado a la sazón, pero no que la regla toda estuviese ya admitida y confirmada, y de hecho no lo estuvo hasta el 29 de noviembre de 1223. 

Ahora bien, Antonio se trasladó de Bolonia a Montpellier en 1224; por consiguiente, sus lecciones comenzaron antes de noviembre de 1223, a menos de suponer que no duraron sino muy pocos meses. En verdad, hay motivos para concluir que el permiso de Francisco fue concedido durante el verano de 1222, ya que sabemos que Francisco se encontraba entonces en Bolonia. Antonio, por su parte, se encontraba a la sazón en Forlí, es decir, en la Romaña, de la que también formaba parte de sabia ciudad universitaria.

Por lo demás, Francisco continuaba, a despecho de las divisiones intestinas de su Orden, gozando del mismo entusiasta aprecio popular que antes, aun en Bolonia, donde sus predicaciones sencillas y ajenas a todo aparato de ciencia y arte, eran escuchadas siempre con suma devoción y labraban hondamente en todo linaje de auditorios. Y es un testigo ocular quien nos lo asegura. En efecto, Tomás de Spalato, en su Historia Pontificum Salonitanorum, escrita antes de 1268, nos dice lo siguiente: «Este mismo año [el de 1222] residía yo en la casa de estudios de Bolonia, y el día de la Asunción de la Madre de Dios vi a San Francisco cuando predicaba en la plaza, delante del palacio público; habían acudido allí casi todos los habitantes de la ciudad. El exordio del sermón versó sobre "los ángeles, los hombres y los demonios". Y habló tan bien y con tanta discreción sobre estas tres clases de espíritus racionales, que muchas personas cultas que estaban presentes quedaron muy admiradas del sermón que predicaba un hombre iletrado, y que por cierto no se atenía a los recursos de la oratoria, sino que predicaba en forma de exhortación. Todo el contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los convenios de paz. Desaliñado en el vestido, su presencia personal era irrelevante, y su rostro nada atrayente. Pero con todo, por la mucha eficacia que, sin duda, otorgó Dios a sus palabras, muchas familias de la nobleza, que desde antiguo se habían tenido entre sí un odio tan feroz que les había llevado muchas veces a mancillarse con el derramamiento de sangre, hicieron entonces las paces. Era tal la reverencia y la devoción hacia el Santo, que hombres y mujeres se le precipitaban en tropel, tratando de tocar, al menos, el borde de su hábito o de arrebatarle algún trocito de su pobre indumentaria» (BAC, Escritos, p. 970). Cuentan las Florecillas, en su capítulo 27, que durante esta estancia en Bolonia, Francisco convirtió a dos estudiantes de la Marca de Ancona llamados el uno Peregrino y el otro Ricerio, y que uno y otro se hicieron frailes menores. El primero era gran canonista y, sin embargo, prefirió el estado de lego, cosa muy en armonía con el espíritu franciscano.


No es posible leer sin profunda emoción el pasaje transcrito de Tomás de Spalato, como obra que es de quien oyó personalmente lo que relata. Probablemente Francisco quiso principiar por captarse la benevolencia de la parte ilustrada de su auditorio; por eso escogió un tema algo académico, a saber, la distinción de las tres categorías de seres inteligentes: los ángeles, los hombres y los demonios. Pero luego abandonó el tono de la especulación, y apareció el Francisco natural, espontáneo, sencillo y popular; y entonces fue el mover e inflamar y ganarse los corazones, reproduciendo las antiguas escenas de Asís, de Arezzo y de Gubbio; allí fue el olvidarse los antiguos atroces agravios, y también los recientes, el reconciliarse los enemigos más encarnizados, el echarse mutuamente los brazos al cuello, jurándose cristiana amistad y paz indestructible. Francisco está ya vecino al término de su carrera, pero es el mismo que era cuando la comenzó, cuando desde las gradas de una escalera de la plaza mayor de Asís predicaba e imponía la paz a sus amotinados compatriotas; siempre es el «heraldo del gran Rey», y continúa trasmitiendo a los súbditos de este Rey el mismo mensaje que desde hace quince años: Dominus det tibi pacem!, «El Señor te dé la paz».

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