Capítulo
X – La lucha por el espíritu de pobreza
Dos años pasaron
todavía antes que la Orden tuviera su regla definitiva. En septiembre de 1221
partió Cesáreo para Alemania con sus compañeros de misión, y la bula Solet
annuere, en que Honorio III confirmó la regla, es del 29 de noviembre de
1223. En este intervalo de dos años pasó toda una serie de negociaciones de
que, desgraciadamente, no se nos ha conservado ningún testimonio, aunque, por
otra parte, sabemos de cierto que se desarrolló la más viva oposición entre
Francisco de un lado, y Elías Bombarone y sus parciales, por el otro. En esta
oposición, que llegó a asumir las proporciones de un verdadero conflicto, el
Cardenal Hugolino tuvo que desempeñar el difícil papel de mediador y tratar de
satisfacer a ambas partes, en cuanto era posible.
Para dar con el
punto capital de dicha diferencia es preciso no perder de vista el
desenvolvimiento de la nueva Orden en los años anteriores.
Como hemos visto,
Francisco, al dimitir de su cargo, conservó cierta situación preponderante;
así, por ejemplo, él fue quien en el Capítulo de 1221 eligió y envió a los
misioneros de Alemania; sin mencionar otros hechos que prueban que el Santo
nunca dejó de tener en la Orden y de ejercer a tenor de las circunstancias una
considerable autoridad. «Vos tenéis la autoridad», potestatem habetis vos,
le dijo su vicario Pedro Cattani, estando en Tierra Santa (Jordán de Giano, Crónica,
n. 12). Y el mismo Fray Jordán tiene más adelante, en su misma Crónica,
otras expresiones que indican la autoridad efectiva que siempre tuvo Francisco.
Desde un
principio manifestó Francisco que no le gustaban en absoluto las medidas
violentas. Jordán de Giano atestigua que de siempre Francisco «prefería superar
todos los conflictos con la humildad más que con la potestad judicial» (Crónica,
13), y que, cuando no lograba hacer valer su voluntad, se abstenía de mandar a
guisa de los poderes del mundo. Si no obtenía que sus hermanos cumpliesen sus
deberes, se desquitaba redoblando la solicitud por cumplir él los suyos
propios. Un carácter semejante era natural que diera ocasión para que otras
voluntades más enérgicas se soliviantaran y camparan por sus respetos.
Sobresalía entre éstos un hombre de voluntad por todo extremo dominante, Fray
Elías Bombarone, más conocido después y famoso con el nombre de Elías de
Cortona. Le seguían otros, prestándole apoyo en su oposición contra Francisco.
De uno solo de estos secuaces sabemos el nombre: Fray Pedro de Staccia, de
Bolonia. A los demás los designan los biógrafos con el nombre colectivo de
«ministros», apelativo que se aplicaba especialmente a los frailes que
presidían las provincias italianas de la Orden, para indicar con este nombre, ministri,
que eran «siervos» o «servidores» de los frailes a quienes gobernaban, pues en
latín minister significa en primer lugar, criado, siervo, fámulo.
Aunque sea de
pasada, hay que recordar que en 1223 se dividió en provincias el inmenso campo
de actividad de la Orden, y el superior de cada provincia se llamó «siervo o
servidor de la provincia», minister provincialis (cf. Mt 20,26), a
causa de la repugnancia con que Francisco miraba el nombre de «prior». Cada
provincia se subdividía en cierto número de distritos (custodias),
gobernado cada cual por un «custodio» o «guardián». Este mismo nombre de
guardián se daba también al superior de cada «lugar» o convento. La Orden toda
estaba a cargo del «ministro general», título que después se abrevió, quedando
reducido al de «general» solamente, lo mismo que el «ministro provincial» al de
«ministro». Por último, hay que tener en cuenta que tanto el nombre de
«hermanos menores», fratres minores, como el de «ministros» lo tomó
Francisco del Evangelio (cf. LM 6,5; LP 101).
Bolonia venía a
ser en realidad como el centro del movimiento opositor iniciado por Fray Elías
dentro de la Orden. Relaciones estrechas ligaban, desde hacía tiempo, a los
franciscanos con la célebre ciudad universitaria: en 1211 predicó en ella
Bernardo de Quintaval; en 1213 se establecieron allí los frailes menores, en
una casa denominada «le Pugliole», sita a corta distancia de la puerta
Galliera. En Bolonia habían estudiado muchos de los miembros más respetables de
la nueva Orden, como los dos vicarios de Francisco, Pedro Cattani y Elías, y
también la mayor parte de los futuros generales: Juan Parente, Haymón de
Faversham, Crescencio de Jesi, Juan de Parma. Referido queda que uno de los
juristas más famosos de Bolonia, Nicolás Pepoli, se constituyó desde un
principio en defensor de la Orden, y después acabó por ingresar en ella. Más o
menos por el mismo tiempo, el más célebre de todos los juristas de Bolonia,
Acurcio, apellidado «el Grande», entregó a los hermanos menores su casa de la
Ricardina, en las afueras de la ciudad, porque el susodicho primer convento se
había hecho luego demasiado pequeño. Finalmente, Pedro de Staccia inauguró en
esta ciudad una casa de estudios para los franciscanos, por el estilo de la
escuela de teología fundada allí mismo en 1219 por los dominicos.
La noticia de
esta inauguración indignó profundamente a Francisco, que durante toda su vida
había gustado de llamarse y de ser un idiota, es decir, un hombre
sencillo e iletrado. Hablando en general, Francisco no era enemigo de los
estudios, diga lo que quiera Sabatier, que le atribuye cierta mal disimulada
ojeriza contra toda ciencia. Al contrario, véase lo que una vez escribió en
forma de admonición: «A todos los teólogos y a los que nos administran las
palabras divinas debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos
administran espíritu y vida», palabras estas que repitió literalmente en su
Testamento (Test 13). Pero entendía que los estudios debían tener un objeto
práctico y servir al fin de la proclamación de la palabra de Dios. Por eso
creía que no había para qué tener muchos libros; que era en la oración donde
mejor se aprendía a tocar y mover los corazones. Él mismo, según lo manifiestan
sus escritos, leía mucho las Santas Escrituras; sin embargo, a medida que
avanzaba en edad, se iba persuadiendo de que las había leído hasta demasiado y
de que lo mejor era dedicarse a meditar y poner en práctica las cosas que había
leído. A un hermano que le recomendaba que le leyeran un pasaje de la Escritura
para su consuelo, le dijo Francisco, que estaba muy enfermo: «Es bueno recurrir
a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios
nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con
mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a
Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). Un pensamiento le perseguía siempre:
la mejor predicación consiste en el buen ejemplo personal.
En su Regla
Francisco distingue tres clases de miembros de la Orden: predicatores,
oratores, laboratores, «predicadores, orantes, trabajadores», y llegaba
incluso a poner a los predicadores por encima de los que oran y los que
trabajan. «Sin embargo -añadía-, todos los hermanos prediquen con las obras» (1
R 17). Luego, los ponía en guardia contra la sabiduría de este mundo, contra
aquellos para quienes las palabras son todo y las obras nada o poca cosa,
contra los que sólo aspiraban a brillar por la ciencia y no a ser perfectos. En
cuanto a él mismo decía, como acabamos de ver: «No necesito de muchas cosas,
hijo; sé a Cristo pobre y crucificado».
El Espejo de
Perfección (EP 4) nos ha conservado un relato que se refiere precisamente a
esta misma época de la vida del Santo y que explica perfectamente el sentir de
Francisco acerca de una ciencia libresca, «no sólo inútil, sino
perjudicial»:
En cierta otra
ocasión, un novicio que malamente sabía leer el salterio, obtuvo licencia de
Fray Elías para tener uno. Mas, como oía decir a los hermanos que el
bienaventurado Francisco no quería a sus hijos ansiosos ni de ciencia ni de
libros, no estaba tranquilo, y quería obtener su consentimiento. Como pasara
Francisco por el lugar donde estaba el novicio, éste le dijo:
-- Padre, me
serviría de gran consuelo tener mi salterio. Tengo ya el permiso del ministro
general, pero quisiera también tu consentimiento.
El bienaventurado
Francisco le respondió:
-- El emperador
Carlos, Rolando y Oliverio y todos los capitanes y esforzados caballeros que
lucharon de firme contra los infieles, sin perdonarse fatigas y grandes
trabajos, hasta exponerse a la muerte, consiguieron resonantes victorias,
dignas de perpetuarse para siempre. Igualmente, los santos mártires dieron su
vida luchando por la fe de Cristo. En cambio, ahora hay muchos que pretenden
honra y gloria con sólo contar las hazañas que aquellos hicieron. Así, también
entre nosotros hay muchos que sólo por contar y pregonar las maravillas que
hicieron los santos quieren recibir honra y gloria (cf. Adm 6).
Que es como si
dijera: No hay por qué desvivirse por adquirir libros y ciencia, sino por hacer
obras virtuosas, porque la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor
8,1).
Pocos días
después, estando el bienaventurado Francisco sentado al amor de la lumbre,
volvió el novicio a hablarle del salterio. Francisco le dio por respuesta:
-- Después que
tengas el salterio, ansiarás tener y querrás el breviario; y, cuando tengas el
breviario, te sentarás en el sillón como gran prelado, y mandarás a tu hermano,
diciendo: ¡Tráeme el breviario!
Mientras esto
decía con gran fervor de espíritu, el bienaventurado Francisco, en vista de lo
que tales novedades presagiaban para la Orden, tomó ceniza, y, esparciéndola
sobre su propia cabeza, movía la mano en circulo como quien se lava la cabeza,
y decía:
-- ¡Yo el
breviario! ¡Yo el breviario!
Y lo repitió
muchas veces girando la mano sobre su cabeza. El novicio quedó estupefacto y
avergonzado. Luego, el bienaventurado Francisco, vuelto a la calma, le dijo:
-- Hermano,
también yo he tenido tentaciones de tener libros; mas para conocer la voluntad
de Dios acerca de esto tomé el libro de los evangelios del Señor y le rogué que,
al abrirlo por primera vez, me manifestara su voluntad. Hecha mi súplica y
abierto el libro, me salió este pasaje del santo Evangelio: A vosotros os
ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a los demás sólo en
parábolas (Lc 8,9-10).
Dicho esto, calló
Francisco un breve rato; después añadió:
-- Hay muchos que
se afanan de buen grado por adquirir ciencia, pero feliz el que se hace estéril
por amor del Señor Dios (EP 69; 2 Cel 195).
Meses después,
Francisco, de rodillas ante el novicio, le dijo:
-- Hermano, has
de saber que cualquiera que desea ser hermano menor, no debe tener más que la
túnica, el cordón y los calzones, según en la Regla se concede; y, en caso de
verdadera necesidad, calzado.
En adelante, a
cuantos hermanos le venían a consultar sobre esto, les daba la misma respuesta.
Y repetía muchas veces: «Tanto sabe el hombre cuanto obra, y en tanto el
religioso ora bien en cuanto practica, pues sólo por el fruto se conoce al
árbol» (cf. Mt 12,13).
No menos
significativa es otra página del mismo Espejo de Perfección:
«Le dolía mucho
al bienaventurado Francisco que, pospuesta la virtud, se buscase la ciencia que
hincha, máxime si cada cual no permanecía en la vocación en que había sido
llamado desde el principio. Y decía: "Los hermanos que se dejan arrastrar
por la curiosidad del saber, se encontrarán con las manos vacías en tiempo de
tribulaciones. Por eso, los quiero muy fuertes en la virtud, para que, cuando
venga el día de la tribulación, tengan al Señor durante la prueba. Porque la
tribulación ha de venir, y entonces los libros para nada servirán, y los
tirarán a las ventanas y a rincones ocultos". No hablaba así porque le
desagradara el estudio de la Sagrada Escritura, sino por apartar a todos del
superfluo afán de saber. Quería que fueran virtuosos por la caridad, más bien
que sabios por la curiosidad de la ciencia» (EP 69).
Tenía razón
Francisco al pensar que su siglo estaba ansioso de ciencia acaso más que todos
los anteriores. Hacia la mitad del siglo XIII se habían fundado diecisiete
universidades, ocho de las cuales eran italianas, a saber: Reggio, Vicenza,
Padua, Nápoles, Vercellis, Roma, Plasencia y Arezzo.
Al mismo tiempo las tres
grandes escuelas de más antigua fundación, París, Bolonia y Oxford, tomaban un
desarrollo extraordinario; por todas partes se notaba el esfuerzo científico
que iba a ser la característica del último período de la Edad Media. En este
movimiento tomaron parte muy notable desde un principio los dominicos, por
prescripción de sus estatutos mismos, heredados de los canónigos de San
Agustín. También los frailes menores se vieron envueltos en esta ola siempre
creciente, lo que ocasionó la oposición resuelta de Francisco, a quien vio Fray
León, en una visión que tuvo, con las alas extendidas para defender y proteger
a sus hijos (AF III, 75).
Al principio toda
su cólera se desató contra Fray Pedro de Stacia y su casa de estudio de
Bolonia. Es cosa cierta que Fray Pedro no procedió a dicha fundación sin previa
consulta con el Cardenal Hugolino, que en 1220 se encontraba en Bolonia y se
hizo inscribir como dueño del edificio donde iba a funcionar la nueva
institución. Pero Francisco corrió a Bolonia e impuso a los frailes precepto de
obediencia de evacuar inmediatamente la casa. Uno de los frailes estaba enfermo
en cama y así y todo tuvo que seguir a los demás en el éxodo (EP 6). Francisco
se alojó en el convento de los dominicos, y allá fueron los frailes a pedirle
perdón, prometiéndole corregirse y enmendarse, todos menos Pedro de Staccia; y
se afirma que Francisco, siempre tan dulce y compasivo, maldijo a Pedro en
vista de su contumacia.
Pero es que Fray
Pedro, a los ojos de Francisco, había faltado no sólo a la sencillez
evangélica, sino (y esto era lo que volvía al Santo inexorable) contra la
pobreza evangélica, porque, ¿cómo podían continuar siendo frailes menores los
que en aquella casa tendrían que reunir y mantener gruesos libros costosos y
proporcionarse grandes comodidades a fin de atender al estudio? ¿No estaba
escrito en el Evangelio y, por consiguiente, también en la regla, que el
verdadero discípulo de Cristo no debía llevar nada para el camino? Por eso
añadía Francisco, como hemos visto, «que cualquiera que desea ser hermano
menor, no debe tener más que la túnica, el cordón y los calzones, según en la
Regla se concede; y, en caso de verdadera necesidad, calzado». «Por eso, un
ministro que deseaba con ansia -y con su permiso- tener algunos libros de lujo
y muy costosos, tuvo que oír que le decía: "No quiero perder, por tus
libros, el libro del Evangelio que he prometido observar. Sí, tú harás lo que
quieras; pero no te pondré un lazo con mi permiso"» (2 Cel 62). Cuando
Francisco señaló las condiciones necesarias en el ministro general, incluyó
ésta: «No sea amontonador de libros ni muy dado a la lectura, no sea que robe
al oficio lo que consagra al estudio» (EP 80); o como refiere Celano: «No sea
coleccionista de libros ni muy dado a la lectura, a fin de no sustraer al cargo
lo que da de más al estudio» (2 Cel 185).
Desgraciadamente,
para salir airoso de semejante lucha se necesitaba una voluntad más enérgica
que la de Francisco. Los otros, que no se resignaban a honrar la ciencia desde
lejos, sino que querían también cultivarla, eran más fuertes que él y
reportaron la victoria. Si nos atenemos a lo que refiere Fray León, llevaron
Elías y sus secuaces su audacia hasta pretender abolir la regla de San
Francisco y reemplazarla por la de los dominicos, que daba lugar preferente al
estudio de la ciencia, y en un Capítulo, probablemente el de 1222 ó 1223,
atrajeron a su partido al Cardenal Hugolino, quien se esforzó con hábiles y
discretas razones, por hacer ceder a Francisco; pero éste, después de haberle
escuchado con toda reverencia, tomó por la mano al Cardenal, y llevándole al
medio de la asamblea, se puso a decir en voz alta: «Hermanos míos, hermanos
míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez y de humildad y me ha
manifestado que éste es el verdadero camino para mí y para cuantos quieren
creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me mentéis regla alguna,
ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma
de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio. Y
me dijo el Señor que quería que fuera yo un nuevo loco en este mundo; y no
quiso conducirnos por otro camino que el de esta ciencia. Mas, por vuestra
ciencia y sabiduría, Dios os confundirá. Y yo espero que el Señor, por medio de
sus verdugos, os dará su castigo, y entonces, queráis o no, retornaréis con
afrenta a vuestro estado» (EP 68).
¿Tenía razón
Francisco al abrigar esos temores? Verdad es que, como dice el Apóstol, la
ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1). Pero también es verdad
que estas palabras han servido muchas veces para encubrir cosas que nada tienen
que ver con la virtud y la santidad. Buscar la verdad pura y entera es también
servir a Dios; el amor desinteresado y sincero a la verdad ejerce sobre toda la
vida moral del individuo un influjo depurador y saludable; todo corazón amigo
del bien lo es también de la verdad. El mismo Apóstol habla en otro pasaje de
la «santidad de la verdad» y es que la santidad de la voluntad no es más que un
fruto espontáneo de la santidad del pensamiento, y que para amar eficazmente el
bien es menester amar primero con igual eficacia la verdad.
Pero es evidente
que lo que de modo tan amargo desazonaba a Francisco no era el amor a la
verdad, sino el orgullo de la inteligencia, el egoísmo que se vale de la
ciencia sólo para satisfacer la propia vanidad. El Santo quería evitar a toda
costa que sus hijos fuesen ávidos de fama y gloria mundanas. Bien sabía él que
más vale, infinitamente más, postrarse en oración delante de Dios, en la
soledad de una gruta o de una ermita, allá arriba en la montaña, que no subir a
una cátedra con el alma llena de vanidad ante la idea de la fama de sí mismo.
Acostumbrado
desde su juventud a usar el lenguaje caballeresco, solía decir Francisco:
«Estos son mis hermanos, caballeros de la Tabla Redonda, que viven ocultos en
los desiertos y en lugares apartados con el fin de dedicarse con más ahínco a
la oración y meditación, que lloran los pecados propios y ajenos, que viven con
humildad y sencillez; cuya santidad Dios conoce, pero es a veces ignorada por
los hermanos y por los hombres. Cuando sus almas sean presentadas por los
ángeles ante el Señor, entonces les mostrará el Señor el fruto y recompensa de
sus trabajos, es decir, multitud de almas que se han salvado por sus ejemplos,
oraciones y lágrimas, y merecerán escuchar: "Mirad, amados hijos míos, que
tantas y tales almas se han salvado por vuestras oraciones, lágrimas y
ejemplos; y porque habéis sido fieles en lo poco, os constituiré sobre lo
mucho. Otros han trabajado y predicado con discursos de su propia sabiduría y
ciencia, y yo, por vuestros merecimientos, he producido el fruto de la
salvación. Recibid, pues, la recompensa del trabajo de ellos y el fruto de
vuestros méritos, el reino de los cielos que habéis conquistado con la
violencia de vuestra humildad y sencillez, de vuestras oraciones y
lágrimas". Así, éstos, llevando sus gavillas, esto es, el fruto y
los méritos de su santa humildad y sencillez, entrarán en el gozo del Señor con
alegría y regocijo. Pero los otros que no se han afanado sino por adquirir
conocimientos y mostrar a los demás el camino de la salvación, sin obrar nada
para sí, se presentarán ante el tribunal de Cristo desnudos y con las manos
vacías, sin llevar otras gavillas que las de su propia confusión, vergüenza y
amargura» (EP 72).
A Francisco le
gustaba repetir estas consideraciones en los Capítulos generales, y a menudo
añadía la siguiente sentencia del primer libro de Samuel: «Parió la estéril
siete hijos y se marchitó la que muchos tenía» (1 Sam 2,5)
La oración y, de
una manera más general, la vida, y no la palabra ni la teoría, eran, pues, para
Francisco, lo esencial, lo más importante para él y para sus hermanos. Los
otros podían seguir el camino que les pareciera mejor: Francisco no los juzgaba
ni los condenaba, como tampoco juzgaba ni condenaba a los que vestían y vivían
con lujo, y en su Regla dejó esta exhortación a sus frailes: «Amonesto y
exhorto a todos mis hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven
vestidos de telas suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino
más bien que cada uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2). A él sólo le
importaba la razón por la que él y sus hermanos habían sido llamados de este
mundo. Y así Francisco acabó por conceder a San Antonio de Padua (cuya
formación universitaria acababa de descubrirse, y parecía obligado utilizarla)
el permiso para enseñar teología a los frailes de Bolonia, pero en los términos
que constan en la carta que le dirigió: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano
Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con
tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y
devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt).
La Regla a que
alude aquí Francisco es la definitiva o bulada, la de 1223, en cuyo capítulo
quinto se halla, en efecto, la condición que aquí se pone: «Los hermanos a
quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de
tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el
espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben
servir» (2 R 5). Esto prueba que dicho capítulo estaba ya elaborado a la sazón,
pero no que la regla toda estuviese ya admitida y confirmada, y de hecho no lo
estuvo hasta el 29 de noviembre de 1223.
Ahora bien, Antonio se trasladó de
Bolonia a Montpellier en 1224; por consiguiente, sus lecciones comenzaron antes
de noviembre de 1223, a menos de suponer que no duraron sino muy pocos meses.
En verdad, hay motivos para concluir que el permiso de Francisco fue concedido
durante el verano de 1222, ya que sabemos que Francisco se encontraba entonces
en Bolonia. Antonio, por su parte, se encontraba a la sazón en Forlí, es decir,
en la Romaña, de la que también formaba parte de sabia ciudad universitaria.
Por lo demás,
Francisco continuaba, a despecho de las divisiones intestinas de su Orden,
gozando del mismo entusiasta aprecio popular que antes, aun en Bolonia, donde
sus predicaciones sencillas y ajenas a todo aparato de ciencia y arte, eran
escuchadas siempre con suma devoción y labraban hondamente en todo linaje de
auditorios. Y es un testigo ocular quien nos lo asegura. En efecto, Tomás de
Spalato, en su Historia Pontificum Salonitanorum, escrita antes de
1268, nos dice lo siguiente: «Este mismo año [el de 1222] residía yo en la casa
de estudios de Bolonia, y el día de la Asunción de la Madre de Dios vi a San
Francisco cuando predicaba en la plaza, delante del palacio público; habían
acudido allí casi todos los habitantes de la ciudad. El exordio del sermón
versó sobre "los ángeles, los hombres y los demonios". Y habló tan
bien y con tanta discreción sobre estas tres clases de espíritus racionales,
que muchas personas cultas que estaban presentes quedaron muy admiradas del
sermón que predicaba un hombre iletrado, y que por cierto no se atenía a los
recursos de la oratoria, sino que predicaba en forma de exhortación. Todo el
contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los
ciudadanos y a restablecer entre ellos los convenios de paz. Desaliñado en el
vestido, su presencia personal era irrelevante, y su rostro nada atrayente.
Pero con todo, por la mucha eficacia que, sin duda, otorgó Dios a sus palabras,
muchas familias de la nobleza, que desde antiguo se habían tenido entre sí un
odio tan feroz que les había llevado muchas veces a mancillarse con el
derramamiento de sangre, hicieron entonces las paces. Era tal la reverencia y
la devoción hacia el Santo, que hombres y mujeres se le precipitaban en tropel,
tratando de tocar, al menos, el borde de su hábito o de arrebatarle algún trocito
de su pobre indumentaria» (BAC, Escritos, p. 970). Cuentan las
Florecillas, en su capítulo 27, que durante esta estancia en Bolonia, Francisco
convirtió a dos estudiantes de la Marca de Ancona llamados el uno Peregrino y
el otro Ricerio, y que uno y otro se hicieron frailes menores. El primero era
gran canonista y, sin embargo, prefirió el estado de lego, cosa muy en armonía
con el espíritu franciscano.
No es posible
leer sin profunda emoción el pasaje transcrito de Tomás de Spalato, como obra
que es de quien oyó personalmente lo que relata. Probablemente Francisco quiso
principiar por captarse la benevolencia de la parte ilustrada de su auditorio;
por eso escogió un tema algo académico, a saber, la distinción de las tres
categorías de seres inteligentes: los ángeles, los hombres y los demonios. Pero
luego abandonó el tono de la especulación, y apareció el Francisco natural,
espontáneo, sencillo y popular; y entonces fue el mover e inflamar y ganarse
los corazones, reproduciendo las antiguas escenas de Asís, de Arezzo y de
Gubbio; allí fue el olvidarse los antiguos atroces agravios, y también los
recientes, el reconciliarse los enemigos más encarnizados, el echarse
mutuamente los brazos al cuello, jurándose cristiana amistad y paz
indestructible. Francisco está ya vecino al término de su carrera, pero es el
mismo que era cuando la comenzó, cuando desde las gradas de una escalera de la
plaza mayor de Asís predicaba e imponía la paz a sus amotinados compatriotas;
siempre es el «heraldo del gran Rey», y continúa trasmitiendo a los súbditos de
este Rey el mismo mensaje que desde hace quince años: Dominus det tibi
pacem!, «El Señor te dé la paz».
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