sábado, 8 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 4 Cap 4

Capítulo IV – El gran milagro


Corría el verano de 1224, y la salud de Francisco parecía haber mejorado notablemente. En el mes de agosto dejó el Santo su querido valle de Rieti para trasladarse al monte Alverna, en el Casentino, que en 1213 le regalara el generoso conde Orlando. Lo acompañaban sus fieles amigos León, Ángel, Maseo e Iluminado, con quienes se proponía celebrar sobre dicho monte la fiesta de la Asunción de la Sma. Virgen y prepararse con un ayuno de cuarenta días para la de San Miguel Arcángel (29 de septiembre); porque Francisco, como todos sus contemporáneos y la Edad Media toda, tenía gran devoción al «gonfaloniero» o abanderado de los ejércitos celestiales, Signifer Sanctus Michael, que al son de su trompeta hará surgir a los muertos de sus tumbas en el día del juicio. En el mismo pergamino en que Francisco, después de su estigmatización, escribió las Alabanzas del Dios Altísimo y la Bendición al hermano León, éste nos describió las circunstancias en que se escribieron estos textos. En efecto, en el margen superior de la cara en que se encuentra la Bendición, se lee así: «El bienaventurado Francisco, dos años antes de su muerte, hizo una cuaresma en el monte Alverna, en honor de la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, y del bienaventurado Miguel Arcángel, desde la fiesta de la Asunción de Santa María Virgen hasta la fiesta de San Miguel de septiembre».

Acto seguido de recibir la donación del monte Alverna, Francisco envió a dos de sus hermanos a tomar posesión de él, los cuales, ayudados por conde Orlando, se instalaron en una planicie rocosa situada en la cumbre de la montaña, construyendo allí unas chozas de cañas cubiertas con barro a la manera que le gustaban a Francisco. Más tarde les hizo construir Orlando una pequeña iglesia, que se llamó, como la de la Porciúncula, «Santa María de los Angeles».

El viaje al Alverna era demasiado largo para ser hecho a pie, por lo que a Francisco hubieron de fallarle las fuerzas a tal punto, que sus compañeros se vieron forzados a pasar donde un campesino a pedirle que les prestase un jumento para poder conducir a su padre. Enterado el campesino del objeto de la demanda, corrió hacia el Santo y le preguntó con vivo interés si era él el hermano Francisco. Y como el varón de Dios respondiera con humildad que era el mismo por quien preguntaba, le dijo el campesino: «Procura ser tan bueno como dicen todos que eres, pues son muchos los que tienen puesta su confianza en ti. Por lo cual te aconsejo que nunca te comportes contrariamente a lo que se dice de ti». Tan candoroso consejo le llegó a Francisco al fondo del corazón, y cayó de rodillas a los pies del campesino, dándole las gracias (2 Cel 142). Cuenta Celano que el guía que condujo a nuestros caminantes al fin de su viaje, fatigado por el calor y la subida que empieza a orillas del Corzalone y termina en la cima del Alverna, empezó a desfallecer de pura sed; compadecido el Santo, se postró en tierra en oración por breves instantes, al fin de los cuales se alzó mostrando al hombre una fuente de agua cristalina junto a él (2 Cel 46). Hay quien piensa que este guía fue el mismo campesino dueño del jumento en que Francisco hizo su ascensión al monte.

Trepando la montaña iban todavía los hermanos cuando, sentados a reposar al pie de una encina, vieron llegar, dicen las Florecillas (Consideraciones sobre las Llagas, I-II), una enorme bandada de pájaros que parecían saludarlos con alegres cantos y sonoro batir de alas: unos venían a posarse sobre la cabeza del Santo, otros sobre sus hombros, otros en sus rodillas y hasta en sus manos. Maravillado Francisco de tanta fiesta, dijo a sus compañeros: «Yo creo que a nuestro Señor Jesucristo le agrada que moremos en este monte solitario, ya que tanta alegría muestran por nuestra llegada nuestros hermanos los pájaros».

Cuando llegó la noticia al conde Orlando, también se alegró en gran manera, y al día siguiente salió de su castillo camino del monte, seguido de numeroso cortejo y llevando a Francisco y sus compañeros pan, vino y otras cosas. Al llegar los encontró puestos en oración, pero avanzó a saludarlos. Francisco se levantó al momento y recibió al conde con las mayores demostraciones de gozo y cariño, y en seguida se sentaron ambos a conversar. Terminado el coloquio, en que Francisco dio las gracias a su amigo por el inestimable regalo de aquel sitio tan apropiado para el recogimiento, le suplicó que le hiciese construir una pobre celdilla al pie de una haya distante de las chozas de los hermanos como un tiro de piedra, lugar que le pareció en extremo propicio para la meditación. Orlando hizo al punto lo que Francisco le pedía, y antes de caída la noche la fabrica estuvo terminada, y Francisco, al tomar posesión de ella, predicó a los circunstantes. Acabado el sermón, dada por Francisco la bendición a la gente, y estando ya para partir el conde, éste llamó aparte a aquél y a los otros frailes y les dijo: «Hermanos míos muy amados, no es mi intención que en este monte agreste tengáis que pasar necesidad alguna corporal, con menoscabo de la atención que debéis poner a las cosas espirituales. Quiero, pues, y os lo digo una vez por todas, que enviéis confiadamente a mi casa para todo lo que necesitéis; y, si no lo hacéis así, lo llevaré muy a mal». Dicho esto, partió con todo su acompañamiento y se volvió a su castillo.

«Entonces, San Francisco hizo sentar a sus compañeros y les dio instrucciones sobre el estilo de vida que habían de llevar ellos y cuantos quisieran morar religiosamente en los eremitorios. Entre otras cosas, les inculcó de manera especial la guarda de la santa pobreza, diciéndoles: "No toméis tan en consideración el caritativo ofrecimiento de messer Orlando, que ofendáis en cosa alguna a nuestra señora madonna Pobreza". Y, después de muchas, bellas y devotas palabras e instrucciones sobre esta materia, concluyó: "Este es el modo de vivir que he determinado para mí y para vosotros. Y, puesto que me voy acercando a la muerte, es mi intención estar a solas y recogido en Dios, llorando ante Él mis pecados. El hermano León, cuando le parezca bien, me traerá un poco de pan y un poco de agua; y por ningún motivo habéis de permitir que se acerque ningún seglar, sino que vosotros responderéis de mi parte". Dichas estas palabras, les dio la bendición y se fue a la celda del haya; y sus compañeros se quedaron en el eremitorio con el firme propósito de poner en práctica las instrucciones de San Francisco» (Consideraciones, II).

Todavía se muestran hoy en el monte Alverna los diferentes lugares habitados por Francisco: la gran peña cortada (sasso masso o spicco), debajo de la cual tenía costumbre de ponerse orar; la caverna sombría y baja, donde se acostaba sobre una gran piedra; la gruta de Fray León, suspendida en lo más alto de la montaña, a donde acudía el Santo muy temprano a oír la misa de su amigo, a adorar el cuerpo y la sangre de Dios en la hostia blanca y en el cáliz dorado que la mano de León elevaba sobre el altar para consuelo y alivio de los pobres peregrinos de este valle de lágrimas.

También Francisco tenía necesidad de este consuelo, pues nunca como ahora se había sentido tan inquieto y lleno de cuidados y temores por el porvenir de su Orden. ¿Qué sería de ella? ¡Le habían arrebatado a sus hermanos, a sus hijos!, ¿para llevarlos adónde? ¡Ay!, a donde él no quería que fuesen, y él no podía estorbarlo y se veía constreñido a presenciarlo bien a su pesar... En vano evocaba y reconstruía en la mente sus acariciados ideales del perfecto hermano menor, del perfecto ministro, del perfecto general de la Orden; bien sabía él que la realidad era muy otra. Fray Elías y los otros frailes de su misma tendencia no se allanaban a contentarse, como era el deseo de Francisco, con ser hombres «de un solo libro y de una sola pluma»; allegaban libros y estudiaban derecho eclesiástico, y era tiempo perdido el que se empleaba en persuadirlos a observar, en sus relaciones con los demás hermanos, el verdadero espíritu del Evangelio. Francisco suspiraba y clamaba a Dios con acento cada vez más dolorido: «Señor, a ti te encomiendo la familia que me diste» (EP 81). Y luego volvía a su halagüeña ilusión de que todo era todavía como en otros tiempos, de que ningún obstáculo había entre él y sus hijos, de que todos vivían en santa unión y nadie nunca sería capaz de desunirlos.

Cierto día despertó Francisco de este hermoso sueño, se percató de la triste realidad, y entonces concibió el deseo de recurrir a un medio que ya había empleado antes para levantar siquiera una punta del velo que le ocultaba el secreto de lo porvenir. Ordenó a Fray León que tomase el libro de los Evangelios y lo abriese por tres veces al azar en nombre de la santísima Trinidad. Obedeció León y todas las tres veces abrió el Evangelio por la parte donde se narra la pasión de Jesucristo, con lo que entendió Francisco que ya no le restaba otra cosa que padecer hasta el fin y que en la tierra no tenía que esperar ningún momento de felicidad. Entonces se entregó rendido, dulcemente abandonado a la voluntad del Señor.

Pero a la noche siguiente estuvo largo tiempo sin poderse dormir; en vano daba vueltas y más vueltas sobre su duro lecho, en vano aguardaba que los halcones del monte Alverna le advirtiesen con sus graznidos que ya era hora de levantarse al rezo de los maitines. «En el cielo -se decía como para consolarse- todo será como debe ser. Allá a lo menos habrá paz y gozo por toda una eternidad». Con estos pensamientos se quedó por fin dormido. Es Celano quien nos refiere que un halcón, que había anidado en el lugar, avisaba de antemano, cantando y haciendo ruido, la hora en que el Santo solía levantarse a la noche para la alabanza divina. Y esto gustaba muchísimo al santo de Dios, pues con la solicitud tan puntual que mostraba para con él le hacía sacudir toda negligencia. En cambio, cuando al Santo le aquejaba algún malestar más de lo habitual, el halcón le dispensaba y no le llamaba a la hora acostumbrada de las vigilias; y así, cual si Dios lo hubiere amaestrado, hacia la aurora pulsaba levemente la campana de su voz (2 Cel 168; LM 8,10).

Aquella noche se le apareció a Francisco un ángel radiante de luz inmortal que, con una viola en la mano izquierda y el arco en la derecha, se le acercó y le dijo: «Francisco, yo vengo a hacerte oír un poco de la música que nosotros gozamos allá arriba delante del trono de Dios». Dicho esto, apoyó la viola en su mejilla e hizo con el arco una sola pasada por las cuerdas, y fue tal la suavidad de la melodía, que llenó de dulcedumbre el alma de San Francisco y le hizo desfallecer, hasta el punto que, como lo refirió después a sus compañeros, le parecía que, si el ángel hubiera continuado moviendo el arco hasta abajo, se le hubiera separado el alma del cuerpo no pudiendo soportar tanta dulzura (Consideraciones, II).

Después de la fiesta de la Asunción, Francisco se separó de sus hermanos y se fue a morar en una gruta todavía más lejana, situada del otro lado de un profundo tajo hecho en la roca viva, adonde sólo se podía llegar por un árbol o tronco atravesado a guisa de puente, por debajo del cual se veía el abismo. Allí se estableció Francisco después de convenir con Fray León que iría a verle dos veces cada veinticuatro horas, la una para llevarle pan y agua, la otra para el rezo de los maitines. Antes de pasar el puente, debía León decir en voz alta las palabras Domine, labia mea aperies, «Señor, ábreme los labios»; si Francisco respondía Et os meum annuntiabit landem tuam, «Y mi boca proclamará tu alabanza», entonces podía León pasar el puente e ir a su maestro; si no se le respondía, debía volverse tranquilamente donde los demás hermanos. «Decía esto San Francisco -indica la Consideración II sobre las Llagas- porque algunas veces estaba tan arrobado en Dios, que no oía ni sentía nada con los sentidos del cuerpo».

Durante varios días León cumplió religiosamente la orden de Francisco; pero una noche se paró como de costumbre antes de pasar el puente, dijo las consabidas palabras, esperó un rato y no obtuvo respuesta. Era una noche de luna, esplendorosa y fresca, como aquellas con que el mes de septiembre suele regalar a los montes Apeninos: la tibia y silenciosa claridad bañaba en muchas leguas a la redonda el desierto y sinuoso valle, envolviendo como en nube luminosa los negros troncos de los abetos. León vaciló un buen rato; por fin se decidió a franquear el puente. Se deslizó con toda precaución a través de la espesura sin hallar ningún vestigio de su maestro; al cabo de cierto tiempo percibió un murmullo como gemido de plegaria; siguió en su dirección y no tardó en descubrir a Francisco que, arrodillado, los brazos en cruz y el rostro vuelto al cielo, oraba en voz alta. León se mantuvo inmóvil, protegido por la sombra de un árbol, pero tan cerca que podía entender perfectamente todas las palabras que pronunciaba el Santo y que, a través del aire diáfano y limpio de la noche, llegaban a él admirablemente netas y distintas:

--¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?, -decía Francisco mirando al cielo.

Y repitió muchas veces esta misma pregunta, hasta que León puso distraídamente el pie sobre una rama e hizo un ruido que despertó de su meditación a Francisco, que al instante dejó de orar y se levantó.

--¡En nombre de Jesús -clamó el Santo-, quienquiera que seas, no te muevas de donde estás!
Y se fue acercando a donde estaba Fray León. Éste contó después a los otros hermanos que en aquel instante se sintió presa de tan extraordinario pavor, que, si la tierra se hubiese abierto delante de él, se habría arrojado en la sima para ocultarse de Francisco, porque ya le parecía que éste lo iba a despedir de sí en castigo de su desobediencia, y el amor que él le tenía era tan grande, que bien sabía que no podría vivir sin su compañía y dirección. Llegado Francisco al pie del árbol, preguntó:

--¿Quién eres tú?

--Yo soy el hermano León, Padre mío -respondió temblando de pies a cabeza.

--Y ¿por qué has venido aquí, hermano ovejuela? -prosiguió San Francisco-. ¿No te tengo dicho que no andes observándome? Te mando, por santa obediencia, que me digas si has visto u oído algo.

El hermano León respondió:

--Padre, yo te he oído hablar y decir varias veces: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?» y «¿Quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?»

Cayendo entonces de rodillas el hermano León a los pies de San Francisco, se reconoció culpable de desobediencia contra la orden recibida y le pidió perdón con muchas lágrimas. Y en seguida le rogó devotamente que le explicara aquellas palabras que él había oído y le dijera las otras que no había entendido.

Entonces, San Francisco, en vista de que Dios había revelado o concedido al humilde hermano León, por su sencillez y candor, ver algunas cosas, condescendió en manifestarle y explicarle lo que pedía, y le habló así:

--Has de saber, hermano ovejuela de Jesucristo, que, cuando yo decía las palabras que tú escuchaste, mi alma era iluminada con dos luces: una me daba la noticia y el conocimiento del Creador, la otra me daba el conocimiento de mí mismo. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», me hallaba invadido por una luz de contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios. Y cuando yo decía: «¿Quién soy yo», etc.?, la otra luz de contemplación me hacía ver el fondo deplorable de mi vileza y miseria. Por eso decía: «¿Quién eres tú, Señor de infinita bondad, sabiduría y omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que soy un gusano vil y abominable?» Estas son las palabras que has oído y aquel elevar las manos por tres veces que has visto. Pero guárdate bien, hermano ovejuela, de seguir espiándome; vuélvete a tu celda con la bendición de Dios (Consideraciones, III).

Pasaban los días y las noches, y pronto llegó la fiesta de la Exaltación de la Cruz, 14 de septiembre, aniversario del rescate de la verdadera Cruz por el emperador Heraclio de manos de Cosroa, rey de Persia, que se la había llevado de Jerusalén como botín de guerra y trofeo de victoria.

La cruz y el crucifijo fueron siempre para nuestro Santo objeto de íntima, profundísima devoción, desde el día en que la misteriosa voz salida del crucifijo bizantino de San Damián en 1207 le alejó del mundo y le señaló el camino de la pobreza de Cristo. «Desde aquel momento -dice la Leyenda de los Tres Compañeros- quedó su corazón llagado y derretido de amor ante el recuerdo de la pasión del Señor Jesús, de modo que mientras vivió llevó en su corazón las llagas del Señor Jesús, como después apareció con toda claridad en la renovación de las mismas llagas admirablemente impresas en su cuerpo y comprobadas con absoluta certeza» (TC 14).

Cuando en los días de su juventud frecuentaba el bosque vecino de la Porciúncula, sólo pensaba en los padecimientos del Crucificado, y este pensamiento le traía anegado en continuo llanto. Un día le encontró en tal guisa un campesino, que le preguntó la causa de su dolor, y Francisco le contestó: «Lloro la pasión de mi Señor Jesucristo». Y era tan verdadero y tan intenso este dolor y de tal modo lo expresó Francisco, que no pudo menos de comunicárselo a su interlocutor, el cual rompió también a llorar (TC 14).

Francisco había enseñado a sus hermanos esta oración en honra de la Cruz: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5). Y no toleraba que sus frailes pisasen dos pajas o dos ramitas que estuviesen en el suelo formando la cruz.

En las visiones que algunos hermanos tuvieron de Francisco, éste aparecía acompañado del símbolo de la cruz. Silvestre, por ejemplo, vio salir de la boca de su maestro una gran cruz de oro que abarcaba el mundo entero; Pacífico lo vio atravesado por dos espadas cruzadas, una que iba de la cabeza a los pies, y otra del brazo derecho al izquierdo, pasando por el pecho; León vio una gran cruz dorada que avanzaba delante de San Francisco sin que nadie la trasportase.

En la liturgia de la fiesta de la Exaltación de la Cruz parece como si se encontraran reunidas las palabras más fuertes del Evangelio y de la Iglesia. «Esta señal de la cruz -se dice allí- brillará en el cielo cuando venga el Señor a juzgar». O bien las palabras de San Pablo: «Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, que es nuestra salvación, vida y resurrección». Y también leemos en la antífona de Tercia de esa liturgia: «Cristo Redentor, sálvanos por la fuerza de la cruz; tú que salvaste a Pedro en el mar, ten compasión de nosotros». Y en el himno de laudes: «¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!» Y una y otra vez, a cada momento vuelve la idea de la cruz: «¡Tú eres más hermosa que los cedros del Líbano; tú eres el árbol de la vida, plantado en medio del jardín del Paraíso! ¡Ved la cruz del Señor! ¡Que huyan todos sus enemigos! Ha vencido el león de Judá. ¡Aleluya!»

Profundamente penetrado de estos sentimientos, estaba Francisco de rodillas delante de su celda la mañana del día 14 de septiembre, fiesta de la Cruz. No amanecía aún y el Santo, con el rostro vuelto hacia el oriente, los brazos extendidos y ambas manos levantadas, oraba en esta forma:

«Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores».

«Y, permaneciendo por largo tiempo en esta plegaria, entendió que Dios le escucharía y que, en cuanto es posible a una pura creatura, le sería concedido en breve experimentar dichas cosas.
»Animado con esta promesa, comenzó San Francisco a contemplar con gran devoción la pasión de Cristo y su infinita caridad. Y crecía tanto en él el fervor de la devoción, que se transformaba totalmente en Jesús por el amor y por la compasión.

»Estando así inflamado en esta contemplación, aquella misma mañana vio bajar del cielo un serafín con seis alas de fuego resplandecientes. El serafín se acercó a San Francisco en raudo vuelo tan próximo, que él podía observarlo bien: vio claramente que presentaba la imagen de un hombre crucificado y que las alas estaban dispuestas de tal manera, que dos de ellas se extendían sobre la cabeza, dos se desplegaban para volar y las otras dos cubrían todo el cuerpo.

»Ante tal visión, San Francisco quedó fuertemente turbado, al mismo tiempo que lleno de alegría, mezclada de dolor y de admiración. Sentía grandísima alegría ante el gracioso aspecto de Cristo, que se le aparecía con tanta familiaridad y que le miraba tan amorosamente; pero, por otro lado, al verlo clavado en la cruz, experimentaba desmedido dolor de compasión. Luego, no cabía de admiración ante una visión tan estupenda e insólita, pues sabía muy bien que la debilidad de la pasión no dice bien con la inmortalidad de un espíritu seráfico. Absorto en esta admiración, le reveló el que se le aparecía que, por disposición divina, le era mostrada la visión en aquella forma para que entendiese que no por martirio corporal, sino por incendio espiritual, había de quedar él totalmente transformado en expresa semejanza de Cristo crucificado».

(...)

«Cuando desapareció esta visión admirable, después de largo espacio de tiempo y de secreto coloquio, dejó en el corazón de San Francisco un ardor desbordante y una llama de amor divino, y en su carne, la maravillosa imagen y huella de la pasión de Cristo. Porque al punto comenzaron a aparecer en las manos y en los pies de San Francisco las señales de los clavos, de la misma manera que él las había visto en el cuerpo de Jesús crucificado, que se le apareció bajo la figura de un serafín. Sus manos y sus pies aparecían, en efecto, clavados en la mitad con clavos, cuyas cabezas, sobresaliendo de la piel, se hallaban en las palmas de las manos y en los empeines de los pies, y cuyas puntas asomaban en el dorso de las manos y en las plantas de los pies, retorcidas y remachadas de tal forma, que por debajo del remache, que sobresalía todo de la carne, se hubiera podido introducir fácilmente el dedo de la mano, como en un anillo. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras. Asimismo, en el costado derecho aparecía una herida de lanza, sin cicatrizar, roja y ensangrentada, que más tarde echaba con frecuencia sangre del santo pecho de San Francisco, ensangrentándole la túnica y los calzones.

»Lo advirtieron los compañeros antes de saberlo de él mismo, observando cómo no descubría las manos ni los pies y que no podía asentar en tierra las plantas de los pies, y cuando, al lavarle la túnica y los calzones, los hallaban ensangrentados; llegaron, pues, a convencerse de que en las manos, en los pies y en el costado llevaba claramente impresa la imagen y la semejanza de Cristo crucificado» (Consideraciones, III).


Me he servido aquí de una fuente tardía, Florecillas - Consideraciones sobre las Llagas, porque estoy convencido de que el relato de las Florecillas procede, al menos en sus partes esenciales, de los relatos escritos o verbales de León, de Maseo, de Ángel, y de otros hermanos. Sabemos, en efecto, por Eccleston que Fray León se complacía en contar a los hermanos jóvenes las circunstancias de la estigmatización (AF I, p. 245). Sin duda alguna, muchos de sus "rollos" se referían a su estancia en el monte Alverna, y algunos pasajes de esos "rollos" están incluidos en el texto de los caps. 9 y 21 de los Actus. Por lo demás, tenemos de puño y letra del propio Fray León el testimonio auténtico de la estigmatización de San Francisco: la nota que él escribió en el pergamino que Francisco le dio con su Bendición y con las Alabanzas del Dios Altísimo, y que ya hemos reproducido en parte: «El bienaventurado Francisco, dos años antes de su muerte, hizo una cuaresma en el monte Alverna, en honor de la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, y del bienaventurado Miguel Arcángel, desde la fiesta de la Asunción de Santa María Virgen hasta la fiesta de San Miguel de septiembre. Y se posó sobre él la mano del Señor. Después de la visión y de la alocución del Serafín y de la impresión de las llagas de Cristo en su cuerpo, compuso estas Alabanzas, escritas en el otro lado del papel, y las escribió de su propia mano, dando gracias a Dios por el beneficio que le había concedido. El bienaventurado Francisco escribió de su propia mano esta bendición a mí, fray León». Añadamos que la descripción del milagro en la Vida Primera (1 Cel 94-96) y en el Tratado de los milagros de Tomás de Celano, aunque es más compendiosa, tiene una semejanza indudable con la de las Florecillas, lo que no es de admirar si se tiene en cuenta que Celano trabajó mucho en colaboración con León y con los otros compañeros íntimos de San Francisco. Y por último digamos que en el relato que hace San Buenaventura en su Leyenda Mayor (LM 13,3), encontramos los mismos elementos esenciales que antes hemos reproducido.

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