Capítulo V – La bendición a fray León y el adiós al Alverna
Imposible fue a
Francisco ocultar por mucho tiempo el milagro obrado en su cuerpo. En primer
lugar, vivía rodeado de amigos entusiastas y abnegados, que estaban siempre
pendientes de él y cuya vida toda giraba en torno a la suya. En segundo lugar,
las llagas le producían tan vivos dolores hasta en sus más mínimos movimientos,
que necesariamente se veía forzado a recurrir al auxilio de los otros. Con toda
probabilidad, Fray León fue el primero que tuvo el consuelo de conocer el secreto.
Para que Francisco pudiese mover las manos y los pies, alguien tenía que
encargarse de aplicarle vendas en la parte saliente de los clavos, y esta tarea
fue confiada a la solicitud de dicho hermano, que la desempeñaba diariamente,
salvo, según se dice, desde el jueves hasta el sábado, espacio en el cual
quería el Santo padecer íntegramente los dolores de la pasión de Cristo. Poco
después se enteró del secreto Fray Rufino, que estaba encargado de lavar la
ropa de Francisco, y no tardó en advertir que los paños menores salían
manchados de sangre al lado derecho de la cintura, lo que no podía ser sino
efecto de la hemorragia de la llaga del costado; incluso se cuenta que, andando
el tiempo, valiéndose de un ardid logró ver y tocar esta llaga. Celano dice expresamente
que, en vida del Santo, si bien las llagas de las manos y de los pies las
vieron algunos hermanos, nadie vio la del costado sino Rufino (2 Cel 135-138).
Basado sin duda en una falsa información de Fray Elías, el mismo Celano
escribió antes que también este hermano la vio mientras Francisco vivía (1 Cel
95).
Es difícil
imaginarse el estado en que quedó el alma de Francisco después de la recepción
de las llagas. Desde aquel instante vivía el Santo tan por encima de las
condiciones ordinarias de la humanidad, que todos al verle o tratarle se veían
impelidos a prosternarse en su presencia, besando el suelo que hollaban sus
benditas plantas. León le sorprendía continuamente elevado en los aires a la
altura de las copas más altas de los árboles, y entonces exclamaba
espontáneamente el fiel discípulo: «Dios mío, muéstrate propicio a este indigno
pecador que soy yo, y por los méritos de este hombre santísimo, dispénsame tu
santa misericordia» (Actus, 38).
Parece ser, sin
embargo, que el efecto inmediato de la estigmatización fue para Francisco una
inmensa alegría, un acabarse en él por completo todo abatimiento, todo cuidado
de la tierra. Expresión elocuente de este sentimiento de inefable felicidad es
el cántico de alabanzas que el Santo compuso muy poco después de haber recibido
los estigmas, en acción de gracias por tan incomparable favor. He aquí la
traducción de esta laude llamada Alabanzas del Dios altísimo (AlD):
«Tú eres santo,
Señor Dios único, que haces maravillas.
»Tú eres fuerte,
tú eres grande, tú eres altísimo, tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo, rey
del cielo y de la tierra.
»Tú eres trino y
uno, Señor Dios de dioses, tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien, Señor
Dios vivo y verdadero.
»Tú eres amor,
caridad; tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia, tú eres
belleza, tú eres mansedumbre, tú eres seguridad, tú eres quietud, tú eres gozo,
tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres justicia, tú eres templanza, tú
eres toda nuestra riqueza a satisfacción.
»Tú eres belleza,
tú eres mansedumbre; tú eres protector, tú eres custodio y defensor nuestro; tú
eres fortaleza, tú eres refrigerio.
»Tú eres
esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra, tú eres toda
dulzura nuestra, tú eres vida eterna nuestra: Grande y admirable Señor, Dios
omnipotente, misericordioso Salvador».
Al mismo tiempo
que Francisco se sentía en toda la plenitud de la alegría cristiana, colocado,
como otro Moisés, en la cumbre del monte Nebo enfrente y a la vista de la
Tierra Prometida, su mejor y más íntimo amigo padecía cruelísima tentación, no
corporal, sino espiritual, según las fuentes, que, por lo demás, no dan de ello
explicación precisa. ¿Sentiría León, por ventura, alguna envidia de su maestro?
¿Sería acaso un secreto sentimiento de inquietud celosa por ver a su amigo y
padre andar por regiones adonde no le era dado seguirle? Sea de esto lo que
fuere, parece indudable que León deseaba vehementemente tener una prueba de que
él no era echado en olvido por Francisco a pesar de los grandes favores que
éste había recibido, de que las relaciones entre uno y otro eran las mismas de
antes y de siempre. León traía a la memoria aquel tiempo en que Francisco le
escribía cartas afectuosas, y todo el que sepa la impresión que produce la
vista de una letra querida trazada en la cubierta de un sobre de correos,
convendrá en que lo que Fray León deseaba ardientemente era recibir una vez más
algún papel escrito de mano de su maestro; pero, ¿cómo obtenerlo si, según le
parecía, las relaciones entre ambos no eran ya las mismas de antes?
Francisco, con su
habitual delicada penetración, parece haberse dado cuenta de lo que pasaba en
la conciencia de su amigo, pues un día de aquellos lo llamó para pedirle que le
trajera un pedazo de pergamino, pluma y tinta; en seguida, mientras León
aguardaba de pie, presa de intensa emoción, Francisco se puso a escribir el
poema que hemos trascrito más arriba y, al terminarlo, volvió la hoja y en el
dorso y con letra de grueso perfil copió la bendición del antiguo patriarca Aarón:
«El Señor te
bendiga y te guarde; te muestre su faz y tenga misericordia de ti. Vuelva su
rostro a ti y te dé la paz».
Esto escrito,
Francisco se recogió un momento y luego terminó así la escritura: «El Señor te
bendiga, hermano León».
Por fin, puso la
firma, pero no escribiendo su nombre, sino estampando la letra T, símbolo de la
cruz en el Antiguo Testamento, debajo de la cual dibujó una calavera sobre un
monte, imagen de la victoria reportada por Jesucristo sobre la muerte. Acto
seguido cogió el pergamino escrito y, radiante de sonrisa y de bondad, lo
alargó a León, diciéndole: «Toma para ti este pliego y consérvalo
cuidadosamente hasta el día de tu muerte». Recibir León el papel, prorrumpir en
dulces lágrimas y disiparse sus siniestros pensamientos, todo fue obra de un
solo instante. León guardó conforme al encargo de su maestro el precioso
pergamino, prenda de una amistad maravillosa, llevándolo siempre junto a su
corazón hasta el último día de su vida, que fue en el año 1271; aún ahora se
conserva en el Sacro Convento de Asís (2 Cel 49; LM 11,9).[1]
El día 30 de
septiembre, Francisco y León dejaron el monte Alverna. El Santo bajó montado en
un jumento que le había enviado el conde Orlando, porque el dolor de las llagas
no le permitía ya caminar a pie. Francisco oyó misa muy de mañana, y en ella
dirigió una última admonición a sus hermanos. A continuación se despidió Maseo,
Ángel, Silvestre e Iluminado, diciéndoles: «Quedad en paz, amadísimos hijos.
Dios os bendiga, amadísimos hijos. ¡Adiós! Me separo de vosotros corporalmente,
pero os dejo mi corazón. Parto con fray Ovejuela de Dios y voy a Santa María de
los Ángeles, y aquí ya no volveré. Me voy, adiós, adiós a todos. Adiós Monte,
adiós Monte Alverna, adiós Monte de los Ángeles. Adiós amadísimo, adiós amadísimo
hermano halcón, te agradezco la caridad que conmigo tuviste. Adiós; adiós
"Sasso Spico", ya no volveré jamás a visitarte. Adiós roca, adiós,
adiós, adiós roca, que dentro de tus entrañas me recibiste quedando el demonio
burlado; ya no nos volveremos a ver. Adiós Santa María de los Ángeles, te
recomiendo éstos mis hijos, Madre del eterno Verbo». Mientras que así decía el
Santo, lloraban sus hermanos lágrimas de intensa ternura; mas él los abrazó de
nuevo y se puso en marcha, abandonando definitivamente aquella montaña, teatro
de sus más íntimas comunicaciones con el cielo.[2]
Francisco tomó el
camino de Borgo San Sepolcro, no sin pasar antes por el castillo de Chiusi a
despedirse de su amigo y bienhechor el conde Orlando. Siempre acompañado de su
«ovejuela de Cristo», atravesó el torrente del Rasina, franqueó los montes
Arcoppe y Foresto y llegó a la cumbre del monte Casella, donde hizo alto para
contemplar la última vez, por entre los nubarrones otoñales que lo envolvían,
su querido Alverna; se apeó de su asno, se arrodilló y, vuelto a la santa
montaña, junto con describir con su llagada diestra una gran cruz en el
espacio, exclamó, dándole su último adiós, sus últimas gracias, su última
bendición: «¡Adiós, monte del Señor, monte santo, monte excelso, monte
escarpado, monte en que Dios tuvo a bien habitar! ¡Adiós, monte Alverna! ¡Que
Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo te bendigan! ¡Que su paz sea
contigo! Ya no te veré más. ¡Adiós!»[3]
Acto seguido
volvió a subir en su jumentillo, y prosiguió su marcha, tan profundamente
absorto en sí, que atravesó la ciudad de Borgo San Sepolcro y no lo advirtió.
Habían salido ya de ella cuando volvió de su éxtasis, y entonces preguntó a
Fray León cuánto faltaría para llegar a Borgo (2 Cel 98).
Por lo demás, aquel
viaje revistió cada vez más el carácter de una verdadera marcha triunfal: los
pueblos del camino salían en masa al encuentro de Francisco, agitando ramos de
olivos y exclamando a voz en cuello: Ecco il Santo!, ¡Aquí viene el Santo!
A cada instante le pedían la mano para besársela; con su sola presencia iba
sembrando milagros: una mujer aquejada de grave enfermedad quedó repentinamente
sana con solo tocar la cuerda con que el Santo iba gobernando su asno (Consideraciones,
IV; 1 Cel 63-64).
Desde Cittá di Castello,
donde Francisco se detuvo un mes entero y donde, entre otros milagros, sanó con
sólo pronunciar una palabra a otra pobre mujer atacada de horrendo delirio,
prosiguió el camino hacia la Porciúncula. Era entonces el mes de noviembre, y
ya la nieve cubría los Apeninos. Una de aquellas noches le tocó a Francisco
tener que pasarla en medio de la nieve en compañía de León y del campesino que
le había prestado el asno; no les fue posible llegar a tiempo a ninguna
vivienda humana, y hubieron de contentarse con el hueco de una peña. Semejante
lecho nada tenía de extraño para Francisco y su secretario; pero sí y mucho
para el otro acompañante, que pasaba la noche lamentándose y maldiciendo su
suerte sin conciliar el sueño. Notando el Santo que aquel hombre se revolvía de
una parte a otra murmurando quedamente con quejumbrosos gemidos, como quien mal
abrigado no podía estar quieto a causa de la atrocidad del frío, encendido en
el fervor del amor divino, extendió su mano y le tocó con ella, y, al contacto
de aquella mano sagrada, huyó todo frío del cuerpo del labriego y se vio
envuelto en tanto calor, dentro y fuera, como si lo hubiese invadido una
bocanada salida del respiradero de un horno. Así, confortado al instante en el
alma y en el cuerpo, durmió hasta el amanecer tan suavemente entre piedras y
nieve como jamás había descansado en su propio lecho, según el mismo declaró
más tarde (LM 13,7; Consideraciones, IV).
A poco de llegar
a la Porciúncula emprendió Francisco una nueva misión apostólica por los alrededores,
porque sentía renacer en su pecho el celo de sus años juveniles, y no cesaba de
hablar de grandes cosas que tenía que realizar. Sin duda, le ocurrió el
pensamiento de comenzar nueva vida, con nuevos alientos y con mayor perfección,
pues solía decir: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es
o poco lo que hemos adelantado». No pensaba haber llegado aún a la meta, y,
permaneciendo firme en el propósito de santa renovación, estaba siempre
dispuesto a comenzar nuevamente. Le hubiera gustado volver a servir a los
leprosos y padecer desprecios, como en tiempos pasados (1 Cel 103).
Cabalgando
siempre en un jumentillo, solía visitar en un solo día hasta cuatro o cinco
castillos y aun villas, predicando en cada una (1 Cel 97) y sirviendo y acariciando
a los leprosos que encontraba a su paso.
A este período de
su vida pertenece seguramente un relato que traen las Florecillas. En un
hospital en que los hermanos servían a los leprosos, había uno malhumorado e
insolente que, juzgándose desatendido de los frailes, los maltrataba sin cesar
de palabra y de obra, y no contento con tratar mal a sus enfermeros, la
emprendía contra los santos y la Virgen y contra el mismo Dios con horribles
blasfemias, y no se podía estar con él. Por más que los hermanos se esforzaban
por sobrellevar con paciencia sus villanías e insultos, tuvieron que optar por
dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía soportar las
injurias contra Cristo y su Madre. Pero no quisieron hacerlo sin haber
informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio próximo.
Cuando se lo
hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó
diciendo:
--Dios te dé la
paz, hermano mío carísimo.
--Y ¿qué paz
puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado
la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?
--Ten paciencia,
hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en
este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con
paciencia.
--Y ¿cómo puedo
yo llevar con paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche
y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que
todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y
que no lo hacen como deben.
Entonces, San
Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del espíritu
maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la
oración, volvió y le dijo:
--Hijo, te voy a
servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros.
--Está bien -dijo
el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?
--Haré todo lo
que tú quieras -respondió San Francisco.
--Quiero -dijo el
leproso- que me laves todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no
puedo aguantarme yo mismo.
San Francisco
hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al
leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano.
Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos
desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando
el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que
empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar
amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de
la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado
por la contrición y las lágrimas.
Cuando se vio
completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y decía
llorando en alta voz:
--¡Ay de mí, que
soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los
hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!
Estuvo así quince
días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo
entera confesión con el sacerdote.
San Francisco, al
ver el milagro tan evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a
Dios y se fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su
humildad, en efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas
sus acciones buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia (Flor 25).
[1] - Las palabras de la bendición están tomadas de la Biblia, libro de los
Números 6,24-26. Sobre la T simbólica, véase Ezequiel 9,4. Sobre el empleo de
este símbolo por San Francisco, véase LM 4,9 y 3 Cel 3.
[2] - Se cree que este Adiós al Alverna lo puso por escrito Fray
Maseo, y todo hace creer que el texto del documento reproduce bien el sentido
general de las palabras de Francisco. Pero la copia del Adiós, que se
conserva actualmente en el convento del Alverna, y que es la única copia
antigua que poseemos, no se remonta más allá del siglo XVI. Es una hoja grande
de pergamino, de 27 por 13 centímetros, y el texto empieza así: «Pax XPI. Giesu Mâ speranza mia, fra Masseo peccatore indegno servo di Giesu XPO
Compagno di fra Francesco da Assisi huomo a Dio gratissimo». Y termina
diciendo: «Io, fra Masseo, ho scritto tutto. Dio ci benedica», Yo, fray
Maseo, lo he escrito todo. Dios nos bendiga.
Sabatier, que no llegó a conocer este documento, oyó hablar de él como de un
documento original; el texto que él reproduce y que está tomado de la edición
impresa más antigua, que es de 1710, no difiere de la copia del Alverna más que
en detalles sin importancia, pero tiene un final conmovedor: «Io, fra Masseo,
ho scritto con lacrime», Yo, fray Maseo, lo he escrito con lágrimas en los
ojos, lo que indicaría que aún era muy reciente la despedida de Francisco
en el Alverna cuando su discípulo dejaba constancia por escrito de la misma.
[3] - Palabras citadas en la traducción italiana de la Vita Secunda de
Celano, publicada por Amoni (Roma, 1880), pág. 315. Se encuentran también en un
manuscrito del convento del Alverna, fechado el 31 de septiembre de 1818,
aniversario de la salida de Francisco del sacro monte.
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