sábado, 8 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 4 Cap 5

Capítulo V – La bendición a fray León y el adiós al Alverna


Imposible fue a Francisco ocultar por mucho tiempo el milagro obrado en su cuerpo. En primer lugar, vivía rodeado de amigos entusiastas y abnegados, que estaban siempre pendientes de él y cuya vida toda giraba en torno a la suya. En segundo lugar, las llagas le producían tan vivos dolores hasta en sus más mínimos movimientos, que necesariamente se veía forzado a recurrir al auxilio de los otros. Con toda probabilidad, Fray León fue el primero que tuvo el consuelo de conocer el secreto. Para que Francisco pudiese mover las manos y los pies, alguien tenía que encargarse de aplicarle vendas en la parte saliente de los clavos, y esta tarea fue confiada a la solicitud de dicho hermano, que la desempeñaba diariamente, salvo, según se dice, desde el jueves hasta el sábado, espacio en el cual quería el Santo padecer íntegramente los dolores de la pasión de Cristo. Poco después se enteró del secreto Fray Rufino, que estaba encargado de lavar la ropa de Francisco, y no tardó en advertir que los paños menores salían manchados de sangre al lado derecho de la cintura, lo que no podía ser sino efecto de la hemorragia de la llaga del costado; incluso se cuenta que, andando el tiempo, valiéndose de un ardid logró ver y tocar esta llaga. Celano dice expresamente que, en vida del Santo, si bien las llagas de las manos y de los pies las vieron algunos hermanos, nadie vio la del costado sino Rufino (2 Cel 135-138). Basado sin duda en una falsa información de Fray Elías, el mismo Celano escribió antes que también este hermano la vio mientras Francisco vivía (1 Cel 95).

Es difícil imaginarse el estado en que quedó el alma de Francisco después de la recepción de las llagas. Desde aquel instante vivía el Santo tan por encima de las condiciones ordinarias de la humanidad, que todos al verle o tratarle se veían impelidos a prosternarse en su presencia, besando el suelo que hollaban sus benditas plantas. León le sorprendía continuamente elevado en los aires a la altura de las copas más altas de los árboles, y entonces exclamaba espontáneamente el fiel discípulo: «Dios mío, muéstrate propicio a este indigno pecador que soy yo, y por los méritos de este hombre santísimo, dispénsame tu santa misericordia» (Actus, 38).

Parece ser, sin embargo, que el efecto inmediato de la estigmatización fue para Francisco una inmensa alegría, un acabarse en él por completo todo abatimiento, todo cuidado de la tierra. Expresión elocuente de este sentimiento de inefable felicidad es el cántico de alabanzas que el Santo compuso muy poco después de haber recibido los estigmas, en acción de gracias por tan incomparable favor. He aquí la traducción de esta laude llamada Alabanzas del Dios altísimo (AlD):

«Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas.

»Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo, tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra.

»Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses, tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero.

»Tú eres amor, caridad; tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia, tú eres belleza, tú eres mansedumbre, tú eres seguridad, tú eres quietud, tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres justicia, tú eres templanza, tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción.

»Tú eres belleza, tú eres mansedumbre; tú eres protector, tú eres custodio y defensor nuestro; tú eres fortaleza, tú eres refrigerio.

»Tú eres esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra, tú eres toda dulzura nuestra, tú eres vida eterna nuestra: Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador».

Al mismo tiempo que Francisco se sentía en toda la plenitud de la alegría cristiana, colocado, como otro Moisés, en la cumbre del monte Nebo enfrente y a la vista de la Tierra Prometida, su mejor y más íntimo amigo padecía cruelísima tentación, no corporal, sino espiritual, según las fuentes, que, por lo demás, no dan de ello explicación precisa. ¿Sentiría León, por ventura, alguna envidia de su maestro? ¿Sería acaso un secreto sentimiento de inquietud celosa por ver a su amigo y padre andar por regiones adonde no le era dado seguirle? Sea de esto lo que fuere, parece indudable que León deseaba vehementemente tener una prueba de que él no era echado en olvido por Francisco a pesar de los grandes favores que éste había recibido, de que las relaciones entre uno y otro eran las mismas de antes y de siempre. León traía a la memoria aquel tiempo en que Francisco le escribía cartas afectuosas, y todo el que sepa la impresión que produce la vista de una letra querida trazada en la cubierta de un sobre de correos, convendrá en que lo que Fray León deseaba ardientemente era recibir una vez más algún papel escrito de mano de su maestro; pero, ¿cómo obtenerlo si, según le parecía, las relaciones entre ambos no eran ya las mismas de antes?

Francisco, con su habitual delicada penetración, parece haberse dado cuenta de lo que pasaba en la conciencia de su amigo, pues un día de aquellos lo llamó para pedirle que le trajera un pedazo de pergamino, pluma y tinta; en seguida, mientras León aguardaba de pie, presa de intensa emoción, Francisco se puso a escribir el poema que hemos trascrito más arriba y, al terminarlo, volvió la hoja y en el dorso y con letra de grueso perfil copió la bendición del antiguo patriarca Aarón:

«El Señor te bendiga y te guarde; te muestre su faz y tenga misericordia de ti. Vuelva su rostro a ti y te dé la paz».

Esto escrito, Francisco se recogió un momento y luego terminó así la escritura: «El Señor te bendiga, hermano León».

Por fin, puso la firma, pero no escribiendo su nombre, sino estampando la letra T, símbolo de la cruz en el Antiguo Testamento, debajo de la cual dibujó una calavera sobre un monte, imagen de la victoria reportada por Jesucristo sobre la muerte. Acto seguido cogió el pergamino escrito y, radiante de sonrisa y de bondad, lo alargó a León, diciéndole: «Toma para ti este pliego y consérvalo cuidadosamente hasta el día de tu muerte». Recibir León el papel, prorrumpir en dulces lágrimas y disiparse sus siniestros pensamientos, todo fue obra de un solo instante. León guardó conforme al encargo de su maestro el precioso pergamino, prenda de una amistad maravillosa, llevándolo siempre junto a su corazón hasta el último día de su vida, que fue en el año 1271; aún ahora se conserva en el Sacro Convento de Asís (2 Cel 49; LM 11,9).[1]

El día 30 de septiembre, Francisco y León dejaron el monte Alverna. El Santo bajó montado en un jumento que le había enviado el conde Orlando, porque el dolor de las llagas no le permitía ya caminar a pie. Francisco oyó misa muy de mañana, y en ella dirigió una última admonición a sus hermanos. A continuación se despidió Maseo, Ángel, Silvestre e Iluminado, diciéndoles: «Quedad en paz, amadísimos hijos. Dios os bendiga, amadísimos hijos. ¡Adiós! Me separo de vosotros corporalmente, pero os dejo mi corazón. Parto con fray Ovejuela de Dios y voy a Santa María de los Ángeles, y aquí ya no volveré. Me voy, adiós, adiós a todos. Adiós Monte, adiós Monte Alverna, adiós Monte de los Ángeles. Adiós amadísimo, adiós amadísimo hermano halcón, te agradezco la caridad que conmigo tuviste. Adiós; adiós "Sasso Spico", ya no volveré jamás a visitarte. Adiós roca, adiós, adiós, adiós roca, que dentro de tus entrañas me recibiste quedando el demonio burlado; ya no nos volveremos a ver. Adiós Santa María de los Ángeles, te recomiendo éstos mis hijos, Madre del eterno Verbo». Mientras que así decía el Santo, lloraban sus hermanos lágrimas de intensa ternura; mas él los abrazó de nuevo y se puso en marcha, abandonando definitivamente aquella montaña, teatro de sus más íntimas comunicaciones con el cielo.[2]

Francisco tomó el camino de Borgo San Sepolcro, no sin pasar antes por el castillo de Chiusi a despedirse de su amigo y bienhechor el conde Orlando. Siempre acompañado de su «ovejuela de Cristo», atravesó el torrente del Rasina, franqueó los montes Arcoppe y Foresto y llegó a la cumbre del monte Casella, donde hizo alto para contemplar la última vez, por entre los nubarrones otoñales que lo envolvían, su querido Alverna; se apeó de su asno, se arrodilló y, vuelto a la santa montaña, junto con describir con su llagada diestra una gran cruz en el espacio, exclamó, dándole su último adiós, sus últimas gracias, su última bendición: «¡Adiós, monte del Señor, monte santo, monte excelso, monte escarpado, monte en que Dios tuvo a bien habitar! ¡Adiós, monte Alverna! ¡Que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo te bendigan! ¡Que su paz sea contigo! Ya no te veré más. ¡Adiós!»[3]

Acto seguido volvió a subir en su jumentillo, y prosiguió su marcha, tan profundamente absorto en sí, que atravesó la ciudad de Borgo San Sepolcro y no lo advirtió. Habían salido ya de ella cuando volvió de su éxtasis, y entonces preguntó a Fray León cuánto faltaría para llegar a Borgo (2 Cel 98).

Por lo demás, aquel viaje revistió cada vez más el carácter de una verdadera marcha triunfal: los pueblos del camino salían en masa al encuentro de Francisco, agitando ramos de olivos y exclamando a voz en cuello: Ecco il Santo!, ¡Aquí viene el Santo! A cada instante le pedían la mano para besársela; con su sola presencia iba sembrando milagros: una mujer aquejada de grave enfermedad quedó repentinamente sana con solo tocar la cuerda con que el Santo iba gobernando su asno (Consideraciones, IV; 1 Cel 63-64).

Desde Cittá di Castello, donde Francisco se detuvo un mes entero y donde, entre otros milagros, sanó con sólo pronunciar una palabra a otra pobre mujer atacada de horrendo delirio, prosiguió el camino hacia la Porciúncula. Era entonces el mes de noviembre, y ya la nieve cubría los Apeninos. Una de aquellas noches le tocó a Francisco tener que pasarla en medio de la nieve en compañía de León y del campesino que le había prestado el asno; no les fue posible llegar a tiempo a ninguna vivienda humana, y hubieron de contentarse con el hueco de una peña. Semejante lecho nada tenía de extraño para Francisco y su secretario; pero sí y mucho para el otro acompañante, que pasaba la noche lamentándose y maldiciendo su suerte sin conciliar el sueño. Notando el Santo que aquel hombre se revolvía de una parte a otra murmurando quedamente con quejumbrosos gemidos, como quien mal abrigado no podía estar quieto a causa de la atrocidad del frío, encendido en el fervor del amor divino, extendió su mano y le tocó con ella, y, al contacto de aquella mano sagrada, huyó todo frío del cuerpo del labriego y se vio envuelto en tanto calor, dentro y fuera, como si lo hubiese invadido una bocanada salida del respiradero de un horno. Así, confortado al instante en el alma y en el cuerpo, durmió hasta el amanecer tan suavemente entre piedras y nieve como jamás había descansado en su propio lecho, según el mismo declaró más tarde (LM 13,7; Consideraciones, IV).

A poco de llegar a la Porciúncula emprendió Francisco una nueva misión apostólica por los alrededores, porque sentía renacer en su pecho el celo de sus años juveniles, y no cesaba de hablar de grandes cosas que tenía que realizar. Sin duda, le ocurrió el pensamiento de comenzar nueva vida, con nuevos alientos y con mayor perfección, pues solía decir: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado». No pensaba haber llegado aún a la meta, y, permaneciendo firme en el propósito de santa renovación, estaba siempre dispuesto a comenzar nuevamente. Le hubiera gustado volver a servir a los leprosos y padecer desprecios, como en tiempos pasados (1 Cel 103).

Cabalgando siempre en un jumentillo, solía visitar en un solo día hasta cuatro o cinco castillos y aun villas, predicando en cada una (1 Cel 97) y sirviendo y acariciando a los leprosos que encontraba a su paso.

A este período de su vida pertenece seguramente un relato que traen las Florecillas. En un hospital en que los hermanos servían a los leprosos, había uno malhumorado e insolente que, juzgándose desatendido de los frailes, los maltrataba sin cesar de palabra y de obra, y no contento con tratar mal a sus enfermeros, la emprendía contra los santos y la Virgen y contra el mismo Dios con horribles blasfemias, y no se podía estar con él. Por más que los hermanos se esforzaban por sobrellevar con paciencia sus villanías e insultos, tuvieron que optar por dejar abandonado al leproso, porque su conciencia no les permitía soportar las injurias contra Cristo y su Madre. Pero no quisieron hacerlo sin haber informado antes a San Francisco, que se hallaba en un eremitorio próximo.

Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó diciendo:
--Dios te dé la paz, hermano mío carísimo.
--Y ¿qué paz puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?
--Ten paciencia, hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con paciencia.
--Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.
Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la oración, volvió y le dijo:
--Hijo, te voy a servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros.
--Está bien -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?
--Haré todo lo que tú quieras -respondió San Francisco.
--Quiero -dijo el leproso- que me laves todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo.

San Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las lágrimas.

Cuando se vio completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta voz:
--¡Ay de mí, que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios!
Estuvo así quince días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera confesión con el sacerdote.
San Francisco, al ver el milagro tan evidente que Dios había obrado por sus manos, dio gracias a Dios y se fue de aquel eremitorio a tierras muy distantes; debido a su humildad, en efecto, trataba de huir siempre de toda gloria mundana y en todas sus acciones buscaba el honor y la gloria de Dios y no la propia (Flor 25).




[1] - Las palabras de la bendición están tomadas de la Biblia, libro de los Números 6,24-26. Sobre la T simbólica, véase Ezequiel 9,4. Sobre el empleo de este símbolo por San Francisco, véase LM 4,9 y 3 Cel 3.

[2] - Se cree que este Adiós al Alverna lo puso por escrito Fray Maseo, y todo hace creer que el texto del documento reproduce bien el sentido general de las palabras de Francisco. Pero la copia del Adiós, que se conserva actualmente en el convento del Alverna, y que es la única copia antigua que poseemos, no se remonta más allá del siglo XVI. Es una hoja grande de pergamino, de 27 por 13 centímetros, y el texto empieza así: «Pax XPI. Giesu Mâ speranza mia, fra Masseo peccatore indegno servo di Giesu XPO Compagno di fra Francesco da Assisi huomo a Dio gratissimo». Y termina diciendo: «Io, fra Masseo, ho scritto tutto. Dio ci benedica», Yo, fray Maseo, lo he escrito todo. Dios nos bendiga. Sabatier, que no llegó a conocer este documento, oyó hablar de él como de un documento original; el texto que él reproduce y que está tomado de la edición impresa más antigua, que es de 1710, no difiere de la copia del Alverna más que en detalles sin importancia, pero tiene un final conmovedor: «Io, fra Masseo, ho scritto con lacrime», Yo, fray Maseo, lo he escrito con lágrimas en los ojos, lo que indicaría que aún era muy reciente la despedida de Francisco en el Alverna cuando su discípulo dejaba constancia por escrito de la misma.

[3] - Palabras citadas en la traducción italiana de la Vita Secunda de Celano, publicada por Amoni (Roma, 1880), pág. 315. Se encuentran también en un manuscrito del convento del Alverna, fechado el 31 de septiembre de 1818, aniversario de la salida de Francisco del sacro monte.

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