Libro III
El cantor
de Dios
Quid enim sunt servi Dei, nisi quidam joculatores ejus,
qui corda hominum erigere debent
et movere ad laetitiam spiritualen?
¿Pues
qué son los siervos de Dios sino unos juglares
que deben levantar y mover los
corazones de los hombres hacia la alegría espiritual?
(San Francisco, EP 100).
Capítulo
I – El sermón a los pájaros
Parece ser que
Francisco, al contemplar la vida tranquila, dichosa, de todo en todo interior
en que vivían Clara y sus primeras discípulas en la bendita soledad de San
Damián, sintió renacer en su conciencia las antiguas dudas sobre la verdad de
su vocación: si no le estaría mejor consagrarse, como los anacoretas de otros
tiempos, al silencio y retiro de la vida contemplativa, ajeno a toda relación
con el mundo, entregado todo a los intereses de su propia alma. Y a la verdad,
algunos de sus discípulos, como Silvestre, Rufino y algo también Gil, habían
entrado por ese camino. Francisco, por su parte, no dejaba de ver los peligros
que llevaba consigo la vida del solitario (egoísmo espiritual y orgullo
ascético), como se ve por un pasaje harto característico de las Florecillas
(Flor 29); pero tampoco se le ocultaba que la vida errante del predicador no
podía menos de estar continuamente expuesta a lo que él llamaba «el
empolvoramiento de los pies del espíritu» (LM 12,1), palabras cuyo cabal
significado sólo podremos alcanzar siguiendo al Santo en sus viajes misioneros
de los años 1211 y 1212.
Referido queda ya
cómo, yendo Francisco camino de Toscana en compañía de Silvestre, le tocó
restablecer la paz entre los diversos partidos en que estaba dividida la ciudad
de Perusa. En Cortona convirtió y llevó consigo a Guido Vagnotelli, a quien se
refiere sin duda el capítulo 37 de las Florecillas, y también, si hemos de
atenernos a Waddingo, a aquel Elías Bombarone, que tan célebre y temeroso papel
había de desempeñar en la Orden. Después de fundar en las cercanías de Cortona
el ermitorio de le Celle, siguió viaje a Arezzo y Florencia. En esta
última ciudad se agregó a su escuela un gran jurisconsulto llamada Juan
Parenti, doctor de la Universidad de Bolonia, que a la sazón desempeñaba las
funciones de juez en Civitá Castellana, y cuya vocación a la Orden ligan
Waddingo y Rodulfo a extraña y curiosa anécdota. Paseando un día nuestro
magistrado por los alrededores de la ciudad, vio a un porquero afanado en hacer
entrar al corral su indócil piara al grito de «¡Entrad como entran los jueces
en el infierno!», grito que concuerda con esta otra sentencia entonces
corriente y popular: que jurista y mal cristiano van de la mano.
El hecho es que,
en llegando Francisco a Florencia, Parenti renunció a su empleo y se hizo
franciscano; por aquel mismo tiempo, otro sabio jurista de Bolonia, Nicolás de
Pepoli, tomaba sobre sí el cargo de servir los intereses de la misión
franciscana de la misma ciudad. Parente fue General de la Orden de 1227 a 1232.
De Florencia pasó
el Santo a Pisa, donde se le juntó otro futuro general de la Orden, Fray
Alberto de Pisa (1239-1240), y también Fray Agnelo de Pisa, el futuro jefe de
la primera misión franciscana de Inglaterra. Después, pasando por San Geminiano
en el valle de Elsa, por Chiusi y por Cortona, volvió a Asís después de más de
un año de ausencia, y entonces fue cuando predicó en la catedral aquellos
memorables sermones cuaresmales de que ya hemos hecho mención.
Esta última parte
del viaje de Francisco asumió las proporciones de una marcha triunfal: en todas
las ciudades se echaban a vuelo las campanas al anuncio de su arribo; el pueblo
acudía en masa a vitorearle con palmas en las manos, llevándole en solemne
procesión hacia la casa parroquial, donde él tenía costumbre de alojarse y
adonde le llevaban panes para que él los bendijese, y las gentes los guardaba
como reliquias. El grito: Ecco il Santo!, «¡He aquí el Santo!», tan
espontáneo en boca del pueblo italiano, resonaba a la continua por todas partes
(1 Cel 62-63). La Leyenda de los Tres Compañeros dice de los antiguos hermanos
que, «cuando llegaba la hora de hospedarse, de mejor gana se quedaban en casa
de sacerdotes que de seglares» (TC 59).
No faltaban entre
sus discípulos quienes hallaban un tanto excesivos tales honores, y muchas
veces fueron a su maestro, como los Apóstoles al suyo, con éstas o parecidas
preguntas: «¿No oyes lo que dicen de ti esos hombres?» A lo que contestaba
Francisco que tales loores no le afectaban a él más que a las estatuas y
pinturas los que se les tributa en las iglesias; esas representaciones no son
para los cristianos otra cosa que imágenes de Dios, y sólo en tal carácter se
las venera; y añadía Francisco que ni su carne ni su sangre ni su persona
individual participaban de los honores de que era objeto más que la madera o la
piedra de que estaban hechas las mencionadas imágenes.
Pero a la larga a
Francisco le pareció insuficiente semejante respuesta y comenzó a turbarse con
las aclamaciones de la multitud, de modo que se esforzó cuanto pudo por
rebajarse a sí mismo. «No queráis alabarme como a quien está seguro -decía al
pueblo-; todavía puedo tener hijos e hijas. No hay que alabar a ninguno cuyo
fin es incierto». Y a sí mismo se decía: «Francisco, si un ladrón hubiera recibido
del Altísimo tan grandes dones como tú, sería más agradecido que tú»(2 Cel
133). Un día debía Francisco predicar al pueblo de Terni en presencia del
Obispo; pero antes que él empezara, quiso éste presentarle a la gente y dijo,
entre otras cosas, cómo era gran maravilla que un hombre tan simple y sin
letras como Francisco obtuviese tan señalados éxitos en la predicación; oyendo
lo cual Francisco se gozó en gran manera y dio al prelado las más rendidas
gracias (2 Cel 141). A los que le encomiaban por su riguroso tenor de vida,
solía responder: «Nadie debe complacerse con los falsos aplausos que le
tributan por cosas que puede realizar también un pecador. Éste -decía- puede
ayunar, hacer oración, llorar sus pecados y macerar la propia carne. Una sola
cosa está fuera de su alcance: permanecer fiel a su Señor. Por tanto, hemos de
cifrar nuestra gloria en devolver al Señor su honor y en atribuirle a Él
-sirviéndole con fidelidad- los dones que nos regala» (LM 6,3).
Francisco se
reprochaba a sí mismo muchas infidelidades contra Dios, y eso sin curarse de si
otros le escuchaban o no. En cierta ocasión cayó enfermo y consintió en comer
guiso de ave durante la enfermedad. Una vez restablecido, ordenó a uno de los
hermanos que le sacase desnudo por las calles, tirándole del cuello por una
cuerda y gritando: «Aquí lo tenéis; mirad a este glotón, que está bien cebado
de carne de gallina sin que vosotros lo supierais» (1 Cel 52). Y como esta
medida no lograse más que nuevas entusiastas alabanzas por su humildad, mandó a
otro hermano que le fuese insultando continuamente, a fin de que hubiese
siquiera una boca que le dijese la verdad, aunque fuera por su propia cuenta.
Así lo hizo el hermano, arrastrado por la obediencia y violentando atrozmente
su corazón, y se puso a injuriar a su maestro llamándole grosero, holgazán,
siervo inútil, con otros denuestos; todo lo cual escuchaba Francisco bañado el
rostro en plácido contentamiento, y al fin respondió: «El Señor te bendiga,
porque dices la verdad; esto es lo que necesita oír el hijo de Pedro
Bernardone» (1 Cel 53).
Otras veces
Francisco procuraba sustraerse a las alabanzas del pueblo retirándose a la
soledad. Por tal motivo se refiere que pasó toda la cuaresma de 1219 en una
isla inhabitada del lago Trasimeno (Flor 7), y gran parte del invierno del
mismo año la pasó enterrado en el eremitorio montuoso de Sarteano, cerca de
Chiusi, cuyas chozas, hechas de ramas, parecían más guaridas de alimañas que no
moradas de seres racionales; pero a Francisco le placían en gran manera, «en
parte por su misma salvajez, en parte por su soledad, en parte, en fin, porque
desde allí podía divisar en lontananza a su querida Asís».
En este retiro de
Sarteano fue precisamente donde le acometieron las más fieras tentaciones, que
estuvieron a punto de arrojarle en el abismo de la desesperación: «No hay en el
mundo -le decía una voz interior- ni un pecador a quien, si se convierte, no
perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, como tú, nunca
jamás hallará misericordia». La más recia de tales tentaciones era la que le
incitaba a renunciar al celibato y a casarse. Al principio la resistió por los
mismos medios que los antiguos anacoretas, azotándose y desgarrándose
cruelmente los lomos con la cuerda que llevaba ceñida a la cintura; pero viendo
que tal castigo no bastaba para sosegar «al hermano asno», como él llamaba a su
cuerpo, imaginó otro, que fue arrojarse una noche medio desnudo en la gruesa
capa de nieve que se había hecho delante de su celda. Allí se puso a fabricar,
con trozos de nieve, figuras humanas de diferentes tamaños, y cuando ya tuvo
siete forjadas, empezó a decirse a sí mismo: «Mira, Francisco, esta mayor es tu
mujer; estas otras cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; las otras dos el
criado y la criada que se necesitan para el servicio. Pero date prisa en vestir
a todos, porque se mueren de frío. Y, si te molesta la multiplicada atención
que hay que prestarles, sirve con solicitud al Señor sólo» (2 Cel 116-117). San
Buenaventura, que también refiere el hecho, añade: «Un hermano, que entonces
estaba haciendo oración, fue testigo ocular de todo lo sucedido gracias al
resplandor de la luna, en fase creciente» (LM 5,4).
Todo esto no
hacía sino reavivar más y más en el corazón de Francisco el deseo de retirarse
del mundo de un modo definitivo y completo. Continuamente iba confiriendo el
caso con los otros compañeros y pensando las razones que, a su juicio, abonaban
el pro y el contra. De las segundas sólo una hallaba que le retraía
imperiosamente de abrazar la vida eremítica, y era el ejemplo del Salvador.
Jesús habría podido quedarse a la diestra del Padre, gozando eternamente de los
esplendores de su gloria; pero no, prefirió bajar a la tierra a someterse a
todas las asperezas de la condición humana, a arrostrar una muerte llena de
todo linaje de afrentas y dolores; y esta muerte de cruz era precisamente para
Francisco, desde el día de su conversión, el objeto de todos sus anhelos, el
tema obligado de sus meditaciones, el dechado a que procuraba ajustar su vida
toda (LM 12,1-2).
La amargura de
esta duda tomaba cuerpo y era cada vez más vehemente y premiosa. Por fin,
Francisco resolvió salir de ella de una vez por todas y acudir al juicio de
Dios, prometiendo al mismo tiempo acatar y poner en práctica a ojos cerrados lo
que Dios fuera servido de sentenciar. En otras perplejidades había recurrido al
expediente de abrir al azar el libro de los Evangelios, tomando por respuesta
escrita para él el pasaje que el acaso le presentara; mas ahora determinó
someterse a lo que juzgasen dos almas escogidas, de extraordinaria santidad. En
consecuencia, envió a Fray Maseo primero donde Clara, y en seguida donde Fray
Silvestre, quien hacía vida solitaria en una de las grutas del monte Subasio,
en el sitio donde después se edificó el convento de las Cárceles, cuyo
bosque está sembrado de celdillas, testigos de la primitiva piedad franciscana.
Al juicio, pues, de Silvestre y de Clara resolvió Francisco atenerse
absolutamente, abandonando todo escrúpulo e indecisión, seguro de que lo que
ambos dijesen sería la expresión neta de la voluntad de Dios. El resultado de
la consulta lo refieren los Actus Beati Francisci de la siguiente
manera:
«Marchó el
hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, llevó la embajada
primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Éste, no bien la recibió,
se puso al punto en oración; mientras oraba tuvo la respuesta divina, y volvió
donde el hermano Maseo y le habló así:
-- Esto es lo que
has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Dios no lo ha llamado a
ese estado solamente para él, sino para que coseche fruto de almas y se salven
muchos por él.
Recibida esta
respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que
Dios le había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus compañeras habían
tenido de Dios aquella misma respuesta recibida por el hermano Silvestre.
Con esto volvió
el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran
caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer. Cuando hubo comido el hermano
Maseo, San Francisco lo llevó consigo al bosque, se arrodilló ante él, se quitó
la capucha y, cruzando los brazos, le preguntó:
-- ¿Qué es lo que
quiere de mí mi Señor Jesucristo?
El hermano Maseo
respondió:
-- Tanto al
hermano Silvestre como a sor Clara y sus hermanas ha respondido y revelado
Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha
elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás.
Oída esta
respuesta, que le manifestaba la voluntad de Cristo, se levantó al punto lleno
de fervor y dijo:
-- ¡Vamos en el
nombre de Dios!
Tomó como
compañeros a los hermanos Maseo y Ángel, dos hombres santos, y se lanzó con
ellos a campo traviesa, a impulsos del espíritu.
Y llegaron a un
lugar situado entre Cannara y Bevagna.
En este lugar
observó Francisco algunos árboles a la orilla del camino, cubiertos de
innumerable muchedumbre de variados y nunca vistos pajarillos, que no cabiendo
en las ramas, se esparcían también por el campo y cubrían el suelo debajo de los
árboles. Con tal espectáculo Francisco se sintió de nuevo levantado en espíritu
y dijo a sus dos compañeros:
-- Esperad un
momento, que voy a predicar a los hermanos pájaros.
Y así diciendo,
se entró por el campo en dirección al terreno ocupado por las aves, las cuales,
cuando le vieron venir, le salieron también al encuentro, tanto las que estaban
en el suelo como las que poblaban las ramas de los árboles; luego se quedaron
todas quietas y tan vecinas a él, que muchas le tocaban el hábito.
Y Francisco habló
así a los pájaros:
-- ¡Carísimos
hermanos pájaros! Mucho debéis vosotros a Dios, y es menester que siempre y en
todas partes les alabéis y bendigáis: he aquí que os ha dado esas alas, con que
medís y cruzáis en todas direcciones el espacio. Él os ha adornado con ese
manto de mil y mil colores lindos y delicados. Él cuida solícito de vuestro
sustento, sin que vosotros tengáis que sembrar ni cosechar, y apaga vuestra sed
con las límpidas aguas de los arroyuelos del bosque, y puso en vuestras
gargantas argentinas voces con que llenáis los aires de dulcísimas armonías. Y
para vosotros, para vuestro abrigo y recreo, levantó las colinas y los montes,
y aventó y suspendió las abruptas rocas. Y para que tuviéseis donde fabricar
vuestros nidos, creó y riega y mantiene la enmarañada floresta. Y para que no
tengáis que afanaros en hilar ni en tejer, cuida de vuestro vestido y del de
vuestros hijuelos. ¡Oh!, mucho os ama vuestro soberano Creador, cuando os colma
de tantos beneficios. Guardaos, pues, oh mis amados hermanitos, de serle
ingratos, y pagadle siempre el tributo de alabanzas que le debéis.
No bien calló
Francisco cuando los pajarillos empezaron a abrir sus picos y, batiendo las
alas, tendiendo el cuello, inclinando al suelo la cabeza y haciendo mil otros graciosos
meneos, prorrumpieron en alegres trinos, con que demostraban entero
asentimiento a las palabras del santo predicador. Éste, por su parte, lleno de
contento y gozo, no se hartaba de contemplar tanta multitud y variedad de
pájaros, tan mansos y dóciles. Y alabó también él al Señor y les encargó a
ellos que nunca se cansasen de alabarle.
Y habiendo
Francisco terminado su predicación y exhortación, hizo sobre sus alados oyentes
la señal de la cruz para bendecirlos, y ellos al punto se lanzaron a los aires
exhalando cantos maravillosos, y pronto se separaron y dispersaron en todas
direcciones» (Actus 17; Flor 16; 1 Cel 58; LM 12,3).
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