lunes, 10 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 3 Cap 1

Libro III
El cantor de Dios

Quid enim sunt servi Dei, nisi quidam joculatores ejus,
qui corda hominum erigere debent et movere ad laetitiam spiritualen?
¿Pues qué son los siervos de Dios sino unos juglares
que deben levantar y mover los corazones de los hombres hacia la alegría espiritual?
(San Francisco, EP 100).


Capítulo I – El sermón a los pájaros


Parece ser que Francisco, al contemplar la vida tranquila, dichosa, de todo en todo interior en que vivían Clara y sus primeras discípulas en la bendita soledad de San Damián, sintió renacer en su conciencia las antiguas dudas sobre la verdad de su vocación: si no le estaría mejor consagrarse, como los anacoretas de otros tiempos, al silencio y retiro de la vida contemplativa, ajeno a toda relación con el mundo, entregado todo a los intereses de su propia alma. Y a la verdad, algunos de sus discípulos, como Silvestre, Rufino y algo también Gil, habían entrado por ese camino. Francisco, por su parte, no dejaba de ver los peligros que llevaba consigo la vida del solitario (egoísmo espiritual y orgullo ascético), como se ve por un pasaje harto característico de las Florecillas (Flor 29); pero tampoco se le ocultaba que la vida errante del predicador no podía menos de estar continuamente expuesta a lo que él llamaba «el empolvoramiento de los pies del espíritu» (LM 12,1), palabras cuyo cabal significado sólo podremos alcanzar siguiendo al Santo en sus viajes misioneros de los años 1211 y 1212.

Referido queda ya cómo, yendo Francisco camino de Toscana en compañía de Silvestre, le tocó restablecer la paz entre los diversos partidos en que estaba dividida la ciudad de Perusa. En Cortona convirtió y llevó consigo a Guido Vagnotelli, a quien se refiere sin duda el capítulo 37 de las Florecillas, y también, si hemos de atenernos a Waddingo, a aquel Elías Bombarone, que tan célebre y temeroso papel había de desempeñar en la Orden. Después de fundar en las cercanías de Cortona el ermitorio de le Celle, siguió viaje a Arezzo y Florencia. En esta última ciudad se agregó a su escuela un gran jurisconsulto llamada Juan Parenti, doctor de la Universidad de Bolonia, que a la sazón desempeñaba las funciones de juez en Civitá Castellana, y cuya vocación a la Orden ligan Waddingo y Rodulfo a extraña y curiosa anécdota. Paseando un día nuestro magistrado por los alrededores de la ciudad, vio a un porquero afanado en hacer entrar al corral su indócil piara al grito de «¡Entrad como entran los jueces en el infierno!», grito que concuerda con esta otra sentencia entonces corriente y popular: que jurista y mal cristiano van de la mano.

El hecho es que, en llegando Francisco a Florencia, Parenti renunció a su empleo y se hizo franciscano; por aquel mismo tiempo, otro sabio jurista de Bolonia, Nicolás de Pepoli, tomaba sobre sí el cargo de servir los intereses de la misión franciscana de la misma ciudad. Parente fue General de la Orden de 1227 a 1232.

De Florencia pasó el Santo a Pisa, donde se le juntó otro futuro general de la Orden, Fray Alberto de Pisa (1239-1240), y también Fray Agnelo de Pisa, el futuro jefe de la primera misión franciscana de Inglaterra. Después, pasando por San Geminiano en el valle de Elsa, por Chiusi y por Cortona, volvió a Asís después de más de un año de ausencia, y entonces fue cuando predicó en la catedral aquellos memorables sermones cuaresmales de que ya hemos hecho mención.

Esta última parte del viaje de Francisco asumió las proporciones de una marcha triunfal: en todas las ciudades se echaban a vuelo las campanas al anuncio de su arribo; el pueblo acudía en masa a vitorearle con palmas en las manos, llevándole en solemne procesión hacia la casa parroquial, donde él tenía costumbre de alojarse y adonde le llevaban panes para que él los bendijese, y las gentes los guardaba como reliquias. El grito: Ecco il Santo!, «¡He aquí el Santo!», tan espontáneo en boca del pueblo italiano, resonaba a la continua por todas partes (1 Cel 62-63). La Leyenda de los Tres Compañeros dice de los antiguos hermanos que, «cuando llegaba la hora de hospedarse, de mejor gana se quedaban en casa de sacerdotes que de seglares» (TC 59).

No faltaban entre sus discípulos quienes hallaban un tanto excesivos tales honores, y muchas veces fueron a su maestro, como los Apóstoles al suyo, con éstas o parecidas preguntas: «¿No oyes lo que dicen de ti esos hombres?» A lo que contestaba Francisco que tales loores no le afectaban a él más que a las estatuas y pinturas los que se les tributa en las iglesias; esas representaciones no son para los cristianos otra cosa que imágenes de Dios, y sólo en tal carácter se las venera; y añadía Francisco que ni su carne ni su sangre ni su persona individual participaban de los honores de que era objeto más que la madera o la piedra de que estaban hechas las mencionadas imágenes.

Pero a la larga a Francisco le pareció insuficiente semejante respuesta y comenzó a turbarse con las aclamaciones de la multitud, de modo que se esforzó cuanto pudo por rebajarse a sí mismo. «No queráis alabarme como a quien está seguro -decía al pueblo-; todavía puedo tener hijos e hijas. No hay que alabar a ninguno cuyo fin es incierto». Y a sí mismo se decía: «Francisco, si un ladrón hubiera recibido del Altísimo tan grandes dones como tú, sería más agradecido que tú»(2 Cel 133). Un día debía Francisco predicar al pueblo de Terni en presencia del Obispo; pero antes que él empezara, quiso éste presentarle a la gente y dijo, entre otras cosas, cómo era gran maravilla que un hombre tan simple y sin letras como Francisco obtuviese tan señalados éxitos en la predicación; oyendo lo cual Francisco se gozó en gran manera y dio al prelado las más rendidas gracias (2 Cel 141). A los que le encomiaban por su riguroso tenor de vida, solía responder: «Nadie debe complacerse con los falsos aplausos que le tributan por cosas que puede realizar también un pecador. Éste -decía- puede ayunar, hacer oración, llorar sus pecados y macerar la propia carne. Una sola cosa está fuera de su alcance: permanecer fiel a su Señor. Por tanto, hemos de cifrar nuestra gloria en devolver al Señor su honor y en atribuirle a Él -sirviéndole con fidelidad- los dones que nos regala» (LM 6,3).

Francisco se reprochaba a sí mismo muchas infidelidades contra Dios, y eso sin curarse de si otros le escuchaban o no. En cierta ocasión cayó enfermo y consintió en comer guiso de ave durante la enfermedad. Una vez restablecido, ordenó a uno de los hermanos que le sacase desnudo por las calles, tirándole del cuello por una cuerda y gritando: «Aquí lo tenéis; mirad a este glotón, que está bien cebado de carne de gallina sin que vosotros lo supierais» (1 Cel 52). Y como esta medida no lograse más que nuevas entusiastas alabanzas por su humildad, mandó a otro hermano que le fuese insultando continuamente, a fin de que hubiese siquiera una boca que le dijese la verdad, aunque fuera por su propia cuenta. Así lo hizo el hermano, arrastrado por la obediencia y violentando atrozmente su corazón, y se puso a injuriar a su maestro llamándole grosero, holgazán, siervo inútil, con otros denuestos; todo lo cual escuchaba Francisco bañado el rostro en plácido contentamiento, y al fin respondió: «El Señor te bendiga, porque dices la verdad; esto es lo que necesita oír el hijo de Pedro Bernardone» (1 Cel 53).

Otras veces Francisco procuraba sustraerse a las alabanzas del pueblo retirándose a la soledad. Por tal motivo se refiere que pasó toda la cuaresma de 1219 en una isla inhabitada del lago Trasimeno (Flor 7), y gran parte del invierno del mismo año la pasó enterrado en el eremitorio montuoso de Sarteano, cerca de Chiusi, cuyas chozas, hechas de ramas, parecían más guaridas de alimañas que no moradas de seres racionales; pero a Francisco le placían en gran manera, «en parte por su misma salvajez, en parte por su soledad, en parte, en fin, porque desde allí podía divisar en lontananza a su querida Asís».

En este retiro de Sarteano fue precisamente donde le acometieron las más fieras tentaciones, que estuvieron a punto de arrojarle en el abismo de la desesperación: «No hay en el mundo -le decía una voz interior- ni un pecador a quien, si se convierte, no perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, como tú, nunca jamás hallará misericordia». La más recia de tales tentaciones era la que le incitaba a renunciar al celibato y a casarse. Al principio la resistió por los mismos medios que los antiguos anacoretas, azotándose y desgarrándose cruelmente los lomos con la cuerda que llevaba ceñida a la cintura; pero viendo que tal castigo no bastaba para sosegar «al hermano asno», como él llamaba a su cuerpo, imaginó otro, que fue arrojarse una noche medio desnudo en la gruesa capa de nieve que se había hecho delante de su celda. Allí se puso a fabricar, con trozos de nieve, figuras humanas de diferentes tamaños, y cuando ya tuvo siete forjadas, empezó a decirse a sí mismo: «Mira, Francisco, esta mayor es tu mujer; estas otras cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; las otras dos el criado y la criada que se necesitan para el servicio. Pero date prisa en vestir a todos, porque se mueren de frío. Y, si te molesta la multiplicada atención que hay que prestarles, sirve con solicitud al Señor sólo» (2 Cel 116-117). San Buenaventura, que también refiere el hecho, añade: «Un hermano, que entonces estaba haciendo oración, fue testigo ocular de todo lo sucedido gracias al resplandor de la luna, en fase creciente» (LM 5,4).

Todo esto no hacía sino reavivar más y más en el corazón de Francisco el deseo de retirarse del mundo de un modo definitivo y completo. Continuamente iba confiriendo el caso con los otros compañeros y pensando las razones que, a su juicio, abonaban el pro y el contra. De las segundas sólo una hallaba que le retraía imperiosamente de abrazar la vida eremítica, y era el ejemplo del Salvador. Jesús habría podido quedarse a la diestra del Padre, gozando eternamente de los esplendores de su gloria; pero no, prefirió bajar a la tierra a someterse a todas las asperezas de la condición humana, a arrostrar una muerte llena de todo linaje de afrentas y dolores; y esta muerte de cruz era precisamente para Francisco, desde el día de su conversión, el objeto de todos sus anhelos, el tema obligado de sus meditaciones, el dechado a que procuraba ajustar su vida toda (LM 12,1-2).

La amargura de esta duda tomaba cuerpo y era cada vez más vehemente y premiosa. Por fin, Francisco resolvió salir de ella de una vez por todas y acudir al juicio de Dios, prometiendo al mismo tiempo acatar y poner en práctica a ojos cerrados lo que Dios fuera servido de sentenciar. En otras perplejidades había recurrido al expediente de abrir al azar el libro de los Evangelios, tomando por respuesta escrita para él el pasaje que el acaso le presentara; mas ahora determinó someterse a lo que juzgasen dos almas escogidas, de extraordinaria santidad. En consecuencia, envió a Fray Maseo primero donde Clara, y en seguida donde Fray Silvestre, quien hacía vida solitaria en una de las grutas del monte Subasio, en el sitio donde después se edificó el convento de las Cárceles, cuyo bosque está sembrado de celdillas, testigos de la primitiva piedad franciscana. Al juicio, pues, de Silvestre y de Clara resolvió Francisco atenerse absolutamente, abandonando todo escrúpulo e indecisión, seguro de que lo que ambos dijesen sería la expresión neta de la voluntad de Dios. El resultado de la consulta lo refieren los Actus Beati Francisci de la siguiente manera:

«Marchó el hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, llevó la embajada primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Éste, no bien la recibió, se puso al punto en oración; mientras oraba tuvo la respuesta divina, y volvió donde el hermano Maseo y le habló así:

-- Esto es lo que has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Dios no lo ha llamado a ese estado solamente para él, sino para que coseche fruto de almas y se salven muchos por él.

Recibida esta respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que Dios le había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus compañeras habían tenido de Dios aquella misma respuesta recibida por el hermano Silvestre.

Con esto volvió el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer. Cuando hubo comido el hermano Maseo, San Francisco lo llevó consigo al bosque, se arrodilló ante él, se quitó la capucha y, cruzando los brazos, le preguntó:

-- ¿Qué es lo que quiere de mí mi Señor Jesucristo?

El hermano Maseo respondió:

-- Tanto al hermano Silvestre como a sor Clara y sus hermanas ha respondido y revelado Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás.

Oída esta respuesta, que le manifestaba la voluntad de Cristo, se levantó al punto lleno de fervor y dijo:

-- ¡Vamos en el nombre de Dios!

Tomó como compañeros a los hermanos Maseo y Ángel, dos hombres santos, y se lanzó con ellos a campo traviesa, a impulsos del espíritu.

Y llegaron a un lugar situado entre Cannara y Bevagna.

En este lugar observó Francisco algunos árboles a la orilla del camino, cubiertos de innumerable muchedumbre de variados y nunca vistos pajarillos, que no cabiendo en las ramas, se esparcían también por el campo y cubrían el suelo debajo de los árboles. Con tal espectáculo Francisco se sintió de nuevo levantado en espíritu y dijo a sus dos compañeros:

-- Esperad un momento, que voy a predicar a los hermanos pájaros.

Y así diciendo, se entró por el campo en dirección al terreno ocupado por las aves, las cuales, cuando le vieron venir, le salieron también al encuentro, tanto las que estaban en el suelo como las que poblaban las ramas de los árboles; luego se quedaron todas quietas y tan vecinas a él, que muchas le tocaban el hábito.

Y Francisco habló así a los pájaros:

-- ¡Carísimos hermanos pájaros! Mucho debéis vosotros a Dios, y es menester que siempre y en todas partes les alabéis y bendigáis: he aquí que os ha dado esas alas, con que medís y cruzáis en todas direcciones el espacio. Él os ha adornado con ese manto de mil y mil colores lindos y delicados. Él cuida solícito de vuestro sustento, sin que vosotros tengáis que sembrar ni cosechar, y apaga vuestra sed con las límpidas aguas de los arroyuelos del bosque, y puso en vuestras gargantas argentinas voces con que llenáis los aires de dulcísimas armonías. Y para vosotros, para vuestro abrigo y recreo, levantó las colinas y los montes, y aventó y suspendió las abruptas rocas. Y para que tuviéseis donde fabricar vuestros nidos, creó y riega y mantiene la enmarañada floresta. Y para que no tengáis que afanaros en hilar ni en tejer, cuida de vuestro vestido y del de vuestros hijuelos. ¡Oh!, mucho os ama vuestro soberano Creador, cuando os colma de tantos beneficios. Guardaos, pues, oh mis amados hermanitos, de serle ingratos, y pagadle siempre el tributo de alabanzas que le debéis.

No bien calló Francisco cuando los pajarillos empezaron a abrir sus picos y, batiendo las alas, tendiendo el cuello, inclinando al suelo la cabeza y haciendo mil otros graciosos meneos, prorrumpieron en alegres trinos, con que demostraban entero asentimiento a las palabras del santo predicador. Éste, por su parte, lleno de contento y gozo, no se hartaba de contemplar tanta multitud y variedad de pájaros, tan mansos y dóciles. Y alabó también él al Señor y les encargó a ellos que nunca se cansasen de alabarle.


Y habiendo Francisco terminado su predicación y exhortación, hizo sobre sus alados oyentes la señal de la cruz para bendecirlos, y ellos al punto se lanzaron a los aires exhalando cantos maravillosos, y pronto se separaron y dispersaron en todas direcciones» (Actus 17; Flor 16; 1 Cel 58; LM 12,3).

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