Capítulo 10
El testamento de san
Francisco
Triste
ironía es, en cierto sentido, que san Francisco, quien toda la vida deseó la
concordia entre los hombres, tuviera que morir entre crecientes disputas.
Empero, no hemos de exagerar el desacuerdo, como algunos han hecho, al punto de
convertirlo en simple derrota de todos los ideales del Santo. Hay quienes
presentan su obra como arruinada por la maldad del mundo o por la de la Iglesia,
que para ellos siempre es mayor.
Este
librito es un ensayo sobre san Francisco y no sobre la Orden franciscana y
menos aún sobre la Iglesia o el papado o sobre la política adoptada frente a
los franciscanos radicales o fraticelos. Lo único, pues, que se impone anotar
aquí en pocas palabras es la naturaleza general de la controversia desatada
tras la muerte del gran Santo y que en el alguna medida turbó también sus
últimos días. El punto dominante del problema fue la interpretación del voto
de pobreza o el rechazo de toda clase de posesiones. Que yo sepa, nadie
propuso nunca intervenir en el voto de cada fraile individual por el que se
obligaba a no tener posesiones personales. Vale decir que a nadie se le ocurrió
modificar el voto en cuanto negación de la propiedad privada. Pero algunos
franciscanos, invocando en su favor la autoridad de san Francisco, avanzaron
más y fueron más lejos de lo que, en mi parecer, nadie se ha atrevido.
Propusieron abolir no sólo la propiedad privada sino la misma propiedad.
Quiero decir que se negaron a ser corporativamente responsables por nada:
edificio, provisiones, herramientas; se negaron a ser propietarios
colectivamente de las cosas aunque en tal carácter las usaran. Es verdad justa
y acabada que muchos, sobre todo entre los primeros partidarios de semejantes
ideas, fueron hombres de espíritu magnánimo y desinteresado y consagrados por
entero a los ideales del Santo. Pero también es cierto que el papa y las
autoridades eclesiásticas consideraron que esta visión no representaba un
arreglo practicable y la modificación al punto de suprimir algunas cláusulas en
el testamento de Francisco. Y en verdad no era fácil apreciar si el arreglo
resultaba viable o ver siquiera que era eso, porque en realidad lo que se proponía
era la negación de todo arreglo. Todo el mundo sabía, naturalmente, que los
franciscanos eran comunistas; pero lo que se proponía más tenía de anarquismo
que de comunismo. Con seguridad y por encima de todo argumento, algo o alguien
tenía que ser responsable por lo que sobreviniera o concerniera a edificios
históricos y bienes y posesiones corrientes. Muchos idealistas de cuño
socialista, destacadamente los de la escuela de Mr. Shaw o de Mr. Wells, han
tratado de esta disputa como si hubiera sido un caso más de pontífices
opulentos y perversos aplastando el verdadero cristianismo de los socialistas
cristianos. Pero en realidad ese ideal extremo de que hablamos era, en un
sentido, el cabal reverso de lo socialista y aun de lo social. Lo que rechazaban
aquellos entusiastas era la propiedad social, idea sobre la que se construye el
socialismo; primordialmente se negaban a hacer lo que es la razón primordial
del ser socialista; poseer legalmente en su capacidad corporativa. Tampoco es
verdad que el tono con que los papas se dirigieron a esos entusiastas haya sido
severo y hostil. Por largo tiempo el papa mantuvo un compromiso destinado de
modo especial a acallar las objeciones de su conciencia, un compromiso que
incluía el que el propio papado conservaba, en una especie de fideicomiso, la
propiedad que sus dueños se negaban a tocar. A decir verdad, este incidente demuestra
dos cosas, muy comunes en la historia de la Iglesia Católica pero poco
entendidas por la historia periodística de la civilización industrial. Que a
veces los santos son grandes hombres cuando los papas son pequeños. Pero
también que a veces los grandes hombres se equivocan donde aciertan los
pequeños. Y, al fin de cuentas, al observador honrado y clarividente que
contempla las cosas desde afuera le será difícil negar el derecho que asistía
al papa cuando insistió que el mundo no se hizo solo de franciscanos.
Por
que era esto lo que se ocultaba tras la discusión. En el fondo de este problema
particular se escondía algo más amplio e importante cuyo palpitar se siente al
leer la controversia. Casi me atrevería a expresar la verdad última del caso en
términos como éstos. San Francisco fue un hombre tan grande y original que tenía
algo de lo que distingue al fundador de una religión. Y, en su corazón, muchos
entre sus seguidores estaban dispuestos a tratarlo como tal. Deseaban que el
espíritu franciscano emergiera del cristianismo como el espíritu cristiano lo
había hecho del judaísmo liberándose de él. No le disgustaba a este franciscanismo
eclipsar al cristianismo como éste a Israel. Francisco, el fuego que corrió por
los caminos de Italia, debía ser principio de un incendio que consumiría la
antigua civilización cristiana. Esto era lo que tenía que resolver el papa: si
el cristianismo tenía que absorber a Francisco o Francisco al cristianismo. Y
decidió según razón, aún sin contar con que era deber de su cargo: porque la
Iglesia puede acoger en su seno todo lo que es bueno en los franciscanos pero
los franciscanos no pueden hacer lo mismo con todo lo que es bueno en la
Iglesia.
Hay
una consideración que, con ser suficientemente clara en el conjunto de la
historia, no ha sido quizás lo bastante acotada, en especial por quienes no
saben apreciar un cierto sentido común católico más amplio que el entusiasmo
franciscano. No obstante, deriva ella de los propios méritos del hombre que con
tanta razón admiran. Francisco de Asís, como dijimos una y otra vez, fue un
poeta; esto es, un hombre que podía expresar su personalidad. Ahora bien, es
característico de este tipo de hombres que sus mismas limitaciones los
engrandezcan. El santo es quien es no sólo por lo que tiene sino también por
sus carencias. Pero los que son límites en un retrato tan personal no pueden
serlo para el resto de la humanidad. San Francisco es un ejemplo poderoso de
esa cualidad en el hombre de genio, por la que en él aún lo negativo es
positivo como. parte de su carácter. Y una hermosa ilustración de lo que quiero
decir la brinda la actitud el Santo frente al saber y la cultura. Ignoró los
libros y el estudio y hasta cierto punto desalentó su frecuentación, y desde su
punto de vista y el de su obra en el mundo no le faltaba razón. Toda la miga de
su mensaje se reducía a que fuera éste tan simple que pudiera entenderlo el
idiota del pueblo. El meollo de su visión de las cosas es que ella era una
mirada fresca sobre un mundo nuevo que bien pudiera haber sido creado aquella
mañana misma. Fuera de las grandes cosas primordiales: la creación, la
historia del Edén, la primera Navidad y la primera Pascua, para Francisco el
mundo no tenía historia. Pero, ¿es cosa deseada o deseable que toda la Iglesia
Católica carezca de ella?
Quizás
una insinuación principal del presente libro sea que san Francisco recorrió los
caminos del mundo como el "perdón de Dios". Quiero significar que la
aparición del Santo señaló el momento en que los hombres pudieron reconciliarse
no sólo con Dios sino con la naturaleza y, lo que es aún más difícil, consigo
mismos. Pues señaló el día cuando el añejo paganismo que había envenenado el
mundo antiguo fue por fin extirpado del sistema social. Francisco abrió las
puertas de la "Edad Oscura" como si fueran las de la prisión de un
purgatorio donde los hombres se purificaban como eremitas en el desierto o como
héroes en guerras bárbaras. En realidad, su misión consistió, toda, en convocar
a los hombres a empezar de cero y, en este sentido, a llamarlos a olvidar. Si
lo que se les pedía era que dieran vuelta la hoja y comenzaran página nueva con
las primeras grandes letras del alfabeto trazadas con sencillez y policromía
brillante a la manera de los primeros tiempos medievales, forzosamente debía
formar parte de esa peculiar alegría infantil hacer desaparecer la vieja
página toda ennegrecida y ensangrentada con cosas horrendas. Por ejemplo, ya he
observado que en la poesía del primer poeta italiano no hay rastros de la
mitología pagana que por tanto tiempo languideció después del paganismo. El
primer poeta italiano parece ser el único hombre del mundo que nunca oyó
nombrar a Virgilio. Y esto era lo apropiado precisamente para quien debía ser
el primer poeta italiano. Cuán razonable que llamara ruiseñor al ruiseñor y
que su canto no se viera manchado con las terribles historias de Itis o de
Procne. Brevemente, no está mal que san Francisco nunca haya oído hablar de
Virgilio. Pero, ¿desearemos para Dante lo mismo? ¿Desearemos que Dante nunca
hubiera leído una línea de mitología pagana? Se ha dicho con verdad que el uso
que hace Dante de semejante fábulas sirve cabalmente a una ortodoxia más
profunda y que sus largos fragmentos paganos, sus gigantes figuras de Minos y
Carón sólo se usan como indicios para señalar a una enorme religión natural que
se encuentra en el fondo de toda la historia y preanuncia desde el principio
la fe. No está mal que la Sibila tanto como David estén en el Dies trae. Decir
que san Francisco hubiese quemado todas las hojas de los libros de la Sibila a
cambio de una hoja fresca del árbol más cercano es perfectamente verdad y muy
peculiar del Santo. Pero es bueno que tengamos el Dies Trae a la par que el
Canto al sol.
Según
esta tesis, y para abreviar, el advenimiento de san Francisco fue como el
nacimiento de un niño en hogar lóbrego, cuya maldición viniera a levantar, de
un niño que crece inconsciente de la tragedia y triunfa de ella precisamente
por su inocencia. En un ser semejante no sólo es necesaria la inocencia sino
también la ignorancia. Forma parte de la esencia de esta historieta que el
niño arranque los verdes pastos ignorando que crecían sobre los restos de un
hombre asesinado o que se trepe al manzano sin saber que fue la horca de un
suicida. Una amnesia y reconciliación así es lo que trajo a todo el mundo el
espíritu franciscano. Pero de ello no se sigue que esta ignorancia debe
imponerse a todo el mundo. Personalmente opino que esto es lo que se intentaba
hacer. Para algunos franciscanos nada hubiera habido de mal si la poesía
franciscana acababa con la prosa benedictina. Para el niño a que recurrimos
como símbolo hubiera sido ello lo más racional. No vería error si el mundo
entero se transformaba en una nueva e inmensa nursery con blancas paredes
desnudas donde poder trazar con tiza, al estilo infantil; figuras de su
cosecha, toscas por el dibujo y alegres por los colores, sería como el
principio de un arte nuevo. Con toda razón, a nuestro niño la nursery le
parecería la más magnífica mansión de la imaginación humana. Pero en la casa
de Dios hay muchas moradas.
Toda
herejía ha sido un esfuerzo por angostar la Iglesia. Si el movimiento
franciscano hubiere desembocado en una religión nueva, hubiera terminado
siendo una religión estrecha, y en la medida en que acá y acullá se tornó
herejía fue herejía y estrecha. Porque esto es lo que la herejía hace siempre:
afianza la forma contra el espíritu. Originariamente la forma era, es cierto,
el espíritu del gran san Francisco, bueno y glorioso, pero que no era todo el
espíritu de Dios y ni siquiera todo el del hombre. Y es un hecho que la forma
degeneró al tornarse monomanía. Y apareció una secta cuyos secuaces se llamaron
fraticelos a sí mismos y se proclamaron seguidores de san Francisco y rompieron
con Roma en favor de lo que hubieran podido llamar el programa completo de
Asís. En poco tiempo estos franciscanos desligados de Roma tuvieron aspecto
tan feroz como los flagelantes. Lanzaron nuevos y violentos vetos: atacaron el
matrimonio, es decir, atacaron la humanidad. En nombre del más humano de los
santos declararon la guerra a la humanidad. Desaparecieron presto, no
precisamente por habérselos perseguido; de ellos muchos llegaron a reconocer su
error, y el puñado de obstinados que quedó nada produjo que pudiera ni
remotamente recordar a nadie al verdadero san Francisco. El problema de esa
gente consistía en que eran místicos, místicos y nada más que místicos,
místicos y no católicos, místicos y no cristianos, místicos y no hombres. Y
san Francisco, por extravagantes y románticos que puedan aparecer sus acciones,
siempre se mantuvo sujeto a la razón como por un invisible e indestructible
cabello.
El
gran Santo era cuerdo, y el mismo son de la palabra "cuerdo", como
la cuerda más grave del arpa, nos lleva a algo más profundo que a cuanto en él
evoca una excentricidad casi feérica. No fue un simple excéntrico porque apuntaba
siempre al corazón y centro de la maraña; podía tomar en el bosque los más
extraños y tortuosos vericuetos, pero avanzaba siempre hacia el hogar. No
sólo fue demasiado humilde para convertirse en heresiarca sino demasiado
humano para aspirar a extremista, en el sentido de quien se destierra a los
confines del mundo. El sentido del humor que aliña todas las historias de sus
correrías le impidió endurecerse en la solemnidad de una supuesta rectitud sectaria.
Por su natural estaba siempre dispuesto a admitir que se había equivocado; y
si sus seguidores, en temas prácticos, tuvieron que admitir que Francisco se
había equivocado, sólo lo hicieron para probar cuán acertado anduvo. Porque han
sido ellos, sus seguidores verdaderos, quienes han probado su acierto y quienes
extendieron y confirmaron su verdad aún en el mismo hecho de trascender algunas
negaciones suyas. La Orden franciscana no se fosilizó ni se quebró frustrada
en su propósito por una tiranía oficial o una traición interna. Tronco central
y ortodoxo de las tradiciones franciscanas, fue ella la que dio luego sus
frutos al mundo. Entre sus hijos figuran san Buenaventura, el gran místico, y
Bernardino, el predicador popular, que llenó a Italia con sus bufonadas de
juglar de Dios. Y Raimundo Lulio, con su raro saber y sus vastos y audaces
planes para la conversión del mundo, un hombre intensamente personal como lo
fue Francisco. Y Roger Bacon, el primer naturalista, cuyos experimentos con la
luz y el agua tuvieron la singularidad luminosa propia de los principios de la
historia natural y a quien hasta los más empedernidos materialistas saludan
como el padre de la ciencia. Todos ellos fueron hombres que hicieron cosas
grandes en beneficio del mundo; pero más verdad es que fueron todos de un
temple bien definido donde se conservaba el espíritu y la sapidez de un hombre
determinado y en quienes reconocemos el dejo y el saber de la audacia y la
simplicidad. Y sabemos que todos son hijos de san Francisco.
Porque
con este espíritu acabado y pleno es como debemos volvernos a san Francisco:
con espíritu de acción de gracias por cuanto hizo. Por encima de todo el Santo
fue un donador y buscó por sobre de todo el mejor don que llamamos dar las
gracias. Si otro hombre grande escribió una gramática del asentimiento[1],
de san Francisco bien cabría decir que suya fue la gramática de la aceptación,
la gramática de la gratitud. San Francisco entendió hasta su profundidad más
insondable la teoría de la acción de gracias, cuya hondura es un abismo sin fondo.
Sabía que la alabanza de Dios se asienta sobre la tierra más sólida cuando
descansa en la nada. Sabía que la mejor manera de medir el gigantesco milagro
del mero existir es darse cuenta de que si no fuera por una misericordia
exquisita ni siquiera existiríamos. Y bien, algo de esta verdad mayor debemos
nosotros repetir en forma menguada en nuestra relación con tan gigante hacedor
de la historia. También Francisco es para nosotros un dador de bienes que ni
siquiera soñamos, también él fue tan grande como para que sólo quepa
responderle con nuestro agradecimiento. De él viene el despertar y la aurora de
un mundo donde todas las formas y colores relucen otra vez como nuevos. Los
grandes hombres de genio que forjaron la civilización cristiana se muestran en
la historia casi como siervos e imitadores suyos. Antes que naciese Dante,
Francisco le había dado a Italia la poesía; antes de que san Luis reinase, él
se había levantado como tribuno del pobre; antes de que Giotto pintase sus
cuadros, él había actuado sus temas dramáticos. El gran pintor de quien
arranca toda la inspiración humana de la pintura europea frecuentó a san
Francisco para inspirarse se cuenta que cuando san Francisco armó en su manera
ingenua un Pesebre navideño, con reyes y ángeles arropados con tiesos y
alegres trajes medievales y pelucas doradas en lugar de coronas, un milagro se
obró lleno de la gloria franciscana. El Niño Dios era una figura de madera o
un bambino, y se dice que Francisco lo abrazó y que mientras esto hacía el niño
cobró vida entre sus brazos. Sus pensamientos no se detenían por cierto en
cosas menores; pero digamos sin temor a equivocarnos que una cosa por lo menos
cobró vida entre los brazos de Francisco, y la llamamos drama. Si exceptuamos
su intensa afición por el canto, acaso tal espíritu no lo haya él encarnado
por mano propia en ninguna de las otras artes. El, él mismo fue el espíritu que
tomó cuerpo. Fue esencia y substancia espirituales que recorrieron el mundo
antes que nadie percibiera las formas visibles que de ellas derivan; fue fuego
errante, como salido de ninguna parte, donde hombres más materiales pudieron
encender antorchas y cirios. Fue alma de la civilización medieval aun antes de
que ésta encontrara cuerpo. Y hay otra corriente de inspiración espiritual muy
distinta que también deriva de él: toda esa energía reformadora de tiempos
medievales y modernos que tiene por lema: Deus est Deus pauperum. Su abstracto
amor por los seres humanos se hizo concreto en multitud de justas leyes
medievales contra el orgullo y la crueldad de los ricos y hoy se encierra tras
lo que se llama libremente socialismo cristiano y con más propiedad democracia
católica. Ni en lo social ni en lo artístico nadie pretenderá que estas cosas
no hubieran existido sin Francisco pero es estricta verdad que nadie' hoy
puede imaginarlas sin él. Pues Francisco fue una vida real y cambió el mundo.
Y
sobre quien conoce lo que la inspiración de Francisco ha significado en la
historia y en rosario de frases inseguras y débiles intenta trasladarlo al
escrito, descenderá algo de este sentimiento de impotencia que fue más de la
mitad del poder del Santo. Conocerá algo de lo que Francisco quería decir al
hablar sobre la una deuda grande y buena que no se puede saldar.
Sentirá
enseguida deseo de haber hecho infinitamente más y reconocerá la futilidad de
lo poco realizado.
Sabrá
lo que es permanecer bajo el diluvio de las tantas maravillas de un hombre
desaparecido y no tener nada para dar en retorno ni algo que ofrecer bajo los arcos
imponentes y apabullantes de semejante templo del tiempo y la eternidad más que
esta breve candileja tan pronto consumida ante su imagen.
FIN
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