jueves, 6 de abril de 2017

San Francisco de Asís. G.K. Chesterton. Cap 10

Capítulo 10
El testamento de san Francisco

 Triste ironía es, en cierto sentido, que san Francis­co, quien toda la vida deseó la concordia entre los hombres, tuviera que morir entre crecientes disputas. Empero, no hemos de exagerar el desacuerdo, como algunos han hecho, al punto de convertirlo en simple derrota de todos los ideales del Santo. Hay quienes presentan su obra como arruinada por la maldad del mundo o por la de la Iglesia, que para ellos siempre es mayor.

Este librito es un ensayo sobre san Francisco y no sobre la Orden franciscana y menos aún sobre la Igle­sia o el papado o sobre la política adoptada frente a los franciscanos radicales o fraticelos. Lo único, pues, que se impone anotar aquí en pocas palabras es la natura­leza general de la controversia desatada tras la muerte del gran Santo y que en el alguna medida turbó tam­bién sus últimos días. El punto dominante del proble­ma fue la interpretación del voto de pobreza o el rechazo de toda clase de posesiones. Que yo sepa, na­die propuso nunca intervenir en el voto de cada fraile individual por el que se obligaba a no tener posesiones personales. Vale decir que a nadie se le ocurrió modifi­car el voto en cuanto negación de la propiedad priva­da. Pero algunos franciscanos, invocando en su favor la autoridad de san Francisco, avanzaron más y fueron más lejos de lo que, en mi parecer, nadie se ha atrevi­do. Propusieron abolir no sólo la propiedad privada si­no la misma propiedad. Quiero decir que se negaron a ser corporativamente responsables por nada: edificio, provisiones, herramientas; se negaron a ser propieta­rios colectivamente de las cosas aunque en tal carácter las usaran. Es verdad justa y acabada que muchos, sobre todo entre los primeros partidarios de semejantes ideas, fueron hombres de espíritu magnánimo y desin­teresado y consagrados por entero a los ideales del San­to. Pero también es cierto que el papa y las autorida­des eclesiásticas consideraron que esta visión no repre­sentaba un arreglo practicable y la modificación al punto de suprimir algunas cláusulas en el testamento de Francisco. Y en verdad no era fácil apreciar si el arreglo resultaba viable o ver siquiera que era eso, por­que en realidad lo que se proponía era la negación de todo arreglo. Todo el mundo sabía, naturalmente, que los franciscanos eran comunistas; pero lo que se proponía más tenía de anarquismo que de comunis­mo. Con seguridad y por encima de todo argumento, algo o alguien tenía que ser responsable por lo que sobreviniera o concerniera a edificios históricos y bienes y posesiones corrientes. Muchos idealistas de cu­ño socialista, destacadamente los de la escuela de Mr. Shaw o de Mr. Wells, han tratado de esta disputa co­mo si hubiera sido un caso más de pontífices opulentos y perversos aplastando el verdadero cristianismo de los socialistas cristianos. Pero en realidad ese ideal extre­mo de que hablamos era, en un sentido, el cabal rever­so de lo socialista y aun de lo social. Lo que rechaza­ban aquellos entusiastas era la propiedad social, idea sobre la que se construye el socialismo; primordial­mente se negaban a hacer lo que es la razón primor­dial del ser socialista; poseer legalmente en su capaci­dad corporativa. Tampoco es verdad que el tono con que los papas se dirigieron a esos entusiastas haya sido severo y hostil. Por largo tiempo el papa mantuvo un compromiso destinado de modo especial a acallar las objeciones de su conciencia, un compromiso que incluía el que el propio papado conservaba, en una es­pecie de fideicomiso, la propiedad que sus dueños se negaban a tocar. A decir verdad, este incidente de­muestra dos cosas, muy comunes en la historia de la Iglesia Católica pero poco entendidas por la historia periodística de la civilización industrial. Que a veces los santos son grandes hombres cuando los papas son pequeños. Pero también que a veces los grandes hombres se equivocan donde aciertan los pequeños. Y, al fin de cuentas, al observador honrado y clarividente que contempla las cosas desde afuera le será difícil ne­gar el derecho que asistía al papa cuando insistió que el mundo no se hizo solo de franciscanos.

Por que era esto lo que se ocultaba tras la discusión. En el fondo de este problema particular se escondía al­go más amplio e importante cuyo palpitar se siente al leer la controversia. Casi me atrevería a expresar la verdad última del caso en términos como éstos. San Francisco fue un hombre tan grande y original que te­nía algo de lo que distingue al fundador de una reli­gión. Y, en su corazón, muchos entre sus seguidores es­taban dispuestos a tratarlo como tal. Deseaban que el espíritu franciscano emergiera del cristianismo como el espíritu cristiano lo había hecho del judaísmo libe­rándose de él. No le disgustaba a este franciscanismo eclipsar al cristianismo como éste a Israel. Francisco, el fuego que corrió por los caminos de Italia, debía ser principio de un incendio que consumiría la antigua ci­vilización cristiana. Esto era lo que tenía que resolver el papa: si el cristianismo tenía que absorber a Francis­co o Francisco al cristianismo. Y decidió según razón, aún sin contar con que era deber de su cargo: porque la Iglesia puede acoger en su seno todo lo que es bueno en los franciscanos pero los franciscanos no pueden ha­cer lo mismo con todo lo que es bueno en la Iglesia.

Hay una consideración que, con ser suficientemente cla­ra en el conjunto de la historia, no ha sido quizás lo bastante acotada, en especial por quienes no saben apreciar un cierto sentido común católico más amplio que el entusiasmo franciscano. No obstante, deriva ella de los propios méritos del hombre que con tanta razón admiran. Francisco de Asís, como dijimos una y otra vez, fue un poeta; esto es, un hombre que podía expresar su personalidad. Ahora bien, es característico de este tipo de hombres que sus mismas limitaciones los engrandezcan. El santo es quien es no sólo por lo que tiene sino también por sus carencias. Pero los que son límites en un retrato tan personal no pueden serlo para el resto de la humanidad. San Francisco es un ejemplo poderoso de esa cualidad en el hombre de ge­nio, por la que en él aún lo negativo es positivo como. parte de su carácter. Y una hermosa ilustración de lo que quiero decir la brinda la actitud el Santo frente al saber y la cultura. Ignoró los libros y el estudio y hasta cierto punto desalentó su frecuentación, y desde su punto de vista y el de su obra en el mundo no le faltaba razón. Toda la miga de su mensaje se reducía a que fuera éste tan simple que pudiera entenderlo el idiota del pueblo. El meollo de su visión de las cosas es que ella era una mirada fresca sobre un mundo nuevo que bien pudiera haber sido creado aquella mañana mis­ma. Fuera de las grandes cosas primordiales: la cre­ación, la historia del Edén, la primera Navidad y la primera Pascua, para Francisco el mundo no tenía his­toria. Pero, ¿es cosa deseada o deseable que toda la Iglesia Católica carezca de ella?

Quizás una insinuación principal del presente libro sea que san Francisco recorrió los caminos del mundo como el "perdón de Dios". Quiero significar que la aparición del Santo señaló el momento en que los hombres pudieron reconciliarse no sólo con Dios sino con la naturaleza y, lo que es aún más difícil, consigo mismos. Pues señaló el día cuando el añejo paganismo que había envenenado el mundo antiguo fue por fin ex­tirpado del sistema social. Francisco abrió las puertas de la "Edad Oscura" como si fueran las de la prisión de un purgatorio donde los hombres se purificaban como eremitas en el desierto o como héroes en guerras bárba­ras. En realidad, su misión consistió, toda, en convo­car a los hombres a empezar de cero y, en este sentido, a llamarlos a olvidar. Si lo que se les pedía era que dieran vuelta la hoja y comenzaran página nueva con las primeras grandes letras del alfabeto trazadas con sencillez y policromía brillante a la manera de los pri­meros tiempos medievales, forzosamente debía formar parte de esa peculiar alegría infantil hacer desapare­cer la vieja página toda ennegrecida y ensangrentada con cosas horrendas. Por ejemplo, ya he observado que en la poesía del primer poeta italiano no hay rastros de la mitología pagana que por tanto tiempo languideció después del paganismo. El primer poeta italiano parece ser el único hombre del mundo que nunca oyó nombrar a Virgilio. Y esto era lo apropiado precisamente para quien debía ser el primer poeta ita­liano. Cuán razonable que llamara ruiseñor al ruiseñor y que su canto no se viera manchado con las terribles his­torias de Itis o de Procne. Brevemente, no está mal que san Francisco nunca haya oído hablar de Virgilio. Pero, ¿desearemos para Dante lo mismo? ¿Desearemos que Dante nunca hubiera leído una línea de mitología pagana? Se ha dicho con verdad que el uso que hace Dante de semejante fábulas sirve cabalmente a una or­todoxia más profunda y que sus largos fragmentos pa­ganos, sus gigantes figuras de Minos y Carón sólo se usan como indicios para señalar a una enorme religión natural que se encuentra en el fondo de toda la histo­ria y preanuncia desde el principio la fe. No está mal que la Sibila tanto como David estén en el Dies trae. Decir que san Francisco hubiese quemado todas las hojas de los libros de la Sibila a cambio de una hoja fresca del árbol más cercano es perfectamente verdad y muy peculiar del Santo. Pero es bueno que tengamos el Dies Trae a la par que el Canto al sol.

Según esta tesis, y para abreviar, el advenimiento de san Francisco fue como el nacimiento de un niño en hogar lóbrego, cuya maldición viniera a levantar, de un niño que crece inconsciente de la tragedia y triunfa de ella precisamente por su inocencia. En un ser seme­jante no sólo es necesaria la inocencia sino también la ignorancia. Forma parte de la esencia de esta histo­rieta que el niño arranque los verdes pastos ignorando que crecían sobre los restos de un hombre asesinado o que se trepe al manzano sin saber que fue la horca de un suicida. Una amnesia y reconciliación así es lo que trajo a todo el mundo el espíritu franciscano. Pero de ello no se sigue que esta ignorancia debe imponerse a todo el mundo. Personalmente opino que esto es lo que se intentaba hacer. Para algunos franciscanos na­da hubiera habido de mal si la poesía franciscana aca­baba con la prosa benedictina. Para el niño a que re­currimos como símbolo hubiera sido ello lo más ra­cional. No vería error si el mundo entero se transfor­maba en una nueva e inmensa nursery con blancas pa­redes desnudas donde poder trazar con tiza, al estilo infantil; figuras de su cosecha, toscas por el dibujo y alegres por los colores, sería como el principio de un arte nuevo. Con toda razón, a nuestro niño la nursery le parecería la más magnífica mansión de la imagina­ción humana. Pero en la casa de Dios hay muchas mo­radas.

Toda herejía ha sido un esfuerzo por angostar la Iglesia. Si el movimiento franciscano hubiere desem­bocado en una religión nueva, hubiera terminado siendo una religión estrecha, y en la medida en que acá y acullá se tornó herejía fue herejía y estrecha. Porque esto es lo que la herejía hace siempre: afianza la forma contra el espíritu. Originariamente la forma era, es cierto, el espíritu del gran san Francisco, bueno y glorioso, pero que no era todo el espíritu de Dios y ni siquiera todo el del hombre. Y es un hecho que la for­ma degeneró al tornarse monomanía. Y apareció una secta cuyos secuaces se llamaron fraticelos a sí mismos y se proclamaron seguidores de san Francisco y rom­pieron con Roma en favor de lo que hubieran podido llamar el programa completo de Asís. En poco tiempo estos franciscanos desligados de Roma tuvieron aspec­to tan feroz como los flagelantes. Lanzaron nuevos y violentos vetos: atacaron el matrimonio, es decir, ata­caron la humanidad. En nombre del más humano de los santos declararon la guerra a la humanidad. Desa­parecieron presto, no precisamente por habérselos perseguido; de ellos muchos llegaron a reconocer su error, y el puñado de obstinados que quedó nada pro­dujo que pudiera ni remotamente recordar a nadie al verdadero san Francisco. El problema de esa gente consistía en que eran místicos, místicos y nada más que místicos, místicos y no católicos, místicos y no cris­tianos, místicos y no hombres. Y san Francisco, por extravagantes y románticos que puedan aparecer sus acciones, siempre se mantuvo sujeto a la razón como por un invisible e indestructible cabello.

El gran Santo era cuerdo, y el mismo son de la pa­labra "cuerdo", como la cuerda más grave del arpa, nos lleva a algo más profundo que a cuanto en él evo­ca una excentricidad casi feérica. No fue un simple ex­céntrico porque apuntaba siempre al corazón y centro de la maraña; podía tomar en el bosque los más extra­ños y tortuosos vericuetos, pero avanzaba siempre ha­cia el hogar. No sólo fue demasiado humilde para con­vertirse en heresiarca sino demasiado humano para as­pirar a extremista, en el sentido de quien se destierra a los confines del mundo. El sentido del humor que ali­ña todas las historias de sus correrías le impidió endu­recerse en la solemnidad de una supuesta rectitud sec­taria. Por su natural estaba siempre dispuesto a ad­mitir que se había equivocado; y si sus seguidores, en temas prácticos, tuvieron que admitir que Francisco se había equivocado, sólo lo hicieron para probar cuán acertado anduvo. Porque han sido ellos, sus seguidores verdaderos, quienes han probado su acierto y quienes extendieron y confirmaron su verdad aún en el mismo hecho de trascender algunas negaciones suyas. La Or­den franciscana no se fosilizó ni se quebró frustrada en su propósito por una tiranía oficial o una traición in­terna. Tronco central y ortodoxo de las tradiciones franciscanas, fue ella la que dio luego sus frutos al mundo. Entre sus hijos figuran san Buenaventura, el gran místico, y Bernardino, el predicador popular, que llenó a Italia con sus bufonadas de juglar de Dios. Y Raimundo Lulio, con su raro saber y sus vastos y audaces planes para la conversión del mundo, un hombre intensamente personal como lo fue Francisco. Y Roger Bacon, el primer naturalista, cuyos experi­mentos con la luz y el agua tuvieron la singularidad lu­minosa propia de los principios de la historia natural y a quien hasta los más empedernidos materialistas salu­dan como el padre de la ciencia. Todos ellos fueron hombres que hicieron cosas grandes en beneficio del mundo; pero más verdad es que fueron todos de un temple bien definido donde se conservaba el espíritu y la sapidez de un hombre determinado y en quienes re­conocemos el dejo y el saber de la audacia y la simpli­cidad. Y sabemos que todos son hijos de san Francisco.

Porque con este espíritu acabado y pleno es como debemos volvernos a san Francisco: con espíritu de ac­ción de gracias por cuanto hizo. Por encima de todo el Santo fue un donador y buscó por sobre de todo el me­jor don que llamamos dar las gracias. Si otro hombre grande escribió una gramática del asentimiento[1], de san Francisco bien cabría decir que suya fue la gramá­tica de la aceptación, la gramática de la gratitud. San Francisco entendió hasta su profundidad más inson­dable la teoría de la acción de gracias, cuya hondura es un abismo sin fondo. Sabía que la alabanza de Dios se asienta sobre la tierra más sólida cuando descansa en la nada. Sabía que la mejor manera de medir el gi­gantesco milagro del mero existir es darse cuenta de que si no fuera por una misericordia exquisita ni si­quiera existiríamos. Y bien, algo de esta verdad mayor debemos nosotros repetir en forma menguada en nuestra relación con tan gigante hacedor de la histo­ria. También Francisco es para nosotros un dador de bienes que ni siquiera soñamos, también él fue tan grande como para que sólo quepa responderle con nuestro agradecimiento. De él viene el despertar y la aurora de un mundo donde todas las formas y colores relucen otra vez como nuevos. Los grandes hombres de genio que forjaron la civilización cristiana se muestran en la historia casi como siervos e imitadores suyos. An­tes que naciese Dante, Francisco le había dado a Italia la poesía; antes de que san Luis reinase, él se había le­vantado como tribuno del pobre; antes de que Giotto pintase sus cuadros, él había actuado sus temas dra­máticos. El gran pintor de quien arranca toda la inspi­ración humana de la pintura europea frecuentó a san Francisco para inspirarse se cuenta que cuando san Francisco armó en su manera ingenua un Pesebre na­videño, con reyes y ángeles arropados con tiesos y alegres trajes medievales y pelucas doradas en lugar de coronas, un milagro se obró lleno de la gloria francis­cana. El Niño Dios era una figura de madera o un bambino, y se dice que Francisco lo abrazó y que mientras esto hacía el niño cobró vida entre sus brazos. Sus pensamientos no se detenían por cierto en cosas menores; pero digamos sin temor a equivocarnos que una cosa por lo menos cobró vida entre los brazos de Francisco, y la llamamos drama. Si exceptuamos su in­tensa afición por el canto, acaso tal espíritu no lo ha­ya él encarnado por mano propia en ninguna de las otras artes. El, él mismo fue el espíritu que tomó cuer­po. Fue esencia y substancia espirituales que re­corrieron el mundo antes que nadie percibiera las for­mas visibles que de ellas derivan; fue fuego errante, como salido de ninguna parte, donde hombres más materiales pudieron encender antorchas y cirios. Fue alma de la civilización medieval aun antes de que ésta encontrara cuerpo. Y hay otra corriente de inspiración espiritual muy distinta que también deriva de él: toda esa energía reformadora de tiempos medievales y modernos que tiene por lema: Deus est Deus pauperum. Su abstracto amor por los seres humanos se hizo concreto en multitud de justas leyes medievales contra el orgullo y la crueldad de los ricos y hoy se encierra tras lo que se llama libremente socialismo cristiano y con más propiedad democracia católica. Ni en lo so­cial ni en lo artístico nadie pretenderá que estas cosas no hubieran existido sin Francisco pero es estricta ver­dad que nadie' hoy puede imaginarlas sin él. Pues Francisco fue una vida real y cambió el mundo.

Y sobre quien conoce lo que la inspiración de Fran­cisco ha significado en la historia y en rosario de frases inseguras y débiles intenta trasladarlo al escrito, des­cenderá algo de este sentimiento de impotencia que fue más de la mitad del poder del Santo. Conocerá al­go de lo que Francisco quería decir al hablar sobre la una deuda grande y buena que no se puede saldar.
Sentirá enseguida deseo de haber hecho infinitamente más y reconocerá la futilidad de lo poco realizado.
Sabrá lo que es permanecer bajo el diluvio de las tan­tas maravillas de un hombre desaparecido y no tener nada para dar en retorno ni algo que ofrecer bajo los arcos imponentes y apabullantes de semejante templo del tiempo y la eternidad más que esta breve candileja tan pronto consumida ante su imagen.


FIN




[1] Chesterton se refiere aquí al cardenal Newman y a su libro Grammar of assent.

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