Capítulo
III – Las lecciones cristianas
Con la
experiencia que, según hemos visto, tenía Francisco de la vida espiritual, no
podía menos que ser un excelente director de sus discípulos.
Les enseñaba,
sobre todo, a no temer las tentaciones. «Te digo en verdad -explicó a un
hermano tentado- que nadie ha de creerse servidor de Dios hasta haber pasado
por tentaciones y tribulaciones. La tentación vencida -añadió aún- es, en
cierto modo, el anillo con que el Señor desposa consigo el alma de su siervo»
(2 Cel 118). Otras veces tornaba a su imagen favorita del papel de guastaldi
o gendarmes de Dios que desempeñan los demonios. Refiriéndose a Fray Bernardo
de Quintaval, habló así: «Os digo que para probar al hermano Bernardo han sido
asignados demonios muy astutos y los más malos entre los malos; pero, por más
que se empeñen incansables en hacer caer del cielo la estrella, el resultado,
sin embargo, será muy otro. Cierto que será atribulado, aguijoneado, congojado,
pero al fin triunfará de todo. Al acercársele la muerte, calmada toda
tempestad, ya vencida toda tentación, disfrutará de admirable serenidad y paz,
y al término de la carrera de la vida volará felizmente a Cristo» (2 Cel 48).
Y, en efecto, así sucedió. En los últimos años de su vida se halló el alma de
Bernardo completamente libre de lo terreno y, según la expresión de Fray Gil,
«se alimentaba volando, como hacen las golondrinas». A veces se iba a los
montes y durante veinte días y hasta un mes, según cuentan las Florecillas,
andaba errando por las más altas cimas, absorto en le contemplación de las
cosas del cielo. Al momento de morir dijo a los hermanos que le rodeaban: «Ni
por mil mundos como éste que dejo consentiría yo en servir a otro amo que a mi
Señor Jesucristo», y radiante de sobrehumana alegría voló a la patria de los
santos (Flor 28 y 6).
Otro de los
discípulos de San Francisco que era también muy molestado de graves tentaciones
fue Fray Rufino, a quien, como a su maestro, andaba siempre soplando al oído el
enemigo antiguo que perdía su tiempo y sus penitencias, porque no era del
número de los predestinados. Un día se imaginó ver al mismo Jesucristo en
persona que le decía: «¡Oh hermano Rufino! ¿A qué viene macerarse con
penitencias y rezos, si tú no estás predestinado a ir a la vida eterna? Créeme,
yo sé muy bien a quiénes he elegido y predestinado, y no creas a ese hijo de
Pedro Bernardone si te dice lo contrario. Y no le preguntes sobre esto, porque
ni él ni ningún otro lo sabe, sino yo, que soy el Hijo de Dios. Créeme, pues,
si te digo que tú eres del número de los condenados; y el hijo de Pedro
Bernardone, tu padre, como también su padre, están condenados, y todos los que
le siguen están engañados». Desde aquel mismo instante, densas tinieblas
envolvieron el alma del mísero Rufino, y perdió toda la confianza y cariño que
tenía por su maestro, y permanecía encerrado en su celda, sentado,
cariacontecido, sin querer orar ni acudir a los oficios con los demás frailes.
¿A qué venía ya todo eso, si su destino era el fuego eterno en compañía del
demonio y demás ángeles malos, y era el mismo Jesucristo quien se lo había
asegurado?
En vano Francisco
mandaba al hermano Maseo a buscarlo. Desazonado y furioso, respondía Rufino con
brusquedad: «¿Qué tengo que ver yo con el hermano Francisco?» Por fin, fue éste
en persona a sacar de las tinieblas a su pobre Rufino. Desde lejos ya empezó a
gritarle: «¡Rufino, tontuelo!, ¿a quién has dado crédito?» Y acercándosele
comenzó a demostrarle cómo era el diablo y no Cristo quien le había dicho que
estaba condenado. Y le añadió Francisco: «Si vuelve otra vez el demonio a
decirte: "Estás condenado", no tienes más que decirle: "¡Abre la
boca, y te la llenaré de estiércol!", y verás cómo huye en cuanto tú le
digas esto; señal de que es el diablo. Y debías haber conocido que era del
demonio al ver cómo endurecía tu corazón para todo bien; éste, en efecto, es su
oficio. En cambio, Cristo bendito jamás endurece el corazón del hombre fiel,
antes, al contrario, lo ablanda, como dice por la boca del profeta: Yo os
quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne».
Con esto
comprendió Rufino el engaño, le saltó el corazón dentro del pecho y, llorando
amargamente, se arrojó a los pies de Francisco, entregándose de nuevo a su
dirección. En seguida se levantó lloroso, pero feliz, esforzado y consolado. No
tardó el demonio en aparecérsele otra vez en forma de Cristo; pero Rufino lo
recibió intrépidamente y le dijo lo que Francisco le había enseñado. «El
demonio, enfurecido, se fue inmediatamente, causando tal tempestad y cataclismo
de piedras que caían del monte Subasio a una y otra parte, que por largo
espacio de tiempo siguieron cayendo piedras hasta abajo; y era tan grande el
ruido de las piedras chocando las unas con las otras al rodar, que se llenaba
el valle del resplandor de las chispas. Al ruido tan espantoso que producían,
salieron del eremitorio de las Cárceles, alarmados, San Francisco y sus
compañeros para ver lo que ocurría, y pudieron ver aquel torbellino de piedras.
Entonces, el hermano Rufino se convenció claramente de que había sido el
demonio quien le había engañado. Volvió a San Francisco y se postró otra vez en
tierra, reconociendo su pecado. San Francisco le animó con dulces palabras y lo
mandó totalmente consolado a su celda. Estando en ella devotamente en oración,
se le apareció Cristo bendito, le enardeció el alma en el amor divino y (...)
lo dejó lleno de tal alegría y dulzura de espíritu y elevación del alma, que
día y noche estaba absorto y arrobado en Dios. Desde entonces fue de tal manera
confirmado en gracia y en la seguridad de su salvación, que se halló cambiado
en otro hombre, y hubiera estado día y noche en oración contemplando las cosas
divinas si los demás le hubieran dejado. Por eso decía de él San Francisco que
el hermano Rufino había sido ya canonizado en vida por Jesucristo y que él no
dudaría, excepto delante de él, en llamarlo "San Rufino" aun estando
vivo en la tierra» (Flor 29; cf. 2 Cel 124 y 32-33).
* * *
En la convivencia
feliz de sus compañeros fieles, en medio de los encantos de la vida común y de
las dulces conversaciones que con ellos mantenía durante su estancia en el
valle de Rieti, lejos del mundanal ruido, Francisco se olvidaba de todo cuanto
se hacía más allá de las montañas, se olvidaba de sus hermanos de Bolonia y de
París, de los frailes palaciegos, de los estudiantes universitarios, de todos
aquellos frailes, en suma, que vivían y obraban muy de otra manera de la que él
habría deseado que obrasen y viviesen. Queriendo como contrarrestar la tristeza
que le causaba el espectáculo de la vida de estos frailes, se puso a trazar una
especie de modelo de hermano menor ideal, y en este quehacer empleaba
sus ocios en aquella bendita soledad: «Sería buen hermano menor -decía- aquel
que conjuntara la vida y cualidades de estos santos hermanos, a saber, la fe
del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la poseyó en grado perfecto;
la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pureza; la
cortesía del hermano Ángel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y
estuvo adornado de toda cortesía y benignidad; la presencia agradable y el
porte natural, junto con la conversación elegante y devota, del hermano Maseo;
la elevación de alma por la contemplación, que el hermano Gil tuvo en sumo
grado; la virtuosa y continua oración del hermano Rufino, que oraba siempre sin
interrupción, pues, aun durmiendo o haciendo algo, estaba siempre con su mente
fija en el Señor; la paciencia del hermano Junípero, que llegó al grado
perfecto de paciencia por el perfecto conocimiento de su propia vileza, que
tenía siempre ante sus ojos, y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el
camino de cruz; la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi,
que en su tiempo fue el más fuerte de todos los hombres; la caridad del hermano
Rogerio, cuya vida toda y comportamiento estaban saturados en fervor de
caridad; la solicitud del hermano Lúcido, que fue en ella incansable; no quería
estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en
él, luego salía, diciendo: "No tenemos aquí la morada, sino en el
cielo"» (EP 85).
Francisco
experimentaba un gozo inmenso cuando encontraba, fuera del círculo de sus más
íntimos compañeros, otros hermanos dignos de pertenecer a este pequeño grupo de
fieles. Así sucedió el día en que un clérigo español le describió la vida
penitente que hacían sus frailes en España: «Tus hermanos, que viven en un
eremitorio pobrecillo de nuestra tierra -le dijo el viajero-, se habían
reglamentado su forma de vida de tal modo, que la mitad de ellos atendía a los
quehaceres de casa, y la otra mitad a la contemplación. Así, cada semana la
vida activa se tornaba contemplativa, y la quietud de los contemplativos
activa. Un día, puesta la mesa y hecha la señal de llamada, acuden todos menos
uno de los contemplativos de turno. Después de alguna espera se van a la celda
para llamarlo a la mesa, a tiempo en que él, en una mesa más espléndida, era
alimentado por el Señor. Y así es como le encuentran postrado rostro en tierra,
tendido en forma de cruz, sin respiración ni movimiento que diera señales de
vida. A su cabeza y a sus pies ardían dos candelabros, que con su resplandor
alumbraban maravillosamente la celda. Le dejan en paz para no estorbar la
unción, para no despertar a la amada hasta que ella quiera... De
pronto el hermano vuelve en sí, se levanta luego y, acudiendo a la mesa, pide
perdón por la tardanza». Semejante relato llenó de gozo el corazón de
Francisco, que no pudo contenerse y exclamó: «Gracias te doy, Señor,
santificador y guía de los pobres, que me has regocijado con tales noticias de
mis hermanos. Bendice, te ruego, a aquellos hermanos con amplísima bendición y
santifica con gracias especiales a cuantos por los buenos ejemplos hacen que su
profesión sea fragante» (2 Cel 178).
Del mismo linaje
de verdaderos franciscanos eran aquellos otros dos hermanos que, de muy lejos,
llegaron una vez a Greccio a visitar a Francisco. El único motivo del viaje era
ver al Santo y recibir de él la bendición hacía tiempo deseada. La vida del
Santo en sus últimos años había venido a tal apartamiento del mundo, que
ninguno de sus frailes osaba hablarle cuando le veían retirado orando en la
soledad, y durante esas temporadas ellos se arreglaban sus asuntos como podían.
Precisamente tal cosa pasaba el día en que llegaron nuestros peregrinos:
Francisco acababa de partir para su retiro, y no se sabía cuándo volvería. Los
extranjeros, que no podían esperar por mucho tiempo, quedaron desolados al ver
la inutilidad de su viaje, y se decían el uno al otro: «He aquí el castigo de
nuestros pecados: evidentemente somos indignos de recibir la bendición de
nuestro padre». Y emprendieron el descenso de la montaña, con el corazón lleno
de tristeza, no obstante los fraternales consuelos que les prodigaron los otros
hermanos que se ofrecieron a acompañarlos hasta el llano. De repente oyen una
voz que los llama desde lo alto del monte; se vuelven y ven a Francisco de pie
en el umbral de su celda. Ambos peregrinos caen de rodillas con el rostro
vuelto hacia su padre y reciben, con intenso júbilo de sus almas, la bendición
que él les imparte desde arriba, haciendo lentamente y con muchísimo afecto la
señal de la cruz. Con esto, los dos peregrinos, doblemente contentos, porque
habían logrado con ventaja su intento y un milagro, se volvieron alabando y
bendiciendo al Señor (2 Cel 45).
Las diversas
biografías nos han conservado muchos otros rasgos reveladores de la delicada y
profunda ternura de Francisco para con sus hijos, así como de su maravilloso
conocimiento de las almas. Conociéndose a sí mismo como se conocía, era natural
que conociese también perfectamente a los demás, y ellos tenían la íntima convicción
de que él penetraba hasta lo más secreto de sus corazones. Es la impresión que
tuvo un día, por ejemplo, uno de los compañeros de Francisco, Fray Leonardo de
Asís. Al volver de ultramar, el Santo, por la fatiga del camino y por su
debilidad, tuvo que montar por algún tiempo sobre un asno. Fray Leonardo que le
seguía, fatigado también él, y no poco, comenzó a decir para sí, víctima de la
condición humana: «Los padres de él y los míos no se divertían juntos. ¿Por qué
razón el hijo de Pedro Bernardone viaja en asno, y yo, que soy de más noble
familia que él, voy a pie?» Iba pensando esto el hermano, cuando de pronto se
desmontó el Santo y le dijo: «No, hermano, no está bien que yo vaya montado y
tú a pie, pues en el siglo tú eras más noble y poderoso que yo», y lo invitó a
subir en el jumento. Leonardo quedó sorprendido y todo ruborizado al
reconocerse descubierto por el Santo. Se le postró a los pies, y, bañado en
lágrimas, confesó su pensamiento, ya patente, y pidió perdón al tiempo que le
suplicaba que volviese a montar (2 Cel 31). Celano refiere también cómo
Francisco descubrió los ocultos sentimientos de un hermano que, so pretexto de
observar la ley del silencio, rehusaba confesarse (2 Cel 28). Por su parte, las
Florecillas refieren que el Santo leyó en el corazón de Fray Maseo su enojo y
murmuración por tener que partir de Siena sin despedirse del obispo (Flor 11).
Para todo género
de tentaciones Francisco recomendaba siempre tres remedios: el primero era la
oración; el segundo, la obediencia, con que uno se habitúa a cumplir la
voluntad ajena; y el tercero, la alegría en el Señor, que ahuyenta siempre
todos los pensamientos sombríos y perversos. Y al mismo tiempo que daba estos
remedios, los tomaba él mismo, y era maestro aventajado en cuanto a usarlos.
Desde que dejó el gobierno de la Orden tuvo siempre consigo un hermano a quien
obedecía como superior suyo, importándole poco saber quién era este compañero:
obedecía con igual rendimiento al último de los novicios de la Orden que a
Bernardo o a Pedro Cattani. Siempre se mostraba satisfecho de los que le
rodeaban, y si alguno de ellos decía o hacía algo que le disgustase, se
retiraba callado a orar hasta que lograba vencer el mal humor, y nunca lo
mencionaba a nadie.
Un día le
pidieron los hermanos que les enseñara cómo era la perfecta obediencia, y él,
describiendo al verdadero obediente con la imagen de un cadáver, respondió:
«Toma un cadáver y colócalo donde quieras. Verás que, movido, no resiste;
puesto en un lugar, no murmura; removido, no protesta. Y, si se le hace estar
en una cátedra, no mira arriba, sino abajo; si se le viste de púrpura, dobla la
palidez. Este es -añadió- el verdadero obediente: no juzga por qué se le
cambia, no se ocupa del lugar en que lo ponen, no insiste en que se le traslade.
Promovido a un cargo, conserva la humildad de antes; cuanto es más honrado, se
tiene por menos digno» (2 Cel 152).
Francisco
procuraba, por su parte, imitar al cadáver en la sumisión, y quería que sus
verdaderos hermanos lo siguiesen en esto, como en todo lo demás. Per lo
merito della santa ubbedienza, «por el mérito de la santa obediencia»
mandó una vez Francisco a Fray Bernardo que le pisase en la boca en castigo de
cierto mal pensamiento que había tenido contra él (Flor 3).
Hay incluso en
los escritos de Francisco un pasaje en que la concepción de la obediencia
reviste un carácter casi budista. Dice así: «La santa obediencia confunde a
todas las voluntades corporales y carnales, y tiene mortificado su cuerpo para
obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano, y lo sujeta y somete a todos
los hombres que hay en el mundo, y no únicamente a los hombres, sino también a
todas las bestias y fieras, para que puedan hacer de él todo lo que quieran, en
la medida en que les fuere dado desde arriba por el Señor» (SalVir 14-18).
Esto nos recuerda
a los discípulos de Sakiamuni que se dejaban despedazar por los tigres antes
que oponer resistencia al mal. Que tal modo de pensar no era en Francisco el
resultado de un humor pasajero, lo prueba el caso que se cuenta, de que una vez
se le pegó fuego al hábito; él tiró a apagarlo al principio, pero en seguida lo
dejó, arrepentido de haber querido quitar «al hermano fuego» la carne que él
deseaba devorar (EP 116-117).
Uno de los medios
más eficaces para obtener la paz del alma era para Francisco la obediencia,
entendida ésta en el sentido de renuncia completa a toda voluntad personal, de
absoluta sumisión a todo mandamiento y a toda violencia. Tal era, por lo demás,
la lección que Francisco había aprendido de su divino Maestro: «Al que te hiera
en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le
niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo
reclames... Si alguno viene donde mí y no odia... hasta su propia vida, no puede
ser discípulo mío... Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda
su vida por mí, ése la salvará» (Lc 6,29-30; 14,26; 9,24).
Otro de los
medios recomendados por Francisco como indispensables para llegar a la perfecta
paz interior, era la oración, pero la oración constante, «no interrumpida».
Tomas de Celano describe a Francisco como «hecho todo él no ya sólo orante,
sino oración», totus non tam orans quam oratio factus. Era como si no
estuviera separado de la eternidad más que por un delgado tabique; con
frecuencia se le otorgaba el favor singularísimo de oír las harmonías de los
ángeles a través de aquel tabique. En esos instantes bienaventurados se quedaba
en profundo silencio, interrumpía toda conversación con las criaturas, y los
frailes que lo observaban, le veían cubrirse el rostro con el manto o con las
manos; después le oían lanzar hondos suspiros o murmurar entre dientes palabras
misteriosas; otras veces le veían menear la cabeza, como quien conversa con
alguien. Cuando esto notaban, se salían sin meter ruido, pues bien sabían que
él no gustaba de que le viesen cuando estaba en oración. Se dice que una vez el
obispo iba a turbarle en su retiro, y al instante perdió el habla, y sin ella
permaneció largo tiempo. Francisco, por su parte, celaba con gran esmero su
devoción; para lo cual se levantaba muy temprano y sin hacer el menor ruido, a
fin de no ser de nadie sentido; después se iba al bosque en busca de mayor
tranquilidad para sus ejercicios. Más de una vez, sin embargo, un fraile que,
llevado de la curiosidad, solía seguirle al bosque le vio rodeado de una gran
luz y acompañado de Cristo, de la Virgen y de muchedumbre de ángeles y santos
que conversaban con él. Terminada su oración, se volvía a casa, pero prohibía
que nadie le hablase sobre lo que había pasado en su retiro. Con frecuencia
decía a sus discípulos: «Cuando el siervo de Dios es visitado por el Señor en
la oración con alguna nueva consolación, antes de terminarla debe levantar los
ojos al cielo y, juntas las manos, decir al Señor: "Señor, a mí, pecador e
indigno, me has enviado del cielo esta consolación y dulcedumbre; te las
devuelvo a ti para que me las reserves, pues yo soy un ladrón de tu
tesoro". Y más: "Señor, arrebátame tu bien en este siglo y resérvamelo
para el futuro". Así debe ser -añadía-; que, cuando sale de la oración, se
presente a los demás tan pobrecillo y pecador como si no hubiera obtenido una
gracia nueva» (2 Cel 94-100).
Además de la
oración privada en el retiro, recomendaba Francisco la oración en común. Las
Florecillas nos lo muestran orando en compañía de Fray León. En su Carta a toda
la Orden da normas a sus hermanos para la recitación del breviario. A pesar de
la extrema debilidad que siempre le aquejaba, nunca consentía en apoyarse al
rezar el salterio con los frailes. En sus viajes siempre rezaba sus oraciones
de pie y con la cabeza descubierta, y si iba a caballo, se apeaba para hacer
sus rezos. Un día del mes de diciembre de 1223 venía de Roma, y por el camino
le sorprendió una lluvia torrencial, la que, sin embargo, no le impidió rezar
su breviario, ni continuó el viaje hasta después que terminó su rezo; y, como
el compañero le riñese por semejante imprudencia, Francisco le respondió: «¿Por
ventura no debe el alma tomar su alimento con igual reposo que el cuerpo?» (2
Cel 96). Otra vez, aprovechando sus ratos de ocio, había tallado un vaso de
madera; una mañana sintió tocar a tercia a las 9, y acudió para rezarla; pero
estando en su rezo se le vino al pensamiento el trabajo que había ejecutado, y
de tal manera le ocupó la mente, que vino a distraerle por completo de los
salmos, que iba recitando sólo con los labios. Pronto cayó en la cuenta de su
distracción y de la causa que la producía. Y lo echó al fuego para que se
quemase (2 Cel 97).
En verdad que
Francisco tomaba en serio el acto de la oración. Hay costumbre entre los
cristianos de prometerse los unos a los otros encomendarse a Dios mutuamente en
la oración, y no siempre se cumplen tales promesas. Pero Francisco no lo
entendía así. Una vez el abad del convento del San Justino, en Perusa, le
pidió, acaso por pura fórmula, que rogase a Dios por él: apenas se había éste
marchado, dijo el Santo a su compañero: «Hermano, espérame un poco, que quiero
pagar la deuda contraída» (2 Cel 101).
Pero lo que sobre
todo anhelaba Francisco era oír diariamente la santa misa, cosa que le era
fácil, por cierto, cuando se hallaba en una ciudad o aldea, mas no en la
montaña, en la soledad de los eremitorios, pues el camino de las Cárceles a
Asís, o de las Celdas a Cortona era muy largo. Inestimable fue, por lo tanto,
el favor que, en diciembre de 1224, hizo Honorio III a los frailes
concediéndoles que pudiesen celebrar misa en sus eremitorios sobre un altar
portátil. Desde aquel día nunca dejó Francisco de rogar a León o a Benito de
Piratro, ambos sacerdotes, que le dijesen la misa; y si eso no era posible por
no haber sacerdote a mano, pedía que, al menos, le leyesen el Evangelio, lo que
hacía siempre uno de los hermanos hacia la hora del mediodía (EP 117).
En el breviario
de San Francisco que, antes de 1260, Fray Ángel y Fray León entregaron a la
abadesa del monasterio de Santa Clara en Asís, donde aún se conserva, hay una
nota manuscrita de Fray León que dice así: «El bienaventurado Francisco
adquirió este breviario para sus compañeros los hermanos Ángel y León, y quiso
servirse de él para decir el oficio divino cuando gozaba de buena salud, como
se contiene en la Regla. Y, cuando estaba enfermo y no podía recitar el oficio,
quería, al menos, escucharlo. Y así lo vino haciendo mientras vivió. También
hizo escribir este evangeliario. Y el día que no podía oír misa, por motivo de
enfermedad o por cualquier otro notorio impedimento, se hacía leer el evangelio
que aquel mismo día se leía en la iglesia durante la misa. Mantuvo esta
práctica hasta su muerte. Pues solía decir: "Cuando no oigo misa, adoro el
cuerpo de Cristo con los ojos de la mente en la oración, como lo adoro cuando
lo veo en la misa". Y, una vez oído o leído el evangelio, el
bienaventurado Francisco besaba siempre el evangelio con grandísima reverencia
hacia el Señor» (BAC, p. 974).
El tercer medio
para obtener la paz interna era, según la enseñanza de Francisco, la continua
alegría. «Al demonio y a su comparsa -decía- toca estar tristes; a nosotros, en
cambio, alegrarnos y gozarnos en el Señor». Decía también que la tristeza es el
«mal babilónico», porque lleva de nuevo, en este mundo, a la ciudad de Babel,
ya abandonada. Cuando el alma anda triste, sola y atribulada, más fácilmente se
vuelve hacia los consuelos exteriores y los placeres vanos del mundo. Por eso
no se cansaba de inculcar las palabras del Apóstol: «Estad siempre alegres en
el Señor; os lo repito, estad alegres» (Flp 4,4). No quería ver en torno a sí
rostros abatidos ni caras mustias; trataba de que sus hermanos no fuesen unos
soñadores melancólicos, sino hijos de la luz. Y a los que le preguntaban cómo
era posible conseguir semejante continuo gozo, respondía que «la alegría
espiritual trae su origen de la pureza del corazón y se adquiere por la devota
oración». Sólo el pecado y la tibieza son capaces de extinguir u oscurecer la
luz espiritual que debe brillar en los corazones. Si el espíritu se enfría y
poco a poco se hace infiel a la divina gracia, entonces se levantan la carne y
la sangre pretendiendo dominarlo y apropiárselo todo (2 Cel 125-128; EP 95-96).
Pero es condición
indispensable para disfrutar de esta divina alegría, permanecer libres no sólo
de todo pecado mortal, sino de toda falta, aun la más leve. Basta la presencia
de la más pequeña mota de polvo en el ojo para perturbar o impedir la vista
corporal. Y Francisco enseñaba a sus discípulos a evitar cuidadosamente todas
las motas de polvo de ese género, y en particular les advertía que evitasen las
familiaridades con mujeres. Él mismo, en presencia de una mujer, tenía siempre
los ojos fijos en el suelo o elevados al cielo; y cuando la conversación con
ella llevaba camino de prolongarse más de lo justo, la cortaba en seco. Una
vez, cerca de Bevaña, le atendieron a él y a su compañero dos piadosas mujeres,
madre e hija, llevándoles lo que necesitaban; el Santo, en agradecimiento, las
confortó con todo género de sabios consejos y piadosas conversaciones, pero sin
mirarlas al rostro. Cuando ellas se fueron, el compañero le preguntó: «Hermano,
¿por qué no has mirado a esa virgen santa, consagrada a Dios, que ha venido a
ti con tanta devoción?» Y Francisco le respondió: «¿Quién no tendrá reparo en
mirar a una esposa de Cristo?». Para Francisco, toda mujer piadosa era una
prometida de Cristo; por eso, considerándose a sí mismo como el menor de los
siervos del Señor, nunca osaba mirar a tales personas (2 Cel 114). Es la misma
lección que se deduce de la parábola que solía repetir el Santo contra la falta
de modestia en mirar a las mujeres: uno de los mensajeros del rey fue despedido
del palacio por haberse atrevido a poner los ojos en la esposa del monarca (2
Cel 113).
Se comprende,
pues, que el divino Maestro recompensara tan completa y absoluta renuncia de
todo lo terreno con una alegría igualmente completa y perfecta. Había momentos,
y aun horas enteras, en que esta alegría tomaba forma de canto íntimo, y él lo
entonaba con la voz externa, frecuentemente en francés, como en otro tiempo
cuando, en compañía de Fray Gil, iba por las calles de Asís anunciando el
Evangelio. Y mientras más dulce era la interior melodía, más alto levantaba él
la voz para traducirla. A veces tomaba dos trozos de leño, apoyaba el uno
debajo de la barba, como se hace con la viola, y le frotaba con el otro, a
guisa de arco, y seguía cantando cada vez más alto, cada vez con más entusiasmo
al son de aquella música que sólo él oía, y que acompañaba hasta con rítmicos
movimientos del cuerpo. Por fin, la emoción le dominaba por completo, y
entonces arrojaba la viola y el arco, y, deshecho en lágrimas abrasadoras, se
arrobaba en sublime y delicioso éxtasis (EP 93; 2 Cel 127).
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