Capítulo
VI – El crucifijo de San Damián
En un pasaje de
su Testamento, Francisco habla de su juventud, y dice:
«Y el Señor me
dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: "Te
adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo
entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".»
Después, el Señor
me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa
Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero
recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a
los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no
quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero
temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar
pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos. Y lo
hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo
Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben
y ellos solos administran a los otros. Y quiero que estos santísimos misterios
sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares
preciosos». "Lugares preciosos": estas palabras designan no
sólo las iglesias, sino también los tabernáculos, en que se reserva el
Santísimo, y aun los vasos sagrados del altar, como los copones, píxides, etc.-
(1 Cel 45; TC 37).
Por este
documento, que data de los últimos años de su vida, sabemos auténticamente
cuáles fueron siempre los sentimientos de nuestro personaje para con la Iglesia
y el clero; y este autotestimonio ha sido plenamente confirmado por todos sus
biógrafos.
Referido queda
más arriba cómo Francisco demostraba gran interés por las iglesias,
contribuyendo con sus propias manos a restaurarlas y embellecerlas.
Hoy día mismo,
los alrededores de Asís están sembrados de santuarios casi en ruinas, iglesias
o capillas edificadas a la vera de los caminos, que se mantienen siempre
cerradas con candado y donde rarísimas veces se celebran oficios divinos.
Mirando hacia el interior, se ve un altar con manteles todos arrugados y
rasgados, floreros con flores de papel cubiertas de polvo, candeleros de madera
que nunca han sido dorados y ahora están cenicientos y carcomidos. Sin embargo,
abandonadas y todo, la visita de estas iglesias deja en el ánimo del viajero no
sé que extraña impresión de piadoso recogimiento, que se aumenta todavía
cuando, al penetrar en ellas, se encuentra uno con frescos borrosos pintados en
los muros por aquellos discípulos de Giotto o de Simón Martini que, en el siglo
XIV, visitaron hasta las más apartadas ciudades y los más ignorados ángulos de
los Apeninos. La pila de agua bendita está vacía y polvorienta. La única música
que allí escucha el visitante cuando se arrodilla para rezar, es el susurro de los
castaños agitados por el viento, o el murmurar de los arroyos saltadores que,
desde la cima de las montañas, bajan presurosos en busca de su lecho de
piedras.
En tiempo de la
juventud de Francisco había cerca de Asís, a poca distancia de las murallas, uno
de esos santuarios medio arruinados: la vetusta iglesia de San Damián (que
según Thode se mencionaba ya a principios del siglo XI, en 1030), a la cual se
llega por un camino que parece no haber cambiado gran cosa desde entonces acá,
asaz inclinado, que, pasando por delante de grandes casas blanqueadas con cal y
esparcidas aquí y allá, atraviesa después algunos olivares, por debajo de cuyas
torcidas ramas amarillea el trigo en el verano. El trayecto desde la ciudad a
esta iglesia, que es hoy un gran convento, se hace, más o menos, en un cuarto
de hora.
San Damián no era
entonces más que una capilla rústica, cuyo único adorno consistía en un
crucifijo bizantino que había en el altar mayor, y ante el cual tenía Francisco
costumbre de venir a postrarse en oración. Un día, poco después de la visita
que hizo a los leprosos, vino a venerar la devota imagen del Crucificado.
Habituado, como estaba, a crucificarse a sí mismo, la crucifixión había llegado
a ser su pensamiento favorito. Fijos los ojos en el divino rostro coronado de
espinas, rezaba la siguiente oración que la tradición nos ha conservado:
«Sumo, glorioso
Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y
caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y
verdadero mandamiento» (OrSD).
Desde el día
aquel en que, apoyado en su bastón junto a la puerta de Asís, viera al mundo
vacío y su alma desierta, todo su esfuerzo interior se había concretado y
traducido en dicha sencilla oración. Todo lo que pedía a Dios, todo lo que
desde entonces había constantemente deseado y buscado, no obstante sus errores
y caídas, era luz para ver la voluntad de Dios y fuerza para obrar según esa
misma voluntad. Toda su vida, desde aquel decisivo momento hasta ahora, puede
decirse que se redujo a una continua repetición, bajo formas diversas, pero
siempre fervientes y apasionadas, de estas palabras del niño Samuel: «Habla,
Señor, que tu siervo escucha».
Y llegó el día en
que el Señor juzgó a su siervo Francisco digno de escucharle, y le habló desde
el crucifijo, con voz que sólo en el corazón de nuestro joven se dejó percibir:
«¡Francisco, ve y repara mi casa, que se derrumba!».
Como antes en
Espoleto cuando se le intimara la prohibición de seguir su viaje a la Apulia,
así ahora también se mostró pronto a obedecer la orden divina. Francisco tenía
alma cándida y propendía a tomarlo todo al pie de la letra. Apenas oída la voz
misteriosa del crucifijo, examinó de una mirada toda la capilla, y vio que, en
efecto, amenazaba ruina, y sin poder contener la emoción que le embargaba,
respondió al crucifijo: «¡Señor, con el mayor gusto cumpliré tu deseo!».
Dios, había por
fin, escuchado su oración; le había impuesto una tarea que él, siempre activo
por naturaleza, se apresuró a realizar. Al salir encontró al rector de la
iglesia, sacerdote anciano, que estaba calentándose al sol, sentado sobre una
piedra; le saludó besándole la mano y en seguida, metiendo la suya en el
bolsillo, sacó una valiosa moneda de oro y la dio al asombrado sacerdote, diciéndole:
«Os ruego que empleéis este dinero en aceite para la lámpara del Santísimo, y
cuando se os haya acabado, os suplico que me lo aviséis; porque deseo que no
falte jamás».
Antes que el
anciano sacerdote volviese de su estupor, Francisco había ya partido, llevando
el corazón henchido de gozo por el favor que acababa de recibir. Mientras
caminaba, casi maquinalmente, iba haciendo a menudo la señal de la cruz, y cada
vez que repetía ese acto, sentía como que la imagen del crucificado se grababa
más hondamente en su corazón. La antigua leyenda nos dice, con frase de
incomparable verdad y de belleza intraducible, que, desde aquella hora, el
recuerdo de los padecimientos del Salvador «derritió el corazón de Francisco»,
de modo que, desde entonces, «llevó el santo en su corazón las llagas del Señor
Jesús» (TC 14; LM 1,5 y 2,1).
La reparación de
la iglesia de San Damián iba a demandar mucho más dinero que el que Francisco
podía erogar por el momento, pero él no tuvo ni un minuto de vacilación acerca
de la manera cómo debía procurarse los fondos necesarios: corrió, pues, a casa
tan aprisa como se lo permitieron sus piernas, cogió de la tienda de su padre
varias piezas de género, las puso sobre un caballo y se fue con ellas a Foligno
para venderlas en el mercado de aquella ciudad, operación que estaba
acostumbrado a hacer. Realizada en poquísimo tiempo la venta, así de los
géneros como del caballo, dio Francisco la vuelta a San Damián con los
bolsillos repletos de dinero.
Es probable que
encontrara al anciano sacerdote sentado aún en su piedra calentándose al sol;
pero lo cierto es que, tan pronto como se llegó a él, le saludó de nuevo
respetuosamente, le entregó la gruesa suma que había sacado de la venta,
advirtiéndole que aquel dinero era para la reconstrucción de la iglesia (TC 16;
1 Cel 9). El sacerdote había recibido de buena gana la primera limosna; pero al
ver esta otra tan considerable, rehusó aceptarla, temiendo que fuese una de
tantas locuras del original joven. Por otra parte, aquel negocio podía muy bien
concitar en su contra las iras de Bernardone; contestó, pues, al joven de la
manera más resuelta que no quería ocuparse en semejante reparación. Francisco
se sentó a su lado para persuadirle a retirar su negativa, empleando en ello
toda su elocuencia; vano empeño; el anciano estuvo inflexible, y lo más que de
él pudo obtener Francisco fue el derecho de permanecer allí cerca por algún
tiempo para poder entregarse con mayor sosiego a la oración y a las prácticas
devotas en la querida iglesia de San Damián.
Porque desde
entonces determinó nuestro joven adoptar lo que en la Edad Media se llamaba la
«vida religiosa», es decir, la vida del monje o del solitario. Y no era que
tuviese ya el propósito de encerrarse en un convento; él mismo nos asegura en
su Testamento que «nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo
mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio»; lo que
prueba que en lo que él pensó en un principio no fue en hacerse monje, por más
que, para definir el cambio que se acababa de operar en su vida, emplea la
misma expresión que entonces se usaba para significar que se abrazaba a la vida
monacal: exivi de saeculo: salí del siglo. El tiempo que pasó en
compañía del sacerdote de San Damián puede razonablemente considerarse como su
noviciado, durante el cual no tuvo más guía, director y maestro, que el
espíritu de Dios.
Vecina a la casa
del sacerdote había una gruta de piedra, donde Francisco, que la visitaba con
frecuencia, estableció su habitación secreta; allí pasaba los días y las
noches, entregado a la oración y al ayuno, vertiendo lágrimas y exhalando
«gemidos inenarrables» (Rm 8,26).
Entre tanto,
Pedro Bernardone volvió de su viaje, y ¡cuál no sería su asombro al entrar en
su casa y no hallar en ella a su primogénito! Pica o no sabía el paradero de
Francisco o, si lo sabía, se resistía a descubrirlo a su marido; pero éste no
tardó mucho en averiguarlo, y en el acto fue a verse con el sacerdote de San
Damián; más no encontró allí a Francisco, que a la sazón se hallaba en la
gruta. Esta ocasión la aprovechó el anciano cura para devolver a Bernardone el
dinero que su hijo le trajera de Foligno y que había depositado en el hueco de
una de las ventanas de la iglesia. Parece ser que esta recuperación fue uno de
los principales fines que determinaron la visita de Pedro Bernardone al
sacerdote, pues, obtenido el dinero, pasó más de un mes sin hacer diligencia
alguna para dar con el joven ermitaño, quien, sin embargo, es cierto que,
entretanto, recibía alimentos de su casa, sin duda enviados por su madre,
aunque, según parece, a escondidas de Bernardone (TC 16; 1 Cel 10).[1]
Por lo que
respecta a la vida que durante aquel mes hizo nuestro joven, podemos decir con
razón que empleó todo ese tiempo en ahondar en este gran pensamiento, que desde
entonces tuvo él por la esencia del cristianismo: «La vida de Cristo debe
reproducirse en cada cristiano». Uno de los escritos bíblicos que Francisco
cita más a menudo en los suyos es la epístola a los Romanos, en la cual San
Pablo se muestra no tan sólo un gran doctor, sino sobre todo el más grande de
los místicos cristianos. Por eso creo yo que, sin temor de que nadie lo
interprete como hipótesis histórica o fantasía literaria, se puede describir la
vida de Francisco en aquel período de su noviciado religioso con las siguientes
palabras del capítulo VIII de la referida epístola paulina: «Por consiguiente,
ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley
del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de
la muerte... a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que
seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu... Pues, si
vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras
del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de
Dios son hijos de Dios... Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y
coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él
glorificados... Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a
reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos
hermanos» (Rm 8,1-29).
Además, durante
aquel mes que Francisco pasó en San Damián fue cuando, sin duda, debió
producirse un acontecimiento que narran las leyendas, pero sin indicar la
fecha. Un día iba Francisco solo por los alrededores de la antigua capillita
llamada de la Porciúncula o de Santa María de los Ángeles, que se encuentra en
la llanura a los pies de Asís. Iba llorando y sollozando en alta voz, como
acongojado por una grave desgracia. Ocurrió que pasó por allí un buen hombre
que, al oírlo, se le acercó, movido de piedad, y le preguntó por qué lloraba.
Nuestro joven le respondió: «Lloro la pasión de mi Señor Jesucristo, por quien
no debería avergonzarme de ir gimiendo en alta voz por todo el mundo».
Profundamente impresionado aquel hombre, se puso también él a derramar
lágrimas, y estuvieron los dos largo tiempo llorando en alta voz (TC 14; 2 Cel
11).
Así fue como
Francisco de Asís comenzó la nueva vida, no ya según la carne, sino según el
espíritu, que en adelante le iría conduciendo a cimas cada vez más elevadas,
hasta el momento en que le permitiría alcanzar la que para el hombre es la
máxima conformidad posible con la imagen de Jesucristo crucificado.
[1] - Una
tradición de origen posterior asegura que, cuando llegó el mercader a San
Damián, su hijo estaba allí escondido, y que, al abrir una puerta, ésta
estrechó al joven contra la pared, que se hundió milagrosamente a su contacto,
ocultándole detrás de la puerta, de modo que su padre no lo notó al pasar.
Dicha hendidura, en cuyo fondo hay pintada una imagen del Santo, se muestra aún
a los viajeros que visitan San Damián, con la añadidura del relato de la
susodicha escapada milagrosa. Pero los documentos están en contra. Baste citar
a Wadingo, quien dice que fue Santa Clara quien mandó practicar el hueco en la
pared y pintar en él la imagen del Santo, después de medir su estatura (Annal.
vol. I, pág. 31).
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