lunes, 10 de abril de 2017

J.Joergensen. Prólogo

J. Joergensen:
San Francisco de Asís



Índice

Libro primero


Libro segundo


Libro tercero

Libro cuarto

Prólogo: Johannes Joergensen, historiador y poeta de San Francisco

por Teodoro de Wyzewa y Francesc Gamissans, o.f.m.


Entre las más prestigiosas biografías de san Francisco de Asís escritas a finales del siglo XIX y principios del XX -cuando se produce un renacer del estudio de las fuentes franciscanas, propiciado por Paul Sabatier y el centro franciscano de Quaracchi (Italia)-, destaca la que escribió el danés Johannes Joergensen. Aquí vamos a ofrecer un perfil de la vida y personalidad del autor, tomado mayormente del P. Pavez, y, tomada del P. Gamissans, una breve presentación de la excelente biografía: San Francisco de Asís. Su vida y su obra.

I. Perfil biográfico

Johannes Joergensen nació de una familia protestante de marinos en Svendborg, isla de Fionía (Dinamarca), el 6 de noviembre de 1866.

A la edad de 16 años se trasladó a Copenhague con objeto de dar comienzo a sus estudios universitarios. En el mundo del pensamiento ardía por entonces la fiebre del positivismo y el darwinismo que invadieron el saber humano en el último tercio del siglo XIX. Surgieron del poderoso avance de las ciencias experimentales y empíricas, y llevan en su esencia la negación de todo lo no verificable o de sentido trascendente.

Después de cursar, con extraordinario lucimiento, las Humanidades en la Universidad de Copenhague, a los veinte años de su edad se entregó con ardor al estudio de las ciencias naturales y al examen de los más recientes problemas de la zoología comparada, adquiriendo cuantioso caudal de doctrina positivista que muy pronto hizo servir a la causa materialista, darwinista y anticristiana, cuyas huestes dirigía en los países escandinavos el profesor Georges Brandes. Poco tardó en llegar a ser uno de los jefes principales de este movimiento, agrupándose en torno suyo una verdadera falange de universitarios que saludaban con férvido entusiasmo cada escrito del joven maestro. El mismo Dr. Brandes le felicitó muchas veces por el valioso contingente que le aportaba, consagrándose todo entero al triunfo de sus ideales.

Sin embargo, no fue mucho el tiempo que el ardoroso polemista duró en la brecha. Su inteligencia era demasiado clara, y bastante sano su corazón para que no viera lo falso y peligroso del sistema a que había empezado a servir con tan generosas convicciones, dignas de más noble objeto y empleo. Al cabo de un año de rudo combatir comenzó a cejar en la demanda y acabó por condenarse al silencio y entregarse a nuevos y más profundos estudios, emprendiendo viaje científico y artístico por Alemania e Italia y dejando a sus compañeros de lucha en la más ansiosa expectación.

Cuando regresó a su patria anunció que iba a publicar sus impresiones de turista en un libro, que apareció en los primeros meses de 1895 con el título de El libro de viaje, y en el que, a vueltas de algunas descripciones pintorescas en que daba libre vuelo a su fantasía de poeta, el entusiasta defensor de las teorías brandesianas se deshacía en alabanzas de la hermosura, grandeza y santidad de la religión católica.

Empezaba por describir las principales etapas de su excursión. Entrando en Alemania, en vez de irse a las grandes capitales de estilo moderno, de costumbres refinadas, prefirió visitar las pequeñas ciudades, donde más intacta y virgen se conserva el alma alemana de otros tiempos. Detúvose en Nuremberg, admirando las obras artísticas medievales en que abundan los monumentos de aquella ciudad, especialmente las iglesias y el museo Germánico. Las imágenes de la Virgen sobre todo le cautivaron el alma, haciéndole concebir vehementes sospechas contra el valer y excelencia de aquella «cultura» que él tanto se había afanado por elogiar y propagar. Luego llamó su atención la dulzura y cristiana ingenuidad de las costumbres bávaras, tan opuestas a las del mundo materialista en que él se había educado y de que iba hastiándose cada día más.

De Nuremberg pasó a Rothemburgo, la más castiza de las ciudades alemanas, donde recibió análogas impresiones estéticas y morales que en la estación precedente, pareciéndole cada vez más cierto que aquella vida, a un tiempo mismo intensa y modesta, en todo conforme con la tradición antigua, era el verdadero ideal de su propia vida. Saliendo de Rothemburgo se fue a visitar a un pintor amigo suyo, que se ocupaba en decorar los muros de la famosa abadía benedictina de Beuron, donde se le ofreció por primera vez ocasión de contemplar de cerca la vida monacal, que no conocía más que de oídas y al través de relatos de enemigos apasionados. Allí le embistió tenazmente la idea de que esa vida monástica, contra la cual había alimentado tan siniestros prejuicios, no era menos noble y digna de respeto que la que hacía la dorada juventud de Copenhague alrededor de la cátedra del Dr. Brandes, y de que la decantada «cultura moderna» no era ya condición tan indispensable, como él se había figurado, al bienestar de los individuos y de los pueblos.

Por fin salió de Alemania y entró en Italia y, consecuente con su sistema de evitar el bullicio de las grandes ciudades, se dirigió a Asís, la ciudad de los recuerdos santos, de las tradiciones sencillas y puras, donde hasta las piedras hablan al viajero de alma ingenua y soñadora el lenguaje de la poesía y del heroísmo cristiano en su más alto grado. Poco a poco la asidua lectura de los Fioretti (Florecillas) y de la Leyenda dorada, el grandioso espectáculo de las ceremonias del culto católico, el trato constante y fraternal de los religiosos franciscanos le fueron revelando y ratificando la pureza y legitimidad del ideal moral por él entrevisto en Nuremberg y en Rothemburgo.

Hallóse un 1 de agosto en el «perdón» de Santa María de los Ángeles (Indulgencia de la Porciúncula), donde le sucedió un caso extraño, y fue que, mientras una muchedumbre de peregrinos oraba y entonaba cánticos piadosos ante el ara del perdón, observó que un grupo de extranjeros que ocupaban una de las tribunas de la gran basílica estaban riéndose despreciativamente de la devoción de aquellas buenas gentes y glosándola a simples efectos de la ignorancia y del atraso. El joven viajero miró con repugnancia el acto incivil de aquellos civilizados, y todas sus simpatías se fueron tras los devotos ganadores de «la indulgencia», y él mismo acabó por acompañarlos, cayendo de rodillas, casi sin advertirlo, ante el altar de la capilla de la Porciúncula, de donde a poco se levantó avergonzado y salió de la Iglesia. «Pero -son sus propias palabras- salió llevándose la íntima persuasión de que también él acababa de recibir allí algo así como un perdón de San Francisco».

Se volvió a la ciudad y, a medida que iba divisando las torres y techos, y la imponente arcada que circunda el sacro convento, y el campanario que se yergue sobre la triple iglesia de Cimabue y de Giotto, más claro iba viendo que nunca en su vida había entrado en su alma tamaño caudal de gozo y de pura felicidad.

Así y todo, no creía aún. Con todas las emociones católicas de Asís y las emociones poético-históricas de Nuremberg y Rothemburgo, no lograba aún triunfar de su pertinaz escepticismo. Su imaginación era presa de las nuevas maravillas que ante ella se desplegaban; su razón se inclinaba ante la evidencia de la inanidad de sus dudas y de sus certidumbres; pero el reacio era su corazón, que persistía negándose a abrazar las nuevas ideas religiosas: extraño drama interno, que él describía con absoluta sinceridad y con manifiesta e irresistible simpatía hacia las cosas y personas que había tratado en su viaje, pero que él no veía sino como a través de misterioso velo, pugnando inútilmente por acercarse a ellas y entrar en su dichosa compañía.

Por fin, un día de 1898, su propia continua reflexión sobre su conciencia le reveló la verdadera causa que le separaba de la fe cristiana: su aversión al milagro, que él mismo se esforzaba por mantener y fomentar. Observó que había en él una formal voluntad de no creer y de apoyar con positivos argumentos su propia incredulidad. No había tal lucha entre la luz y la justicia de una parte, y de otra los dogmas absurdos y opresores de la religión. No. Todo esto vio claro que no era más que un montón informe de fútiles pretextos a que él recurría para cohonestar su aversión a las verdades eternas. El paso al catolicismo tuvo lugar en Copenhague a finales del año 1898, cumplidos sus 30 años. Viviría luego algo más de otros sesenta.

J. Joergensen estaba verdadera y definitivamente convertido al catolicismo. Al año siguiente creyó que debía explicar a sus antiguos compañeros de lucha antirreligiosa los motivos de su conversión, lo que hizo en forma de respuesta a los reproches de un amigo, en un breve escrito que intituló La mentira de la vida y la verdad de la vida. «Vosotros creéis -decía a los materialistas daneses- que vais buscando la verdad, la felicidad, la libertad; pero esos no son más que pretextos para excusaros de examinar con seriedad el problema de vuestra vida. Yo también he corrido tras estos objetos con más febril ansiedad y perseverancia que vosotros, sin parar un momento hasta encontrarlos, y no los encontré nunca hasta el día en que me arrojé en los brazos de la fe cristiana».

De más está advertir que no por haber renunciado Joergensen a sus antiguas ideas, dio también de mano a su profesión de hombre de letras: la prosiguió con más ardor que antes. Apenas convertido publicó un interesante estudio histórico-estético sobre la abadía de Beuron y una colección de Parábolas, que es acaso su obra poética más pura y acabada. Otras son: El último día, Los enemigos del infierno, El fuego eterno, Eva (novela), etc., etc.; pero ninguna de estas iguala en bellezas literarias ni en tesoros de descripción pintoresca a su hermoso libro de las Peregrinaciones franciscanas, superior, por la delicadeza y profundidad del sentimiento religioso, al Libro de viaje.

El ex-compañero de luchas de Mr. Brandes, traído a la fe cristiana por el espectáculo de las ceremonias franciscanas de Asís y la lectura de los antiguos biógrafos de san Francisco, volvió de nuevo a Italia a visitar todos los lugares que conservan vestigios y memorias del gran Patriarca, el santo favorito de su devoción y amor; y las impresiones de este viaje son las que nos describe en sus Peregrinaciones con ese estilo suyo sobrio, delicado, lleno de unción a la vez científica y piadosa.

Pero este libro de las Peregrinaciones no era más que una introducción a otro de más aliento y de mayores proporciones, en que el joven converso iba a derramar a manos llenas los tesoros de su erudición, discernimiento histórico, exquisita poesía y, más que todo eso, de su devoción filial al Santo bendito de sus más íntimos amores, el Seráfico Patriarca de los pobres, a cuya especial intercesión él atribuía el haber dado con la luz y la felicidad después de larga noche de dudas y de falsa cultura. Este libro es: San Francisco de Asís. Su vida y su obra.

Johannes Joergensen murió en su ciudad natal, Svendborg, el 29 de mayo de 1956. Fue voluntad suya morir donde nació; que sus huesos volviesen a Dinamarca; que reposaran en la tierra de su linaje. El nonagenario escritor y poeta, si tuvo cuna protestante, vida azarosa luego y conversión sincera después, descansa ahora en paz en tumba católica.

II. La biografía  «San Francisco de Asís»

Pensador, historiador, escritor y periodista, J. Joergensen era de natural romántico y sentimental, poeta inspirado y muy leído. En todas sus obras hagiográficas armoniza la poesía con la verdad histórica. Así lo lleva a cabo en las biografías de santa Catalina de Siena, Don Bosco, Charles de Foucauld, santa Brígida y otras. Por lo que se refiere a San Francisco de Asís, hay que añadir su especial devoción al santo, quien, a su juicio, «fue también un poeta y un converso».

1. Características de la obra
El libro sobre el Pobrecillo de Asís de J. Joergensen salió en original danés y en Copenhague el año 1907. Fue inmediatamente traducido a varias lenguas; en castellano gozamos de dos versiones distintas: la de R. M. Tenreiro (Madrid 1925, 3.ª ed.), y la de A. Pavez (Santiago de Chile 1913; Buenos Aires 1945); en nuestro trabajo citamos esta última por considerarla más lograda. Precede una larga introducción y una concienzuda investigación (no incluida en las traducciones al castellano) sobre las fuentes franciscanas como habían hecho ya Paul Sabatier y los acreditados historiadores franciscanos de Quaracchi, con quienes mantuvo una sincera amistad. Estudia con suma detención el enorme cuerpo documental, compulsado en archivos y bibliotecas. En estas fuentes de información apoya su relato histórico, que lleva a cabo mediante los métodos modernos de crítica interna y externa, como quien aspira a que se le dé fe en lo que afirma y sostiene.

Raoul Manselli, investigador de primera fila, escribe: «La prueba más álgida de amor a Francisco y a Asís la dio Johannes Joergensen, uno de los líricos más grandes de la literatura danesa, cuando quiso dedicarse a historias del Medievo, a fuentes, a herejes y estudiosos, para aproximarse más al santo, al que le acercó sobre todo su condición de cristiano y alma de poeta». Se entregó con tesón y humildad a la elaboración de la biografía del Pobrecillo de Asís con plena conciencia de la dificultad que entrañaba.

En la Introducción del libro sitúa a san Francisco en el marco de su tiempo, describiendo el escenario y entorno político, civil y religioso de la época y los pueblos en los cuales el santo desenvolvió su fecunda acción apostólica. Lo que sin duda hace más amable su obra es el caudal de sentido poético de que se halla impregnado su espíritu cuando narra hechos concretos. No podía ser de otro modo tratándose del Pobrecillo de Asís que, si no fue un poeta académico, lo fue en los actos de su vida y en aquel simpático y penetrante amor a la naturaleza. Joergensen articula armónicamente los hechos en doble clave, histórica rigurosa y estilo lírico, dado que de otra manera sería mutilar dos veces al Creador. «Lo bello es el resplandor de lo verdadero», filosofaba Platón, y Joergensen lo entiende así cuando lo describe en su San Francisco, y lo siente incluso en sí mismo y en todos sus libros.

2. Parangón entre Johannes Joergensen y Paul Sabatier
Es interesante hilvanar un parangón entre Johannes Joergensen, católico, y Paul Sabatier, protestante. Sabatier conquistó fama mundial por su Vie de Saint François d'Assise. Se le considera como uno de los pioneros en el descubrimiento y estudio crítico-interpretativo de las fuentes franciscanas durante aquella época. Incrementó sus estudios con otras obras y trabajos, especialmente con la edición de textos franciscanos primitivos e inéditos.

Joergensen fue contemporáneo de Sabatier y ambos fueron amigos personales. Son considerados como dos polos de atracción, con influjos diversos. Manselli asevera que la mayoría de los biógrafos posteriores a Sabatier y Joergensen, «no pueden sustraerse del círculo mágico de los dos».
Si bien eran amigos, difieren substancialmente en la interpretación de hechos importantes de la vida de san Francisco. Veamos algunos.

El biógrafo danés acentúa la humanidad del Pobrecillo de Asís. Quizás no se detiene del todo en la experiencia mística del santo, debido a que no poseía una preparación teológica cabal. Se concentra más en valorar el alma poética del que fue trovador de Asís. Cierto que algunas páginas llegan al límite extremo, más allá del cual la historia corre el riesgo de convertirse en novela, pero cabe no señalar lagunas de calibre ni una predisposición intencionada cuando distingue la simple leyenda de la rigurosa historia. Por otra parte, como alguien ha escrito, la leyenda es la quinta esencia de la historia porque nos da su espíritu...

Sabatier, por el contrario, influido por el positivista Renán, del cual recibió el encargo de escribir una biografía de san Francisco, se ciñe estrictamente a los textos primitivos, algunos descubiertos por él mismo. Este método le induce a negar el ámbito sobrenatural inverificable; al mantener vivo el escrúpulo de una investigación erudita, se ciñe a testimonios críticamente discutibles por unos, pero avalados por otros.

Otra divergencia de opinión: J. Joergensen presenta un Francisco con una incondicional adhesión al papa de Roma y a la Santa Sede. Fundamenta su argumentación en las palabras del santo fundador contenidas en la Regla: «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor Papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana» (2 R 1,2).

Sabatier, por el contrario, en su célebre biografía franciscana, presenta al santo como un hombre liberal y liberado de la tiranía de Roma, víctima del poder absolutista -tanto en lo temporal como en lo espiritual- representado por los pontífices Inocencio III y Honorio IV. Fundamenta su tesis en el Testamento del santo cuando dice: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). El historiador protestante da a estas palabras un sentido restrictivo de reproche a la jerarquía eclesiástica, tanto de Asís como de Roma. Esta visión indignó a la Curia vaticana, que incluyó su obra en el Índice de libros prohibidos. 

Hay que reconocer, sin embargo, que Paul Sabatier rectificó en parte sus criterios en ediciones posteriores de su libro.

Otro aspecto discrepante entre los dos historiadores es la interpretación que dan de la experiencia religiosa de Francisco. Joergensen, que se considera fiel a los biógrafos contemporáneos del santo, revela a Francisco como el hombre que descubre a Cristo y se esfuerza en imitarle incluso en los más mínimos detalles hasta ser llamado otro Cristo en la tierra ("alter Christus").

Sabatier, por el contrario, describe al santo como un simple profeta laico, denunciador, como hemos dicho, de los abusos del poder civil y religioso. Volviendo a su escepticismo, niega la estigmatización del santo, un evento místico no dado en anteriores siervos de Dios, avalado por algunos contemporáneos, como san Buenaventura, Doctor de la Iglesia, digno de toda reputación. Asimismo no admite el hecho de la indulgencia de la Porciúncula o del "perdón de Asís".

Por lo que se refiere a este último acontecimiento, Joergensen, al principio, tampoco lo reconocía como un hecho histórico, pero luego se retractó, convencido de los serios argumentos de los historiadores franciscanos de Quaracchi y en particular del prestigioso investigador alemán, E. Holzapfel, especialista en historia franciscana y amigo de Joergensen. Lo expresó éste con suma humildad en la Presentación de la edición italiana de su libro: «Mi primera idea ha cambiado en esta edición, inducido y convencido por los argumentos de mi estimadísimo padre Eriberto Holzapfel». Según los mejores críticos modernos el hecho de los estigmas en san Francisco es históricamente uno de los más demostrados; negándolo se renunciaría a prestar fe a cualquier otro documento de valor indiscutible.

Finalmente, por lo que a los escritos de san Francisco se refiere, Joergensen y Sabatier son unánimes en darles valor histórico, pero difieren en su interpretación: el primero pone el acento en textos poéticos y de más calor humano; el segundo se ciñe a resaltar la influencia e intromisión de la Curia romana en los mismos, especialmente en la Regla.

En resumen: no es excesivo afirmar que J. Joergensen percibió en Francisco de Asís un convertido frente a las inquietudes juveniles del siglo XIII, un trovador en busca de la verdad y del bien, y un cantor de las maravillas de la creación. En su vida, Joergensen, como Francisco, aceptó con humildad la llamada divina a la conversión; los dos, más o menos a la misma edad.

3. Estilo literario de Joergensen
Johannes Joergensen no se cansa de afirmar que, desde siempre, Francisco amaba la poesía y el canto, incluso antes de su conversión. Después, su lirismo místico se inspira en la naturaleza toda. «Para apreciar este fenómeno debidamente, es menester comprender las relaciones del santo con las maravillas de la creación. Todo ser era para él una viva palabra de Dios. La creatura le servía para comprender al Creador y este sentimiento lo llenaba de una perenne alegría y de un incesante anhelo de rendirle gracias». Para sostener esta opinión, Joergensen cita un texto de las fuentes franciscanas: «Nosotros que estuvimos con él veíamos que era tan grande su gozo interior y exterior en casi todas las criaturas, que, cuando las palpaba o contemplaba, más parecía que moraba en espíritu en el cielo que en la tierra» (EP 118).

Joergensen, poeta como el santo, se detiene con predilección en el estudio del famoso poema de Francisco: Cántico de las criaturas o del Hermano Sol, «la primera flor de la poesía italiana, escrito en su idioma nativo». Le dedica un capítulo entero en el que comenta primero las verdaderas relaciones de Francisco con el mundo creado, que difieren absolutamente del panteísmo. «Su actitud ante la naturaleza fue pura y simplemente la del primer artículo del Credo de la Iglesia». Luego compara este Cántico con el bíblico que entonaron Ananías, Azarías y Misael, con la diferencia de que Francisco añade la bondad y utilidad de cada cosa. Después de transcribir el texto original italiano del Cántico, termina con una breve consideración sobre el hecho de que algunos de los compañeros del Pobrecillo de Asís anduvieran por el mundo -como verdaderos juglares de Dios- entonando la nueva canción.

Los mejores críticos aseveran el carácter poético de la Vida de san Francisco de Joergensen, no apartándose un ápice sin embargo de los datos rigurosamente históricos. Lo constata Manselli: «Joergensen, uno de los líricos más grandes de la literatura danesa, llegó a san Francisco no por sugerencia de un Renán como Sabatier o por estudios de teología o de derecho, sino a partir de la poesía y de la inquietud espiritual. Ha consagrado páginas densas de poesía, en las que se palpa la viveza del recuerdo y la nostalgia». En resumen, el libro refleja la nostalgia e inquietudes interiores que el autor experimentó en su propia vida.

Quizás este último fenómeno ha contribuido a la gran difusión de su obra, vertida a la mayoría de las lenguas europeas. Todavía hoy ocupa un lugar importante entre las múltiples biografías que se han escrito del santo de Asís.


[Teodoro de Wyzewa, Juan Joergensen, en J. Joergensen, San Francisco de Asís, Santiago de Chile 1913, pp. XVI-XXIII.- F. Gamissans, Johannes Joergensen. Historiador y poeta de S. Francisco, en Verdad y Vida 60 (2002) 159-168] 

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