Capítulo
II – El ejemplo cristiano
Pero el gran
ideal de Francisco era siempre instruir a los hombres con el ejemplo más que
con la palabra. «Todos los hermanos prediquen con las obras», dice en la Regla
(1 R 17,3), y él fue siempre el primero en cumplir esta prescripción. Por eso
dice Tomás de Celano con mucha razón que Francisco fue siempre «idéntico de
palabra y de vida» (2 Cel 130).
De esta profunda
necesidad de edificar con el ejemplo, hallamos muchas pruebas en las estancias
de Francisco en el valle de Rieti durante los últimos años de su vida. Así, en
el Adviento de 1223 ó 1224 se retiró al eremitorio de Poggio Bustone, a unos 16
Km al norte de Rieti, donde, no permitiéndole la debilidad del estómago tomar
alimentos preparados con aceite, tuvo que hacérselos preparar con grasa, y esta
infracción del ayuno de Adviento le produjo tales escrúpulos y remordimientos,
que acabó por confesarla delante del pueblo reunido en la plaza pública:
«Vosotros habéis venido a mí con gran devoción, pensando que soy un varón
santo; pero tengo que confesar ante Dios y ante vosotros que en esta cuaresma
[de San Martín] he tomado alimento condimentado con tocino» (EP 62).
Algo parecido le
había pasado antes durante el invierno de 1220-1221, en que, obligado por una
de las frecuentes recrudescencias de su enfermedad, se había permitido comer
carne cocida. Tan pronto como se sintió algo restablecido, ordenó a su vicario
Pedro Cattani que lo arrastrase medio desnudo, tirándole del cuello por una
cuerda, por las calles de la ciudad de Asís, al terminar su predicación en la
catedral. Llegando a la plaza principal y al sitio donde ajusticiaban a los
criminales, confesó en voz alta y delante de gran muchedumbre de gente, el
pecado de gula que había cometido (EP 61; LM 6,2).
Otra vez, sus
hermanos le obligaban, en vista de su estado enfermizo, a llevar un pedazo de
paño cosido al hábito por la parte de adentro, con que se resguardase el
estómago del frío. Pero el Santo exigió que se le cosiese otro pedazo igual por
la parte de afuera, «para que sepan todos lo que llevo por dentro» (EP 62).
Solía decir: «No
quiero ser en lo que no se ve otra cosa de lo que soy en lo que se ve». «Y casi
siempre que comía en casas de seglares o los hermanos le proporcionaban algún
alivio corporal por sus enfermedades, luego lo manifestaba claramente en casa o
fuera de ella delante de los hermanos y de los seglares que no lo sabían,
diciendo: "Tales alimentos he tomado". No quería ocultar a los
hombres lo que estaba de manifiesto ante el Señor» (EP 62). Si andando por las
calles de Asís, hacía alguna limosna y sentía por ello algún secreto
contentamiento, al punto se acusaba al hermano que le acompañaba (EP 62). En el
retrato que hizo del modelo de Ministro general de la Orden, incluyó este
rasgo: «Si alguna vez, por debilidad o por cansancio, necesitase más dieta, no
la tome en lugar escondido, sino a la vista de todos, para que los demás no
tengan reparo de atender al cuerpo en su flaqueza» (2 Cel 186).
Pero su mayor
celo lo empleaba en la guarda de la pobreza. Decía que, si era una felicidad
dar limosna, no lo era menos recibirla, y al pan obtenido por mendicación lo
llamaba «pan de los ángeles». Quería que, cuando sus hermanos volvían de la
cuestación, viniesen cantando himnos de alabanzas a Dios por todo el camino.
Los versículos de la Biblia en que se ensalza la pobreza no se le caían nunca
de los labios. Una vez le dijo uno de los hermanos en cierto eremitorio: «Vengo
de tu celda», y desde aquel momento no quiso entrar más en tal estancia. Una
casa con vigas cepilladas le parecía un lujo excesivo, bastándole para
habitación una simple cabaña de ramas cubiertas de barro, y por lo regular
prefería morar en las cavidades de las peñas, como las raposas del Evangelio
(Mt 8,20).
La casa de piedra que los ciudadanos de Asís habían construido junto
a la Porciúncula, le disgustó tanto, que al punto se puso a demolerla, y había
destruido ya el techo cuando llegó el podestà y le prohibió continuar
la demolición, en vista de que aquella casa era propiedad del municipio, que
había que respetar, y sólo así desistió Francisco. Tenía para sí que el
cuidarse del pan de mañana es propio de personas que viven en el lujo; por eso
prohibía a sus frailes que preparasen comida de un día para otro; como también
recibir limosna de provisiones que no pudiesen consumir inmediatamente. Para
desfigurar su hábito acostumbraba coserle piezas extrañas acá y allá sin orden
ni concierto; y cuando llegaba el tiempo de reemplazarlo por otro nuevo,
esperaba que alguna persona caritativa se lo ofreciese. Al fraile que rehusaba
salir a mendigar lo llamaba «hermano mosca» o «hermano zángano», amigo de comer
la miel en el panal, pero enemigo de trabajarla (EP 5, 14, 16, 7, 8, 9, 19; 2
Cel 56, 57, 59, 69, 70, 75; LM 7,2.8).
Ningún grado de
pobreza le parecía demasiado en sí y en sus hermanos, y solía decirles al ver
pasar a algún mendigo harapiento: «Deberíamos avergonzarnos, porque pretendemos
ser pobres, que todo el mundo nos llame pobres y nos distinga por nuestra
pobreza, y ahí va un hombre que es más pobre que nosotros y de quien nadie hace
caso». Para él los mendigos eran personas sagradas, y no toleraba que ninguno
de sus frailes se expresase mal de ellos, ni los despreciase, y de buen grado
les daba todo lo que poseía: el manto, la túnica y hasta los paños menores,
declarando que todo eso era de ellos y que él no quería despojarlos de su
propiedad. Otra de sus frases favoritas era ésta: «Yo no quiero ser ladrón, y
por hurto se nos imputaría si no diésemos la capa al más necesitado». Cualquiera
cosa que recibía la reservaba para otro pobre más necesitado que él. Trabajo
les costaba a los hermanos conseguir que anduviese regularmente vestido por
algún tiempo, porque ninguna ropa, y menos la nueva, le duraba, y la que
admitía para sí tenía que ser ya usada por otro. Más de una vez le ocurrió
tener que cubrirse parte con la ropa de un hermano, parte con la de otro. De
cuando en cuando se veían los frailes constreñidos a recuperar la ropa de
Francisco de las manos de aquellos a quienes él la había dado, y si se
percataba de ello, aconsejaba al mendigo que no soltara la ropa a menos que se
la pagasen; tal aconteció en Colle, pequeño poblado cerca de Ponte San
Giovanni, entre Asís y Perusa, con una mujer a quien el Santo había regalado su
manto (EP 29-37; 2 Cel 83-90 y 196; LM 8,5).
A menudo llevaba,
al hacer estas limosnas, alguna intención particular. Tal aconteció también en
Colle con un hombre a quien había conocido antes y que ahora se encontraba en
la situación más deplorable. En la conversación que tuvieron le refirió éste
los insultos que continuamente recibía de su amo, a quien, por ende, había
cobrado un odio atroz. Respondióle Francisco: «Mira, te doy esta capa y te pido
que, por amor del Señor Dios, perdones a tu amo». Estas solas palabras bastaron
para apaciguar a aquel infeliz, el cual consintió en el acto en la propuesta de
Francisco, depuso su rencor y se sintió lleno de la dulcedumbre del espíritu
divino (EP 32; 2 Cel 89).
En Rieti encontró
a una pobre mujer que padecía la misma enfermedad de los ojos que él, y le dio
no solamente ropa, sino una docena de panes (EP 33; 2 Cel 92). Otra pobre,
cuyos dos únicos hijos eran frailes de la Orden, vino a la Porciúncula a
quejarse a Francisco de sus apuros y angustias; y el Santo, no hallando otra
cosa que darle, le dio el ejemplar del Nuevo Testamento que servía para los
oficios divinos, a fin de que, vendiéndolo, remediase su necesidad: «Da a
nuestra madre -dijo Francisco a su vicario- el Nuevo Testamento para que lo
venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que con esto agradaremos más al
Señor y a la Santísima Virgen que leyendo de él». Con el nombre de «nuestras
madres» designaba el Santo a todas las que habían dado algún hijo a la Orden
(EP 38; 2 Cel 91).
En cierta ocasión
estuvo la Porciúncula a punto de perder sus ornamentos de altar; y fue que,
habiendo propuesto Pedro Cattani que los nuevos novicios no dieran todos sus
bienes a los pobres, sino que reservasen parte de ellos para las necesidades de
la Orden, que se hacía de día en día más numerosa, se le opuso tenazmente
Francisco «por ser tal medida contraria a la Regla». Y consultado por el
vicario sobre cómo alimentaría a tantos hermanos que ingresaban a la Orden, le
contestó el Santo: «Si no puedes atender de otro modo a los que vienen, quita
los atavíos y las variadas galas de la Virgen y véndelos. Créeme: la Virgen
verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que
adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la
Madre lo que ella nos ha prestado» (2 Cel 67; LM 7,4).
Procuraba, pues,
el Santo por todos los medios conservar la pureza de su vida y que ésta fuese
un trasunto perfecto del Evangelio, no ya en la apariencia sino en realidad de
verdad. Por tal razón no podía sufrir que sus hermanos abusasen de las limosnas
que mendigaban por amor de Dios, dándoles otro empleo del que cumplía a
verdaderos pobres. Kétteler, el célebre obispo de Maguncia, encontró una vez a
los pobres que vivían a costa de su caridad, refocilándose bonitamente con un
pato asado y una botija de buen vino, y se felicitó de que sus dones hubiesen
servido a sus favorecidos para pasar un tan alegre rato. Francisco, en análogas
circunstancias, se mostraba mucho menos indulgente con sus frailes.
Y así sucedió
que, un lunes de pascua, queriendo los frailes del convento Greccio celebrar
tanto la fiesta del día como la presencia de un ministro que había venido a
visitarlos, cubrieron la mesa con elegante mantel y pusieron sobre ella vasos
de vidrio en vez de los groseros cubiletes de que habitualmente se servían.
Poco antes del mediodía llegó Francisco y, sabedor de lo que pasaba, salió de
nuevo, recogió un sombrero viejo que un mendigo había botado en la calle y con
él puesto y apoyado en un bastón, se presentó a la puerta del refectorio cuando
los demás hermanos estaban ya sentados a la mesa. Golpeó, le abrieron sin
reconocerle, y dijo con voz quejumbrosa imitando la de los pordioseros: Per
l'amor di misser Domeneddio, faciate elimosina a questo povero ed infirmo peregrino!,
«¡por amor del Señor Dios, dad limosna a este peregrino pobre y enfermo!»
Invitado
generosamente por los comensales, entró al refectorio, y entonces todos lo
conocieron, pero ninguno se atrevió a nombrarlo; se sentó humildemente en
tierra junto al fuego y empezó a comer la sopa y una rebanada de pan que uno de
ellos le sirvió: nadie osó hablar palabra ni probar bocado, viendo a su maestro
sentado en el suelo, en oscuro rincón, como una cenicienta, con su plato de
sopa sobre las rodillas, y ellos muy acomodados a la elegante mesa. De pronto
Francisco dejó la cuchara y comenzó a decir como quien habla consigo a solas:
«Siquiera ahora me hallo sentado como verdadero hermano menor, mientras que,
cuando entré, al ver tan suntuosa mesa, no podía persuadirme de que los a ella
sentados fuesen esos mismos pobres frailes que van por las calles mendigando de
puerta en puerta el pan de cada día». Al oír esto, se levantaron todos y se
arrojaron a los pies de su maestro a pedirle perdón, algunos sin poder contener
las lágrimas (EP 20; 2 Cel 61).
Esta escena trae
a la memoria otro episodio no menos característico. Eran los días de Navidad, y
Francisco se hallaba sentado a la mesa con sus hermanos, uno de los cuales se
puso luego a hablar de las míseras circunstancias en que nació el Niño Jesús,
ponderando cuánto habría tenido que sufrir la Virgen al dar a luz a su Hijo en
un establo, sin más cama ni almohada que unas pajas de heno, sin más abrigo que
el rigor del frío invernal y el hálito del buey y del asno. Francisco escuchaba
silencioso, cuando he aquí que de repente se levanta, rompe a llorar y se baja
a sentarse en la desnuda y fría tierra, con el pan en la mano, todo avergonzado
de estar allí más cómodo que lo estuviera Jesús y María en el pesebre (2 Cel
200).
Francisco había
llegado a habituarse a carecer de todo bienestar de tal manera, que ya la
comodidad le causaba verdadero tormento. A causa de su enfermedad de los ojos,
tuvo que someterse a una dolorosa operación en que le quemaron las sienes con
un hierro candente para curarle. Después, los hermanos de Greccio le obligaron
a aceptar y usar una almohada blanda durante la noche. A la mañana siguiente
Francisco les dijo: «Sabed que vuestra maldita almohada me ha quitado el sueño.
Todo daba vueltas a mi alrededor y las piernas me temblaban; creo que, cuando
menos, estaba el diablo en esa almohada». Acto continuo mandó a un fraile que
se la llevara con toda precaución y la arrojara por encima del hombro sin
volverse a mirarla (EP 98; 2 Cel 64).
No era ésta la
primera vez que el Santo se creía perseguido por los poderes infernales. Con
frecuencia, estando él durante la noche orando en alguna iglesia abandonada o
en la soledad de alguna ermita, le parecía como que alguien le espiaba por
detrás, o atravesaba junto a él con paso rápido, o asomaba una horrible cabeza
por encima de su hombro como leyendo en el libro que él tenía abierto (EP
59-60; 2 Cel 115; LM 10,3). Otras veces, en medio del fragor de la tempestad
que azotaba los árboles del bosque, oía voces que le llamaban; otras, el grito
desapacible de la lechuza le parecía burla grosera del demonio. Pero nada le
producía más intolerable espanto que cierto murmullo, apenas sensible, que a la
continua percibía en el silencio mortal de sus vigilias nocturnas, como si unos
labios infames y burlones musitaran a su oído: «¡Todo es inútil, Francisco!
Ruega e implora cuanto quieras; siempre serás mío». Entonces el pobre
Francisco luchaba desesperadamente por su salvación eterna. Cuando a la mañana
siguiente los frailes se acercaban a él, lo hallaban pálido y descompuesto,
agotado por el combate sostenido con los poderes infernales. Una de aquellas
mañanas dijo a Fray Pacífico, explicándole sus angustias de la noche anterior:
«Es que siempre me parece que soy el más grande pecador que ha habido en el
mundo». Pero, en aquel mismo instante, el que fuera rey de los versos, tuvo una
visión en que divisó el cielo abierto y en él un trono desocupado, rodeado de
ángeles, y oyó una voz que le advirtió que aquel trono era el que había dejado
Lucifer al salir del cielo para caer en el infierno, y se reservaba a Francisco
en premio a su humildad maravillosa (cf LM 6,6).
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