sábado, 8 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 4 Cap 2

Capítulo II – El ejemplo cristiano


Pero el gran ideal de Francisco era siempre instruir a los hombres con el ejemplo más que con la palabra. «Todos los hermanos prediquen con las obras», dice en la Regla (1 R 17,3), y él fue siempre el primero en cumplir esta prescripción. Por eso dice Tomás de Celano con mucha razón que Francisco fue siempre «idéntico de palabra y de vida» (2 Cel 130).

De esta profunda necesidad de edificar con el ejemplo, hallamos muchas pruebas en las estancias de Francisco en el valle de Rieti durante los últimos años de su vida. Así, en el Adviento de 1223 ó 1224 se retiró al eremitorio de Poggio Bustone, a unos 16 Km al norte de Rieti, donde, no permitiéndole la debilidad del estómago tomar alimentos preparados con aceite, tuvo que hacérselos preparar con grasa, y esta infracción del ayuno de Adviento le produjo tales escrúpulos y remordimientos, que acabó por confesarla delante del pueblo reunido en la plaza pública: «Vosotros habéis venido a mí con gran devoción, pensando que soy un varón santo; pero tengo que confesar ante Dios y ante vosotros que en esta cuaresma [de San Martín] he tomado alimento condimentado con tocino» (EP 62).

Algo parecido le había pasado antes durante el invierno de 1220-1221, en que, obligado por una de las frecuentes recrudescencias de su enfermedad, se había permitido comer carne cocida. Tan pronto como se sintió algo restablecido, ordenó a su vicario Pedro Cattani que lo arrastrase medio desnudo, tirándole del cuello por una cuerda, por las calles de la ciudad de Asís, al terminar su predicación en la catedral. Llegando a la plaza principal y al sitio donde ajusticiaban a los criminales, confesó en voz alta y delante de gran muchedumbre de gente, el pecado de gula que había cometido (EP 61; LM 6,2).

Otra vez, sus hermanos le obligaban, en vista de su estado enfermizo, a llevar un pedazo de paño cosido al hábito por la parte de adentro, con que se resguardase el estómago del frío. Pero el Santo exigió que se le cosiese otro pedazo igual por la parte de afuera, «para que sepan todos lo que llevo por dentro» (EP 62).

Solía decir: «No quiero ser en lo que no se ve otra cosa de lo que soy en lo que se ve». «Y casi siempre que comía en casas de seglares o los hermanos le proporcionaban algún alivio corporal por sus enfermedades, luego lo manifestaba claramente en casa o fuera de ella delante de los hermanos y de los seglares que no lo sabían, diciendo: "Tales alimentos he tomado". No quería ocultar a los hombres lo que estaba de manifiesto ante el Señor» (EP 62). Si andando por las calles de Asís, hacía alguna limosna y sentía por ello algún secreto contentamiento, al punto se acusaba al hermano que le acompañaba (EP 62). En el retrato que hizo del modelo de Ministro general de la Orden, incluyó este rasgo: «Si alguna vez, por debilidad o por cansancio, necesitase más dieta, no la tome en lugar escondido, sino a la vista de todos, para que los demás no tengan reparo de atender al cuerpo en su flaqueza» (2 Cel 186).

Pero su mayor celo lo empleaba en la guarda de la pobreza. Decía que, si era una felicidad dar limosna, no lo era menos recibirla, y al pan obtenido por mendicación lo llamaba «pan de los ángeles». Quería que, cuando sus hermanos volvían de la cuestación, viniesen cantando himnos de alabanzas a Dios por todo el camino. Los versículos de la Biblia en que se ensalza la pobreza no se le caían nunca de los labios. Una vez le dijo uno de los hermanos en cierto eremitorio: «Vengo de tu celda», y desde aquel momento no quiso entrar más en tal estancia. Una casa con vigas cepilladas le parecía un lujo excesivo, bastándole para habitación una simple cabaña de ramas cubiertas de barro, y por lo regular prefería morar en las cavidades de las peñas, como las raposas del Evangelio (Mt 8,20). 

La casa de piedra que los ciudadanos de Asís habían construido junto a la Porciúncula, le disgustó tanto, que al punto se puso a demolerla, y había destruido ya el techo cuando llegó el podestà y le prohibió continuar la demolición, en vista de que aquella casa era propiedad del municipio, que había que respetar, y sólo así desistió Francisco. Tenía para sí que el cuidarse del pan de mañana es propio de personas que viven en el lujo; por eso prohibía a sus frailes que preparasen comida de un día para otro; como también recibir limosna de provisiones que no pudiesen consumir inmediatamente. Para desfigurar su hábito acostumbraba coserle piezas extrañas acá y allá sin orden ni concierto; y cuando llegaba el tiempo de reemplazarlo por otro nuevo, esperaba que alguna persona caritativa se lo ofreciese. Al fraile que rehusaba salir a mendigar lo llamaba «hermano mosca» o «hermano zángano», amigo de comer la miel en el panal, pero enemigo de trabajarla (EP 5, 14, 16, 7, 8, 9, 19; 2 Cel 56, 57, 59, 69, 70, 75; LM 7,2.8).

Ningún grado de pobreza le parecía demasiado en sí y en sus hermanos, y solía decirles al ver pasar a algún mendigo harapiento: «Deberíamos avergonzarnos, porque pretendemos ser pobres, que todo el mundo nos llame pobres y nos distinga por nuestra pobreza, y ahí va un hombre que es más pobre que nosotros y de quien nadie hace caso». Para él los mendigos eran personas sagradas, y no toleraba que ninguno de sus frailes se expresase mal de ellos, ni los despreciase, y de buen grado les daba todo lo que poseía: el manto, la túnica y hasta los paños menores, declarando que todo eso era de ellos y que él no quería despojarlos de su propiedad. Otra de sus frases favoritas era ésta: «Yo no quiero ser ladrón, y por hurto se nos imputaría si no diésemos la capa al más necesitado». Cualquiera cosa que recibía la reservaba para otro pobre más necesitado que él. Trabajo les costaba a los hermanos conseguir que anduviese regularmente vestido por algún tiempo, porque ninguna ropa, y menos la nueva, le duraba, y la que admitía para sí tenía que ser ya usada por otro. Más de una vez le ocurrió tener que cubrirse parte con la ropa de un hermano, parte con la de otro. De cuando en cuando se veían los frailes constreñidos a recuperar la ropa de Francisco de las manos de aquellos a quienes él la había dado, y si se percataba de ello, aconsejaba al mendigo que no soltara la ropa a menos que se la pagasen; tal aconteció en Colle, pequeño poblado cerca de Ponte San Giovanni, entre Asís y Perusa, con una mujer a quien el Santo había regalado su manto (EP 29-37; 2 Cel 83-90 y 196; LM 8,5).

A menudo llevaba, al hacer estas limosnas, alguna intención particular. Tal aconteció también en Colle con un hombre a quien había conocido antes y que ahora se encontraba en la situación más deplorable. En la conversación que tuvieron le refirió éste los insultos que continuamente recibía de su amo, a quien, por ende, había cobrado un odio atroz. Respondióle Francisco: «Mira, te doy esta capa y te pido que, por amor del Señor Dios, perdones a tu amo». Estas solas palabras bastaron para apaciguar a aquel infeliz, el cual consintió en el acto en la propuesta de Francisco, depuso su rencor y se sintió lleno de la dulcedumbre del espíritu divino (EP 32; 2 Cel 89).

En Rieti encontró a una pobre mujer que padecía la misma enfermedad de los ojos que él, y le dio no solamente ropa, sino una docena de panes (EP 33; 2 Cel 92). Otra pobre, cuyos dos únicos hijos eran frailes de la Orden, vino a la Porciúncula a quejarse a Francisco de sus apuros y angustias; y el Santo, no hallando otra cosa que darle, le dio el ejemplar del Nuevo Testamento que servía para los oficios divinos, a fin de que, vendiéndolo, remediase su necesidad: «Da a nuestra madre -dijo Francisco a su vicario- el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que con esto agradaremos más al Señor y a la Santísima Virgen que leyendo de él». Con el nombre de «nuestras madres» designaba el Santo a todas las que habían dado algún hijo a la Orden (EP 38; 2 Cel 91).

En cierta ocasión estuvo la Porciúncula a punto de perder sus ornamentos de altar; y fue que, habiendo propuesto Pedro Cattani que los nuevos novicios no dieran todos sus bienes a los pobres, sino que reservasen parte de ellos para las necesidades de la Orden, que se hacía de día en día más numerosa, se le opuso tenazmente Francisco «por ser tal medida contraria a la Regla». Y consultado por el vicario sobre cómo alimentaría a tantos hermanos que ingresaban a la Orden, le contestó el Santo: «Si no puedes atender de otro modo a los que vienen, quita los atavíos y las variadas galas de la Virgen y véndelos. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado» (2 Cel 67; LM 7,4).

Procuraba, pues, el Santo por todos los medios conservar la pureza de su vida y que ésta fuese un trasunto perfecto del Evangelio, no ya en la apariencia sino en realidad de verdad. Por tal razón no podía sufrir que sus hermanos abusasen de las limosnas que mendigaban por amor de Dios, dándoles otro empleo del que cumplía a verdaderos pobres. Kétteler, el célebre obispo de Maguncia, encontró una vez a los pobres que vivían a costa de su caridad, refocilándose bonitamente con un pato asado y una botija de buen vino, y se felicitó de que sus dones hubiesen servido a sus favorecidos para pasar un tan alegre rato. Francisco, en análogas circunstancias, se mostraba mucho menos indulgente con sus frailes.

Y así sucedió que, un lunes de pascua, queriendo los frailes del convento Greccio celebrar tanto la fiesta del día como la presencia de un ministro que había venido a visitarlos, cubrieron la mesa con elegante mantel y pusieron sobre ella vasos de vidrio en vez de los groseros cubiletes de que habitualmente se servían. Poco antes del mediodía llegó Francisco y, sabedor de lo que pasaba, salió de nuevo, recogió un sombrero viejo que un mendigo había botado en la calle y con él puesto y apoyado en un bastón, se presentó a la puerta del refectorio cuando los demás hermanos estaban ya sentados a la mesa. Golpeó, le abrieron sin reconocerle, y dijo con voz quejumbrosa imitando la de los pordioseros: Per l'amor di misser Domeneddio, faciate elimosina a questo povero ed infirmo peregrino!, «¡por amor del Señor Dios, dad limosna a este peregrino pobre y enfermo!»

Invitado generosamente por los comensales, entró al refectorio, y entonces todos lo conocieron, pero ninguno se atrevió a nombrarlo; se sentó humildemente en tierra junto al fuego y empezó a comer la sopa y una rebanada de pan que uno de ellos le sirvió: nadie osó hablar palabra ni probar bocado, viendo a su maestro sentado en el suelo, en oscuro rincón, como una cenicienta, con su plato de sopa sobre las rodillas, y ellos muy acomodados a la elegante mesa. De pronto Francisco dejó la cuchara y comenzó a decir como quien habla consigo a solas: «Siquiera ahora me hallo sentado como verdadero hermano menor, mientras que, cuando entré, al ver tan suntuosa mesa, no podía persuadirme de que los a ella sentados fuesen esos mismos pobres frailes que van por las calles mendigando de puerta en puerta el pan de cada día». Al oír esto, se levantaron todos y se arrojaron a los pies de su maestro a pedirle perdón, algunos sin poder contener las lágrimas (EP 20; 2 Cel 61).

Esta escena trae a la memoria otro episodio no menos característico. Eran los días de Navidad, y Francisco se hallaba sentado a la mesa con sus hermanos, uno de los cuales se puso luego a hablar de las míseras circunstancias en que nació el Niño Jesús, ponderando cuánto habría tenido que sufrir la Virgen al dar a luz a su Hijo en un establo, sin más cama ni almohada que unas pajas de heno, sin más abrigo que el rigor del frío invernal y el hálito del buey y del asno. Francisco escuchaba silencioso, cuando he aquí que de repente se levanta, rompe a llorar y se baja a sentarse en la desnuda y fría tierra, con el pan en la mano, todo avergonzado de estar allí más cómodo que lo estuviera Jesús y María en el pesebre (2 Cel 200).

Francisco había llegado a habituarse a carecer de todo bienestar de tal manera, que ya la comodidad le causaba verdadero tormento. A causa de su enfermedad de los ojos, tuvo que someterse a una dolorosa operación en que le quemaron las sienes con un hierro candente para curarle. Después, los hermanos de Greccio le obligaron a aceptar y usar una almohada blanda durante la noche. A la mañana siguiente Francisco les dijo: «Sabed que vuestra maldita almohada me ha quitado el sueño. Todo daba vueltas a mi alrededor y las piernas me temblaban; creo que, cuando menos, estaba el diablo en esa almohada». Acto continuo mandó a un fraile que se la llevara con toda precaución y la arrojara por encima del hombro sin volverse a mirarla (EP 98; 2 Cel 64).


No era ésta la primera vez que el Santo se creía perseguido por los poderes infernales. Con frecuencia, estando él durante la noche orando en alguna iglesia abandonada o en la soledad de alguna ermita, le parecía como que alguien le espiaba por detrás, o atravesaba junto a él con paso rápido, o asomaba una horrible cabeza por encima de su hombro como leyendo en el libro que él tenía abierto (EP 59-60; 2 Cel 115; LM 10,3). Otras veces, en medio del fragor de la tempestad que azotaba los árboles del bosque, oía voces que le llamaban; otras, el grito desapacible de la lechuza le parecía burla grosera del demonio. Pero nada le producía más intolerable espanto que cierto murmullo, apenas sensible, que a la continua percibía en el silencio mortal de sus vigilias nocturnas, como si unos labios infames y burlones musitaran a su oído: «¡Todo es inútil, Francisco! Ruega e implora cuanto quieras; siempre serás mío». Entonces el pobre Francisco luchaba desesperadamente por su salvación eterna. Cuando a la mañana siguiente los frailes se acercaban a él, lo hallaban pálido y descompuesto, agotado por el combate sostenido con los poderes infernales. Una de aquellas mañanas dijo a Fray Pacífico, explicándole sus angustias de la noche anterior: «Es que siempre me parece que soy el más grande pecador que ha habido en el mundo». Pero, en aquel mismo instante, el que fuera rey de los versos, tuvo una visión en que divisó el cielo abierto y en él un trono desocupado, rodeado de ángeles, y oyó una voz que le advirtió que aquel trono era el que había dejado Lucifer al salir del cielo para caer en el infierno, y se reservaba a Francisco en premio a su humildad maravillosa (cf LM 6,6).

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