Capítulo IV - La visión de Espoleto
La verdad era, en
efecto, que nuestro joven estaba aún lejos de ser lo que se llama un
convertido; llevaba en su corazón el vacío, pero no podía ni sabía llenarle. A
medida que iba adelantando en su convalecencia y recobrando las perdidas
fuerzas, más se iba engolfando de nuevo en la vida mundana, como antes de caer
enfermo, si bien con una diferencia asaz notable: que ahora no gustaba
los goces que se procuraba; una vaga inquietud le perseguía por doquiera,
robándole el reposo; sentía en lo más hondo del alma un aguijón que sin cesar
le impelía hacia adelante; lo pasado no tenía para él ningún interés; lo
porvenir sí que encerraba heroicas hazañas, raras y maravillosas aventuras.
La vida del
caballero vino a presentársele de nuevo cual la única bastante a satisfacer sus
vagos anhelos de grandeza y gloria. Excitada desde la infancia su fantasía con
los relatos del rey Arturo y de los compañeros de la Tabla Redonda, quiso ser
él también un caballero del Santo Grial, recorrer el mundo, derramar su sangre
en aras de las nobles causas y volver después a su patria cubierto de gloria
inmortal.
Por aquel
entonces la eterna lucha entre el emperador y el Papa había entrado en una
nueva fase. La viuda de Enrique II había confiado a Inocencio III la tutela del
heredero del trono, del que había de ser Federico II. Pero uno de los generales
del difunto emperador, llamado Marcoaldo, pretendía que, según el testamento de
Enrique, sólo él debía ser el tutor del joven príncipe y el regente del reino.
Inocencio no era hombre que abandonase fácilmente lo que una vez emprendía, y
recurrió a las armas para mantener la causa. La contienda tuvo por teatro el
mediodía de Italia, por cuanto Constancia, la emperatriz viuda, como heredera
de los reyes normandos, era también reina de Sicilia. Inocencio sufrió derrota
tras derrota durante largo tiempo, hasta que tuvo la feliz idea de confiar el
mando de sus tropas al conde Gualterio III de Briena, que también pretendía
tener derechos sobre Tarento por la princesa normanda que había tomado por
esposa. Este aguerrido capitán venció a los alemanes en una serie de combates
en Capua, Lecce y Barletta; por donde la fama de su nombre invadió pronto
Italia, llevando a todas partes el entusiasmo más fervoroso por las cosas
italianas y la más honda detestación por todo lo alemán. En Sicilia la palabra alemán
era sinónimo de pesado, torpe, grosero. El trovador Pedro Vidal iba
por Lombardía entonando contra los alemanes sátiras como ésta: «No quisiera yo
ser gentilhombre entre los frisones, por no verme obligado a escuchar siempre
esa lengua, que más parece ladrido de perros que no lenguaje humano». No había
en toda Italia pecho joven, noble y altivo que no ardiese en deseos de sacudir
la dominación extranjera, y el nombre de Gualterio de Briena flotaba como
estandarte bendecido por el Papa sobre los guerreros italianos, ebrios de
coraje.
No tardó en
llegar a Asís la ola de entusiasmo nacional. Un noble de la ciudad se armó y,
juntando buen número de compañeros, fue a reunirse con las tropas de Gualterio
en la Apulia; sabedor de lo cual Francisco, presa de febril exaltación, sintió
sonar la hora por él tan ardientemente anhelada. ¡Ahora, o nunca! se dijo, y
corrió a tomar puesto al lado del noble asisiense bajo las órdenes del conde
Gualterio.[1]
Nuestro joven se
entregó, pues, a la realización de su plan con aquel apasionamiento que le era
tan natural, con esa alegría desbordada que experimenta todo el que se halla en
los preparativos de un nuevo cambio en la vida. Una fiebre insaciable de viajar
le devoraba; en vez de andar corría desalado por las calles de Asís; no cabía
en sí de contento, y a los que le preguntaban la causa de tan no usado gozo,
contestaba con el rostro encendido y los ojos centelleantes: «Yo sé que voy a
ser un gran príncipe» (TC 5). El mismo sentimiento había revelado ya en la
prisión de Perusa: «Todavía seré venerado en todo el mundo» (2 Cel 3).
Como era de
suponer, ningún gasto se ahorró en el aparejo de nuestro joven guerrero. Uno de
sus biógrafos dice que sus vestidos eran a la vez «elegantes y costosos» (TC
6); cosa natural en un joven rico, pródigo y amigo del lujo. Pero sobre el lujo
estaba en él el sentimiento de la compasión generosa. Días antes de la partida
topó Francisco por la calle con uno de los que iban a ir con él en la
expedición, joven pobre, a vueltas de su nobleza, que distaba mucho de poder
ostentar los mismos lujosos arreos que él; al instante Francisco regala sus
vestidos al camarada y él se queda con los de éste.
Preocupado como
está con la brillante carrera que le aguarda, sueña a la continua con guerras y
empresas de armas. Uno de esos sueños, el más significativo, le advino la noche
siguiente a la acción generosa que queda narrada. Le pareció estar en la tienda
de su padre, probablemente despidiéndose de sus domésticos; pero en vez de las
piezas de paño apiladas en los armazones, no veía más que escudos brillantes,
lanzas y ricas monturas. Atónito ante semejante espectáculo, oyó una voz que le
dijo: «Todo eso será tuyo y de tus soldados». Así, al menos, cuentan el sueño
Celano (1 Cel 5) y Julián de Espira. Pero en los Tres Compañeros (TC 5), en la
Vida Segunda de Celano (2 Cel 6) y en San Buenaventura (LM 1,3) la escena pasa,
no en la tienda paterna, sino en un palacio, y la aparición va acompañada de
muchas otras circunstancias; así, por ejemplo, las armas llevan emblemas de la
cruz, hermosa novia espera a Francisco en una de las salas del palacio, etc.
Francisco hubo de
tomar aquel sueño por presagio favorable. Pocos días después, en una hermosa
mañana, montó a caballo y, unido a sus entusiastas compañeros, tomó el camino
de Apulia por la puerta Nueva, que conducía a Foligno y a Espoleto,
donde debían tomar la Vía Flaminia, que llevaba a Roma y al sur de Italia. ¡Ay!
En Espoleto era precisamente donde nuestro joven iba a poner término a sus
empresas guerreras. Aquella misma mano que antes le había puesto en el lecho
del dolor, obligándole a entrar en sí mismo, vino ahora de nuevo a tocarle con
maligna calentura que le obligó a guardar cama, apenas llegado a Espoleto.
Tendido estaba en su forzado lecho, medio despierto, medio dormido, cuando de
repente oyó una voz que le preguntaba a dónde se dirigía.
-- A la Apulia
-contestó el enfermo-, para ser allí armado caballero.
-- Dime,
Francisco, ¿a quién vale más servir, al amo o al siervo?
-- Al amo,
ciertamente.
-- ¿Cómo, pues,
vas tú buscando al siervo y dejas al amo?, ¿cómo abandonas al príncipe por su
vasallo?
Francisco
entendió, por fin, quién era su invisible interlocutor y exclamó como en otro
tiempo S. Pablo:
-- Señor, ¿qué
quieres que haga?
A lo que contestó
la voz misteriosa:
-- Vuélvete a tu
patria; allá se te dirá lo que debes hacer. La aparición que has visto debe
entenderse muy de otro modo que la has entendido tú.
Calló la voz;
Francisco despertó y pasó el resto de la noche revolviéndose en la cama y
pugnando en balde por conciliar el sueño. Llegada la mañana, se levantó,
ensilló su caballo y, vistiéndose los arreos guerreros, de cuya vanidad acababa
de convencerse de manera tan repentina, emprendió la vuelta a Asís (TC 6; 2 Cel
6). Celano, en la Vida Primera, no tiene noticia de este segundo sueño de
Francisco, pues dice solamente que «el joven, mudando de consejo, renunció al
viaje a la Apulia». Sólo después de leer el relato de los Tres Compañeros vino
a darse cuenta Celano de la causa que originó tan inesperada resolución. El
Anónimo de Perusa agrega que Francisco, al pasar por Foligno en su viaje de
regreso, vendió su caballo, como también su equipo, y compró otros vestidos (AP
7).
Nada sabemos
acerca del recibimiento que se le hizo en su patria aquella vez; pero podemos
fácilmente imaginarlo. Lo primero sería perdonarle este nuevo rasgo de
excentricidad, como se le habían perdonado todos los precedentes, y luego
entraría a ocupar su puesto de rey de la juventud alegre de Asís, presidiendo,
como antes, sus fiestas y diversiones, y recobrando su título de flos
juvenum (Wadingo), flor de los jóvenes. Y si alguien se permitía hablarle
de su fracasada expedición, al punto contestaba, en tono de absoluta seguridad,
que había renunciado a aquella aventura lejana para llevar a cabo grandes cosas
en su propia patria (1 Cel 7; TC 13).
Sin embargo, en
el fondo de su corazón de nada estaba más lejos que de experimentar semejante
seguridad. Su conciencia era teatro continuo de los más contrarios afectos: ora
se volvía por entero al mundo; ora se abrasaba en ansias de servir a aquel dueño
de que le hablara con tan vivas instancias la voz misteriosa de Espoleto. La
necesidad de retirarse por algún tiempo a la soledad a meditar seriamente en su
suerte futura, crecía en él por momentos. Cada día ponía menos empeño en buscar
a sus amigos, aunque éstos no cesaban de buscarle a él, y él, temeroso de que
le tildaran de tacaño, continuaba como siempre en su loca prodigalidad.
Una tarde,
probablemente del verano de 1205, el joven comerciante hizo preparar un
banquete más suntuoso y espléndido que de ordinario. Como siempre, él fue el
rey de la fiesta, al cabo de la cual todos los invitados le colmaron de elogios
y de agradecimientos. En seguida, abandonando la casa, se lanzaron, según su
costumbre, por calles y plazas cantando y chanceando, todos, excepto Francisco,
que se quedó rezagado y silencioso, hasta que perdiéndolos de vista, se halló
solo en una estrecha callejuela de ésas que todavía se ven en Asís.
Aquí vino a
visitarle de nuevo el Señor. Y fue que, de repente, el corazón de Francisco,
harto ya y cansado del mundo y sus vanidades, fue invadido de inefable gozo que
le sacó fuera de sí, privándole de toda sensibilidad y de toda conciencia, en
términos que, según él mismo aseguró después, bien habrían podido herirle y aun
despedazarle sin que él lo hubiese advertido ni tratado de impedir.
Cuánto tiempo
permaneció en aquel éxtasis, envuelto en celestial dulcedumbre, cosa fue que
jamás pudo averiguar; sólo vino a volver en sí cuando uno de sus amigos vuelto
atrás en su busca le gritó:
-- ¡Ea!
Francisco, ¿qué ideas son las que te tienen ahí clavado? ¿O es algún noviazgo?
A lo que nuestro
joven contestó, levantando los ojos al cielo tachonado de estrellas, brillante
y maravilloso, como suele verse en el cielo de Asís en las noches de agosto:
-- Sí, yo pienso
en casarme; pero habéis de saber que mi prometida es mil veces más noble, rica
y hermosa que cuantas doncellas habéis visto y conocido vosotros.
Una carcajada
estrepitosa fue la respuesta a tan franca y resuelta confesión; porque en ese
momento ya le rodeaban también los otros amigos, entusiasmados, sin duda, bajo
la acción de los licores del reciente banquete.
-- Entonces -es
más que seguro que le replicó algunos de ellos- tu sastre va a tener de nuevo
harto que hacer, como lo tuvo antes de tu partida para la Apulia.
Semejantes risas
le hirieron en lo más vivo y le encendieron en cólera, mas no contra ellos,
sino contra sí mismo; súbitamente iluminado, vio el cuadro de toda la vida que
hasta entonces había hecho, con sus desórdenes, futilidades y vanidades
pueriles; se vio a sí mismo en toda su lastimera realidad; frente al deplorable
papel que había desempeñado, vio surgir en toda su radiante belleza esa otra
vida que él no había vivido, la vida verdadera, la buena, la bella, la
noble y rica vida que se vive en Cristo Jesús. A esta luz Francisco no pudo
sentir enojo sino contra sí mismo; y en efecto, la antigua leyenda se cuida de
advertirnos que «desde ese punto y hora Francisco empezó a despreciarse» (TC
7ss; 2 Cel 7).
[1] - Evidentemente, los biógrafos de Francisco no conocieron el nombre de
Gualterio de Briena, puesto que dicen simplemente que nuestro joven se
preparaba a partir para la Apulia bajo las órdenes de cierto Gentil (TC 5), sin
que sepamos a punto fijo si con esa palabra nos dan un nombre propio, o la
calidad de gentilhombre. San Buenaventura trae liberalem comitem por gentil (LM
1,3). Gualterio sucumbió en el sitio de Sarno en junio de 1205, pero su
ejército continuo la batalla.
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