Libro IV
El solitario
Corpus est cella
nostra, et anima est eremita qui moratur intus in cella,
ad orandum Dominum et meditandum de ipso.
El
hermano cuerpo es nuestra celda y el alma es el ermitaño
que vive dentro de ella para orar
al Señor y meditar en Él.
(San Francisco, EP 65).
Capítulo
I – Las cartas de Francisco
Sólo dos objetos
preocupaban ya la mente de Francisco: poner en práctica, hasta sus menores
detalles, su ideal de vida evangélica, para provecho espiritual propio y
edificación de sus hermanos; y llenar con nuevos escritos los vacíos que aún
notaba en la Regla y que ya no podía remediar en la Regla misma. Eran idos ya
aquellos tiempos en que Francisco, primero solo, después en compañía de sus
hermanos, recorría el mundo, como cantor inspirado del Evangelio; en los años
que le restan de vida se va a limitar a hablar a los hombres por medio de
cartas y del espectáculo de su vida privada.
Gran parte de
este período de la vida de Francisco tuvo por teatro el valle de Rieti, donde
el Santo había predicado una de sus primeras misiones. Este valle se extiende,
atravesado por el torrente del Velino, desde Terni hasta Aquila, ceñido de un
lado por los montes Sabinos y del otro por la gran cadena de los Abruzzos
coronados de nieve y envueltos en perpetuas nubes. Cada una de las villas y
lugares que cuelgan de la montaña o rematan sus cimas tenía para Francisco
recuerdos de los felices años en que ninguna de sus doradas divinas ilusiones
se había desecho ni frustrado, y en que soñaba verdaderamente con llegar a unir
la tierra con en el cielo para segura salvación de todos los hombres. Andando
los años vino a conocer a fondo el humano corazón, convenciéndose de que nunca
faltarán, como en la parábola evangélica, quiénes pretexten el cuidado de sus
bueyes, quiénes el de su granja, para excusarse de asistir al banquete divino.
Pero sabía también lo que a renglón seguido dice la mencionada parábola, es a
saber, que, irritado el padre de familia por el desdén de sus convidados, mandó
a sus siervos salir por calles y plazas, por caminos y encrucijadas y que a
cuantos pobres y débiles, cojos y ciegos encontrasen, los compeliesen a entrar
hasta que se llenase de convidados la sala del banquete. Con más gozo que nunca
repetía Francisco las divinas promesas del sermón de la Montaña:
«¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los pacíficos! ¡Bienaventurados
los limpios de corazón!»
Ya no hablará más
a sus frailes como quien tiene sobre ellos autoridad, pero se indignará contra
los ministros y prelados que pretendan inducirlos a desdeñar sus enseñanzas.
«¿Quiénes son esos -exclamó una vez en un repentino y pasajero arranque- que
arrebataron de mis manos mi Religión y mis hermanos?» (EP 41). Por punto general,
a tales contradictores los remitía a Dios y a sus guastaldi o
gendarmes.
Si los hermanos
menores se apartan del ideal que les ha propuesto, él confía en que los mismos
seglares los traerán al buen camino a fuerza de desprecios y recriminaciones
(EP 71). En cuanto a él, sólo se cree ya obligado a ayudarles con la oración y
el buen ejemplo, para que no tengan por donde excusar su negligencia. Y a la
verdad, ¿qué más se podía exigir de un hombre agobiado por la enfermedad? (EP
71).
Porque es ya hora
de hablar de la enfermedad, o mejor dicho, de las varias enfermedades que
padeció Francisco, principalmente en los últimos años de su vida. Su salud
nunca fue muy robusta, y desde joven le vemos continuamente atacado de la
fiebre. Más tarde, sus rigurosos y prolongados ayunos acabaron de arruinar su
organismo; de donde tomaba pie el demonio para inducirle a la desesperación,
diciéndole a menudo: «No hay en el mundo ni un pecador a quien, si se
convierte, no perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias,
nunca jamás hallará misericordia» (2 Cel 116). Raras veces tomaba alimentos
preparados y, cuando lo hacía, acostumbraba mezclarlos con ceniza, «porque la
hermana ceniza es casta». Dormía muy pocas horas, y casi siempre sentado, o
reclinada la cabeza sobre una piedra o sobre un tronco de leño por toda
almohada (1 Cel 51-52; LM 5,1). En el eremitorio de las Cárceles y en
el Alverna no tenía más cama que una roca desnuda. Bien se comprende que veinte
años de vida semejante bastaban y sobraban para destruir la salud más férrea,
cuánto más la endeble de Francisco. Padecía frecuentes hemorragias, y a veces
éstas eran tales, que los hermanos llegaban a creer que se les moría (1 Cel
105).
Añádase a esto
que en Oriente contrajo una enfermedad de la vista, muy común en el clima
egipcio, y pasaba temporadas enteras casi ciego. Por todo esto, acaso, solía
apellidarse a sí mismo homo caducus, «hombre caduco» (CtaO 3). Vióse,
pues, Francisco obligado a continuar su obra de evangelización por escrito, en
la que, por lo demás, no brilla menos su ardoroso celo por arrastrar a los
hombres al camino que lleva a la eterna bienaventuranza.
Cinco cartas o
circulares poseemos escritas por el Santo en este período de su vida, a saber: Carta
a todos los fieles[en dos redacciones]; Carta a toda la Orden, un
tiempo considerada como Carta al Capítulo de Pentecostés de 1224, al que
Francisco no pudo asistir; Carta a los clérigos; Carta a los custodios,
y Carta a las Autoridades de los pueblos. A todas las cuales hay que
agregar su Testamento, la Última voluntad a Santa Clara, y
sus poemas religiosos, entre los que descuella su Cántico del hermano Sol.
Al mismo período corresponde, de seguro, otro escrito breve o billete dirigido
a Fray León, cuyo autógrafo se conserva todavía.
No hay que buscar
en estas cartas de Francisco pensamientos muy nuevos y sorprendentes; son las
mismas antiguas sentencias, sus sentencias de siempre las que pretende inculcar
y grabar hondamente en el espíritu de todos. Además, dirigiéndose en sus cartas
a diferentes grupos de lectores, ningún motivo tenía para cuidarse de evitar
repeticiones. A un lector distraído e indiferente, estas cinco cartas, con sus
dos o tres asuntos principales que se repiten a la continua, le parecerán
pobres de conceptos y de recursos; pero, como observa con mucha razón Boehmer,
«si se atiende a la vigorosa personalidad que se revela en cada palabra de
estas cartas, al loco del Amor en toda su candorosa sencillez, en toda
la plenitud de su sublime amor, se verá luego cómo cobran vida intensa y se
truecan en carne palpitante las palabras muertas, y la pobreza de espíritu se
torna inagotable riqueza. Porque lo poco que Francisco poseía no era para él
accesorio, sino que lo que él poseía le llenaba, le poseía por entero; de donde
que sus discursos, lo mismo que su persona, que a ojos poco atentos nada tienen
de notable, hacían a todos los hombres el efecto de una revelación».
Al leer por
entero las cartas de Francisco, nada se encuentra que no se haya leído en sus Admoniciones,
en la Regla Primera y en la Carta a Fray Elías (o Carta a un
Ministro). Siempre unas mismas advertencias, de amar y servir a Dios, de
vivir vida de conversión, de ayunar (comprendiendo en esta palabra tanto la
abstinencia corporal como «la abstinencia moral de los vicios y pecados»), de
amar y socorrer a los enemigos, de no buscar la sabiduría terrena ni ambicionar
altos puestos, de confesarse y comulgar, de reparar el mal que se haya podido
hacer. Esta última advertencia da motivo al Santo para trazarnos un como cuadro
moral en que nos pinta la muerte de un pecador:
«Enferma el
cuerpo -escribe Francisco-, se aproxima la muerte, vienen los parientes y
amigos diciendo:
--Dispón de tus
bienes.
He aquí que su
mujer y sus hijos y los parientes y amigos fingen llorar. Y mirando alrededor
los ve llorando, se mueve por un mal movimiento, y pensandolo dentro de sí
dice:
--He aquí mi alma
y mi cuerpo y todas mis cosas, que pongo en vuestras manos.
Verdaderamente es
maldito este hombre, que confía y expone su alma y su cuerpo y todas sus cosas
en tales manos; por eso el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que
confía en el hombre.
Y al punto hacen
venir al sacerdote. El sacerdote le dice:
--¿Quieres
recibir la penitencia de todos tus pecados?
Responde:
--Quiero.
--¿Quieres
satisfacer según puedes, con tus bienes, por tus pecados y por aquello en que
defraudaste y engañaste a la gente?
Responde:
--No.
Y el sacerdote le
dice:
--¿Por qué no?
--Porque lo he
dejado todo en manos de los parientes y amigos.
Y comienza a
perder el habla, y así muere aquel miserable.
Y sepan todos que
dondequiera y como quiera que muera el hombre en pecado mortal sin satisfacción
-si podía satisfacer y no satisfizo-, el diablo arrebata su alma de su cuerpo
con tanta angustia y tribulación, cuanta ninguno puede saberlo, sino el que las
sufre. Y todos los talentos y poder y ciencia que pensaba tener, se le quitará.
Y lo deja a parientes y amigos, y ellos tomarán y dividirán su hacienda, y
luego dirán:
--Maldita sea su
alma, porque pudo darnos más y adquirir más de lo que adquirió.
Los gusanos comen
el cuerpo; y así aquél pierde el cuerpo y el alma en este breve siglo, e irá al
infierno, donde será atormentado sin fin» (2CtaF 72-85).
Este cuadro nos
hace ver, en la concepción de la naturaleza humana que descubrimos en el mismo,
una amargura tan profunda cual no la encontramos en ningún otro escrito de
Francisco. Poco tiene de sentimental el retrato en que aparecen esos
«domésticos» egoístas y feroces que rodean impasibles el lecho del moribundo y
tienen alma para dejarle bajar a los infiernos, con tal que haga el testamento
en su favor. Y cuando con sus lágrimas hipócritas le han hecho creer que le
aman y le han inducido a terminar su vida culpable con una nueva e irreparable
falta, todavía, en presencia de su cadáver caliente, le lanzan horrendas
maldiciones por no haber allegado más oro para dejarles. Toda su vida le
miraron como un esclavo del trabajo, condenado a atesorar para ellos, sin que
ni un ardite les importara por qué medios, si honestos o criminales. A ninguno
se le ocurrió nunca pensar que este desgraciado, mientras vivió, trabajaba para
ellos a costa de su propia eterna salvación: ¿por qué se iban a preocupar con
semejante escrúpulo en su última hora?
Cualquiera
imaginaría estar leyendo la más espeluznante novela de León Tolstoi, por
ejemplo, aquella en que nos cuenta cómo Iván Ilitch, tendido en su lecho de
muerte, se imagina que nadie le ha amado jamás en el mundo, que su mujer no ha
visto en él otra cosa que un medio para lograr sus particulares fines, que sus
hijos, educados con los mismos sentimientos, le han mirado como simple bestia
de servicio, que era fácil de cargar, pero que ahora se les escapa,
desgraciadamente. Pero más miserable todavía que este desdichado Iván Ilitch es
el moribundo pintado por Francisco, que viene a abrir los ojos demasiado tarde,
¡y demasiado tarde por toda la eternidad!
En la Carta a
toda la Orden, dirigida a los hermanos reunidos en el Capítulo de 1224, lo
mismo que en las que dirige a los Clérigos y a los Custodios (o superiores de
conventos), se esfuerza Francisco por recordar y precisar los encargos que no
hallaron cabida en la Regla definitiva. Así, recomienda a los frailes que
tengan más respeto por el sacramento del altar; advierte que, cuando se junten
varios sacerdotes, basta que uno de ellos diga la misa y los demás la oigan;
les encarga que cuiden de recoger y poner en lugar decente todo papel que
hallen y que contenga palabras santas; que recen el Oficio divino atendiendo
más al recogimiento interior que a la material harmonía del canto; repite a la
continua, tanto a los sacerdotes como a los superiores de conventos, la
obligación de cuidar siempre de la decencia de los vasos sagrados y de la
limpieza de los lienzos del altar, como también de prodigar toda suerte de
piadosos respetos al Santísimo Sacramento. En la misa, mientras está en el
altar la hostia consagrada, todos deben estar de rodillas, dando gracias a
Dios, y entre tanto se han de echar a vuelo las campanas de la iglesia, a fin
de que toda la gente de los alrededores tome parte en dicho acto de adoración y
piadosas alabanzas.
«Y yo, el hermano
Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y os conjuro, en la caridad que es
Dios y con la voluntad de besaros los pies, que recibáis con humildad y caridad
éstas y las demás palabras de nuestro Señor Jesucristo, y que las pongáis por
obra y las observéis». «Y los que no saben leer, hagan que se las lean muchas
veces; y reténganlas consigo junto con obras santas hasta el fin, porque son
espíritu y vida. Y los que no hagan esto, tendrán que dar cuenta en el día del
juicio, ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo». «Y a todos aquellos y
aquellas que las reciban benignamente, las entiendan y envíen copia de las
mismas a otros, y si en ellas perseveran hasta el fin, bendígalos el Padre y el
Hijo y el Espíritu Santo. Amén» (2CtaF 87-88; 1CtaF 19-22).
Es verosímil que
por este mismo tiempo fue cuando Francisco tuvo la idea de enviar hermanos por
todas las provincias con abundantes copones preciosos, encargándoles que diesen
uno de ellos a todo sacerdote en cuya iglesia hallasen el Cuerpo del Señor
tenido en condiciones menos dignas. Quería también enviar a todas partes
hermosos moldes de hierro para hacer hostias limpias y perfectas (EP 65; 2 Cel
201). Ninguno de estos deseos vio Francisco realizado de un nodo general; pero
algo lograría hacer, cuando todavía se conserva en el convento de Greccio uno
de esos moldes, regalado por el mismo Santo.
La Carta a las
Autoridades de los pueblos, y señaladamente a los podestà y cónsules,
jueces y regidores, es un testimonio elocuente del celo de San Francisco por
dilatar su acción fuera de la Iglesia a toda la cristiandad. La religión no era
para él un asunto de interés privado, sino social; por eso recomienda a todos
los que ocupan altos puestos que no se dejen absorber de tal manera por los
negocios temporales, que vengan a descuidar el único indispensable; porque,
como diría Verlaine setecientos años después: «Cuando venga la muerte, ¿qué nos
va a quedar?» Francisco exhorta a los grandes a acercarse a la santa Comunión
con la misma humildad que el menor de sus súbditos; les recuerda que tienen el
poder prestado por Dios y que, si quieren hacer buen uso de tal préstamo, deben
llamar al pueblo todos los días a la oración y a las divinas alabanzas por
medio del heraldo o de alguna otra manera. Tal vez se relacione esto con el
origen de la oración del Ángelus, instituida más tarde por los
franciscanos. El Capítulo general de Pisa, de 1263, ordenó que los frailes
rezasen un Avemaría al sonar la campana de la tarde (AF III, p. 329).
A la misma época,
sin duda, se remonta la carta dirigida a Fray León en circunstancias en que
éste andaba padeciendo las mismas penas que su maestro por causa de las
correcciones y supresiones hechas en la Regla. No hay en esta carta el estilo
cuidadoso y trabajado que se observa en las circulares, en las que tal vez
colaboró Fray Cesáreo de Espira, que había llegado de Alemania el 11 de junio
de 1223 (Giano, Crónica). He aquí dicha carta:
«Hermano León, tu
hermano Francisco te desea salud y paz. Así te digo, hijo mío, como una madre,
que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en
estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te
aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor
Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo [orig. faciatis, hacedlo]
con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en
cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven».
El original de esta carta se halla desde 1902 en la catedral de Espoleto.
Evidentemente,
Francisco da aquí a León un permiso idéntico al que había dado a Cesáreo de
Espira. El plural faciatis parece indicar (según Sabatier sospecha)
que dicho permiso se daba no sólo a Fray León, sino también a otros hermanos
que participaban de sus mismas ideas. Hablando en rigor, Francisco no podía dar
tal licencia, puesto que ya no estaba en sus manos el poder legal, o al menos,
sólo en sus manos. Pero parece que nunca se formó Francisco una idea bien clara
de su situación a este respecto; y así, refiere Eccleston que, después de
confirmada y promulgada la Regla, dio Francisco una orden en virtud de la cual,
cuando los hermanos fuesen invitados a comer a mesas de seglares, no debían
tomar más de tres bocados, para no escandalizar a los laicos con su demasiado
apetito (AF I, p. 227). Por otra parte, para más de un fraile, Francisco siguió
siendo siempre el verdadero jefe de la Orden; lo cual explica que
inmediatamente después de su muerte estallara la lucha, que duró tres siglos,
entre los que querían observar literalmente la Regla, para lo que tenían
permiso del Santo, y los que se acogían a las mitigaciones concedidas por la
Curia de Roma.
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