sábado, 8 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 4 Cap 1

Libro IV
El solitario

Corpus est cella nostra, et anima est eremita qui moratur intus in cella,
ad orandum Dominum et meditandum de ipso.

El hermano cuerpo es nuestra celda y el alma es el ermitaño
que vive dentro de ella para orar al Señor y meditar en Él.
(San Francisco, EP 65).


Capítulo I – Las cartas de Francisco


Sólo dos objetos preocupaban ya la mente de Francisco: poner en práctica, hasta sus menores detalles, su ideal de vida evangélica, para provecho espiritual propio y edificación de sus hermanos; y llenar con nuevos escritos los vacíos que aún notaba en la Regla y que ya no podía remediar en la Regla misma. Eran idos ya aquellos tiempos en que Francisco, primero solo, después en compañía de sus hermanos, recorría el mundo, como cantor inspirado del Evangelio; en los años que le restan de vida se va a limitar a hablar a los hombres por medio de cartas y del espectáculo de su vida privada.

Gran parte de este período de la vida de Francisco tuvo por teatro el valle de Rieti, donde el Santo había predicado una de sus primeras misiones. Este valle se extiende, atravesado por el torrente del Velino, desde Terni hasta Aquila, ceñido de un lado por los montes Sabinos y del otro por la gran cadena de los Abruzzos coronados de nieve y envueltos en perpetuas nubes. Cada una de las villas y lugares que cuelgan de la montaña o rematan sus cimas tenía para Francisco recuerdos de los felices años en que ninguna de sus doradas divinas ilusiones se había desecho ni frustrado, y en que soñaba verdaderamente con llegar a unir la tierra con en el cielo para segura salvación de todos los hombres. Andando los años vino a conocer a fondo el humano corazón, convenciéndose de que nunca faltarán, como en la parábola evangélica, quiénes pretexten el cuidado de sus bueyes, quiénes el de su granja, para excusarse de asistir al banquete divino. Pero sabía también lo que a renglón seguido dice la mencionada parábola, es a saber, que, irritado el padre de familia por el desdén de sus convidados, mandó a sus siervos salir por calles y plazas, por caminos y encrucijadas y que a cuantos pobres y débiles, cojos y ciegos encontrasen, los compeliesen a entrar hasta que se llenase de convidados la sala del banquete. Con más gozo que nunca repetía Francisco las divinas promesas del sermón de la Montaña: «¡Bienaventurados los pobres! ¡Bienaventurados los pacíficos! ¡Bienaventurados los limpios de corazón!»

Ya no hablará más a sus frailes como quien tiene sobre ellos autoridad, pero se indignará contra los ministros y prelados que pretendan inducirlos a desdeñar sus enseñanzas. «¿Quiénes son esos -exclamó una vez en un repentino y pasajero arranque- que arrebataron de mis manos mi Religión y mis hermanos?» (EP 41). Por punto general, a tales contradictores los remitía a Dios y a sus guastaldi o gendarmes.

Si los hermanos menores se apartan del ideal que les ha propuesto, él confía en que los mismos seglares los traerán al buen camino a fuerza de desprecios y recriminaciones (EP 71). En cuanto a él, sólo se cree ya obligado a ayudarles con la oración y el buen ejemplo, para que no tengan por donde excusar su negligencia. Y a la verdad, ¿qué más se podía exigir de un hombre agobiado por la enfermedad? (EP 71).

Porque es ya hora de hablar de la enfermedad, o mejor dicho, de las varias enfermedades que padeció Francisco, principalmente en los últimos años de su vida. Su salud nunca fue muy robusta, y desde joven le vemos continuamente atacado de la fiebre. Más tarde, sus rigurosos y prolongados ayunos acabaron de arruinar su organismo; de donde tomaba pie el demonio para inducirle a la desesperación, diciéndole a menudo: «No hay en el mundo ni un pecador a quien, si se convierte, no perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, nunca jamás hallará misericordia» (2 Cel 116). Raras veces tomaba alimentos preparados y, cuando lo hacía, acostumbraba mezclarlos con ceniza, «porque la hermana ceniza es casta». Dormía muy pocas horas, y casi siempre sentado, o reclinada la cabeza sobre una piedra o sobre un tronco de leño por toda almohada (1 Cel 51-52; LM 5,1). En el eremitorio de las Cárceles y en el Alverna no tenía más cama que una roca desnuda. Bien se comprende que veinte años de vida semejante bastaban y sobraban para destruir la salud más férrea, cuánto más la endeble de Francisco. Padecía frecuentes hemorragias, y a veces éstas eran tales, que los hermanos llegaban a creer que se les moría (1 Cel 105).

Añádase a esto que en Oriente contrajo una enfermedad de la vista, muy común en el clima egipcio, y pasaba temporadas enteras casi ciego. Por todo esto, acaso, solía apellidarse a sí mismo homo caducus, «hombre caduco» (CtaO 3). Vióse, pues, Francisco obligado a continuar su obra de evangelización por escrito, en la que, por lo demás, no brilla menos su ardoroso celo por arrastrar a los hombres al camino que lleva a la eterna bienaventuranza.

Cinco cartas o circulares poseemos escritas por el Santo en este período de su vida, a saber: Carta a todos los fieles[en dos redacciones]; Carta a toda la Orden, un tiempo considerada como Carta al Capítulo de Pentecostés de 1224, al que Francisco no pudo asistir; Carta a los clérigos; Carta a los custodios, y Carta a las Autoridades de los pueblos. A todas las cuales hay que agregar su Testamento, la Última voluntad a Santa Clara, y sus poemas religiosos, entre los que descuella su Cántico del hermano Sol. Al mismo período corresponde, de seguro, otro escrito breve o billete dirigido a Fray León, cuyo autógrafo se conserva todavía.

No hay que buscar en estas cartas de Francisco pensamientos muy nuevos y sorprendentes; son las mismas antiguas sentencias, sus sentencias de siempre las que pretende inculcar y grabar hondamente en el espíritu de todos. Además, dirigiéndose en sus cartas a diferentes grupos de lectores, ningún motivo tenía para cuidarse de evitar repeticiones. A un lector distraído e indiferente, estas cinco cartas, con sus dos o tres asuntos principales que se repiten a la continua, le parecerán pobres de conceptos y de recursos; pero, como observa con mucha razón Boehmer, «si se atiende a la vigorosa personalidad que se revela en cada palabra de estas cartas, al loco del Amor en toda su candorosa sencillez, en toda la plenitud de su sublime amor, se verá luego cómo cobran vida intensa y se truecan en carne palpitante las palabras muertas, y la pobreza de espíritu se torna inagotable riqueza. Porque lo poco que Francisco poseía no era para él accesorio, sino que lo que él poseía le llenaba, le poseía por entero; de donde que sus discursos, lo mismo que su persona, que a ojos poco atentos nada tienen de notable, hacían a todos los hombres el efecto de una revelación».

Al leer por entero las cartas de Francisco, nada se encuentra que no se haya leído en sus Admoniciones, en la Regla Primera y en la Carta a Fray Elías (o Carta a un Ministro). Siempre unas mismas advertencias, de amar y servir a Dios, de vivir vida de conversión, de ayunar (comprendiendo en esta palabra tanto la abstinencia corporal como «la abstinencia moral de los vicios y pecados»), de amar y socorrer a los enemigos, de no buscar la sabiduría terrena ni ambicionar altos puestos, de confesarse y comulgar, de reparar el mal que se haya podido hacer. Esta última advertencia da motivo al Santo para trazarnos un como cuadro moral en que nos pinta la muerte de un pecador:

«Enferma el cuerpo -escribe Francisco-, se aproxima la muerte, vienen los parientes y amigos diciendo:
--Dispón de tus bienes.
He aquí que su mujer y sus hijos y los parientes y amigos fingen llorar. Y mirando alrededor los ve llorando, se mueve por un mal movimiento, y pensandolo dentro de sí dice:
--He aquí mi alma y mi cuerpo y todas mis cosas, que pongo en vuestras manos.
Verdaderamente es maldito este hombre, que confía y expone su alma y su cuerpo y todas sus cosas en tales manos; por eso el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que confía en el hombre.
Y al punto hacen venir al sacerdote. El sacerdote le dice:
--¿Quieres recibir la penitencia de todos tus pecados?

Responde:
--Quiero.
--¿Quieres satisfacer según puedes, con tus bienes, por tus pecados y por aquello en que defraudaste y engañaste a la gente?

Responde:
--No.
Y el sacerdote le dice:
--¿Por qué no?
--Porque lo he dejado todo en manos de los parientes y amigos.

Y comienza a perder el habla, y así muere aquel miserable.
Y sepan todos que dondequiera y como quiera que muera el hombre en pecado mortal sin satisfacción -si podía satisfacer y no satisfizo-, el diablo arrebata su alma de su cuerpo con tanta angustia y tribulación, cuanta ninguno puede saberlo, sino el que las sufre. Y todos los talentos y poder y ciencia que pensaba tener, se le quitará. Y lo deja a parientes y amigos, y ellos tomarán y dividirán su hacienda, y luego dirán:
--Maldita sea su alma, porque pudo darnos más y adquirir más de lo que adquirió.
Los gusanos comen el cuerpo; y así aquél pierde el cuerpo y el alma en este breve siglo, e irá al infierno, donde será atormentado sin fin» (2CtaF 72-85).

Este cuadro nos hace ver, en la concepción de la naturaleza humana que descubrimos en el mismo, una amargura tan profunda cual no la encontramos en ningún otro escrito de Francisco. Poco tiene de sentimental el retrato en que aparecen esos «domésticos» egoístas y feroces que rodean impasibles el lecho del moribundo y tienen alma para dejarle bajar a los infiernos, con tal que haga el testamento en su favor. Y cuando con sus lágrimas hipócritas le han hecho creer que le aman y le han inducido a terminar su vida culpable con una nueva e irreparable falta, todavía, en presencia de su cadáver caliente, le lanzan horrendas maldiciones por no haber allegado más oro para dejarles. Toda su vida le miraron como un esclavo del trabajo, condenado a atesorar para ellos, sin que ni un ardite les importara por qué medios, si honestos o criminales. A ninguno se le ocurrió nunca pensar que este desgraciado, mientras vivió, trabajaba para ellos a costa de su propia eterna salvación: ¿por qué se iban a preocupar con semejante escrúpulo en su última hora?

Cualquiera imaginaría estar leyendo la más espeluznante novela de León Tolstoi, por ejemplo, aquella en que nos cuenta cómo Iván Ilitch, tendido en su lecho de muerte, se imagina que nadie le ha amado jamás en el mundo, que su mujer no ha visto en él otra cosa que un medio para lograr sus particulares fines, que sus hijos, educados con los mismos sentimientos, le han mirado como simple bestia de servicio, que era fácil de cargar, pero que ahora se les escapa, desgraciadamente. Pero más miserable todavía que este desdichado Iván Ilitch es el moribundo pintado por Francisco, que viene a abrir los ojos demasiado tarde, ¡y demasiado tarde por toda la eternidad!

En la Carta a toda la Orden, dirigida a los hermanos reunidos en el Capítulo de 1224, lo mismo que en las que dirige a los Clérigos y a los Custodios (o superiores de conventos), se esfuerza Francisco por recordar y precisar los encargos que no hallaron cabida en la Regla definitiva. Así, recomienda a los frailes que tengan más respeto por el sacramento del altar; advierte que, cuando se junten varios sacerdotes, basta que uno de ellos diga la misa y los demás la oigan; les encarga que cuiden de recoger y poner en lugar decente todo papel que hallen y que contenga palabras santas; que recen el Oficio divino atendiendo más al recogimiento interior que a la material harmonía del canto; repite a la continua, tanto a los sacerdotes como a los superiores de conventos, la obligación de cuidar siempre de la decencia de los vasos sagrados y de la limpieza de los lienzos del altar, como también de prodigar toda suerte de piadosos respetos al Santísimo Sacramento. En la misa, mientras está en el altar la hostia consagrada, todos deben estar de rodillas, dando gracias a Dios, y entre tanto se han de echar a vuelo las campanas de la iglesia, a fin de que toda la gente de los alrededores tome parte en dicho acto de adoración y piadosas alabanzas.

«Y yo, el hermano Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y os conjuro, en la caridad que es Dios y con la voluntad de besaros los pies, que recibáis con humildad y caridad éstas y las demás palabras de nuestro Señor Jesucristo, y que las pongáis por obra y las observéis». «Y los que no saben leer, hagan que se las lean muchas veces; y reténganlas consigo junto con obras santas hasta el fin, porque son espíritu y vida. Y los que no hagan esto, tendrán que dar cuenta en el día del juicio, ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo». «Y a todos aquellos y aquellas que las reciban benignamente, las entiendan y envíen copia de las mismas a otros, y si en ellas perseveran hasta el fin, bendígalos el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Amén» (2CtaF 87-88; 1CtaF 19-22).

Es verosímil que por este mismo tiempo fue cuando Francisco tuvo la idea de enviar hermanos por todas las provincias con abundantes copones preciosos, encargándoles que diesen uno de ellos a todo sacerdote en cuya iglesia hallasen el Cuerpo del Señor tenido en condiciones menos dignas. Quería también enviar a todas partes hermosos moldes de hierro para hacer hostias limpias y perfectas (EP 65; 2 Cel 201). Ninguno de estos deseos vio Francisco realizado de un nodo general; pero algo lograría hacer, cuando todavía se conserva en el convento de Greccio uno de esos moldes, regalado por el mismo Santo.

La Carta a las Autoridades de los pueblos, y señaladamente a los podestà y cónsules, jueces y regidores, es un testimonio elocuente del celo de San Francisco por dilatar su acción fuera de la Iglesia a toda la cristiandad. La religión no era para él un asunto de interés privado, sino social; por eso recomienda a todos los que ocupan altos puestos que no se dejen absorber de tal manera por los negocios temporales, que vengan a descuidar el único indispensable; porque, como diría Verlaine setecientos años después: «Cuando venga la muerte, ¿qué nos va a quedar?» Francisco exhorta a los grandes a acercarse a la santa Comunión con la misma humildad que el menor de sus súbditos; les recuerda que tienen el poder prestado por Dios y que, si quieren hacer buen uso de tal préstamo, deben llamar al pueblo todos los días a la oración y a las divinas alabanzas por medio del heraldo o de alguna otra manera. Tal vez se relacione esto con el origen de la oración del Ángelus, instituida más tarde por los franciscanos. El Capítulo general de Pisa, de 1263, ordenó que los frailes rezasen un Avemaría al sonar la campana de la tarde (AF III, p. 329).

A la misma época, sin duda, se remonta la carta dirigida a Fray León en circunstancias en que éste andaba padeciendo las mismas penas que su maestro por causa de las correcciones y supresiones hechas en la Regla. No hay en esta carta el estilo cuidadoso y trabajado que se observa en las circulares, en las que tal vez colaboró Fray Cesáreo de Espira, que había llegado de Alemania el 11 de junio de 1223 (Giano, Crónica). He aquí dicha carta:

«Hermano León, tu hermano Francisco te desea salud y paz. Así te digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo [orig. faciatis, hacedlo] con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven». El original de esta carta se halla desde 1902 en la catedral de Espoleto.


Evidentemente, Francisco da aquí a León un permiso idéntico al que había dado a Cesáreo de Espira. El plural faciatis parece indicar (según Sabatier sospecha) que dicho permiso se daba no sólo a Fray León, sino también a otros hermanos que participaban de sus mismas ideas. Hablando en rigor, Francisco no podía dar tal licencia, puesto que ya no estaba en sus manos el poder legal, o al menos, sólo en sus manos. Pero parece que nunca se formó Francisco una idea bien clara de su situación a este respecto; y así, refiere Eccleston que, después de confirmada y promulgada la Regla, dio Francisco una orden en virtud de la cual, cuando los hermanos fuesen invitados a comer a mesas de seglares, no debían tomar más de tres bocados, para no escandalizar a los laicos con su demasiado apetito (AF I, p. 227). Por otra parte, para más de un fraile, Francisco siguió siendo siempre el verdadero jefe de la Orden; lo cual explica que inmediatamente después de su muerte estallara la lucha, que duró tres siglos, entre los que querían observar literalmente la Regla, para lo que tenían permiso del Santo, y los que se acogían a las mitigaciones concedidas por la Curia de Roma.

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