lunes, 10 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 2 Cap 3

Capítulo III - Rivotorto


Después de atravesar la campiña romana en medio de los ardores de la canícula meridional, Francisco y sus compañeros llegaron a las cercanías de Orte, al punto donde hoy se reúnen las dos líneas férreas que, por uno y otro costado de los Apeninos, bajan del monte a Roma. Allí, en un paraje montuoso, regado por las aguas rápidas, medio grises, medio verdosas del Nera, tomaron nuestros viajeros un descanso de quince días. Era tan bello este lugar, dice Celano, que los hermanos estuvieron a punto de renunciar al tenor de vida cuya aprobación pontificia acababan de obtener. Se procuraban el pan cotidiano mendigándolo de puerta en puerta por las calles de Orte, y varias veces les aconteció recoger tan abundante limosna que les sobró para el día siguiente, cosa contraria a los planes de Francisco. Pero en aquel desierto, antiguo sepulcro etrusco, no había nadie con quien compartir las sobras, y por eso se vieron forzados a aprovecharlas ellos.

Era, pues, muy natural que les encantase aquella vida solitaria, apartada del bullicio mundano, en medio del silencio de los bosques; y así fue que entraron en serias dudas de si no les convendría más quedarse allí, entregados totalmente a la contemplación ascética, que no volver de nuevo al trato de los hombres, a comunicar con el mundo (1 Cel 34-35). Todo el que haya visitado alguna vez aquella región montañosa de Italia comprenderá sin esfuerzo cuán vehemente sería semejante tentación. Porque es cierto que aquella naturaleza agreste tiene en sí algo que convida poderosamente al retiro y a la meditación: en sus cóncavas rocas encuentra el asceta ermitas naturales; el clima no es nunca demasiado fuerte, aunque el invierno suele arreciar a veces más de lo que se cree; escaso alimento basta al cuerpo para sustentar sus fuerzas. Aún hoy día la gran masa del pueblo italiano vive casi exclusivamente de pan y vino, y el solitario, que no tiene vino o lo rehúsa, tiene por doquiera para apagar su sed dulces fuentes, límpidos y risueños arroyuelos. Por eso causa una impresión de todo en todo italiana la lectura de aquel capítulo de las Florecillas en que Francisco y Maseo comen su mendigado pan sentados a una gran piedra, junto a una fuente cristalina, dando gracias a Dios desde el fondo de sus corazones por el don de la vida, por la dicha que les otorga de poder gozar del sol bajo el azul del cielo transparente y saciar el hambre y apagar la sed servidos por la Señora Pobreza, con alimentos sencillos y sanos (Flor 13).

Así se explica el hecho de que la historia de los santos italianos esté llena de biografías de solitarios. En una gruta vecina al monte Subiaco empezó San Benito su carrera, orando, ayunando y reduciendo su cuerpo a tal extremo, que los pastores que lo descubrieron lo tomaron en un principio por animal salvaje. Un siglo después de San Francisco, la ciudad de Sena vio también a tres de sus más nobles e ilustrados jóvenes trepar las alturas, cubiertas de cipreses, del Monte Oliveto para vestir el hábito blanco de los ermitaños benedictinos.

Cualquiera comprende, pues, cuán mágico atractivo tendría para Francisco y sus compañeros semejante vida, entregada toda a la oración y a la penitencia en aquel apartado valle de los montes Sabinos, donde no se oía más rumor que el canto de los pájaros y el murmullo de los torrentes. Pero aquello era simple tentación, y quedó vencida. Francisco, dice su primer biógrafo, no se fiaba nunca de su propio y personal parecer, sino que recurría siempre a Dios en la oración, y así lo hizo ahora también, y Dios se dignó otra vez revelarle que no debía vivir para sí solo, sino consagrare a redimir las almas del poder de Satanás y conducirlas al rebaño de Cristo. Dejaron, pues, los hermanos aquel encantador paraje, siguieron su camino y bien pronto se hallaron en su nativo valle de Espoleto, instalados de nuevo en su cabaña de Rivotorto, a la sombra del bosque que rodea la capilla de la Porciúncula.

Allí tuvieron, poco tiempo después, el gozo inefable de recibir en su compañía al avaro sacerdote de Asís, Silvestre, a quien, según queda apuntado más atrás, había hecho honda impresión la generosidad de Francisco y de Bernardo en la plaza de San Jorge. Desde entonces empezó a reflexionar y cambió de opinión respecto del objeto de la vida terrena. Una noche vio en sueño una gigantesca cruz, cuyos brazos abarcaban el mundo entero y cuyo tronco salía de la boca de Francisco: misteriosa visión que le hizo comprender cómo la hermandad por éste fundada era de inspiración divina e iba a extenderse por todo el orbe. Después vaciló todavía algún tiempo y, al fin, acabó por decidirse a solicitar ser admitido en el seno de la santa sociedad; por donde vino ésta a contar entre sus miembros el primer sacerdote (TC 31; LM 3,5).

De regreso en Asís, con el corazón más libre gracias a la autorización apostólica que había alcanzado, Francisco se entregó de nuevo a la tarea de las misiones que ya había emprendido antes de su viaje a Roma. A tenor de la facultad obtenida, su predicación se limitaba estrictamente a las cuestiones morales y sociales: predicaba al pueblo la conversión, el abandono del mal, la práctica del bien, la paz con Dios y con el prójimo. A la intervención de su Obispo Guido debía el derecho de predicar en la catedral de Asís; por lo cual escogió este sitio para empezar la exposición del ideal cristiano, haciéndolo sin temor y sin ambages; porque, como dicen sus biógrafos, nada aconsejaba a los demás que no practicase él primero (1 Cel 36; TC 54).

Sería injusto aplicar a Francisco el trillado proverbio de que «nadie es profeta en su tierra»; que él lo fue en la suya, demasiado lo prueba el aumento prodigioso del número de hermanos a partir de aquella fecha. «Muchos hombres de la ciudad, nobles y plebeyos, clérigos y laicos, impulsados del espíritu de Dios, renunciaron al mundo y sus cuidados y entraron por la senda que el Santo acababa de abrirles» (TC 54). Y la mayor parte de estos discípulos eran de Asís y sus alrededores. Francisco fue, pues, profeta en su patria.

La influencia de las predicaciones de Francisco en la iglesia de San Rufino llegó hasta los corazones más refractarios. Fue aquello, según las poéticas comparaciones de Celano, como cuando surge en el horizonte esplendorosa estrella, como una espléndida mañana después de tenebrosa noche, como el risueño despertar de la naturaleza al soplo fecundador de la primavera. Aquella región, añade este biógrafo, experimentó un cambio radical bajo la acción de Francisco, que pasó por ella como un río benéfico, derramando por todas partes la fertilidad y la abundancia moral, haciendo germinar virtudes allí donde no había más que vicios y pasiones.

No hay duda de que estas metáforas cuidadosamente elaboradas se le ocurrieron a Celano con ocasión de un suceso que cambió profundamente la situación social de Asís, y que, a todas luces, se debió a las predicaciones de Francisco. Me refiero a la reconciliación entre la clase alta y la clase baja, los majores y los minores de la sociedad asisiense, que se realizó en noviembre de 1210 en la sala mayor del palacio comunal. Aún se conserva el documento que entonces se redactó y que empieza así:

«En el nombre de Dios. Amén.

»Que la gracia del Espíritu Santo sea con vosotros.

»Para la gloria de nuestro Señor Jesucristo, de la bienaventurada Virgen María, del emperador Otón y del duque Leopoldo».

A esta introducción sigue una larga serie de artículos, el más importante de los cuales reza así:

«Entre los majores y los minores de Asís se pacta una alianza perpetua sobre las siguientes bases: Ninguna otra alianza se podrá llevar a cabo sin el mutuo consentimiento de las dos partes que suscriben la presente, ni con el Papa, sus nuncios o legados, ni con el Emperador o el rey, sus nuncios o legados, ni con ninguna ciudad o fortaleza, ni con gran señor alguno; sino que majores y minores andarán siempre de acuerdo en todo lo que mira al honor, bienestar y progreso de la ciudad».

Esta especie de Carta Magna de Asís declara en seguida que todos los habitantes de la ciudad que hasta entonces estaban sujetos a servidumbre, quedaban en libertad mediante el pago de cierta suma que debía entregarse a los cónsules, en caso de rehusar recibirla el dueño legal del manumitido. Además, los habitantes de las cercanías de Asís gozarían de los mismos derechos que los ciudadanos propiamente dichos; se aseguraba protección a los extranjeros, se fijaba definitivamente el trato que se daría a los funcionarios, se concedía amnistía plena a los cómplices de la traición de 1202, y finalmente se exhortaba a los cónsules a procurar por todos los medios posibles la terminación de la catedral, que estaba en perpetua construcción desde hacía setenta años.

Recuérdese por un momento cómo se despedazaban en discordias civiles las repúblicas italianas del siglo XIII y aún de siglos posteriores, y se comprenderá la importancia que el referido pacto asisiense entrañaba para la prosperidad y bienestar pacífico de la ciudad.

En otras ciudades italianas, como Arezzo, Sena, Perusa, restableció también Francisco el reinado de la paz, y la misma célebre historia del lobo de Gubbio acaso no es más que la transformación legendaria de la paz firmada entre aquella pequeña república y algún sanguinario gentilhombre, verdadera alimaña de las selvas, de ésos que tanto abundaban entonces en las montañas de Italia, donde tenían sus castillos a guisa de guaridas; todos ellos podían llevar en sus escudos esta inscripción que ostentaba en el suyo el caballero Werner de Ürslingen: «Enemigo de Dios, de la compasión y de la caridad». La escena de Francisco y del lobo de Gubbio tiene su paralelo histórico en la entrevista de San Antonio de Padua con el tirano Ezelino.

A este carácter pacificador de Francisco se refiere asimismo la leyenda de la expulsión de los demonios de la ciudad de Arezzo, que representa uno de los frescos de Giotto en la iglesia superior de Asís: allí se ve a los diablos salir, en infinita variedad de horribles formas y en confuso tropel, por las chimeneas de las casas aretinas escapando y huyendo más que de prisa ante la bendición que imparte Francisco a toda la ciudad. Para nosotros, hijos del siglo XX, es cosa difícil de imaginar un espíritu malo revestido de cuerpo visible y material, como los representaban los artistas y autores de leyendas de la Edad Media; pero no por eso dejamos de sentir en determinados decisivos instantes de nuestra vida, la existencia y la presencia funesta de esos malos espíritus. Horas hay en que vemos con toda claridad cuán grande es «el poder de las tinieblas», que sentimos, no sólo en nuestro interior, sino también en derredor nuestro; hay horas en que no parece sino que una voz incorpórea murmurase en nuestro oído; que una mano hercúlea, encallecida en los yunques del infierno, se apoderase de la nuestra; que oyésemos una orden terminante, imperiosa, irresistible, que nos dice sin cesar: «¡Di esto, haz aquello!» ¡Ay! ¡Cuántos hogares no se ven por este mundo, donde se anhela con ansias vehementes la aparición de un amigo de Dios que, desde el umbral de la casa, imparta con voz de soberano imperio la misma orden que el compañero de Francisco impartió desde las puertas de la ciudad de Arezzo!: «¡En nombre de Dios todopoderoso, y de su siervo Francisco, os conjuro, malignos espíritus, a que huyáis lejos de aquí!» (LM 6,9).

Hacia el mismo tiempo aconteció que un día Francisco escuchaba la lectura de la Regla de su Orden; llegado el lector al capítulo VII, a las palabras et sint minores, «sean menores», el santo le intimó pausa. Largo tiempo hacía que Francisco andaba buscando un nombre apropiado a su cofradía; porque el que hasta entonces llevaba de Viri poenitentes de Assisio, «varones penitentes de Asís», no era más que provisional, escogido para ahorrar a los hermanos el tener que dar largas explicaciones sobre el objeto de su Orden. La lectura del susodicho pasaje de la Regla le sugirió la solución que iba buscando: Sint minores, sean menores, pequeñuelos, los más pequeños de los hombres: ¡he aquí, se dijo, el nombre que me viene a mí y a los míos! Y quedó establecida la Ordo fratrum Minorum, la «Orden de los frailes menores», de los últimos, de los pequeñuelos (1 Cel 38).

Tomás de Celano, en su primera biografía, describiendo la vida que hacían los hermanos en la cabaña de Rivotorto, traza un cuadro que, en limpieza de líneas y en viveza y claridad de colores, rivaliza con los más afamados de Fray Angélico. Hele aquí resumido:

«Cuando por la tarde volvían del trabajo los hermanos y tornaban a reunirse, o cuando a lo largo de la jornada les acontecía encontrarse en el camino, les brillaban los ojos de pura alegría, se daban castos abrazos, se decían palabras llenas de santa dulzura, con sonrisas modestas, con miradas afectuosas y tiernamente recogidas. Habiendo dejado todo linaje de amor propio, sólo pensaban en prestarse mutuo auxilio y consuelo; no había para ellos gozo más intenso que volverse a ver, ni mayor amargura que tener que separarse. No se conocían entre ellos ni las disputas, ni la envidia, ni la desconfianza, ni el mal humor; todo era allí paz, unión, cánticos de loor y agradecimiento a la divina bondad. Nunca o muy raras veces interrumpían la alabanza de Dios y la oración, ni cesaban de dar gracias a Dios por todo el bien que les permitía hacer; se afligían por todo el mal que obraban o por las imperfecciones que cometían. Cuando a sus corazones faltaba la dulcedumbre del Espíritu Santo, se creían abandonados de Dios. A fin de no dormirse durante la oración nocturna, se ceñían con cinturones erizados de puntas, que al menor movimiento los clavaban y despertaban. Henchidos del espíritu de Dios, no se contentaban con el rezo del oficio divino, como los demás clérigos, sino que a la continua prorrumpían en tiernas plegarias: "¡Padre nuestro, que estás en los cielos!", repetían con toda la armonía de un cántico espiritual.

»El centro y el alma de aquella comunidad era naturalmente Francisco. Nada había oculto para él entre los hermanos: él leía en lo más secreto de sus corazones; todos le obedecían con una obediencia tan alta, perfecta y amorosa, que no sólo cumplían con toda puntualidad sus más insignificantes mandatos, sino que se esforzaban por adivinar sus deseos, espiando sus menores gestos, la más fugitiva expresión de su fisonomía.

»El poder irresistible que el Santo ejercía sobre ellos era efecto, ante todo, de su carácter personal: era Francisco un verdadero maestro; los adoctrinaba no sólo con la palabra, sino sobre todo con el ejemplo. Cuando les advertía, por ejemplo, el pecado que había en complacerse en la comida, cuando les enseñaba el deber de percatarse de la tentación que les esperaba en cada refección, le entendían sin dificultad alguna, porque junto con oírle le veían mezclar con ceniza los alimentos, o echarles agua para hacerlos aún más desabridos. Cuando los exhortaba a luchar valerosamente contra las tentaciones, a las palabras añadía la obra, arrojándose en el agua helada de un torrente en lo más crudo del invierno, para aniquilar así su molicie y deseo de bienestar.

»Un hermano joven, llamado Ricerio, tenía tan alta idea de la santidad de Francisco, que siempre que éste daba su aprobación a alguna persona o cosa, él lo consideraba como signo infalible de la aprobación divina, conducta que no extrañará a quien haya tenido la buena fortuna de pasar su primera juventud al lado de una persona de relevantes cualidades morales. Pero este mismo concepto que el joven tenía de su maestro, estuvo a punto de precipitarle en el abismo de la desesperación, porque, luego de entrar en la Orden, creyó advertir que Francisco le desestimaba y le negaba las pruebas de afecto de que tan prodigo era para con los demás hermanos. Preocupado por esta falsa idea, interpretaba en su contra los menores detalles de la conducta del Santo y de sus compañeros. Si por casualidad Ricerio entraba en una pieza en el momento en que Francisco salía, al punto se figuraba que Francisco había salido para no encontrarse con él. Si Francisco conversaba con sus hermanos en el otro extremo de la mesa, y el Santo o alguno de sus compañeros, por casualidad, volvían los ojos hacia Ricerio, luego éste concluía que sus hermanos estaban arrepentidos de haberle recibido y que buscaban medios de hacerle salir de la Orden. Firme en su funesto error, no oía ni veía cosa que no se le antojaba maquinada en su contra, y por este camino fue a parar al borde mismo de la desesperación, convencido como estaba de que, siendo para Francisco objeto de malquerencia y horror, había de serlo también por necesaria consecuencia para Dios.

»Tan desastroso estado de ánimo no podía ocultarse por mucho tiempo a la penetración del Santo, y así fue que un día, viendo la zozobra y la angustia pintadas en el rostro de Ricerio, le llamó aparte y le dijo con dulce y bondadoso acento: "Mi querido hijo, mira que no te dejes dominar por esos siniestros pensamientos; has de saber que me eres muy caro, que te llevo en lugar privilegiado de mi corazón y que te considero digno de todo mi amor y confianza. Ven, pues, a mí cada día y cada vez que lo desees; siempre que sientas algún pesar en el alma ven, que serás cariñosamente acogido". Estas palabras produjeron tan intensa alegría en el pecho atribulado de Ricerio, que, fuera de sí, se despidió prontamente de Francisco y se fue al sitio más espeso de la floresta, donde cayendo de rodillas empezó a dar fervientes gracias a Dios por la dicha infinita que acababa de otorgarle con el aprecio y amor de Francisco» (cf. 1 Cel 38-50).

La misma afectuosa comprensión de los deseos, necesidades y sentimientos particulares de cada uno de sus hermanos se manifiesta en otros dos relatos, pertenecientes también al período de la estancia en Rivotorto.

Cierta noche, leemos en el Espejo de Perfección, uno de los hermanos despertó a los compañeros, clamando con voz gemebunda: «¡Me muero!, ¡me muero!» Una vez todos despiertos, les dijo Francisco: «Levantémonos y encendamos la lámpara»; hecho esto, preguntó quién era el que había gritado que se moría. Uno de ellos respondió: «Soy yo». Francisco le preguntó: «¿Pero que te pasaba mi querido hermano, que hablabas de morir?» «Me muero de hambre», contestó el cuitado.

El caso pasaba, por descontado, en los primeros tiempos de la Orden, en que los hermanos castigaban su cuerpo con penitencias y privaciones superiores a toda medida. Pero Francisco hizo al instante preparar la mesa y ordenó al hermano que se sentase a comer, dándole él mismo ejemplo y ordenando a los demás que hicieran otro tanto para evitarle al pobre la vergüenza de tener que comer solo. Terminada la refección, les dijo Francisco: «Hermanos míos, os recomiendo que cada uno considere sus fuerzas; y, aunque alguno de vosotros vea que se puede sustentar con menos alimento que otro, no quiero que quien necesita de más alimentación se empeñe en imitar al que necesite de menos; antes bien, teniendo en cuenta la propia complexión, dé a su cuerpo lo necesario para que pueda servir al espíritu. Pues así como nos debemos guardar del exceso de la comida, que daña al cuerpo y al alma, así también hemos de huir de la inmoderada abstinencia, y con tanta mayor razón cuanto que el Señor quiere misericordia y no sacrificios» (EP 27; 2 Cel 22).

El otro caso es muy parecido al anterior, y fue que, levantándose Francisco una mañana muy temprano, tomó a un hermano enfermo y lo llevó a una viña vecina, juzgando que le haría bien tomar en ayunas uno o dos racimos de uva, y, a fin de quitarle todo empacho y cortedad, se sentó él en el suelo y empezó a darle el ejemplo. Añade el Espejo de Perfección que dicho hermano conservó toda su vida el más grato recuerdo de aquel rasgo de maternal solicitud de su santo padre, y que siempre que le tocaba referirlo a los hermanos, se le llenaban de lágrimas los ojos (EP 28; 2 Cel 176).

La dulce y encantadora morada de los hermanos en Rivotorto, acabó de una manera tan repentina como extraña. Un buen día, estando ellos en su tugurio orando cada cual en su respectivo sitio, entró de rondón un campesino arreando su asno y gritándole a voz en cuello: «¡Ea, Rucio, entra, que aquí vamos a instalarnos bien cómodamente!» Estas palabras que, en son de azuzar al jumento, iban dirigidas a los hermanos, significaban bien a las claras que la intención del rústico era convertir en establo la casa de oración. Francisco, por su parte, después de contemplar un momento tan descomedida conducta, dijo a los hermanos: «En verdad que Dios no nos ha llamado a cuidar establos ni asnos, sino a orar y mostrar a los hombres el camino de la eterna salvación» (TC 55; 1 Cel 44).

Acto seguido se levantaron todos y abandonaron para siempre Rivotorto. A partir de ese día la Porciúncula fue el punto céntrico de todo el movimiento franciscano, eclipsando por completo la modesta mansión primitiva de la Orden.

No obstante, siempre será cierto que Francisco y su noble Señora Pobreza, la dueña de su corazón, pasaron allí, en aquella tranquila soledad de Rivotorto, los primeros y acaso más felices días de su santa unión.

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