Capítulo
III - Rivotorto
Después de
atravesar la campiña romana en medio de los ardores de la canícula meridional,
Francisco y sus compañeros llegaron a las cercanías de Orte, al punto donde hoy
se reúnen las dos líneas férreas que, por uno y otro costado de los Apeninos,
bajan del monte a Roma. Allí, en un paraje montuoso, regado por las aguas
rápidas, medio grises, medio verdosas del Nera, tomaron nuestros viajeros un
descanso de quince días. Era tan bello este lugar, dice Celano, que los
hermanos estuvieron a punto de renunciar al tenor de vida cuya aprobación
pontificia acababan de obtener. Se procuraban el pan cotidiano mendigándolo de
puerta en puerta por las calles de Orte, y varias veces les aconteció recoger
tan abundante limosna que les sobró para el día siguiente, cosa contraria a los
planes de Francisco. Pero en aquel desierto, antiguo sepulcro etrusco, no había
nadie con quien compartir las sobras, y por eso se vieron forzados a
aprovecharlas ellos.
Era, pues, muy
natural que les encantase aquella vida solitaria, apartada del bullicio
mundano, en medio del silencio de los bosques; y así fue que entraron en serias
dudas de si no les convendría más quedarse allí, entregados totalmente a la
contemplación ascética, que no volver de nuevo al trato de los hombres, a
comunicar con el mundo (1 Cel 34-35). Todo el que haya visitado alguna vez
aquella región montañosa de Italia comprenderá sin esfuerzo cuán vehemente
sería semejante tentación. Porque es cierto que aquella naturaleza agreste
tiene en sí algo que convida poderosamente al retiro y a la meditación: en sus
cóncavas rocas encuentra el asceta ermitas naturales; el clima no es nunca
demasiado fuerte, aunque el invierno suele arreciar a veces más de lo que se
cree; escaso alimento basta al cuerpo para sustentar sus fuerzas. Aún hoy día
la gran masa del pueblo italiano vive casi exclusivamente de pan y vino, y el
solitario, que no tiene vino o lo rehúsa, tiene por doquiera para apagar su sed
dulces fuentes, límpidos y risueños arroyuelos. Por eso causa una impresión de
todo en todo italiana la lectura de aquel capítulo de las Florecillas en que
Francisco y Maseo comen su mendigado pan sentados a una gran piedra, junto a
una fuente cristalina, dando gracias a Dios desde el fondo de sus corazones por
el don de la vida, por la dicha que les otorga de poder gozar del sol bajo el
azul del cielo transparente y saciar el hambre y apagar la sed servidos por la Señora
Pobreza, con alimentos sencillos y sanos (Flor 13).
Así se explica el
hecho de que la historia de los santos italianos esté llena de biografías de
solitarios. En una gruta vecina al monte Subiaco empezó San Benito su carrera,
orando, ayunando y reduciendo su cuerpo a tal extremo, que los pastores que lo
descubrieron lo tomaron en un principio por animal salvaje. Un siglo después de
San Francisco, la ciudad de Sena vio también a tres de sus más nobles e
ilustrados jóvenes trepar las alturas, cubiertas de cipreses, del Monte Oliveto
para vestir el hábito blanco de los ermitaños benedictinos.
Cualquiera
comprende, pues, cuán mágico atractivo tendría para Francisco y sus compañeros
semejante vida, entregada toda a la oración y a la penitencia en aquel apartado
valle de los montes Sabinos, donde no se oía más rumor que el canto de los
pájaros y el murmullo de los torrentes. Pero aquello era simple tentación, y
quedó vencida. Francisco, dice su primer biógrafo, no se fiaba nunca de su
propio y personal parecer, sino que recurría siempre a Dios en la oración, y
así lo hizo ahora también, y Dios se dignó otra vez revelarle que no debía
vivir para sí solo, sino consagrare a redimir las almas del poder de Satanás y
conducirlas al rebaño de Cristo. Dejaron, pues, los hermanos aquel encantador
paraje, siguieron su camino y bien pronto se hallaron en su nativo valle de
Espoleto, instalados de nuevo en su cabaña de Rivotorto, a la sombra del bosque
que rodea la capilla de la Porciúncula.
Allí tuvieron,
poco tiempo después, el gozo inefable de recibir en su compañía al avaro
sacerdote de Asís, Silvestre, a quien, según queda apuntado más atrás, había
hecho honda impresión la generosidad de Francisco y de Bernardo en la plaza de
San Jorge. Desde entonces empezó a reflexionar y cambió de opinión respecto del
objeto de la vida terrena. Una noche vio en sueño una gigantesca cruz, cuyos
brazos abarcaban el mundo entero y cuyo tronco salía de la boca de Francisco:
misteriosa visión que le hizo comprender cómo la hermandad por éste fundada era
de inspiración divina e iba a extenderse por todo el orbe. Después vaciló
todavía algún tiempo y, al fin, acabó por decidirse a solicitar ser admitido en
el seno de la santa sociedad; por donde vino ésta a contar entre sus miembros
el primer sacerdote (TC 31; LM 3,5).
De regreso en
Asís, con el corazón más libre gracias a la autorización apostólica que había
alcanzado, Francisco se entregó de nuevo a la tarea de las misiones que ya
había emprendido antes de su viaje a Roma. A tenor de la facultad obtenida, su
predicación se limitaba estrictamente a las cuestiones morales y sociales:
predicaba al pueblo la conversión, el abandono del mal, la práctica del bien,
la paz con Dios y con el prójimo. A la intervención de su Obispo Guido debía el
derecho de predicar en la catedral de Asís; por lo cual escogió este sitio para
empezar la exposición del ideal cristiano, haciéndolo sin temor y sin ambages;
porque, como dicen sus biógrafos, nada aconsejaba a los demás que no practicase
él primero (1 Cel 36; TC 54).
Sería injusto
aplicar a Francisco el trillado proverbio de que «nadie es profeta en su tierra»;
que él lo fue en la suya, demasiado lo prueba el aumento prodigioso del número
de hermanos a partir de aquella fecha. «Muchos hombres de la ciudad, nobles y
plebeyos, clérigos y laicos, impulsados del espíritu de Dios, renunciaron al
mundo y sus cuidados y entraron por la senda que el Santo acababa de abrirles»
(TC 54). Y la mayor parte de estos discípulos eran de Asís y sus alrededores.
Francisco fue, pues, profeta en su patria.
La influencia de
las predicaciones de Francisco en la iglesia de San Rufino llegó hasta los
corazones más refractarios. Fue aquello, según las poéticas comparaciones de
Celano, como cuando surge en el horizonte esplendorosa estrella, como una
espléndida mañana después de tenebrosa noche, como el risueño despertar de la
naturaleza al soplo fecundador de la primavera. Aquella región, añade este
biógrafo, experimentó un cambio radical bajo la acción de Francisco, que pasó
por ella como un río benéfico, derramando por todas partes la fertilidad y la
abundancia moral, haciendo germinar virtudes allí donde no había más que vicios
y pasiones.
No hay duda de
que estas metáforas cuidadosamente elaboradas se le ocurrieron a Celano con
ocasión de un suceso que cambió profundamente la situación social de Asís, y
que, a todas luces, se debió a las predicaciones de Francisco. Me refiero a la
reconciliación entre la clase alta y la clase baja, los majores y los minores
de la sociedad asisiense, que se realizó en noviembre de 1210 en la sala mayor
del palacio comunal. Aún se conserva el documento que entonces se redactó y que
empieza así:
«En el nombre de
Dios. Amén.
»Que la gracia
del Espíritu Santo sea con vosotros.
»Para la gloria
de nuestro Señor Jesucristo, de la bienaventurada Virgen María, del emperador
Otón y del duque Leopoldo».
A esta introducción
sigue una larga serie de artículos, el más importante de los cuales reza así:
«Entre los majores
y los minores de Asís se pacta una alianza perpetua sobre las
siguientes bases: Ninguna otra alianza se podrá llevar a cabo sin el mutuo
consentimiento de las dos partes que suscriben la presente, ni con el Papa, sus
nuncios o legados, ni con el Emperador o el rey, sus nuncios o legados, ni con
ninguna ciudad o fortaleza, ni con gran señor alguno; sino que majores
y minores andarán siempre de acuerdo en todo lo que mira al honor,
bienestar y progreso de la ciudad».
Esta especie de Carta
Magna de Asís declara en seguida que todos los habitantes de la ciudad que
hasta entonces estaban sujetos a servidumbre, quedaban en libertad mediante el
pago de cierta suma que debía entregarse a los cónsules, en caso de rehusar
recibirla el dueño legal del manumitido. Además, los habitantes de las
cercanías de Asís gozarían de los mismos derechos que los ciudadanos
propiamente dichos; se aseguraba protección a los extranjeros, se fijaba
definitivamente el trato que se daría a los funcionarios, se concedía amnistía
plena a los cómplices de la traición de 1202, y finalmente se exhortaba a los
cónsules a procurar por todos los medios posibles la terminación de la catedral,
que estaba en perpetua construcción desde hacía setenta años.
Recuérdese por un
momento cómo se despedazaban en discordias civiles las repúblicas italianas del
siglo XIII y aún de siglos posteriores, y se comprenderá la importancia que el
referido pacto asisiense entrañaba para la prosperidad y bienestar pacífico de
la ciudad.
En otras ciudades
italianas, como Arezzo, Sena, Perusa, restableció también Francisco el reinado
de la paz, y la misma célebre historia del lobo de Gubbio acaso no es
más que la transformación legendaria de la paz firmada entre aquella pequeña
república y algún sanguinario gentilhombre, verdadera alimaña de las selvas, de
ésos que tanto abundaban entonces en las montañas de Italia, donde tenían sus
castillos a guisa de guaridas; todos ellos podían llevar en sus escudos esta
inscripción que ostentaba en el suyo el caballero Werner de Ürslingen: «Enemigo
de Dios, de la compasión y de la caridad». La escena de Francisco y del lobo de
Gubbio tiene su paralelo histórico en la entrevista de San Antonio de Padua con
el tirano Ezelino.
A este carácter
pacificador de Francisco se refiere asimismo la leyenda de la expulsión de los
demonios de la ciudad de Arezzo, que representa uno de los frescos de Giotto en
la iglesia superior de Asís: allí se ve a los diablos salir, en infinita
variedad de horribles formas y en confuso tropel, por las chimeneas de las
casas aretinas escapando y huyendo más que de prisa ante la bendición que
imparte Francisco a toda la ciudad. Para nosotros, hijos del siglo XX, es cosa
difícil de imaginar un espíritu malo revestido de cuerpo visible y material,
como los representaban los artistas y autores de leyendas de la Edad Media;
pero no por eso dejamos de sentir en determinados decisivos instantes de
nuestra vida, la existencia y la presencia funesta de esos malos espíritus.
Horas hay en que vemos con toda claridad cuán grande es «el poder de las
tinieblas», que sentimos, no sólo en nuestro interior, sino también en derredor
nuestro; hay horas en que no parece sino que una voz incorpórea murmurase en
nuestro oído; que una mano hercúlea, encallecida en los yunques del infierno,
se apoderase de la nuestra; que oyésemos una orden terminante, imperiosa,
irresistible, que nos dice sin cesar: «¡Di esto, haz aquello!» ¡Ay! ¡Cuántos
hogares no se ven por este mundo, donde se anhela con ansias vehementes la
aparición de un amigo de Dios que, desde el umbral de la casa, imparta con voz
de soberano imperio la misma orden que el compañero de Francisco impartió desde
las puertas de la ciudad de Arezzo!: «¡En nombre de Dios todopoderoso, y de su
siervo Francisco, os conjuro, malignos espíritus, a que huyáis lejos de aquí!»
(LM 6,9).
Hacia el mismo
tiempo aconteció que un día Francisco escuchaba la lectura de la Regla de su
Orden; llegado el lector al capítulo VII, a las palabras et sint minores,
«sean menores», el santo le intimó pausa. Largo tiempo hacía que Francisco
andaba buscando un nombre apropiado a su cofradía; porque el que hasta entonces
llevaba de Viri poenitentes de Assisio, «varones penitentes de Asís»,
no era más que provisional, escogido para ahorrar a los hermanos el tener que
dar largas explicaciones sobre el objeto de su Orden. La lectura del susodicho
pasaje de la Regla le sugirió la solución que iba buscando: Sint minores,
sean menores, pequeñuelos, los más pequeños de los hombres: ¡he aquí, se dijo,
el nombre que me viene a mí y a los míos! Y quedó establecida la Ordo
fratrum Minorum, la «Orden de los frailes menores», de los últimos, de los
pequeñuelos (1 Cel 38).
Tomás de Celano,
en su primera biografía, describiendo la vida que hacían los hermanos en la
cabaña de Rivotorto, traza un cuadro que, en limpieza de líneas y en viveza y
claridad de colores, rivaliza con los más afamados de Fray Angélico. Hele aquí
resumido:
«Cuando por la
tarde volvían del trabajo los hermanos y tornaban a reunirse, o cuando a lo
largo de la jornada les acontecía encontrarse en el camino, les brillaban los
ojos de pura alegría, se daban castos abrazos, se decían palabras llenas de
santa dulzura, con sonrisas modestas, con miradas afectuosas y tiernamente
recogidas. Habiendo dejado todo linaje de amor propio, sólo pensaban en
prestarse mutuo auxilio y consuelo; no había para ellos gozo más intenso que
volverse a ver, ni mayor amargura que tener que separarse. No se conocían entre
ellos ni las disputas, ni la envidia, ni la desconfianza, ni el mal humor; todo
era allí paz, unión, cánticos de loor y agradecimiento a la divina bondad.
Nunca o muy raras veces interrumpían la alabanza de Dios y la oración, ni
cesaban de dar gracias a Dios por todo el bien que les permitía hacer; se
afligían por todo el mal que obraban o por las imperfecciones que cometían.
Cuando a sus corazones faltaba la dulcedumbre del Espíritu Santo, se creían
abandonados de Dios. A fin de no dormirse durante la oración nocturna, se
ceñían con cinturones erizados de puntas, que al menor movimiento los clavaban
y despertaban. Henchidos del espíritu de Dios, no se contentaban con el rezo
del oficio divino, como los demás clérigos, sino que a la continua prorrumpían
en tiernas plegarias: "¡Padre nuestro, que estás en los cielos!",
repetían con toda la armonía de un cántico espiritual.
»El centro y el
alma de aquella comunidad era naturalmente Francisco. Nada había oculto para él
entre los hermanos: él leía en lo más secreto de sus corazones; todos le
obedecían con una obediencia tan alta, perfecta y amorosa, que no sólo cumplían
con toda puntualidad sus más insignificantes mandatos, sino que se esforzaban
por adivinar sus deseos, espiando sus menores gestos, la más fugitiva expresión
de su fisonomía.
»El poder
irresistible que el Santo ejercía sobre ellos era efecto, ante todo, de su
carácter personal: era Francisco un verdadero maestro; los adoctrinaba no sólo
con la palabra, sino sobre todo con el ejemplo. Cuando les advertía, por
ejemplo, el pecado que había en complacerse en la comida, cuando les enseñaba
el deber de percatarse de la tentación que les esperaba en cada refección, le
entendían sin dificultad alguna, porque junto con oírle le veían mezclar con
ceniza los alimentos, o echarles agua para hacerlos aún más desabridos. Cuando
los exhortaba a luchar valerosamente contra las tentaciones, a las palabras
añadía la obra, arrojándose en el agua helada de un torrente en lo más crudo del
invierno, para aniquilar así su molicie y deseo de bienestar.
»Un hermano
joven, llamado Ricerio, tenía tan alta idea de la santidad de Francisco, que
siempre que éste daba su aprobación a alguna persona o cosa, él lo consideraba
como signo infalible de la aprobación divina, conducta que no extrañará a quien
haya tenido la buena fortuna de pasar su primera juventud al lado de una
persona de relevantes cualidades morales. Pero este mismo concepto que el joven
tenía de su maestro, estuvo a punto de precipitarle en el abismo de la
desesperación, porque, luego de entrar en la Orden, creyó advertir que
Francisco le desestimaba y le negaba las pruebas de afecto de que tan prodigo
era para con los demás hermanos. Preocupado por esta falsa idea, interpretaba
en su contra los menores detalles de la conducta del Santo y de sus compañeros.
Si por casualidad Ricerio entraba en una pieza en el momento en que Francisco
salía, al punto se figuraba que Francisco había salido para no encontrarse con
él. Si Francisco conversaba con sus hermanos en el otro extremo de la mesa, y
el Santo o alguno de sus compañeros, por casualidad, volvían los ojos hacia
Ricerio, luego éste concluía que sus hermanos estaban arrepentidos de haberle
recibido y que buscaban medios de hacerle salir de la Orden. Firme en su
funesto error, no oía ni veía cosa que no se le antojaba maquinada en su
contra, y por este camino fue a parar al borde mismo de la desesperación,
convencido como estaba de que, siendo para Francisco objeto de malquerencia y
horror, había de serlo también por necesaria consecuencia para Dios.
»Tan desastroso
estado de ánimo no podía ocultarse por mucho tiempo a la penetración del Santo,
y así fue que un día, viendo la zozobra y la angustia pintadas en el rostro de
Ricerio, le llamó aparte y le dijo con dulce y bondadoso acento: "Mi
querido hijo, mira que no te dejes dominar por esos siniestros pensamientos;
has de saber que me eres muy caro, que te llevo en lugar privilegiado de mi
corazón y que te considero digno de todo mi amor y confianza. Ven, pues, a mí
cada día y cada vez que lo desees; siempre que sientas algún pesar en el alma
ven, que serás cariñosamente acogido". Estas palabras produjeron tan
intensa alegría en el pecho atribulado de Ricerio, que, fuera de sí, se despidió
prontamente de Francisco y se fue al sitio más espeso de la floresta, donde
cayendo de rodillas empezó a dar fervientes gracias a Dios por la dicha
infinita que acababa de otorgarle con el aprecio y amor de Francisco» (cf. 1
Cel 38-50).
La misma
afectuosa comprensión de los deseos, necesidades y sentimientos particulares de
cada uno de sus hermanos se manifiesta en otros dos relatos, pertenecientes
también al período de la estancia en Rivotorto.
Cierta noche,
leemos en el Espejo de Perfección, uno de los hermanos despertó a los
compañeros, clamando con voz gemebunda: «¡Me muero!, ¡me muero!» Una vez todos
despiertos, les dijo Francisco: «Levantémonos y encendamos la lámpara»; hecho
esto, preguntó quién era el que había gritado que se moría. Uno de ellos respondió:
«Soy yo». Francisco le preguntó: «¿Pero que te pasaba mi querido hermano, que
hablabas de morir?» «Me muero de hambre», contestó el
cuitado.
El caso pasaba,
por descontado, en los primeros tiempos de la Orden, en que los hermanos
castigaban su cuerpo con penitencias y privaciones superiores a toda medida.
Pero Francisco hizo al instante preparar la mesa y ordenó al hermano que se
sentase a comer, dándole él mismo ejemplo y ordenando a los demás que hicieran
otro tanto para evitarle al pobre la vergüenza de tener que comer solo.
Terminada la refección, les dijo Francisco: «Hermanos míos, os recomiendo que
cada uno considere sus fuerzas; y, aunque alguno de vosotros vea que se puede
sustentar con menos alimento que otro, no quiero que quien necesita de más
alimentación se empeñe en imitar al que necesite de menos; antes bien, teniendo
en cuenta la propia complexión, dé a su cuerpo lo necesario para que pueda
servir al espíritu. Pues así como nos debemos guardar del exceso de la comida,
que daña al cuerpo y al alma, así también hemos de huir de la inmoderada
abstinencia, y con tanta mayor razón cuanto que el Señor quiere misericordia y
no sacrificios» (EP 27; 2 Cel 22).
El otro caso es
muy parecido al anterior, y fue que, levantándose Francisco una mañana muy
temprano, tomó a un hermano enfermo y lo llevó a una viña vecina, juzgando que
le haría bien tomar en ayunas uno o dos racimos de uva, y, a fin de quitarle
todo empacho y cortedad, se sentó él en el suelo y empezó a darle el ejemplo.
Añade el Espejo de Perfección que dicho hermano conservó toda su vida el más
grato recuerdo de aquel rasgo de maternal solicitud de su santo padre, y que
siempre que le tocaba referirlo a los hermanos, se le llenaban de lágrimas los
ojos (EP 28; 2 Cel 176).
La dulce y
encantadora morada de los hermanos en Rivotorto, acabó de una manera tan
repentina como extraña. Un buen día, estando ellos en su tugurio orando cada
cual en su respectivo sitio, entró de rondón un campesino arreando su asno y
gritándole a voz en cuello: «¡Ea, Rucio, entra, que aquí vamos a instalarnos
bien cómodamente!» Estas palabras que, en son de azuzar al jumento, iban
dirigidas a los hermanos, significaban bien a las claras que la intención del
rústico era convertir en establo la casa de oración. Francisco, por su parte,
después de contemplar un momento tan descomedida conducta, dijo a los hermanos:
«En verdad que Dios no nos ha llamado a cuidar establos ni asnos, sino a orar y
mostrar a los hombres el camino de la eterna salvación» (TC 55; 1 Cel 44).
Acto seguido se
levantaron todos y abandonaron para siempre Rivotorto. A partir de ese día la
Porciúncula fue el punto céntrico de todo el movimiento franciscano, eclipsando
por completo la modesta mansión primitiva de la Orden.
No obstante,
siempre será cierto que Francisco y su noble Señora Pobreza, la dueña de su
corazón, pasaron allí, en aquella tranquila soledad de Rivotorto, los primeros
y acaso más felices días de su santa unión.
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