Capítulo
VIII – Las lágrimas de «fray Jacoba»
La primera
persona admitida junto al cadáver de Francisco fue Jacoba. Anegada en llanto,
se arrojó otra vez sobre los mortales despojos de su maestro, besando mil y mil
veces las llagas de las manos y de los pies. Después, en compañía de los
hermanos, veló toda la noche junto al cadáver de su maestro, y, al despuntar la
aurora del día siguiente (domingo), la amiga de Francisco tenía ya tomada su
resolución: en adelante no se alejaría nunca de Asís, pasaría el resto de su
vida en los lugares donde Francisco había vivido y realizado su obra. De este
modo la casa de Jacoba en Asís se convirtió muy presto en un lugar de encuentro
para los discípulos fieles del Pobrecillo, lo mismo que el convento de San
Damián; y muchas fueron las limosnas que de sus manos pasaron a las de Fray León,
Fray Gil o Fray Rufino. Sabatier, apoyándose en argumentos muy probables,
afirma que ella fue la que cerró los ojos a Fray León. Jacoba murió a edad muy
avanzada, hacia el año 1274, y sus restos reposan aún hoy en la basílica de
Asís; un fresco la representa en traje de terciaria, llevando sobre el brazo la
túnica por ella tejida en otro tiempo para San Francisco, con la siguiente
inscripción:
Hic requiescit Jacoba, sancta nobilisque romana, «Aquí
reposa Jacoba, santa y noble romana» (3 Cel 37-39).
Desde las
primeras horas del domingo, el pueblo acudió en masa a venerar los despojos del
santo que acababa de morir. La noticia de los estigmas de San Francisco había
corrido de boca en boca, por lo que la afluencia de los que querían verlos fue
enorme. No tardó en descender de Asís, en solemne procesión, también el clero
para el levantamiento del cadáver. Después de lo cual, el imponente cortejo
fúnebre emprendió el camino de la ciudad, al son de trompetas y entre himnos de
alabanza, llevando ramos de olivo y cirios encendidos. Para cumplir la promesa
que Francisco había hecho a Clara, el cortejo tomó el camino que pasa por
delante de San Damián, donde las monjas, entre ardorosas lágrimas, dieron el
postrer adiós a su amado maestro y director. Luego se dirigió la comitiva a la
iglesia de San Jorge, que ocupaba el lugar en que se eleva hoy la basílica de
Santa Clara, y allí fueron depositados de modo provisional los despojos
mortales de San Francisco, hasta que, el 25 de mayo de 1230, pudieron ser
trasladados a la magnífica basílica de San Francisco, construida por Fray
Elías.
Ninguno de los
antiguos biógrafos nos dice dónde se encontraba Jacoba de Settesoli durante
esta ceremonia fúnebre. No es probable que tomara parte en la procesión,
compuesta en su totalidad de clérigos, frailes y gente armada. Por lo cual, nos
es lícito imaginar que se quedaría allá abajo, en la Porciúncula. Y que, cuando
el imponente cortejo, con todo su esplendor, hubiera desaparecido entre los
árboles, tal vez la amiga del Santo entraría, una vez más, en la celdilla donde
Francisco pocas horas antes vivía y respiraba. Allí la abrumaría, sin duda, el
horrible vacío, ese vacío que deja siempre una muerte, y ¡cuánto más grande y
más cruel el de una muerte como aquélla! Sólo entonces comprendería en toda su
realidad lo inmensa que era la pérdida que acababa de sufrir; y, de rodillas en
la capillita de la Porciúncula, que bruscamente tuvo que parecerle muy oscura y
desierta, pensaría, llorando, en aquel cuyo cuerpo era llevado en triunfo, pero
a quien ya nunca más oiría llamarla dulcemente «su Fray Jacoba».
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