sábado, 8 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 4 Cap 8

Capítulo VIII – Las lágrimas de «fray Jacoba»


La primera persona admitida junto al cadáver de Francisco fue Jacoba. Anegada en llanto, se arrojó otra vez sobre los mortales despojos de su maestro, besando mil y mil veces las llagas de las manos y de los pies. Después, en compañía de los hermanos, veló toda la noche junto al cadáver de su maestro, y, al despuntar la aurora del día siguiente (domingo), la amiga de Francisco tenía ya tomada su resolución: en adelante no se alejaría nunca de Asís, pasaría el resto de su vida en los lugares donde Francisco había vivido y realizado su obra. De este modo la casa de Jacoba en Asís se convirtió muy presto en un lugar de encuentro para los discípulos fieles del Pobrecillo, lo mismo que el convento de San Damián; y muchas fueron las limosnas que de sus manos pasaron a las de Fray León, Fray Gil o Fray Rufino. Sabatier, apoyándose en argumentos muy probables, afirma que ella fue la que cerró los ojos a Fray León. Jacoba murió a edad muy avanzada, hacia el año 1274, y sus restos reposan aún hoy en la basílica de Asís; un fresco la representa en traje de terciaria, llevando sobre el brazo la túnica por ella tejida en otro tiempo para San Francisco, con la siguiente inscripción: 

Hic requiescit Jacoba, sancta nobilisque romana, «Aquí reposa Jacoba, santa y noble romana» (3 Cel 37-39).

Desde las primeras horas del domingo, el pueblo acudió en masa a venerar los despojos del santo que acababa de morir. La noticia de los estigmas de San Francisco había corrido de boca en boca, por lo que la afluencia de los que querían verlos fue enorme. No tardó en descender de Asís, en solemne procesión, también el clero para el levantamiento del cadáver. Después de lo cual, el imponente cortejo fúnebre emprendió el camino de la ciudad, al son de trompetas y entre himnos de alabanza, llevando ramos de olivo y cirios encendidos. Para cumplir la promesa que Francisco había hecho a Clara, el cortejo tomó el camino que pasa por delante de San Damián, donde las monjas, entre ardorosas lágrimas, dieron el postrer adiós a su amado maestro y director. Luego se dirigió la comitiva a la iglesia de San Jorge, que ocupaba el lugar en que se eleva hoy la basílica de Santa Clara, y allí fueron depositados de modo provisional los despojos mortales de San Francisco, hasta que, el 25 de mayo de 1230, pudieron ser trasladados a la magnífica basílica de San Francisco, construida por Fray Elías.

Ninguno de los antiguos biógrafos nos dice dónde se encontraba Jacoba de Settesoli durante esta ceremonia fúnebre. No es probable que tomara parte en la procesión, compuesta en su totalidad de clérigos, frailes y gente armada. Por lo cual, nos es lícito imaginar que se quedaría allá abajo, en la Porciúncula. Y que, cuando el imponente cortejo, con todo su esplendor, hubiera desaparecido entre los árboles, tal vez la amiga del Santo entraría, una vez más, en la celdilla donde Francisco pocas horas antes vivía y respiraba. Allí la abrumaría, sin duda, el horrible vacío, ese vacío que deja siempre una muerte, y ¡cuánto más grande y más cruel el de una muerte como aquélla! Sólo entonces comprendería en toda su realidad lo inmensa que era la pérdida que acababa de sufrir; y, de rodillas en la capillita de la Porciúncula, que bruscamente tuvo que parecerle muy oscura y desierta, pensaría, llorando, en aquel cuyo cuerpo era llevado en triunfo, pero a quien ya nunca más oiría llamarla dulcemente «su Fray Jacoba».

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