Capítulo
VI – El Cántico del Sol
Esta renovación
del celo apostólico de Francisco era como la última llamarada de una luz
próxima a extinguirse. El espíritu del Santo se mantenía siempre vivo y
apasionado; pero su cuerpo, cuando se veía al Santo caballero en su asno, más
parecía un cadáver que no un cuerpo vivo; y Fray Elías, que pasó algún tiempo
con él en Foligno, pudo conocer claramente que la vida de su maestro no podía
durar mucho tiempo más (1 Cel 109). Además, la enfermedad de los ojos que había
contraído en Egipto, y de la que nunca se había cuidado Francisco, ahora iba
aumentando por instantes, de manera que no sólo Elías, sino muchos otros
hermanos insistían en convencerlo de que recurriese al cuidado de los médicos.
Ahora bien, un
tal recurso no agradaba a Francisco. En otro tiempo, él mismo, en una de sus
exhortaciones, había aconsejado a sus hermanos enfermos que no se afanasen
tanto por la salud del cuerpo, sino, al revés, por dar gracias a Dios por todas
las cosas que les sucedían, no deseando más que lo que fuera de la voluntad de
Dios, porque a los que Dios ama, a ésos precisamente prueba y atribula (1 R
10,3-4; EP 42). En consecuencia, por lo que a él hacía, en vez de consultar a
doctores gustaba de recogerse en la soledad, y así esta vez resolvió retirarse
a San Damián. Allí, junto al convento de las hermanas, Santa Clara había hecho
construir una pequeña celda de ramas y cañas para que sirviese de morada a San
Francisco (EP 100).[1]
Era el verano de
1225, y la claridad brillante y deslumbradora del sol italiano no podía
naturalmente hacer bien a los ojos de San Francisco. Por un tiempo estuvo ciego
del todo, y además molestado, luego que llegó a San Damián, por una verdadera
invasión de ratones que se habían asilado en las paredes de paja de la celducha
y que, saliendo de allí, llevaban su insolencia hasta pasar corriendo por la
cara de Francisco, no dejándolo en paz ni de día ni de noche. Nunca antes de
ahora había tenido el Santo que vivir una vida más incómoda y miserable, y no
obstante allí, en aquella lastimosa yacija de enfermo, envuelto en las
tinieblas de su ceguera y entre el tormento de los ratones, compuso Francisco
su esplendorosa obra maestra, el Canticum fratris solis, «el Cántico
del hermano Sol».
Para apreciar
debidamente esta obra maestra, es menester comprender bien las relaciones de
Francisco con la naturaleza. Nada sería más falso que considerar al Santo como
un panteísta: nunca jamás le vino en mientes confundir ni a Dios ni a sí mismo
con la naturaleza, y la alternativa de embriaguez desenfrenada y de dolor
pesimista, efecto del sentimiento panteísta, estuvo siempre lejos, muy lejos de
su ánimo. Nunca Francisco deseó, como más tarde Shelley, llegar a ser una cosa
con la naturaleza; nunca tampoco, como el Werther de Goethe o como
Tourguénef, cayó en la tentación de abandonarse temblando a la ciega fatalidad
de las cosas ni de entregarse como víctima al «monstruo eternamente ávido» de
la naturaleza. Su actitud ante la naturaleza fue pura y simplemente la del
primer artículo del Credo de la Iglesia: Francisco creía en un Padre
que es al mismo tiempo un Creador.
Y porque en todas
las cosas ve una relación con su padre común, por eso ve también en todos los
vivientes y aun en todos los seres creados, otros tantos hermanos y hermanas
verdaderos. En el reino del Padre celestial hay muchas mansiones, pero la
familia es una sola. Este concepto no es por nada ni griego ni germánico; es
genuinamente bíblico y, por ende, genuinamente cristiano. En el canto de
alabanzas que entonaron Ananías, Azarías y Misael entre las ardientes llamas
del horno del tirano babilonio (Dn 3,57-88), y que de la Sinagoga ha pasado a
la Iglesia, leemos:
Criaturas todas del Señor, bendecid al
Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
cielos, bendecid al Señor.
Aguas del espacio, bendecid al Señor;
ejércitos del Señor, bendecid al Señor.
Sol y luna, bendecid al Señor;
astros del cielo, bendecid al Señor.
Lluvia y rocío, bendecid al Señor;
vientos todos, bendecid al Señor.
Fuego y calor, bendecid al Señor;
fríos y heladas, bendecid al Señor.
Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;
témpanos y hielos, bendecid al Señor.
Escarchas y nieves, bendecid al Señor;
noche y día, bendecid al Señor.
Luz y tinieblas, bendecid al Señor;
rayos y nubes, bendecid al Señor.
Bendiga la tierra al Señor,
ensálcelo con himnos por los siglos.
Montes y cumbres, bendecid al Señor;
cuanto germina en la tierra, bendiga al
Señor.
Manantiales, bendecid al Señor;
mares y ríos, bendecid al Señor.
Cetáceos y peces, bendecid al Señor;
aves del cielo, bendecid al Señor.
Fieras y ganados, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Hijos de los hombres, bendecid al Señor;
bendiga Israel al Señor.
Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;
siervos del Señor, bendecid al Señor.
Almas y espíritus justos, bendecid al
Señor;
santos y humildes de corazón, bendecid al
Señor.
Bendito el Señor en la bóveda del cielo,
alabado y
glorioso y ensalzado por los siglos.
Ninguna nota es
olvidada en esta sinfonía de la creación, en que todos los seres, desde el
querubín hasta el átomo, cantan concordes el gran cántico de alabanzas. Ahora
bien, día tras día, año tras año, San Francisco, solo o acompañado de sus
hermanos, había repetido, en el cotidiano rezo del breviario, este himno de
todas las criaturas al Creador. La poesía de este himno lo había conmovido
profundamente desde muy temprano. Habiendo construido en 1213 una pequeña
capilla entre San Gemini y Porcaria, hizo pintar en el frontal del altar las
frases siguientes: «Todos los que temen al Señor deben bendecirlo. Cielo y
tierra, bendecid al Señor. Ríos, bendecid al Señor. Criaturas todas, bendecid
al Señor. Aves del cielo, bendecid al Señor» (Waddingo, 1213, 17). En el mismo
pensamiento se inspira su predicación a los pájaros cerca de Bevagna: los
pájaros, según él, están obligados a alabar y ensalzar a su bondadoso creador
que vela amorosamente por ellos y provee a las necesidades de su vida (Flor
16). Aquí no hay ni la más mínima huella del pesimismo moderno: según
Francisco, la existencia es para los seres creados una dicha infinita, de donde
les nace el deber de dar gracias, a fuer de hijos, a su padre, por el don de la
vida.
San Francisco
amaba a la naturaleza toda; pero con preferencia amaba aquellas cosas que más
podían justificar este su optimismo. Y así, siempre se dirigía con particular
amor a todo lo que en la tierra hay de más claro y hermoso: a la luz y al
fuego, al agua limpia y que corre, a las flores y a los pájaros. Su
contemplación de la naturaleza tenía mucho de simbólica: amaba el agua, porque
era símbolo de la santa penitencia, por cuyo medio el hombre llega a
purificarse, y porque el agua es el medio o instrumento del bautismo. De aquí
que tuviera una veneración tal por el agua que, cuando se iba a lavar las
manos, buscaba siempre un lugar donde las gotas que de ellas caían no pudiesen
ser holladas. Al asentar el pie sobre las piedras y las rocas, lo hacía siempre
con infinita cautela, porque luego al punto se le iba el pensamiento a Aquel
que simbólicamente es llamado piedra angular. Al hermano encargado de preparar
la leña para la lumbre le decía que nunca cortase el árbol entero, sino que
dejara algunas ramas íntegras, por amor del que quiso salvarnos en el árbol de
la cruz. Igualmente, decía al hermano encargado de cultivar el huerto que no
destinase toda la tierra para hortalizas comestibles, sino que dejara un trozo
de tierra para plantas frondosas, que a su tiempo produjeran flores para los
hermanos, por amor de quien se llama Flor del campo y lirio de los valles
(Ct 21,1). Decía incluso que el hermano hortelano debería cultivar en algún
rincón de la huerta un bonito jardincillo donde poner y plantar toda clase de
hierbas olorosas y de plantas que produzcan hermosas flores, para que a su
tiempo inviten a cuantos las vean a alabar a Dios (EP 118).
Mas a este
simbolismo se juntaba en él un amor puro y directo a la naturaleza. El fuego y
la luz le parecían tan hermosos, que nunca veía con gusto apagar una vela o una
lámpara. Amén de la hortaliza que sirve para la cocina, le agradaba que en los
huertos de los conventos hubiese también hierbas olorosas y que no faltasen en
ellos «nuestras hermanas las flores», a fin de que todos, admirando su belleza,
se levantasen a un mayor reconocimiento y gratitud al Creador. En Greccio
acostumbraba acariciar, inclinándose, los hijuelos de «nuestros hermanos los
petirrojos»; en Siena, él mismo hacía nidos para las tortolitas. Cuando veía
por el camino los gusanillos arrastrarse miserablemente y expuestos a ser a lo
mejor aplastados, los recogía cuidadosamente y los colocaba a un lado de la vía
para impedir que fuesen pisados por los transeúntes. Y en invierno nunca dejaba
de poner miel en los panales de las abejas.
Toda criatura era
para él, absoluta y directamente, una viva palabra de Dios, pues toda criatura
pregona y clama: «¡Dios me ha hecho por ti, oh hombre!» (EP 118). Como todas
las personas piadosas, Francisco sentía en alto grado el valor de todas las
cosas y las veneraba como algo muy precioso. La criatura le servía para
comprender al Creador; la fuerza y solidez inquebrantable de las peñas lo
llevaba al punto a considerar la fortaleza de Dios y cuán potente escudo
tenemos en Él. La vista de una flor en su frescura matinal, o la de los tiernos
picos de las avecillas cuando los abren en el nido con ingenua confianza, todo
esto le descubría la cándida pureza y hermosura de Dios al par que la infinita
ternura del divino corazón. En el Espejo de Perfección se nos dice: «Y nosotros
que estuvimos con él veíamos que era tan grande su gozo interior y exterior en
casi todas las creaturas, que, cuando las palpaba o contemplaba, más parecía
que moraba en espíritu en el cielo que en la tierra. E, impelido por los muchos
consuelos que experimentó y experimentaba en la consideración de las creaturas,
poco antes de morir compuso unas alabanzas al Señor por las creaturas para
excitar a los que las oyeran a alabar a Dios y para que el mismo Señor fuera
alabado en sus creaturas por los hombres» (EP 118; 2 Cel 165).
Y este
sentimiento llenaba a Francisco de una perenne alegría ante la vista o el
pensamiento de Dios, lo mismo que de un incesante anhelo de rendirle gracias.
En esta acción de gracias deseaba que todos los seres participasen, y le
parecía que todos de hecho tomaban parte en ella con placer. «Querido hermano
faisán, alabado sea nuestro Creador», decía a un ave con que uno de sus
bienhechores lo había obsequiado, y el faisán nunca se apartaba de Francisco y
rehusaba toda otra compañía. «Canta, hermana mía cigarra, y alaba jubilosa al
Señor, tu Creador», solía exclamar bajo los olivos de la Porciúncula, y al
instante la hermana cigarra rompía a cantar hasta que el Santo le mandaba
callarse. Muchas veces los animales silvestres le hacían compañía: por ejemplo,
la liebre aquella que no quería abandonarlo un punto mientras moró en la isla
del lago Trasimeno, o el conejo silvestre de Greccio. Un día, en los suburbios
de Siena, se vio de repente rodeado de un hato de ovejuelas. Los mansos
animalitos fueron poniéndose en torno de él hasta formar un círculo y después
comenzaron a balar, cual si quisiesen decirle alguna cosa. Navegando una vez
por el lago de Rieti, le regalaron un pez vivo recién pescado; Francisco lo
arrojó de nuevo al agua, y el animalito por largo espacio fue siguiendo la
barca. Un pájaro, cogido aquel mismo día y que había sido dado al Santo, no quiso
separarse de su lado hasta que Francisco le dio orden formal de hacerlo (2 Cel
167-171; LM 8,7-10).
Pero lo que sobre
todo movía a Francisco a dar gracias a Dios era la creación del sol y del
fuego. Solía decir: «Por la mañana, cuando nace el sol, todos deberían alabar a
Dios, porque ha creado el sol para nuestra utilidad: por él nuestros ojos ven
la luz del día. Y por la tarde, al anochecer, todo hombre debería alabar a Dios
por el hermano fuego; por él ven nuestros ojos de noche. Todos, en efecto, somos
como ciegos, y el Señor da luz a nuestros ojos por estos dos hermanos nuestros.
Por eso, debemos alabar especialmente al Creador por el don de estas y de otras
creaturas de las que nos servimos todos los días» (EP 119).
El Cántico
del hermano Sol brotó al calor de este sentimiento. En su tugurio de San
Damián Francisco vivía como un ciego, sin poder aguantar ni la luz del sol ni
el brillo del fuego. Una noche sus padecimientos arreciaron tanto, que no pudo
menos de exhalar para Dios este grito: «¡Señor, ven en mi auxilio y socórreme
en mis flaquezas para que pueda sobrellevarlas con paciencia!»
Entonces oyó en
espíritu una voz que le decía: «Dime, hermano; si alguno te diera por tus
enfermedades y tribulaciones un tesoro grande y precioso en cuya comparación
estimaras en nada la tierra convertida en oro puro, todas las piedras
convertidas en piedras preciosas, y toda el agua en bálsamo, ¿no te alegrarías
de verdad?»
Respondió el
bienaventurado Francisco: «Señor, grande y precioso sería ese tesoro, apetecible
y muy codiciable».
Y oyó de nuevo en
su interior: «Pues regocíjate, hermano, y salta de júbilo por tus enfermedades
y tribulaciones, y condúcete en adelante con tanta seguridad como si estuvieras
en mi reino».
Al otro día se
levantó por la mañana y dijo a sus compañeros que sentados lo rodeaban: «Si el
emperador diera a un criado suyo todo un reino, ¿no debería estar repleto de
alegría aquel criado? Y si le diera todo su imperio, ¿no debería regocijarse
más todavía?» Y añadió: «Pues yo tengo que gozarme muchísimo en mis
enfermedades y tribulaciones, y fortalecerme en el Señor, y dar gracias a Dios
Padre, y a su único Hijo, el Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo por la
inmensa gracia que el Señor me ha hecho; quiero decir, por haberse dignado
certificar en vida a este indigno siervo suyo que gozaré de su reino. Por eso,
para alabanza de Dios, para nuestro consuelo y para edificación del prójimo,
quiero componer una nueva alabanza de las creaturas del Señor, de las cuales
nos servimos todos los días, sin las cuales no podemos vivir y en las cuales el
género humano tantas veces ofende a su Creador. Y continuamente somos ingratos
a tantas gracias y beneficios que nos da; no alabamos al Señor, creador y dador
de todos los bienes, como es nuestra obligación».
Y, sentándose, se
puso Francisco a meditar. Corto espacio había meditado, cuando los hermanos
oyeron que entonaba los primeros versos del Cántico del hermano Sol:
«Altissimu, onnipotente, bon signore», «Altísimo, omnipotente, buen Señor»,
etc. Aplicó una música a esta letra y enseñó a sus compañeros a recitarla y
cantarla.
Su espíritu
gozaba ya entonces de consuelo y dulzura tan hondos, que quería mandar que
llamasen al hermano Pacífico, que en el mundo era llamado el «rey de los
versos» y fue muy cortesano maestro de cantores; tenía intención de darle
algunos compañeros, buenos y espirituales, que fueran con él por el mundo
predicando y cantando las alabanzas del Señor. Deseaba que quien mejor pudiera
predicar entre ellos, predicase primero al pueblo y después cantaran todos
juntos las alabanzas del Señor, como juglares de Dios.
Quería que,
después de cantar las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: «Nosotros
somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que
permanezcáis en verdadera penitencia» (EP 100 y 119; 2 Cel 213).
Y he aquí el
Cántico, primero en su versión original y después traducido. No doy ahora más
que el texto primitivo; de las dos estrofas que añadió Francisco más tarde,
hablaré en el capítulo próximo. El texto original del
Cántico suena así:
Altissimu onnipotente bon signore,
tue so le laude, la gloria e l'onore et onne benedictione.
Ad te solo, altissimo, se konfano,
et nullu homo ene dignu te mentovare.
Laudato sie, mi signore, cun tucte le tue creature,
spetialmente messor lo frate sole,
lo qual'è iorno, et allumini noi per loi.
Et ellu è bellu e radiante con grande splendore,
de te, altissimo, porta significatione.
Laudato si, mi signore, per sora luna e le stelle,
in celu l'ài formate clarite et pretiose
et belle.
Laudato si, mi signore, per frate vento,
et per aere et nubilo et sereno et onne
tempo,
per lo quale a le tue creature dai sustentamento.
Laudato si, mi signore, per sor aqua,
la quale è multo utile et humile et pretiosa et casta.
Laudato si, mi signore, per frate focu,
per lo quale enn'allumini la nocte,
ed ello è bello et iocundo et robustoso et forte.
Laudato si, mi signore, per sora nostra matre terra,
la quale ne sustenta et governa,
et produce diversi fructi con coloriti flori et herba.
Laudate et benedicete mi signore,
et rengratiate et serviateli cun grande
humilitate.
Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el
honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, corresponden,
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.
Loado seas, mi Señor, con todas tus
criaturas,
especialmente el señor hermano sol,
el cual es día, y por el cual nos
alumbras.
Y él es bello y radiante con gran
esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Loado seas, mi Señor, por la hermana luna
y las estrellas,
en el cielo las has formado luminosas y
preciosas y bellas.
Loado seas, mi Señor, por el hermano
viento,
y por el aire y el nublado y el sereno y
todo tiempo,
por el cual a tus criaturas das sustento.
Loado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy útil y humilde y preciosa y
casta.
Loado seas, mi Señor, por el hermano
fuego,
por el cual alumbras la noche,
y él es bello y alegre y robusto y fuerte.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana
la madre tierra,
la cual nos sustenta y gobierna,
y produce diversos frutos con coloridas
flores y hierba.
Load y bendecid a mi Señor,
y dadle gracias y
servidle con gran humildad.
[1] - Boehmer pone equivocadamente en octubre de 1224 esta postrer estancia del
Santo en San Damián. Francisco dejó el Alverna sólo el 30 de septiembre del
dicho año; después se dirigió, parándose aquí y allí, hacia Cittá di Castello,
donde permaneció un mes entero, y los Apeninos no los pasó sino después del
primero de noviembre. En este mes, el clima de Asís no es todavía tal que se
pueda vivir al aire libre en una choza construida de ramaje.
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