jueves, 6 de abril de 2017

San Francisco de Asís. G.K. Chesterton. Cap 8

Capitulo 8
El espejo de Cristo


No es fácil a quien le fue otorgada la libertad de la fe incurrir en la locas extravagancias por las que, en tiempos posteriores, franciscanos bastardeados, mejor dicho, 'los fraticelos intentaron ceñirse por entero a san Francisco como a un segundo Cristo y creador de un evangelio nuevo. En realidad, semejante idea convier­te en fútiles todos los motivos en la vida de quien la adopta, pues nadie exaltará con reverencia lo que se propone rivalizar ni profesará seguir lo que se propone cambiar. Bien lejos de esto, como se verá luego, este pequeño estudio ha de insistir de manera especial en que fue la sagacidad pontificia lo que salvó al gran movimiento franciscano para beneficio del mundo en­tero y la Iglesia universal, y lo libró de convertirse en ese tipo de secta, gastada y de segunda mano, que lla­man nueva religión. Por ello, cuanto aquí escribamos debe entenderse no sólo como distinto sino como lo diametralmente opuesto a la idolatría de los fraticelos. La diferencia entre Cristo y san Francisco es la que se da entre el Creador y la criatura, y por cierto no ha existido criatura alguna con mayor conciencia de tan colosal contraste como el mismo san Francisco. Pero, admitida esta verdad, es cabalmente cierto y de brutal importancia decir que Cristo fue el dechado que Fran­cisco se propuso imitar, que en muchos puntos las vi­das humanas e históricas de ambos fueron curiosa­mente coincidentes y, por encima de todo, que, com­parando a Francisco con nosotros, fue cuanto menos una aproximación muy sublime a su Maestro y, con to­do y ser intermediario y reflejo, un espléndido y aún así misericordioso espejo de Cristo. Verdad ésta que sugiere otra que estimo ha sido escasamente advertida pero que resulta un poderoso argumento para de­mostrar cómo la autoridad de Cristo se continúa en la Iglesia Católica.

El cardenal Newman en su penetrante obra de controversia escribió una frase que bien podría consti­tuir la pauta de lo que queremos significar al decir que el credo de san Francisco tiende a la lucidez y la valen­tía lógica. Hablando de la facilidad con que se puede hacer que la verdad parezca su propia sombra o im­postura, Newman dijo: "Y si el Anticristo es como Cristo, Cristo, supongo, será como el Anticristo". El sentimiento religioso del hombre simple quizás en­cuentre chocante el final de la frase, pero resulta inobjetable excepto para el lógico que dijo que César y Pompeyo eran muy parecidos... especialmente Pompeyo. La extrañeza será quizás más leve si digo, cosa que la mayoría de nosotros olvidamos, que si san Fran­cisco fue como Cristo, en la misma medida Cristo fue como san Francisco. Y lo que aquí hace a mi propósito es que en realidad resulta muy iluminador percatamos de que Cristo era como san Francisco. Quiero decir que si en la historia de Galilea tropezamos con enig­mas y palabras duras de entender y que si para estas palabras y enigmas hay una respuesta en la historia de Asís, ello demuestra que hay un secreto trasmitido en el tiempo en una determinada tradición y en ninguna otra y que el arca que se selló en Palestina se puede abrir en Umbría porque es la Iglesia la guardiana de las llaves.

Pero, en realidad de verdad, si siempre pareció na­tural explicar a san Francisco a la luz de Cristo, no son muchos los que pasaron a hacerlo al revés y a explicar a Cristo a la luz del Santo. Quizás la palabra "luz" no sea aquí la metáfora apropiada, pero lo mismo cabe decir de la aceptada del espejo. San Francisco es espejo de Cristo como la luna lo es del sol. Es aquélla mucho menor que éste, pero también está mucho más cerca: aun siendo menos brillante resulta más visible. En el mismo exacto sentido, san Francisco está más cerca nuestro y, siendo simple hombre como nosotros, resul­ta así más imaginable. Abrigando menos misterios, no nos habla tanto en misterio. Así, en los hechos, muchas cosas menores que en boca de Cristo parecen enigmas en la de Francisco sólo sonarán a paradojas típicas. Parece, pues, natural releer los acaecimientos más remotos con la ayuda de los más recientes. Es un truismo decir que Cristo vivió antes de la cristiandad; de donde se infiere que como figura histórica fue figu­ra de la historia pagana. Quiero significar que el medio en que se movió no fue el de la cristiandad sino el del antiguo imperio pagano y por esto sólo, por no mencionar la distancia en el tiempo, sus circunstancias nos resultan más extrañas que las de un monje italiano como cualquiera de los que aun hoy podemos en­contrar a vuelta del camino. Creo que ni siquiera el comentario más autorizado está capacitado para sope­sar con certeza el valor corriente o convencional de to­das las palabras de Cristo ni para determinar cuáles de ellas fueron quizás una alusión corriente y cuáles una sorprendente fantasía. Lo arcaico del marco en que fueron dichas permite que muchas se levanten como jeroglíficos y queden libradas a interpretaciones perso­nales, múltiples y peculiares. Y, sin embargo, de cada una de ellas no deja de ser verdad que si las traducimos al dialecto de Umbría que usaron los primeros francis­canos, se mostrarán como otra parte cualquiera de la historia franciscana: en un sentido fantásticas sin lu­gar a dudas pero familiares a carta cabal. Alrededor del pasaje que incita a la gente a considerar los lirios del campo y copiarlos no pensando en el mañana, se han tejido toda clase de controversias críticas. El es­céptico vacila entre decirnos que seamos cristianos ver­daderos y hagamos lo que la sentencia dice o explicar­nos que esto es imposible. Cuando el tal es comunista a más de ateo duda por lo general entre censurarnos por predicar lo impracticable o por no llevar a la práctica de inmediato el dicho., No voy aquí a discutir ni de ética ni de economía. Dios me libre; voy simplemente a ob­servar que quienes se sienten perplejos ante el dicho de Cristo ni por un momento se detendrían antes de acep­tarlo si fuesen palabras de san Francisco. Nadie se va a sorprender al hallar que el Santo dijo: "Hermanitos, os ruego que seáis prudentes como la hermana Marga­rita y el hermano Girasol a quienes el mañana no les quita el sueño y, sin embargo, traen coronas de oro co­mo los reyes y emperadores o como Carlomagno en to­do el esplendor de su gloria". Mayor desazón y extra­ñeza se ha suscitado a propósito del mandato de poner la otra mejilla y dar el manto al ladrón que robó la tú­nica. Está muy difundida la idea de que aquí se habla de la maldad de las guerras entre naciones, tema sobre el que directamente no se ve palabra. Tomada la frase literal y universalmente implica con más claridad la maldad de toda la ley y gobierno. Sin embargo, muchos son los pacifistas venturosos a quienes choca la idea de usar la fuerza bruta de los soldados contra un extranjero poderoso más que la de aplicar la fuerza bruta de la policía contra un pobre conciudadano.

Otra vez aquí me contento con señalar que la paradoja se convierte en perfectamente humana y probable si es Francisco quien habla con ella a franciscanos. Nadie se sorprenderá leyendo que el hermano junípero corrió en pos del ladrón que le robara la capucha y le rogó que llevara también el hábito, pues así lo había orde­nado Francisco. Tampoco a nadie le llamará la aten­ción que el Santo haya dicho a un joven noble, a punto de ser admitido en su compañía, que lejos de perseguir al ladrón para recuperar los zapatos debía lanzarse en su seguimiento y brindarle el regalo de las medias. Nos gustará o no la atmósfera que semejantes hechos implican, pero por lo menos sabemos de qué atmósfe­ra se trata. Reconocemos en ellos un rasgo natural y claro como la nota del canto del pájaro: la nota y el rasgo de san Francisco. Hay en ellos algo de amable burla ante la idea de posesión, algo de la esperanza de desarmar al enemigo con la generosidad, algo del sen­tido del humor que busca sorprender al mundano con lo inesperado y algo de la alegría de llevar una convic­ción entusiasta hasta el extremo lógico. Pero, a fin de cuentas, no tenemos dificultad en reconocer el gesto si leímos la literatura de los "hermanitos" y del movi­miento que nació en Asís. Parece, pues, razonable in­ferir que si ese espíritu logró cosas tan extrañas en tierras de Umbría, el mismo espíritu hubo de hacerlas posibles en Palestina. Si a tanta distancia oímos no­sotros en dos realidades la misma nota inconfundible y paladeamos el mismo sabor indescriptible no es innatural suponer que el caso más remoto respecto a nuestra experiencia no es cosa distinta del que a ella está más próximo. Como todo resulta explicable si pre­sumimos que Francisco estaba hablando a francisca­nos, no es explicación irracional sugerir que también Cristo hablaba a un grupo escogido al que cumplía re­alizar la misma función que los franciscanos. En otras palabras, me parece natural sostener, como la Iglesia Católica lo ha hecho siempre, que estos consejos for­man parte de una vocación especial para asombro y enseñanza del mundo. Pero, en todo caso, importa no­tar que cuando nos damos cuenta de que estos rasgos singulares, que así encajan unos en otros de manera tan fantástica, reaparecen después de más de mil años, debemos suponer que los ha producido el mismo siste­ma religioso que para sí reclama la autoridad y conti­nuidad emanadas de los propios escenarios donde por vez primera aparecieron. Numerosas filosofías repeti­rán las verdades más triviales del cristianismo. Pero es la antigua Iglesia la que puede aún sorprender al mundo con las paradojas del cristianismo. Ubi Petrus ibi Franciscos.

Pero si admitimos que fue en verdad la inspiración de su divino Maestro la que empujó a Francisco a re­alizar esos actos que sólo tienen de particular su rareza y excentricidad, no podemos dejar de comprender que fue la misma inspiración la que lo llevó a actos de ne­gación propia y austeridad. Es evidente que esas pará­bolas franciscanas del amor a los hombres más o me­nos lúdricas fueron concebidas tras un cuidadoso estu­dio del Sermón de la Montaña. Pero es también evi­dente que el Santo llevó a cabo un estudio, aún más minucioso si cabe, sobre el callado sermón de esa otra montaña, la que llamaron desde antiguo el Gólgota. Aquí también Francisco repetía la estricta verdad his­tórica cuando dijo que al ayunar y sufrir toda humilla­ción sólo quería hacer algo de lo que Cristo hizo, y aquí nuevamente la aparición de la misma verdad en los dos extremos de la misma cadena de tradición im­pone como muy probable el que la tradición ha preser­vado la verdad. Pero, por el momento, la importancia de este hecho afecta al paso siguiente en la historia personal del hombre Francisco.

A medida que más se patentizaba que el esquema comunitario del Santo era un hecho asegurado y que se había superado el peligro de un temprano colapso, a medida que se hacía evidente que ahora existía algo que llamamos Orden de Frailes Menores, fue acen­tuándose otra ambición de Francisco más intensa e in­dividual. Tan pronto como el Santo estuvo seguro de tener seguidores, no se comparó con quienes lo podían mirar como maestro; lo hizo más y más con su Maestro ante quien se descubría sólo como siervo. Esta, sea dicho al pasar, es una de las ventajas morales y aun prácticas del privilegio ascético. Toda otra superiori­dad puede ser arrogancia. Pero el santo nunca será arrogante porque se encuentra siempre, por hipótesis, en presencia de un superior. La objeción que cabe le­vantar contra la aristocracia es que es un sacerdocio sin Dios. Pero, de todas maneras, el servicio a que san Francisco se consagraba cada vez más lo concebía él por aquel tiempo en términos de sacrificio y crucifi­xión. Al Santo lo llenaba el sentimiento de no sufrir lo bastante para ser digno de ser contado entre los se­guidores de su sufriente Dios. Y este período de su his­toria podemos sintetizarlo elementalmente como la "búsqueda del martirio".

Esta fue la idea última de el asunto tan llamativo que fue -la expedición suya entre los sarracenos en Siria. Ha­bía, en verdad, otros elementos en ese proyecto que bien merecen una comprensión más inteligente de la que por lo común se les dispensó. La idea de Francis­co, por supuesto, implicaba terminar las cruzadas en doble sentido: lograr su conclusión y conseguir su pro­pósito. Sólo que esto lo quería hacer mediante la con­versión y no por la conquista; vale decir, por medios intelectuales y no materiales. La mentalidad moderna no es fácil de satisfacer, y generalmente acusa de fero­ces los métodos de Godofredo y de fanáticos los de Francisco. Esto es, que proclama impracticable todo método moral en el preciso instante en que tacha de inmoral a todo el que resulta practicable. Pero la idea de san Francisco estaba lejos de ser fanática o forzosa­mente impracticable; aunque no cabe descartar que el Santo haya mirado el problema con simplicidad un tanto excesiva, no poseyendo el saber de su gran here­dero Raimundo Lulio, quien comprendió más pero que ha sido, como el Santo, poco comprendido. El modo de abordar la empresa fue altamente personal y peculiar, mas esto puede decirse de cuanto Francisco hi­zo. En un sentido consistió en una idea simple, como la mayoría de las suyas, pero que no fue en modo alguno necia: mucho se puede abogar en favor de ella y aun es posible que hubiera tenido éxito. Se reducia simple­mente a pensar que era mejor crear cristianos que destruir musulmanes. Si el islam se hubiera converti­do, el mundo hubiera sido inconmensurablemente más unido y feliz; por lo menos se hubieran ahorrado

tres cuartas partes de las guerras que registra la histo­ria moderna. No era absurdo suponer que esto podía lograrse sin fuerza militar por misioneros que fueran también mártires. De este modo la Iglesia había con­quistado Europa e igual cabía esperar respecto a Asia o África. Pero una vez que hayamos admitido todo es­to, todavía queda otro sentido según el cual san Fran­cisco no pensaba en el martirio como medio para un fin sino casi como fin en sí mismo: en el sentido, quiero decir, de que para él el fin supremo era seguir de cerca el ejemplo de Cristo. Á través de todos sus días precipi­tados e inquietos sonaba un estribillo: "No he sufrido bastante; no me he sacrificado bastante; ni siquiera soy digno de la sombra de tu corona de espinas". Va­gaba por los valles del mundo buscando el monte que tiene la silueta de la calavera.

Un poco antes de la partida final a Oriente se ce­lebró cerca de la Porciúncula una amplia y triunfal asamblea sin organizar un comisariato. Domingo, el chozas de paja por la forma en que acampó aquel po­deroso ejército. Quiere la tradición que haya sido en­tonces cuando Francisco se encontró con santo Domin­go por primera y última vez. Dice ella también, lo que es bastante probable, que el espíritu práctico del espa­ñol se sintió casi aterrado ante la devota irresponsabili­dad del italiano que había congregado semejante asamblea sin organizar una comisariato. Domingo, el español, era, como casi todos los españoles, hombre con mentalidad de soldado. Su caridad revestía las for­mas prácticas de la previsión y la preparación. Pero, prescindiendo de disputas sobre la fe a que tales inci­dentes se ven expuestos, santo Domingo no compren­dió en este caso el poder de la simple popularidad ge­nerado por la sola personalidad. En todos sus saltos al vacío, san Francisco poseyó la extraordinaria facultad de caer de pie. Como un alud la campiña entera se precipitó en ayuda de esta especie de picnic piadoso proveyendo alimento y bebidas. Los campesinos traje­ron carradas de vino y caza; grandes señores se movían por el lugar cumpliendo menesteres de siervos. Era una victoria manifiesta para el espíritu franciscano de fe siega no sólo en Dios sino en el hombre. Por supues­to que abundan las dudas y discusiones sobre la totali­dad del relato y sobre la relación de Francisco y Do­mingo, y los hechos sobre el Capitulo de las chozas de paja han sido contados desde la perspectiva francisca­na. Pero el supuesto encuentro merece mencionarse precisamente porque ocurrió inmediatamente antes de que Francisco partiera para su cruzada incruenta y, en este momento preciso, se vio, cuentan, son Domingo a quien tanto se le ha criticado por prestarse a otra cru­zada mucho más cruenta. No hay espacio en este libri­to para explicar cómo san Francisco tanto como santo Domingo hubiera aprobado la defensa por las armas de la unidad cristiana como recurso último. Se re­queriría un voluminoso libro en vez de este pequeño para desarrollar este sólo punto desde sus primeros principios. Porque la mente está en blanco cuando se trata de la filosofía de la tolerancia, y el término me­dio de los agnósticos de épocas resientes no tiene la mí­nima noción de lo que quiere decir cuando habla de li­bertad e igualdad religiosas. Aprecia la propia ética como autoevidente y la aplica a todo como al caso de la decencia y del error en la herejía adamítica. Y luego se siente terriblemente sorprendido si a sus oídos llega que otros, musulmanes o cristianos, toman también su ética por autoevidente y la aplican a su vez como al te­ma de la reverencia o del error en la herejía atea. Y luego termina en ese camino sin salida, ilógico y par­cial, del inconsciente encontrando lo no familiar, a lo que llama la liberalidad de la propia mente. El hombre medieval estimó que si el orden social- se funda sobre determinada idea, se debe luchar por ella, sea la idea tan simple como el islam o tan cuidadosamente equilibrada como el catolicismo. El. hombre moderno en realidad opina lo mismo, como se ve a las claras cuando los comunistas atacan las ideas de la pro­piedad. Sólo que no lo piensan son igual lucidez por­que en realidad tampoco han acabado de formular su concepto de propiedad. Pero mientras resulta pro­bable que san Francisco a regañadientes haya coinci­dido son santo Domingo en que la guerra por la ver­dad no era injusta como resorte último; es en cambio cierto que santo Domingo coincidió entusiastamente son san Francisco sobre que de lejos era mejor ganar la batalla por la persuasión y el esclarecimiento si era po­sible. Santo Domingo se consagró mucho más a per­suadir que a perseguir, pero hubo diferencia en los métodos simplemente porque la había también en los hombres. En todo lo que san Francisco hizo había algo que llamaría, en el buen sentido, infantil y hasta ter­so. Se lanzaba abruptamente a las sosas como si aca­baran de cruzársele en el camino. Y así se arrojó a su empresa mediterránea son algo del gesto del escolar que se escapa y se lanza a la mar.

En el acto primero de ese intento Francisco se distin­guió de manera característica. Nunca se detuvo a aguardar presentaciones o tratativas o sostenes impor­tantes que en realidad no le faltaban por parte de gen­te responsable y risa. Simplemente vio un barco y a él se lanzó como lo hizo siempre en todas las sosas. El ges­to tuvo el aire de quien corre una carrera, gesto que hace que toda su vida la leamos como una escapada y aun literalmente como una fuga. Yacía el Santo como un leño entre el resto de la sarga son un compañero que arrastró en su prisa; pero, según parece, el viaje resultó fracasado y errático y acabó en forzado regreso a Italia. Al parecer, la gran reunión en la Porciúnsula tuvo lugar después de esta primera salida en falso, y entre ella y el viaje final a Siria hubo también un in­tento de conjurar la amenaza musulmana predicando a los moros en España. De hecho ahí varios entre los primeros franciscanos alcanzaron gloriosamente el martirio. Pero el gran Francisco todavía avanzaba ex­tendiendo los brazos a semejantes tormentos y desean­do en vano la agonía del martirio. Nadie como él habrá estado tan pronto a decir que se parecía menos a Cristo que quienes ya habían encontrado el Calvario; pero guardose para sí este pensamiento como un secreto, guardóse para sí la más extraña entre las pesadumbres del hombre.

El siguiente viaje fue más afortunado por lo que se refiere a llegar al teatro de las operaciones. Arribó al cuartel general de los cruzados que se hallaba entonces ante la ciudad sitiada de Damietta y, en su manera rá­pida y solitaria, siguió camino en busca del cuartel ge­neral de los sarracenos. Logró obtener una entrevista con el sultán y fue evidentemente durante este en­cuentro que se ofreció -y algunos dicen que lo hizo arrojarse el fuego desafiando, como en unas divinas ordalías, a los maestros religiosos musulmanes a hacer lo mismo. Es muy cierto que a ello estaba dispuesto al menor aviso. Y, en todo caso, arrojarse al fuego era acción menos desesperada que lanzarse entre las armas e instrumentos de tortura de una horda de fanáticos musulmanes y pedirles que renunciaran a Mahoma. Añaden luego los relatos que los muftis mahometanos se mostraron fríos ante la competición propuesta y que uno de ellos se retiró calladamente mientras se la dis­cutía, lo que también parece creíble. Pero, por los mo­tivos que sean, Francisco evidentemente volvió tan libre como había partido. Algo de verdad ha de haber en la narración acerca de la impresión personal de Francisco sobre el sultán, hecho que el narrador pre­senta como una especie de conversión secreta. Y tam­bién algo de verdad en la sugerencia de que el santo varón se vio inconscientemente protegido entre a­quellos orientales semibárbaros por el halo de su santi­dad que en aquellos países, suponen, rodea a los locos. Pero tanto o más verdad se halla en la explicación más amplia que lo atribuye todo a esa cortesía y compa­sión, graciosa bien que caprichosa, que en los sultanes del tipo y tradición de Saladino se mezclaba con acti­tudes más salvajes. Finalmente tampoco es desacertada la sugerencia de que el relato sobre Francisco en Siria se puede contar como una especie de tragedia y come­dia irónica titulada El hombre que no lograba que lo mataran. Las gentes lo querían tanto por lo que era que mal podían permitir que muriera por su fe, y así se acogía al hombre y no a su mensaje. Pero ésto no son más que conjeturas convergentes sobre un gran esfuer­zo difícil de juzgar porque se quebró en su nacimiento mismo como los principios de un gran puente que pu­do unir a Oriente y Occidente y que perdurará como un gran "pudo-haber-sido" de la historia.

Entre tanto el gran movimiento daba pasos agigan­tados en Italia. Apoyado ahora por la autoridad papal tanto como por el entusiasmo popular y creando una suerte de compañerismo entre todas las clases, el movi­miento franciscano generaba un alboroto de recons­trucción por todos los costados de la vida social y reli­giosa, y en especial había empezado a expresarse a tra­vés del entusiasmo por construir, que es una de las no­tas de todas las resurrecciones de la Europa occidental. Notable entre otros fue el magnífico hogar misionero de Frailes Menores que se habían establecido en Bolo­nia: un vasto cuerpo de éstos y de fieles simpatizantes formaba alrededor de la obra un coro de aclama­ciones. La unanimidad del canto sufrió una extraña interrupción. En esta muchedumbre se vio a un hombre solo que se eregía increpando repentinamente al edificio cual si fuera un templo babilónico y pregun­tando con indignación desde cuándo a, la Señora Pobreza se la escarnecía con el lujo de los palacios. Era Francisco, una figura salvaje, de regreso de su cruzada oriental. Y aquélla fue la primera y última vez en que habló con ira a sus hijos.

Algo hemos de decir más adelante acerca de la seria disparidad de sentimientos y política por la que algu­nos franciscanos, y el propio Francisco hasta cierto punto, se separaron de la política más moderada que a la postre prevaleció. En este lugar baste observarla co­mo una sombra que cayó sobre el espíritu del Santo tras su desengaño en el desierto y como preludio en al­guna manera de la fase siguiente en su carrera, que es la más aislada y misteriosa. Es cierto que todo lo que se relaciona con ese episodio parece envuelto por una nu­be de discusión, y aun la misma fecha resulta incierta situándola algunos relatos en momento mucho más temprano que el aquí adoptado. Pero sea el hecho o no cronológicamente la culminación de la historia, lo es por cierto desde el punto de vista lógico, por lo que es mejor indicarlo aquí. Y digo indicar porque en este particular apenas si caben más que indicaciones sien­do todo un misterio, tanto en su más alto sentido mo­ral cuanto en su más trivial sentido histórico. De todas maneras, las circunstancias del caso parecen haber si­do las siguientes. En el curso de su habitual vagabun­deo, Francisco y un joven compañero pasaron a la vera de un castillo todo iluminado por la fiesta que daba el señor con motivo de ser armado caballero uno de los hijos. A esta aristocrática mansión que tomaba su nombre del Monte Feltro penetraron el Santo y su acompañante con su manera casual y graciosa, y em­pezaron a trasmitir las buenas noticas de su cosecha. No faltó quien oyera al Santo "como si fuera un ángel del Señor", entre éstos un caballero por nombre Orlando de Chiusi que poseía extensas tierras en Toscana y que procedió a brindar al Santo un acto de cor­tesía singular y hasta diríamos pintoresco. Le ofreció una montaña, obsequio muy único en el mundo si los hay. Presumiblemente la regla franciscana que prohi­bía aceptar dinero nada había previsto en cuando a aceptar montañas, Y en realidad, san Francisco sólo aceptó el regalo como había hecho con todo lo demás: por temporaria conveniencia más que como posesión personal, y lo convirtió en refugio para una vida más eremítica que monástica: allí se retiraba cuando ape­tecía una vida de oración y ayuno que no pedía ni a sus más cercanos amigos. Aquel refugio era el Alvenio de los Apeninos, y en su cima se cierne por siempre una oscura nube circundada de un borde o halo de gloria.

Lo que allí aconteció no se sabrá nunca con exacti­tud. El tema, según tengo entendido, ha sido materia de discusión entre los más devotos estudiosos de tan santa vida y entre éstos y los de condición y mente más secular. Es posible que san Francisco nunca haya hablado a nadie del asunto; su silencio no sería en na­da ajeno a su idiosincrasia, y creo, lo que quizás no pa­se de suposición, que a lo sumo a no más de una perso­na habló el Santo de ello. Bajo inventario, pues, de tan santas dudas confieso que, en mi opinión, este testimo­nio solitario e indirecto suena a relato de hecho real, a relato de esas cosas que son más reales que las que lla­mamos nosotros realidades. Y aún ese algo borroso y extraño, por así decirlo, que se observa en él parece destinado a trasmitir la impresión de una experiencia que sacude los sentidos, como lo hace aquel pasaje del Apocalípsis que habla de criaturas sobrenaturales lle­nas de ojos. Al parecer, Francisco contempló los cielos, por encima de él, ocupados por un dilatado ser alado, cual serafín, que se extendía por el cielo en forma de cruz. Es un misterio si la figura estaba en realidad cru­cificada o en actitud de crucifixión o se encerraba me­ramente bajo la estructura de sus alas un colosal cruci­fijo. Pero parece claro que, de estas posibilidades la primera fue la real pues san Buenaventura claramente dice que san Francisco dudaba y se preguntaba cómo un serafín podía estar crucificado ya que aquellas anti­guas y terroríficas potestades estaban exentas de las debilidades de la Pasión. San Buenaventura sugiere que la aparente contradicción puede significar que san Francisco tuvo que ser crucificado como espíritu ya que no pudo serlo como hombre; pero cualquiera sea el sentido de la visión, la idea general es muy nítida y apabullante. San Francisco vio encima suyo llenando todo el firmamento una vasta potestad, inmemorial e impensable, antigua como el Anciano de días, del que la placidez los hombres concibieron bajo las formas de bueyes alados o querubines monstruosos, y toda esta maravilla alada se agitaba en el sufrimiento como pá­jaro herido. El dolor seráfico, dicen, atravesó el alma del Santo con una espada de pesar y compasión, y cabe suponer que alguna forma de creciente agonía acom­pañó al éxtasis. Desvanecióse por fin aquella visión en el cielo y cálmose la agonía interior, y el silencio y el aire llenaron el crepúsculo matinal y se cernieron len­tamente por sobre los lagos purpúreos y las escarpadas cimas de los Apeninos.


La cabeza del solitario se reclinó sumida en calma y quietud donde el tiempo transcurría con apariencia de lo definitivo y consumado, y al bajar los ojos vio las marcas de los clavos en las propias manos

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