Capitulo 8
El espejo de Cristo
No
es fácil a quien le fue otorgada la libertad de la fe incurrir en la locas
extravagancias por las que, en tiempos posteriores, franciscanos bastardeados,
mejor dicho, 'los fraticelos intentaron ceñirse por entero a san Francisco como
a un segundo Cristo y creador de un evangelio nuevo. En realidad, semejante
idea convierte en fútiles todos los motivos en la vida de quien la adopta,
pues nadie exaltará con reverencia lo que se propone rivalizar ni profesará
seguir lo que se propone cambiar. Bien lejos de esto, como se verá luego, este
pequeño estudio ha de insistir de manera especial en que fue la sagacidad
pontificia lo que salvó al gran movimiento franciscano para beneficio del mundo
entero y la Iglesia universal, y lo libró de convertirse en ese tipo de secta,
gastada y de segunda mano, que llaman nueva religión. Por ello, cuanto aquí
escribamos debe entenderse no sólo como distinto sino como lo diametralmente
opuesto a la idolatría de los fraticelos. La diferencia entre Cristo y san
Francisco es la que se da entre el Creador y la criatura, y por cierto no ha
existido criatura alguna con mayor conciencia de tan colosal contraste como el
mismo san Francisco. Pero, admitida esta verdad, es cabalmente cierto y de
brutal importancia decir que Cristo fue el dechado que Francisco se propuso
imitar, que en muchos puntos las vidas humanas e históricas de ambos fueron
curiosamente coincidentes y, por encima de todo, que, comparando a Francisco
con nosotros, fue cuanto menos una aproximación muy sublime a su Maestro y, con
todo y ser intermediario y reflejo, un espléndido y aún así misericordioso
espejo de Cristo. Verdad ésta que sugiere otra que estimo ha sido escasamente
advertida pero que resulta un poderoso argumento para demostrar cómo la
autoridad de Cristo se continúa en la Iglesia Católica.
El
cardenal Newman en su penetrante obra de controversia escribió una frase que
bien podría constituir la pauta de lo que queremos significar al decir que el
credo de san Francisco tiende a la lucidez y la valentía lógica. Hablando de
la facilidad con que se puede hacer que la verdad parezca su propia sombra o impostura,
Newman dijo: "Y si el Anticristo es como Cristo, Cristo, supongo, será
como el Anticristo". El sentimiento religioso del hombre simple quizás encuentre
chocante el final de la frase, pero resulta inobjetable excepto para el lógico
que dijo que César y Pompeyo eran muy parecidos... especialmente Pompeyo. La
extrañeza será quizás más leve si digo, cosa que la mayoría de nosotros
olvidamos, que si san Francisco fue como Cristo, en la misma medida Cristo fue
como san Francisco. Y lo que aquí hace a mi propósito es que en realidad
resulta muy iluminador percatamos de que Cristo era como san Francisco. Quiero
decir que si en la historia de Galilea tropezamos con enigmas y palabras duras
de entender y que si para estas palabras y enigmas hay una respuesta en la
historia de Asís, ello demuestra que hay un secreto trasmitido en el tiempo en
una determinada tradición y en ninguna otra y que el arca que se selló en
Palestina se puede abrir en Umbría porque es la Iglesia la guardiana de las
llaves.
Pero,
en realidad de verdad, si siempre pareció natural explicar a san Francisco a
la luz de Cristo, no son muchos los que pasaron a hacerlo al revés y a explicar
a Cristo a la luz del Santo. Quizás la palabra "luz" no sea aquí la
metáfora apropiada, pero lo mismo cabe decir de la aceptada del espejo. San
Francisco es espejo de Cristo como la luna lo es del sol. Es aquélla mucho menor
que éste, pero también está mucho más cerca: aun siendo menos brillante resulta
más visible. En el mismo exacto sentido, san Francisco está más cerca nuestro
y, siendo simple hombre como nosotros, resulta así más imaginable. Abrigando
menos misterios, no nos habla tanto en misterio. Así, en los hechos, muchas
cosas menores que en boca de Cristo parecen enigmas en la de Francisco sólo
sonarán a paradojas típicas. Parece, pues, natural releer los acaecimientos más
remotos con la ayuda de los más recientes. Es un truismo decir que Cristo vivió
antes de la cristiandad; de donde se infiere que como figura histórica fue figura
de la historia pagana. Quiero significar que el medio en que se movió no fue el
de la cristiandad sino el del antiguo imperio pagano y por esto sólo, por no
mencionar la distancia en el tiempo, sus circunstancias nos resultan más
extrañas que las de un monje italiano como cualquiera de los que aun hoy
podemos encontrar a vuelta del camino. Creo que ni siquiera el comentario más
autorizado está capacitado para sopesar con certeza el valor corriente o
convencional de todas las palabras de Cristo ni para determinar cuáles de
ellas fueron quizás una alusión corriente y cuáles una sorprendente fantasía.
Lo arcaico del marco en que fueron dichas permite que muchas se levanten como
jeroglíficos y queden libradas a interpretaciones personales, múltiples y
peculiares. Y, sin embargo, de cada una de ellas no deja de ser verdad que si
las traducimos al dialecto de Umbría que usaron los primeros franciscanos, se
mostrarán como otra parte cualquiera de la historia franciscana: en un sentido
fantásticas sin lugar a dudas pero familiares a carta cabal. Alrededor del
pasaje que incita a la gente a considerar los lirios del campo y copiarlos no
pensando en el mañana, se han tejido toda clase de controversias críticas. El
escéptico vacila entre decirnos que seamos cristianos verdaderos y hagamos lo
que la sentencia dice o explicarnos que esto es imposible. Cuando el tal es
comunista a más de ateo duda por lo general entre censurarnos por predicar lo
impracticable o por no llevar a la práctica de inmediato el dicho., No voy aquí
a discutir ni de ética ni de economía. Dios me libre; voy simplemente a observar
que quienes se sienten perplejos ante el dicho de Cristo ni por un momento se
detendrían antes de aceptarlo si fuesen palabras de san Francisco. Nadie se va
a sorprender al hallar que el Santo dijo: "Hermanitos, os ruego que seáis
prudentes como la hermana Margarita y el hermano Girasol a quienes el mañana
no les quita el sueño y, sin embargo, traen coronas de oro como los reyes y
emperadores o como Carlomagno en todo el esplendor de su gloria". Mayor
desazón y extrañeza se ha suscitado a propósito del mandato de poner la otra
mejilla y dar el manto al ladrón que robó la túnica. Está muy difundida la
idea de que aquí se habla de la maldad de las guerras entre naciones, tema
sobre el que directamente no se ve palabra. Tomada la frase literal y
universalmente implica con más claridad la maldad de toda la ley y gobierno.
Sin embargo, muchos son los pacifistas venturosos a quienes choca la idea de
usar la fuerza bruta de los soldados contra un extranjero poderoso más que la
de aplicar la fuerza bruta de la policía contra un pobre conciudadano.
Otra
vez aquí me contento con señalar que la paradoja se convierte en perfectamente
humana y probable si es Francisco quien habla con ella a franciscanos. Nadie se
sorprenderá leyendo que el hermano junípero corrió en pos del ladrón que le
robara la capucha y le rogó que llevara también el hábito, pues así lo había
ordenado Francisco. Tampoco a nadie le llamará la atención que el Santo haya
dicho a un joven noble, a punto de ser admitido en su compañía, que lejos de
perseguir al ladrón para recuperar los zapatos debía lanzarse en su seguimiento
y brindarle el regalo de las medias. Nos gustará o no la atmósfera que
semejantes hechos implican, pero por lo menos sabemos de qué atmósfera se
trata. Reconocemos en ellos un rasgo natural y claro como la nota del canto del
pájaro: la nota y el rasgo de san Francisco. Hay en ellos algo de amable burla
ante la idea de posesión, algo de la esperanza de desarmar al enemigo con la
generosidad, algo del sentido del humor que busca sorprender al mundano con lo
inesperado y algo de la alegría de llevar una convicción entusiasta hasta el
extremo lógico. Pero, a fin de cuentas, no tenemos dificultad en reconocer el
gesto si leímos la literatura de los "hermanitos" y del movimiento
que nació en Asís. Parece, pues, razonable inferir que si ese espíritu logró
cosas tan extrañas en tierras de Umbría, el mismo espíritu hubo de hacerlas
posibles en Palestina. Si a tanta distancia oímos nosotros en dos realidades
la misma nota inconfundible y paladeamos el mismo sabor indescriptible no es
innatural suponer que el caso más remoto respecto a nuestra experiencia no es
cosa distinta del que a ella está más próximo. Como todo resulta explicable si
presumimos que Francisco estaba hablando a franciscanos, no es explicación
irracional sugerir que también Cristo hablaba a un grupo escogido al que
cumplía realizar la misma función que los franciscanos. En otras palabras, me
parece natural sostener, como la Iglesia Católica lo ha hecho siempre, que
estos consejos forman parte de una vocación especial para asombro y enseñanza
del mundo. Pero, en todo caso, importa notar que cuando nos damos cuenta de
que estos rasgos singulares, que así encajan unos en otros de manera tan
fantástica, reaparecen después de más de mil años, debemos suponer que los ha
producido el mismo sistema religioso que para sí reclama la autoridad y continuidad
emanadas de los propios escenarios donde por vez primera aparecieron. Numerosas
filosofías repetirán las verdades más triviales del cristianismo. Pero es la
antigua Iglesia la que puede aún sorprender al mundo con las paradojas del
cristianismo. Ubi Petrus ibi Franciscos.
Pero
si admitimos que fue en verdad la inspiración de su divino Maestro la que
empujó a Francisco a realizar esos actos que sólo tienen de particular su
rareza y excentricidad, no podemos dejar de comprender que fue la misma
inspiración la que lo llevó a actos de negación propia y austeridad. Es
evidente que esas parábolas franciscanas del amor a los hombres más o menos
lúdricas fueron concebidas tras un cuidadoso estudio del Sermón de la Montaña.
Pero es también evidente que el Santo llevó a cabo un estudio, aún más
minucioso si cabe, sobre el callado sermón de esa otra montaña, la que llamaron
desde antiguo el Gólgota. Aquí también Francisco repetía la estricta verdad histórica
cuando dijo que al ayunar y sufrir toda humillación sólo quería hacer algo de
lo que Cristo hizo, y aquí nuevamente la aparición de la misma verdad en los
dos extremos de la misma cadena de tradición impone como muy probable el que
la tradición ha preservado la verdad. Pero, por el momento, la importancia de
este hecho afecta al paso siguiente en la historia personal del hombre
Francisco.
A
medida que más se patentizaba que el esquema comunitario del Santo era un hecho
asegurado y que se había superado el peligro de un temprano colapso, a medida
que se hacía evidente que ahora existía algo que llamamos Orden de Frailes
Menores, fue acentuándose otra ambición de Francisco más intensa e individual.
Tan pronto como el Santo estuvo seguro de tener seguidores, no se comparó con
quienes lo podían mirar como maestro; lo hizo más y más con su Maestro ante
quien se descubría sólo como siervo. Esta, sea dicho al pasar, es una de las
ventajas morales y aun prácticas del privilegio ascético. Toda otra superioridad
puede ser arrogancia. Pero el santo nunca será arrogante porque se encuentra
siempre, por hipótesis, en presencia de un superior. La objeción que cabe levantar
contra la aristocracia es que es un sacerdocio sin Dios. Pero, de todas
maneras, el servicio a que san Francisco se consagraba cada vez más lo concebía
él por aquel tiempo en términos de sacrificio y crucifixión. Al Santo lo
llenaba el sentimiento de no sufrir lo bastante para ser digno de ser contado
entre los seguidores de su sufriente Dios. Y este período de su historia
podemos sintetizarlo elementalmente como la "búsqueda del martirio".
Esta
fue la idea última de el asunto tan llamativo que fue -la expedición suya entre
los sarracenos en Siria. Había, en verdad, otros elementos en ese proyecto que
bien merecen una comprensión más inteligente de la que por lo común se les
dispensó. La idea de Francisco, por supuesto, implicaba terminar las cruzadas
en doble sentido: lograr su conclusión y conseguir su propósito. Sólo que esto
lo quería hacer mediante la conversión y no por la conquista; vale decir, por
medios intelectuales y no materiales. La mentalidad moderna no es fácil de
satisfacer, y generalmente acusa de feroces los métodos de Godofredo y de fanáticos
los de Francisco. Esto es, que proclama impracticable todo método moral en el
preciso instante en que tacha de inmoral a todo el que resulta practicable.
Pero la idea de san Francisco estaba lejos de ser fanática o forzosamente
impracticable; aunque no cabe descartar que el Santo haya mirado el problema
con simplicidad un tanto excesiva, no poseyendo el saber de su gran heredero
Raimundo Lulio, quien comprendió más pero que ha sido, como el Santo, poco
comprendido. El modo de abordar la empresa fue altamente personal y peculiar,
mas esto puede decirse de cuanto Francisco hizo. En un sentido consistió en
una idea simple, como la mayoría de las suyas, pero que no fue en modo alguno
necia: mucho se puede abogar en favor de ella y aun es posible que hubiera
tenido éxito. Se reducia simplemente a pensar que era mejor crear cristianos
que destruir musulmanes. Si el islam se hubiera convertido, el mundo hubiera
sido inconmensurablemente más unido y feliz; por lo menos se hubieran ahorrado
tres
cuartas partes de las guerras que registra la historia moderna. No era absurdo
suponer que esto podía lograrse sin fuerza militar por misioneros que fueran
también mártires. De este modo la Iglesia había conquistado Europa e igual
cabía esperar respecto a Asia o África. Pero una vez que hayamos admitido todo
esto, todavía queda otro sentido según el cual san Francisco no pensaba en el
martirio como medio para un fin sino casi como fin en sí mismo: en el sentido,
quiero decir, de que para él el fin supremo era seguir de cerca el ejemplo de
Cristo. Á través de todos sus días precipitados e inquietos sonaba un
estribillo: "No he sufrido bastante; no me he sacrificado bastante; ni
siquiera soy digno de la sombra de tu corona de espinas". Vagaba por los
valles del mundo buscando el monte que tiene la silueta de la calavera.
Un
poco antes de la partida final a Oriente se celebró cerca de la Porciúncula
una amplia y triunfal asamblea sin organizar un comisariato. Domingo, el chozas
de paja por la forma en que acampó aquel poderoso ejército. Quiere la
tradición que haya sido entonces cuando Francisco se encontró con santo Domingo
por primera y última vez. Dice ella también, lo que es bastante probable, que
el espíritu práctico del español se sintió casi aterrado ante la devota
irresponsabilidad del italiano que había congregado semejante asamblea sin
organizar una comisariato. Domingo, el español, era, como casi todos los
españoles, hombre con mentalidad de soldado. Su caridad revestía las formas
prácticas de la previsión y la preparación. Pero, prescindiendo de disputas
sobre la fe a que tales incidentes se ven expuestos, santo Domingo no comprendió
en este caso el poder de la simple popularidad generado por la sola
personalidad. En todos sus saltos al vacío, san Francisco poseyó la
extraordinaria facultad de caer de pie. Como un alud la campiña entera se
precipitó en ayuda de esta especie de picnic piadoso proveyendo alimento y
bebidas. Los campesinos trajeron carradas de vino y caza; grandes señores se
movían por el lugar cumpliendo menesteres de siervos. Era una victoria
manifiesta para el espíritu franciscano de fe siega no sólo en Dios sino en el
hombre. Por supuesto que abundan las dudas y discusiones sobre la totalidad
del relato y sobre la relación de Francisco y Domingo, y los hechos sobre el
Capitulo de las chozas de paja han sido contados desde la perspectiva franciscana.
Pero el supuesto encuentro merece mencionarse precisamente porque ocurrió
inmediatamente antes de que Francisco partiera para su cruzada incruenta y, en
este momento preciso, se vio, cuentan, son Domingo a quien tanto se le ha
criticado por prestarse a otra cruzada mucho más cruenta. No hay espacio en
este librito para explicar cómo san Francisco tanto como santo Domingo hubiera
aprobado la defensa por las armas de la unidad cristiana como recurso último.
Se requeriría un voluminoso libro en vez de este pequeño para desarrollar este
sólo punto desde sus primeros principios. Porque la mente está en blanco cuando
se trata de la filosofía de la tolerancia, y el término medio de los
agnósticos de épocas resientes no tiene la mínima noción de lo que quiere
decir cuando habla de libertad e igualdad religiosas. Aprecia la propia ética
como autoevidente y la aplica a todo como al caso de la decencia y del error en
la herejía adamítica. Y luego se siente terriblemente sorprendido si a sus
oídos llega que otros, musulmanes o cristianos, toman también su ética por
autoevidente y la aplican a su vez como al tema de la reverencia o del error
en la herejía atea. Y luego termina en ese camino sin salida, ilógico y parcial,
del inconsciente encontrando lo no familiar, a lo que llama la liberalidad de
la propia mente. El hombre medieval estimó que si el orden social- se funda
sobre determinada idea, se debe luchar por ella, sea la idea tan simple como el
islam o tan cuidadosamente equilibrada como el catolicismo. El. hombre moderno
en realidad opina lo mismo, como se ve a las claras cuando los comunistas
atacan las ideas de la propiedad. Sólo que no lo piensan son igual lucidez porque
en realidad tampoco han acabado de formular su concepto de propiedad. Pero
mientras resulta probable que san Francisco a regañadientes haya coincidido
son santo Domingo en que la guerra por la verdad no era injusta como resorte
último; es en cambio cierto que santo Domingo coincidió entusiastamente son san
Francisco sobre que de lejos era mejor ganar la batalla por la persuasión y el
esclarecimiento si era posible. Santo Domingo se consagró mucho más a persuadir
que a perseguir, pero hubo diferencia en los métodos simplemente porque la
había también en los hombres. En todo lo que san Francisco hizo había algo que
llamaría, en el buen sentido, infantil y hasta terso. Se lanzaba abruptamente
a las sosas como si acabaran de cruzársele en el camino. Y así se arrojó a su
empresa mediterránea son algo del gesto del escolar que se escapa y se lanza a
la mar.
En
el acto primero de ese intento Francisco se distinguió de manera
característica. Nunca se detuvo a aguardar presentaciones o tratativas o
sostenes importantes que en realidad no le faltaban por parte de gente
responsable y risa. Simplemente vio un barco y a él se lanzó como lo hizo
siempre en todas las sosas. El gesto tuvo el aire de quien corre una carrera,
gesto que hace que toda su vida la leamos como una escapada y aun literalmente
como una fuga. Yacía el Santo como un leño entre el resto de la sarga son un
compañero que arrastró en su prisa; pero, según parece, el viaje resultó
fracasado y errático y acabó en forzado regreso a Italia. Al parecer, la gran
reunión en la Porciúnsula tuvo lugar después de esta primera salida en falso, y
entre ella y el viaje final a Siria hubo también un intento de conjurar la
amenaza musulmana predicando a los moros en España. De hecho ahí varios entre
los primeros franciscanos alcanzaron gloriosamente el martirio. Pero el gran
Francisco todavía avanzaba extendiendo los brazos a semejantes tormentos y
deseando en vano la agonía del martirio. Nadie como él habrá estado tan pronto
a decir que se parecía menos a Cristo que quienes ya habían encontrado el
Calvario; pero guardose para sí este pensamiento como un secreto, guardóse para
sí la más extraña entre las pesadumbres del hombre.
El
siguiente viaje fue más afortunado por lo que se refiere a llegar al teatro de
las operaciones. Arribó al cuartel general de los cruzados que se hallaba
entonces ante la ciudad sitiada de Damietta y, en su manera rápida y
solitaria, siguió camino en busca del cuartel general de los sarracenos. Logró
obtener una entrevista con el sultán y fue evidentemente durante este encuentro
que se ofreció -y algunos dicen que lo hizo arrojarse el fuego desafiando, como
en unas divinas ordalías, a los maestros religiosos musulmanes a hacer lo
mismo. Es muy cierto que a ello estaba dispuesto al menor aviso. Y, en todo
caso, arrojarse al fuego era acción menos desesperada que lanzarse entre las
armas e instrumentos de tortura de una horda de fanáticos musulmanes y pedirles
que renunciaran a Mahoma. Añaden luego los relatos que los muftis mahometanos
se mostraron fríos ante la competición propuesta y que uno de ellos se retiró
calladamente mientras se la discutía, lo que también parece creíble. Pero, por
los motivos que sean, Francisco evidentemente volvió tan libre como había
partido. Algo de verdad ha de haber en la narración acerca de la impresión
personal de Francisco sobre el sultán, hecho que el narrador presenta como una
especie de conversión secreta. Y también algo de verdad en la sugerencia de
que el santo varón se vio inconscientemente protegido entre aquellos
orientales semibárbaros por el halo de su santidad que en aquellos países,
suponen, rodea a los locos. Pero tanto o más verdad se halla en la explicación
más amplia que lo atribuye todo a esa cortesía y compasión, graciosa bien que
caprichosa, que en los sultanes del tipo y tradición de Saladino se mezclaba
con actitudes más salvajes. Finalmente tampoco es desacertada la sugerencia de
que el relato sobre Francisco en Siria se puede contar como una especie de
tragedia y comedia irónica titulada El hombre que no lograba que lo mataran.
Las gentes lo querían tanto por lo que era que mal podían permitir que muriera
por su fe, y así se acogía al hombre y no a su mensaje. Pero ésto no son más
que conjeturas convergentes sobre un gran esfuerzo difícil de juzgar porque se
quebró en su nacimiento mismo como los principios de un gran puente que pudo
unir a Oriente y Occidente y que perdurará como un gran
"pudo-haber-sido" de la historia.
Entre
tanto el gran movimiento daba pasos agigantados en Italia. Apoyado ahora por
la autoridad papal tanto como por el entusiasmo popular y creando una suerte de
compañerismo entre todas las clases, el movimiento franciscano generaba un
alboroto de reconstrucción por todos los costados de la vida social y religiosa,
y en especial había empezado a expresarse a través del entusiasmo por
construir, que es una de las notas de todas las resurrecciones de la Europa
occidental. Notable entre otros fue el magnífico hogar misionero de Frailes
Menores que se habían establecido en Bolonia: un vasto cuerpo de éstos y de
fieles simpatizantes formaba alrededor de la obra un coro de aclamaciones. La
unanimidad del canto sufrió una extraña interrupción. En esta muchedumbre se vio
a un hombre solo que se eregía increpando repentinamente al edificio cual si
fuera un templo babilónico y preguntando con indignación desde cuándo a, la
Señora Pobreza se la escarnecía con el lujo de los palacios. Era Francisco, una
figura salvaje, de regreso de su cruzada oriental. Y aquélla fue la primera y
última vez en que habló con ira a sus hijos.
Algo
hemos de decir más adelante acerca de la seria disparidad de sentimientos y
política por la que algunos franciscanos, y el propio Francisco hasta cierto
punto, se separaron de la política más moderada que a la postre prevaleció. En
este lugar baste observarla como una sombra que cayó sobre el espíritu del
Santo tras su desengaño en el desierto y como preludio en alguna manera de la
fase siguiente en su carrera, que es la más aislada y misteriosa. Es cierto que
todo lo que se relaciona con ese episodio parece envuelto por una nube de
discusión, y aun la misma fecha resulta incierta situándola algunos relatos en
momento mucho más temprano que el aquí adoptado. Pero sea el hecho o no
cronológicamente la culminación de la historia, lo es por cierto desde el punto
de vista lógico, por lo que es mejor indicarlo aquí. Y digo indicar porque en
este particular apenas si caben más que indicaciones siendo todo un misterio,
tanto en su más alto sentido moral cuanto en su más trivial sentido histórico.
De todas maneras, las circunstancias del caso parecen haber sido las
siguientes. En el curso de su habitual vagabundeo, Francisco y un joven
compañero pasaron a la vera de un castillo todo iluminado por la fiesta que
daba el señor con motivo de ser armado caballero uno de los hijos. A esta
aristocrática mansión que tomaba su nombre del Monte Feltro penetraron el Santo
y su acompañante con su manera casual y graciosa, y empezaron a trasmitir las
buenas noticas de su cosecha. No faltó quien oyera al Santo "como si fuera
un ángel del Señor", entre éstos un caballero por nombre Orlando de Chiusi
que poseía extensas tierras en Toscana y que procedió a brindar al Santo un
acto de cortesía singular y hasta diríamos pintoresco. Le ofreció una montaña,
obsequio muy único en el mundo si los hay. Presumiblemente la regla franciscana
que prohibía aceptar dinero nada había previsto en cuando a aceptar montañas,
Y en realidad, san Francisco sólo aceptó el regalo como había hecho con todo lo
demás: por temporaria conveniencia más que como posesión personal, y lo
convirtió en refugio para una vida más eremítica que monástica: allí se
retiraba cuando apetecía una vida de oración y ayuno que no pedía ni a sus más
cercanos amigos. Aquel refugio era el Alvenio de los Apeninos, y en su cima se
cierne por siempre una oscura nube circundada de un borde o halo de gloria.
Lo
que allí aconteció no se sabrá nunca con exactitud. El tema, según tengo
entendido, ha sido materia de discusión entre los más devotos estudiosos de tan
santa vida y entre éstos y los de condición y mente más secular. Es posible que
san Francisco nunca haya hablado a nadie del asunto; su silencio no sería en nada
ajeno a su idiosincrasia, y creo, lo que quizás no pase de suposición, que a
lo sumo a no más de una persona habló el Santo de ello. Bajo inventario, pues,
de tan santas dudas confieso que, en mi opinión, este testimonio solitario e
indirecto suena a relato de hecho real, a relato de esas cosas que son más
reales que las que llamamos nosotros realidades. Y aún ese algo borroso y
extraño, por así decirlo, que se observa en él parece destinado a trasmitir la
impresión de una experiencia que sacude los sentidos, como lo hace aquel pasaje
del Apocalípsis que habla de criaturas sobrenaturales llenas de ojos. Al
parecer, Francisco contempló los cielos, por encima de él, ocupados por un
dilatado ser alado, cual serafín, que se extendía por el cielo en forma de
cruz. Es un misterio si la figura estaba en realidad crucificada o en actitud
de crucifixión o se encerraba meramente bajo la estructura de sus alas un
colosal crucifijo. Pero parece claro que, de estas posibilidades la primera
fue la real pues san Buenaventura claramente dice que san Francisco dudaba y se
preguntaba cómo un serafín podía estar crucificado ya que aquellas antiguas y
terroríficas potestades estaban exentas de las debilidades de la Pasión. San
Buenaventura sugiere que la aparente contradicción puede significar que san
Francisco tuvo que ser crucificado como espíritu ya que no pudo serlo como
hombre; pero cualquiera sea el sentido de la visión, la idea general es muy
nítida y apabullante. San Francisco vio encima suyo llenando todo el firmamento
una vasta potestad, inmemorial e impensable, antigua como el Anciano de días,
del que la placidez los hombres concibieron bajo las formas de bueyes alados o
querubines monstruosos, y toda esta maravilla alada se agitaba en el
sufrimiento como pájaro herido. El dolor seráfico, dicen, atravesó el alma del
Santo con una espada de pesar y compasión, y cabe suponer que alguna forma de
creciente agonía acompañó al éxtasis. Desvanecióse por fin aquella visión en
el cielo y cálmose la agonía interior, y el silencio y el aire llenaron el
crepúsculo matinal y se cernieron lentamente por sobre los lagos purpúreos y
las escarpadas cimas de los Apeninos.
La cabeza del solitario se reclinó sumida en calma y quietud
donde el tiempo transcurría con apariencia de lo definitivo y consumado, y al
bajar los ojos vio las marcas de los clavos en las propias manos
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