jueves, 6 de abril de 2017

San Francisco de Asís. G.K. Chesterton. Cap 5

Capítulo 5
El juglar de Dios

Para dar una idea de lo que realmente acaeció en la mente del joven poeta de Asís se puede echar mano de numerosos símbolos y señales. En realidad son éstos ex­cesivos para no tener que elegir y al mismo tiempo de­masiado superciales para satisfacernos. Pero uno de ellos apunta en el hecho menor y aparentemente acci­dental que paso a narrar. Cuando Francisco y sus com­pañeros seglares paseaban por la ciudad los faustos de la poesía se llamaron a sí mismos trovadores; pero cuando el Santo y sus compañeros en la aventura del espíritu se volcaron sobre el mundo para llevar a cabo su labor espiritual su jefe los llamaba los juglares de Dios.

Con detenimiento nada hemos dicho aquí acerca de la gran cultura de los trovadores, a pesar de la notable influencia que tuvieron en la historia y en San Francis­co. Algo más diremos cuando nos llegue el turno de in­ventariar la relación del Santo con la historia; aquí bástenos notar en pocas frases los hechos acerca de los trovadores que son relevantes respecto a Francisco y en particular el punto singular que ahora discutimos y que de todos fue el más notable. Todo el mundo cono­ce quiénes fueron los trovadores; todo el mundo sabe que muy temprano en la Edad Media, durante los siglos doce y trece, floreció en el mediodía de Francia una civilización que amenazaba rivalizar con la de Pa­rís y acaso eclipsarla. Fue su fruto principal una es­cuela de poesía o más precísamente una escuela de po­etas. Conformaban éstas por lo común poetas del amor aún cuando a menudo hayan escrito también sá­tiras y críticas de orden general. Su posición pintoresca en la historia obedece en buena medida que cantaban sus propios poemas y con frecuencia ejecutaban tam­bién sus propios acompañamientos con los leves instru­mentos musicales de la época: eran ministriles a la vez que hombres de letras. Vinculadas con la poesía amo­rosa de los trovadores encontramos otras instituciones de naturaleza decorativa y fantasiosa que también guardan relación con el tema del amor. Ahí estaba la llamada gaya ciencia, intento de reducir a una suerte de sistema los bellos matices del galanteo y el cortejo. Encontramos también las cortes de amor en las que se discutían los mismos temas delicados con pompa legal y afectación. Y, al llegar a este punto, cabe señalar con respecto a San Francisco algo singular. Todo aquel soberbio sentimentalismo encerraba peligros morales manifiestos; pero sería erróneo suponer que el único era el de exageración por el lado del sensualis­mo. Había una tensión en los romances meridionales que era precísamente un exceso de espiritualidad; tal como la herejía pesimista que produjeran fue en cierto sentido un exceso de lo mismo. El amor que celebra­ban los trovadores no siempre fue material, a veces era tan etéreo que casi lindaba con lo alegórico. El lec­tor comprende sin dificultad que la dama de los trova­dores es lo más hermoso que darse pueda, pero tiene a veces sus dudas sobre la existencia de semejante ser. Dante debió algo a los trovadores, y las discusiones de los críticos acerca de su mujer ideal son un ejemplo ex­celente de aquellas dudas. Sabemos que Beatriz no fue su esposa; pero con igual certidumbre debemos insistir en que tampoco fue su amante, y hay críticos que han llegado a insinuar que Beatriz no fue nada en absoluto sino su musa. La idea de Beatriz como figura alegórica me parece poco sólida, y lo mismo pensará todo el que haya leído la Vita Nuova y haya estado enamorado. Pero el mero hecho de que sea posible insinuarla comprueba que algo había de abstracto y escolástico en aquellas pasiones medievales. Ahora bien, con todo y ser pasiones abstractas, eran pasiones muy apa­sionadas. Aun ante las alegorías y las abstracciones aquellos hombres podían sentirse casi como enamora­dos. Es necesario recordar estos hechos para compren­der que San Francisco hablaba el verdadero lenguaje de los trovadores al decir que también él servía a una gloriosísima y más graciosa dama y que su nombre era Pobreza.

Pero lo que aquí merece notarse no se relaciona tan­to con la palabra "trovador" como con la palabra "juglar". En especial con la transición de una a otra; y para esto es necesario captar otro detalle acerca de los poetas de la gaya ciencia. Un juglar no era lo mismo que un trovador aun cuando la misma persona fuese a la vez ambas cosas. En la mayoría de los casos, según estimo yo, eran hombres distintos como distintos eran sus menesteres. En muchas oportunidades, según pa­rece, juglares y trovadores andaban juntos por el mun­do como compañeros de armas o como compañeros de arte. Un juglar era, hablando con propiedad, un gra­cioso o chancero y a veces lo que llamaríamos un bufón. Este es el caso, me imagino, de Taillefer, el Juglar, en la batalla de Hastings, que cantaba la muerte de Rolando y lanzaba su espada al aire y la recogía como el bufón lanza y recoge las bolas. Y hasta podía el juglar ser un volantinero como aquel de la hermosa leyenda a quien llamaban El juglar de Nuestra Señora porque anduvo dando volteretas y se sostuvo pies arriba y cabeza abajo ante una imagen de la Virgen, por lo que se vio muy no­tablemente agradecido y consolado por Nuestra Señora y toda la celestial compañía. Podemos suponer que por lo común el trovador exaltaba los ánimos del público con intensos y solemnes arrebatos de amor que luego le seguía el juglar como una especie de extrémes cómico. Todavía está por escribirse el glorioso romance me­dieval de aquellos camaradas en su vagar por el mundo. De todas maneras, si en algún sitio puede encontrarse el verdadero espíritu franciscano fuera de la historia fran­ciscana auténtica, se lo encontrará en el relato del Juglar de Nuestra Señora; y cuando San Francisco lla­mó a sus seguidores juglares de Dios quiso significar al­go así como volatineros de Nuestro Señor.

Dentro de esta transición entre la ambición del tro­vador y las payasadas del bufón se esconde como una parábola la verdad de San Francisco. De los dos ministriles el bufón era presumiblemente el siervo o, por lo menos, la figura secundaria. San Francisco quiso sin duda significar lo que decía cuando afirmó que había hallado el secreto de la vida en ser siervo o la figura se­cundaria. A la postre, en semejante servicio se des­cubría una libertad rayana casi en la frivolidad. Se lo podía comparar con la condición del bufón porque ca­si lindaba con la ligereza. El juglar puede sentirse libre donde el caballero debe ser envarado y serio, y era po­sible ser bufón en un servicio que era la libertad per­fecta. Este paralelo entre dos tipos de poetas o ministriles es acaso la mejor aproximación externa y pre­liminar al cambio que el franciscanismo obró en los corazones, presentado en una imagen por la que la imaginación del mundo moderno siente cierta simpa­tía. En ello, por supuesto, se implicaba mucho más, y debemos aplicarnos, aunque sea imperfectamente, a penetrar la idea más allá de la imagen. Esta es para muchos una 'idea que discurre pies arriba y cabeza abajo como los volatineros.

Francisco, por el tiempo en que desapareció en la prisión o en una oscura caverna o poco más o menos, experimentó un cambio de tipo psicológico: fue real­mente como el cambio en la voltereta de un salto mor­tal donde en un círculo completo volvió a quedar o pa­reció quedar en la misma posición normal del princi­pio. Es necesario recurrir al símil grotesco de la pi­rueta acrobática porque difícilmente encontraremos otra imagen que aclare mejor el hecho. Pero en lo in­terior fue una profunda revolución espiritual. El hombre que entró en la caverna no fue el que salió de ella; en este sentido, era tan distinto como si hubiera muerto o se hubiera convertido en fantasma o espíritu bienaventurado. Y los efectos que esto produjo en su actitud frente al mundo de los mortales fueron en re­alidad tan extravagantes como no podrá expresarlos paralelismo alguno. Miraba al mundo de manera tan distinta de los demás como si hubiera salido de aquel antro oscuro caminando con las manos.

Si aplicamos a nuestro caso la parábola del Juglar de Nuestra Señoara nos acercaremos mucho al sentido re­al del cambio en Francisco. Y bien, es un hecho proba­do que a veces los paisajes se ven más clara y deliciosa­mente si se contemplan de cabeza abajo. Ha habido pintores paisajistas que adoptaron las posturas más sorprendentes y pintorescas para contemplarlos un ins­tante de esta manera. Así, esta visión invertida, tanto más brillante y singular y atractiva, tiene cierta seme­janza con el mundo que contemplaba un místico como san Francisco. Pero acotemos ahora lo que es el aspec­to esencial de la parábola. El juglar de Nuestra Señora no se mantuvo cabeza abajo con miras a contemplar las flores y los árboles en una visión más clara y origi­nal. No lo hizo con este fin ni tal cosa se le hubiera ocurrido nunca. Se sostuvo así para agradar a Nuestra Señora. Y bien, si san Francisco hubiera realizado algo semejante, como era muy capaz de hacerlo, lo hubiera hecho originariamente por idéntico motivo, por un motivo de carácter puramente sobrenatural. Y sólo después de ello su entusiasmo se hubiera extendido confiriendo una especie de halo al contorno de las co­sas terrenas. Por ello resulta erróneo presentar al San­to como simple precursor romántico del Renacimiento y restaurador de los placeres naturales gustados por sí mismos. El punto esencial de su pensamiento radica en que según él el secreto para recobrar los placeres naturales se encuentra en considerarlos a la luz del goce sobrenatural. Para decirlo de otro modo, repitió en la propia persona el proceso histórico a que nos referimos en e! primer capítulo introductorio: es decir, repitió la vigilia de! ascetismo que culmina en la visión de un mundo natural hecho nuevo. Pero en el caso personal del Santo había aún más que esto: se encontraban ele­mentos que hacen todavía más apropiado el paralelis­mo del juglar de Nuestra Señora.

No es desacertado pensar que en aquella celda oscu­ra o cueva debió pasar Francisco las horas más negras de su vida. Era él por naturaleza hombre con esa clase de vanidad que es cabalmente lo opuesto del orgullo, esa vanidad que se halla muy cerca de la humildad. No desprecio nunca a los demás y por esta razón tam­poco menosprecio nunca las opiniones de ellos inclu­yendo en esto la admiración que pudieran profesarle. Todo este aspecto de su naturaleza humana había sufrido golpes rudos y aplastantes. Es posible que a su humillante regreso tras la frustrada campaña militar !o hayan !lamado cobarde. Y es cierto que después del altercado con su padre a propósito de las piezas de tela !e !lamaron !adrón. Y aun aquellos que más simpatiza­ron con él, el sacerdote cuya iglesia restauro y el obispo que lo bendijo, le trataron evidentemente con diverti­da afabilidad que dejaba entrever muy claramente lo que pensaban de! caso. Había hecho un loco de sí mis­mo. Quien haya sido joven, quien haya montado ca­ballos o se haya sentido capaz de combatir, quien se haya imaginado un trovador y haya aceptado las for­ma!idades de la camaradería comprenderá el peso enor­me y aplastante de esta simp!e frase. En cierto modo, la conversión de san Francisco como la de san Pablo derribo súbitamente del caballo a su persona; pero hasta cierto punto fue una caída peor porque se trata­ba de un caba!!o de guerra. De cualquier modo, !o cierto es que nada quedaba en él que no fuera ridícu­!o. Todo e! mundo sabia que se había vuelto loco. Era esto un hecho so!ido y objetivo como las piedras del ca­mino. Se vio a sí mismo como un objeto pequeño pe­queño y distinto a la manera de una mosca caminando por el cristal de una ventana e indudablemente se ha­bía vuelto loco. Y mientras contemplaba el vocablo "loco" escrito ante su mirada en caracteres luminosos, la palabra empezó a brillar y a mudar de sentido,

En nuestra infancia solían contarnos que si un hombre practicaba un agujero en la tierra y fuese ba­jando continuamente por él llegaría un momento, en el centro de la tierra, en que le parecería estar subien­do. No sé si esto es cierto. Y no lo sé porque no he practicado nunca un agujero en la tierra y menos me he arrastrado tierra adentro. Si ignoro las sensaciones de esta inversión, es porque no la he podido experi­mentar nunca. Y también esto constituye una alego­ría. Es cierto que el autor y posiblemente el lector, siendo personas normales, nunca hayamos estado allí. Así tampoco podemos seguir a san Francisco hasta ese final giro espiritual en que la humillación total se transforma en total felicidad y bienaventuranza por­que tampoco estuvimos en esto. Por lo que a mí se re­fiere confieso que no puedo seguir al Santo más allá de aquella demolición de las barricadas románticas de la vanidad juvenil que he bosquejado en el párrafo ante­rior. Y aun ese párrafo no es, por supuesto, más que mera conjetura y una suposición de mi parte de lo que el Santo pudo sentir, pero quizás sintió cosa muy distin­ta. Sean, empero, los que fuesen sus sentimientos, fueron por lo menos análogos a los del cuento sobre el hombre del túnel tierra adentro en cuanto trata de al­guien que baja y baja hasta que en determinado y mis­terioso momento empieza a subir. Nosotros nunca su­bimos de igual manera porque tampoco nunca baja­mos así; pero cuanto más candorosa y pausadamente leemos la historia humana, y en especial la de los hombres más sabios y prudentes, más llegamos a la conclusión de que estas cosas acontecen. Sobre la esencia intrínseca de la experiencia no me atreveré a escribir nada. Pero el efecto externo de la misma puede expresarse, para el propósito de esta narración, diciendo que cuando Francisco emergió de la caverna de sus visiones portaba todavía la misma palabra "lo­co" como una pluma en su gorro, diríamos como un pe­nacho o una corona. No dejaría de ser loco y hasta se­ría cada vez más y más loco; de ahora en más sería el loco y el bufón de la corte del Rey del Paraíso.

Semejante estado sólo se puede representar median­te símbolos; más el símbolo de la inversión resulta exacto en otro sentido. Si un hombre ve el mundo al revés, con todos los árboles y las torres colgando cabe­za abajo como vistas reflejadas en un lago, el efecto obtenido será el de acentuar la idea de dependencia. El latín y el sentido literal establece aquí la conexión, pues la palabra "dependencia" significa simplemente "pender", "colgar". Lo que no hace sino más vívido el texto de la Escritura cuando dice que Dios suspendió al mundo de la nada. Si en uno de sus sueños singula­res san Francisco hubiera visto la ciudad de Asís patas arriba, no necesariamente diferiría ésta de sí misma ni en los menores detalles fuera de que la estaría viendo completamente al revés. Pero he aquí lo esencial: pues para el ojo normal las grandes piedras de sus murallas y los macizos fundamentos de la ciudadela y los eleva­dos torreones contribuían a dar a la ciudad gran segu­ridad y firmeza, al invertir todo aquello el propio peso de los mismos la haría aparecer más débil y en mayor peligro. Esto no es más que un símbolo que explica el hecho psicológico. San Francisco podía amar ahora su pequeña ciudad tanto o más que antes; pero la natura­leza de su amor se había mudado en cuando el amor se acrecentase. Podía ver y amar cada teja de los inclina­dos techos o cada pájaro en las almenas; pero debió verlo todo bajo nueva y divina luz de eterno peligro y dependencia. En vez de sentirse simplemente orgulloso de su esforzada ciudad porque era imposible conmo­verla, agradecía al Señor por no soltarla al vacío por no dejar caer al cosmos entero como un inmenso cris­tal que se fragmenta en lluvia de estrellas. Acaso san Pedro viera al mundo de este modo cuando lo crucifi­caron con la cabeza en tierra.

Los hombres dan generalmente un sentido cínico a la frase cuando dicen: "Bienaventurado quien nada espera porque no será defraudado". En un sentido ple­namente serio y entusiasta san Francisco dijo: "Biena­venturado quien nada espera porque de todo disfruta­rá". A causa de esta idea deliberada de arrancar de ce­ro, de partir de la oscura nada de los propios desiertos llegó el Santo a gozar aún de las mismas cosas terrenas como pocos lo lograron, y son ellas en sí mismas el ejemplo más valedero de la idea. Porque no hay otra manera para el hombre de conquistar una estrella o merecer los esplendores de un ocaso. Pero es mucho más lo que aquí se encierra y en palabras se puede expresar. Verdad llana es que cuanto menos el hom­bre piensa en sí mismo más piensa en su buena fortu­na y en todos los dones de Dios. Y también es verdad que mejor ve las cosas el hombre cuanto mejor capta su origen; porque su origen es parte de ellas y en ver­dad la más importante. Y así las cosas se convertirán en más extraordinarias por el hecho de ser explicadas. Por ellas sentirá ahora el hombre mayor admiración y menor miedo; porque una cosa es realmente admi­rable cuando es significante y no cuando es insignifi­cante; y un monstruo informe o mudo meramente destructor quizás sea mayor que las montañas pero si­gue siendo, en el sentido literal de la palabra, insigni­ficante, sin sentido. Para un místico como San Fran­cisco los monstruos tenían un sentido, o sea que ha­bían entregado al mundo su mensaje. Ya no hablaban una lengua ignorada. Y éste es el sentido de las narra­ciones,-legendarias o históricas, en las que se muestra al Santo como un mago hablando el lenguaje de las bestias y los pájaros. El místico nada tiene que ver con el mero misterio; el mero misterio es por lo común un misterio de iniquidad.

La transición entre el hombre bueno y el santo es una especie de revolución en virtud de la cual quien vela las cosas como ilustración y luz de Dios ve a Dios ilustrando e iluminando las cosas. Es esto parecido a la inversión de imagen que realiza un enamorado al de­cir, cuando ve por primera vez a su dama, que semeja una flor y decir luego que todas las flores le recuerdan a su dama. Un santo y un poeta ante una flor parece­rán decir la misma cosa; pero ciertamente, aunque ambos digan la verdad, estarán diciendo verdades dis­tintas. Pero uno de los efectos de la diferencia en el ca­so está en que el significado de la dependencia divina, que para el artista es como luz de rayo, para el santo es como pleno mediodía. Hallándose en sentido místico como del otro lado de las cosas, el santo las contempla saliendo de la divinidad como niños saliendo de una mo­rada familiar y conocida, en vez de tropezar con ellas, según hacemos muchos, a medida que nos salen al paso por los caminos del mundo. Y se da la paradoja de que por ra­zón de este privilegio el santo está, con respecto a las cosas, en actitud más familiar, más libre y fraternal y más naturalmente hospitalaria que nosotros. Para no­sotros los elementos son como heraldos que nos anun­cian al son de trompeta y tambor que nos acercamos a la ciudad del gran rey; pero el santo saluda a las cosas con una antigua familiaridad rayana casi en la frivoli­dad. Las llama hermano Fuego y hermana Agua.

Así surge desde lo profundo de este abismo casi nihilista esa cosa noble llamada la alabanza, algo que nadie comprenderá mientras la identifique con el cul­to de la naturaleza o con el optimismo panteísta. Cuando decimos que el poeta alaba la creación entera, por lo común sólo queremos significar que alaba la to­talidad del cosmos. Pero este tipo de poeta que es el místico alaba realmente la creación en cuanto acto de creación. Alaba el pasaje o transición del no ser al ser, pasaje sobre el que recae la sombra de la imagen ar­quetípica del puente que ha dado al sacerdote su nombre arcaico y misterioso. El místico que pasa a tra­vés del momento en que nada existe sino Dios presen­cia en cierto sentido los principios sin principio donde en realidad había nada. No sólo descubre todo sino la nada de que todo fue hecho. Experimenta la alegría de alguna manera y aun contesta la ironía como donante del Libro de Job: en cierto sentido presencia el acto de asentar los fundamentos del mundo mientras el lucero del alba y los hijos de Dios cantan de alegría. Esto no es más que un lejano atisbo de la razón por la que los franciscanos, harapientos, sin dinero y al parecer sin esperanza, avanzaran por la vida elevando cánticos que parecían salir del lucero del alba y gritos de alegría dignos de los hijos de Dios.

Este sentido de mucha alegría y la sublime depen­dencia no es una simple frase ni un sentimiento si­quiera; lo importante en este tema es que constituye la roca viva de la realidad. No es una fantasía, sino un hecho, y sería más exacto decir que fuera de él todos los demás hechos son fantasías. Decir que en cada mo­mento y en cada detalle dependemos de Dios, como lo hace el cristiano, o de la existencia o de la naturaleza, como hasta el agnóstico es capaz de reconocer, no constituye una ilusión de la imaginación; por lo contrario, es el hecho fundamental que cubrimos, co­mo un manto, con la ilusión de la vida ordinaria. Es ésta cosa en sí admirable tanto como lo es también la imaginación. Pero en la trama de la vida ordinaria hay más imaginación que en la contemplación. Quien ha visto el mundo pendiente de la misericordia de Dios como de un cabello ha visto la verdad. Quien ha teni­do la visión invertida de su ciudad pies arriba no ha dejado de verla tal cual es.

Rosseti observa en alguna parte, amargamente pero con gran verdad, que el peor momento del ateo es aquel en que se siente agradecido y no encuentra a quien dar gracias. El reverso de esta proposición es también exacto, y es cierto que esta gratitud ha pro­porcionado a hombres como los que aquí considera­mos los instantes de más pura alegría que el hombre pueda conocer. El gran pintor se jacta de mezclar to­dos los colores con inteligencia y del gran santo se puede decir que mezcla todos sus pensamientos con gratitud. Todos los bienes parecen mejores cuando a la vista se exponen como dádivas. Y en este sentido re­sulta exacto decir que el método místico establece una muy saludable relación externa con todas las cosas del mundo. Pero nunca hay que olvidar que éstas ocupan por siempre un lugar segundo en comparación con el simple hecho de la dependencia de la realidad divina.

Mientras las relaciones sociales ordinarias traen en si algo que parece sólido y autosuficiente, un sentido de hallarse a la vez sobre base firme y mullida, mientras fundan la buena salud en el sentido de seguridad y la seguridad en el sentido de autosuficiencia, a quien ha visto el mundo pendiente de un cabello no le resulta fácil tomárselas tan en serio. Mientras las autoridades seglares y las jerarquías y las superioridades las más naturales y las subordinaciones las más necesarias tien­den a colocar al hombre en el lugar que le corresponde y al mismo tiempo a conferirle seguridad en su posi­ción, quien ha visto las jerarquías humanas pies arriba y cabeza abajo siempre tendrá sólo una sonrisa para ellas. En este sentido la visión directa de la realidad di­vina subvierte solemnidades que en sí mismas no dejan de ser sanas. Quizás el místico logre añadir un codo a su estatura, pero por lo general pierde con seguridad algo de su status. No puede ya sentirse garantizado por el mero hecho de comprobar su existencia en el re­gistro parroquial o en la biblia familiar. El místico tiene acaso algo del lunático que ha perdido su nombre con todo y conservar su naturaleza y que ha olvidado enteramente la clase de hombre que fue. "Hasta hoy he llamado padre a Pietro Bernardone, pe­ro ahora soy siervo de Dios."

Todas estas profundas materias podemos insi­nuarlas con frases cortas e imperfectas; y la más breve afirmación acerca de uno de los aspectos de esta ilumi­nación consiste en decir que es el descubrimiento de una deuda. Se tendrá posiblemente por paradoja si de­cimos que un hombre puede sentirse transportado de gozo al descubrir que tiene una deuda. Pero ello obe­dece solamente a que en las transacciones comerciales el acreedor no comparte los transportes de gozo del deudor, y con mayor razón cuando la deuda es por hi­pótesis infinita y, por ende, imposible de saldar. Pero de nuevo el paralelismo de una noble historia de amor natural disipa la dificultad con la rapidez del rayo. Allí el acreedor infinito comparte la alegría del infini­to deudor, porque en realidad son ambos a la vez acre­edores y deudores. En otras palabras, la deuda y la de­pendencia se convierten verdaderamente en placer an­te el amor no maculado; puede que en simplificaciones populares como las que aquí hacemos empleemos la palabra "amor" con excesiva laxitud y frecuencia, pe­ro en este caso la palabra es la clave. Es la clave para todos los problemas de la moralidad franciscana que embarazan a la mentalidad moderna, pero por enci­ma de todo es la clave del ascetismo. La más alta y san­ta de las paradojas se encuentra en el hecho de que quien sabe muy de veras que no podrá pagar su deuda esté pagándola siempre. Por siempre estará uno devol­viendo lo que no puede devolver, aquello de lo que ni siquiera tiene la esperanza de poder hacerlo. Por siempre estará el hombre desprendiéndose de cosas y echándolas en un abismo sin fondo de insondable ac­ción de gracias. Los que se crean excesivamente mo­dernos para comprender esto son en realidad dema­siados mezquinos, y la mayoría de nosotros somos en verdad demasiado mezquinos para practicarlo. No so­mos lo bastante generosos para ser ascetas, y me atre­vería a decir que no somos lo bastante geniales. El hombre necesita la magnanimidad de la renuncia, pe­ro de ella sólo en el primer amor alcanza por lo general un barrunto, como un atisbo del Edén perdido. Pero tanto si lo vemos como si no, la verdad está encerrada en este acertijo: que el mundo entero es cosa buena y mala deuda.


Si alguna vez este amor tan singular, que fue la ver­dad de los trovadores, llegara a pasar de moda y a ser tratado como ficción, semejante falta de comprensión se parecería a la del mundo moderno frente al ascetis­mo. Bárbaros puede haber, quién lo duda, que inten­tarán destruir la caballerosidad en el amor como destruyeron la caballerosidad en la guerra los bárba­ros que gobernaban Berlín. Sí esto llegara a ocurrir tendríamos que oír las mismas pullas carentes de ima­ginación e inteligencia. Aparecerá entonces gente que pregunte qué clase de mujer tan egoísta era ésta que exigía sin piedad tributo en forma de flores o cuán avara para reclamar oro sólido en forma de sortija. Del mismo modo se pregunta hoy qué clase de Dios es el que demanda sacrificio y negación de si mismo. Quienes así procedan habrán perdido la clave de todo lo que los enamorados entienden por amor y no comprenderán que estas cosas se hacen porque no son reclamadas. Pero sirvan o no estas cosas menores pata iluminar las más importantes, es de todas maneras inútil estudiar algo tan grande como el movimiento franciscano mientras se alimente esa condición moder­na que critica el ascetismo por sombrío. El punto esen­cial acerca de san Francisco está precisamente en que si fue asceta pero no sombrío. Tan pronto como se vio derribado de su cabalgadura por la gloriosa humilla­ción que le infiriera la visión de la dependencia del amor divino, lanzóse Francisco al ayuno y a la vigilia exactamente como antes se lanzara furiosamente a la batalla. Había vuelto las espaldas a su corcel, pero no hubo alto ni freno en el ímpetu atronador de su ata­que. No cabía en él nada negativo; su sistema no era ni régimen ni estoica sencillez de vida. Ni era negación de sí mismo en el sentido de autodominio. Era algo tan positivo como la pasión y tenia todo el regusto de algo tan positivo como el placer. Francisco devoraba el ayu­no como la gente el alimento. Se había sumergido en la pobreza como se sumergen tierra adentro los hombres que cavan locamente en busca de oro. Y es precisamente la calidad positiva y apasionada de este aspecto de su personalidad lo que constituye un desa­fío a la mentalidad moderna frente al problema de la prosecución del placer. Ahí está innegablemente el hecho histórico y ahí está unido a él otro moral casi tan indiscutible. Es cierto que el Santo se mantuvo en esta carrera heroica y nada natural desde el momento en que partió vistiendo su camisa de crin por los bosques invernales hasta el día en que, en su misma agonía, quiso yacer desnudo sobre la desnuda tierra para de­mostrar que nada poseía y nada era. Y casi con la mis­ma certidumbre podemos decir que, en sus brillantes rondas sobre el mundo de la humanidad que pena, las estrellas pudieron por una vez, al pasar por sobre este cuerpo enjuto y consumido yacente en el suelo roqueño, contemplar a un hombre feliz.

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