Capítulo 5
El juglar de Dios
Para
dar una idea de lo que realmente acaeció en la mente del joven poeta de Asís se
puede echar mano de numerosos símbolos y señales. En realidad son éstos excesivos
para no tener que elegir y al mismo tiempo demasiado superciales para
satisfacernos. Pero uno de ellos apunta en el hecho menor y aparentemente accidental
que paso a narrar. Cuando Francisco y sus compañeros seglares paseaban por la
ciudad los faustos de la poesía se llamaron a sí mismos trovadores; pero cuando
el Santo y sus compañeros en la aventura del espíritu se volcaron sobre el
mundo para llevar a cabo su labor espiritual su jefe los llamaba los juglares
de Dios.
Con
detenimiento nada hemos dicho aquí acerca de la gran cultura de los trovadores,
a pesar de la notable influencia que tuvieron en la historia y en San Francisco.
Algo más diremos cuando nos llegue el turno de inventariar la relación del
Santo con la historia; aquí bástenos notar en pocas frases los hechos acerca de
los trovadores que son relevantes respecto a Francisco y en particular el punto
singular que ahora discutimos y que de todos fue el más notable. Todo el mundo
conoce quiénes fueron los trovadores; todo el mundo sabe que muy temprano en
la Edad Media, durante los siglos doce y trece, floreció en el mediodía de
Francia una civilización que amenazaba rivalizar con la de París y acaso eclipsarla.
Fue su fruto principal una escuela de poesía o más precísamente una escuela de
poetas. Conformaban éstas por lo común poetas del amor aún cuando a menudo
hayan escrito también sátiras y críticas de orden general. Su posición
pintoresca en la historia obedece en buena medida que cantaban sus propios
poemas y con frecuencia ejecutaban también sus propios acompañamientos con los
leves instrumentos musicales de la época: eran ministriles a la vez que
hombres de letras. Vinculadas con la poesía amorosa de los trovadores
encontramos otras instituciones de naturaleza decorativa y fantasiosa que
también guardan relación con el tema del amor. Ahí estaba la llamada gaya
ciencia, intento de reducir a una suerte de sistema los bellos matices del
galanteo y el cortejo. Encontramos también las cortes de amor en las que se
discutían los mismos temas delicados con pompa legal y afectación. Y, al llegar
a este punto, cabe señalar con respecto a San Francisco algo singular. Todo
aquel soberbio sentimentalismo encerraba peligros morales manifiestos; pero
sería erróneo suponer que el único era el de exageración por el lado del
sensualismo. Había una tensión en los romances meridionales que era
precísamente un exceso de espiritualidad; tal como la herejía pesimista que
produjeran fue en cierto sentido un exceso de lo mismo. El amor que celebraban
los trovadores no siempre fue material, a veces era tan etéreo que casi lindaba
con lo alegórico. El lector comprende sin dificultad que la dama de los trovadores
es lo más hermoso que darse pueda, pero tiene a veces sus dudas sobre la
existencia de semejante ser. Dante debió algo a los trovadores, y las
discusiones de los críticos acerca de su mujer ideal son un ejemplo excelente
de aquellas dudas. Sabemos que Beatriz no fue su esposa; pero con igual
certidumbre debemos insistir en que tampoco fue su amante, y hay críticos que
han llegado a insinuar que Beatriz no fue nada en absoluto sino su musa. La
idea de Beatriz como figura alegórica me parece poco sólida, y lo mismo pensará
todo el que haya leído la Vita Nuova y haya estado enamorado. Pero el mero
hecho de que sea posible insinuarla comprueba que algo había de abstracto y
escolástico en aquellas pasiones medievales. Ahora bien, con todo y ser
pasiones abstractas, eran pasiones muy apasionadas. Aun ante las alegorías y
las abstracciones aquellos hombres podían sentirse casi como enamorados. Es
necesario recordar estos hechos para comprender que San Francisco hablaba el
verdadero lenguaje de los trovadores al decir que también él servía a una
gloriosísima y más graciosa dama y que su nombre era Pobreza.
Pero
lo que aquí merece notarse no se relaciona tanto con la palabra
"trovador" como con la palabra "juglar". En especial con la
transición de una a otra; y para esto es necesario captar otro detalle acerca
de los poetas de la gaya ciencia. Un juglar no era lo mismo que un trovador aun
cuando la misma persona fuese a la vez ambas cosas. En la mayoría de los casos,
según estimo yo, eran hombres distintos como distintos eran sus menesteres. En
muchas oportunidades, según parece, juglares y trovadores andaban juntos por
el mundo como compañeros de armas o como compañeros de arte. Un juglar era,
hablando con propiedad, un gracioso o chancero y a veces lo que llamaríamos un
bufón. Este es el caso, me imagino, de Taillefer, el Juglar, en la batalla de
Hastings, que cantaba la muerte de Rolando y lanzaba su espada al aire y la
recogía como el bufón lanza y recoge las bolas. Y hasta podía el juglar ser un
volantinero como aquel de la hermosa leyenda a quien llamaban El juglar de
Nuestra Señora porque anduvo dando volteretas y se sostuvo pies arriba y cabeza
abajo ante una imagen de la Virgen, por lo que se vio muy notablemente
agradecido y consolado por Nuestra Señora y toda la celestial compañía. Podemos
suponer que por lo común el trovador exaltaba los ánimos del público con
intensos y solemnes arrebatos de amor que luego le seguía el juglar como una
especie de extrémes cómico. Todavía está por escribirse el glorioso romance medieval
de aquellos camaradas en su vagar por el mundo. De todas maneras, si en algún
sitio puede encontrarse el verdadero espíritu franciscano fuera de la historia
franciscana auténtica, se lo encontrará en el relato del Juglar de Nuestra
Señora; y cuando San Francisco llamó a sus seguidores juglares de Dios quiso
significar algo así como volatineros de Nuestro Señor.
Dentro
de esta transición entre la ambición del trovador y las payasadas del bufón se
esconde como una parábola la verdad de San Francisco. De los dos ministriles el
bufón era presumiblemente el siervo o, por lo menos, la figura secundaria. San
Francisco quiso sin duda significar lo que decía cuando afirmó que había
hallado el secreto de la vida en ser siervo o la figura secundaria. A la
postre, en semejante servicio se descubría una libertad rayana casi en la
frivolidad. Se lo podía comparar con la condición del bufón porque casi
lindaba con la ligereza. El juglar puede sentirse libre donde el caballero debe
ser envarado y serio, y era posible ser bufón en un servicio que era la
libertad perfecta. Este paralelo entre dos tipos de poetas o ministriles es
acaso la mejor aproximación externa y preliminar al cambio que el
franciscanismo obró en los corazones, presentado en una imagen por la que la
imaginación del mundo moderno siente cierta simpatía. En ello, por supuesto,
se implicaba mucho más, y debemos aplicarnos, aunque sea imperfectamente, a
penetrar la idea más allá de la imagen. Esta es para muchos una 'idea que
discurre pies arriba y cabeza abajo como los volatineros.
Francisco,
por el tiempo en que desapareció en la prisión o en una oscura caverna o poco
más o menos, experimentó un cambio de tipo psicológico: fue realmente como el
cambio en la voltereta de un salto mortal donde en un círculo completo volvió
a quedar o pareció quedar en la misma posición normal del principio. Es
necesario recurrir al símil grotesco de la pirueta acrobática porque
difícilmente encontraremos otra imagen que aclare mejor el hecho. Pero en lo interior
fue una profunda revolución espiritual. El hombre que entró en la caverna no
fue el que salió de ella; en este sentido, era tan distinto como si hubiera
muerto o se hubiera convertido en fantasma o espíritu bienaventurado. Y los
efectos que esto produjo en su actitud frente al mundo de los mortales fueron
en realidad tan extravagantes como no podrá expresarlos paralelismo alguno.
Miraba al mundo de manera tan distinta de los demás como si hubiera salido de
aquel antro oscuro caminando con las manos.
Si
aplicamos a nuestro caso la parábola del Juglar de Nuestra Señoara nos
acercaremos mucho al sentido real del cambio en Francisco. Y bien, es un hecho
probado que a veces los paisajes se ven más clara y deliciosamente si se
contemplan de cabeza abajo. Ha habido pintores paisajistas que adoptaron las
posturas más sorprendentes y pintorescas para contemplarlos un instante de
esta manera. Así, esta visión invertida, tanto más brillante y singular y
atractiva, tiene cierta semejanza con el mundo que contemplaba un místico como
san Francisco. Pero acotemos ahora lo que es el aspecto esencial de la
parábola. El juglar de Nuestra Señora no se mantuvo cabeza abajo con miras a
contemplar las flores y los árboles en una visión más clara y original. No lo
hizo con este fin ni tal cosa se le hubiera ocurrido nunca. Se sostuvo así para
agradar a Nuestra Señora. Y bien, si san Francisco hubiera realizado algo
semejante, como era muy capaz de hacerlo, lo hubiera hecho originariamente por
idéntico motivo, por un motivo de carácter puramente sobrenatural. Y sólo
después de ello su entusiasmo se hubiera extendido confiriendo una especie de
halo al contorno de las cosas terrenas. Por ello resulta erróneo presentar al
Santo como simple precursor romántico del Renacimiento y restaurador de los
placeres naturales gustados por sí mismos. El punto esencial de su pensamiento
radica en que según él el secreto para recobrar los placeres naturales se
encuentra en considerarlos a la luz del goce sobrenatural. Para decirlo de otro
modo, repitió en la propia persona el proceso histórico a que nos referimos en
e! primer capítulo introductorio: es decir, repitió la vigilia de! ascetismo
que culmina en la visión de un mundo natural hecho nuevo. Pero en el caso
personal del Santo había aún más que esto: se encontraban elementos que hacen
todavía más apropiado el paralelismo del juglar de Nuestra Señora.
No
es desacertado pensar que en aquella celda oscura o cueva debió pasar
Francisco las horas más negras de su vida. Era él por naturaleza hombre con esa
clase de vanidad que es cabalmente lo opuesto del orgullo, esa vanidad que se
halla muy cerca de la humildad. No desprecio nunca a los demás y por esta razón
tampoco menosprecio nunca las opiniones de ellos incluyendo en esto la
admiración que pudieran profesarle. Todo este aspecto de su naturaleza humana
había sufrido golpes rudos y aplastantes. Es posible que a su humillante
regreso tras la frustrada campaña militar !o hayan !lamado cobarde. Y es cierto
que después del altercado con su padre a propósito de las piezas de tela !e
!lamaron !adrón. Y aun aquellos que más simpatizaron con él, el sacerdote cuya
iglesia restauro y el obispo que lo bendijo, le trataron evidentemente con
divertida afabilidad que dejaba entrever muy claramente lo que pensaban de!
caso. Había hecho un loco de sí mismo. Quien haya sido joven, quien haya
montado caballos o se haya sentido capaz de combatir, quien se haya imaginado
un trovador y haya aceptado las forma!idades de la camaradería comprenderá el
peso enorme y aplastante de esta simp!e frase. En cierto modo, la conversión
de san Francisco como la de san Pablo derribo súbitamente del caballo a su
persona; pero hasta cierto punto fue una caída peor porque se trataba de un
caba!!o de guerra. De cualquier modo, !o cierto es que nada quedaba en él que
no fuera ridícu!o. Todo e! mundo sabia que se había vuelto loco. Era esto un
hecho so!ido y objetivo como las piedras del camino. Se vio a sí mismo como un
objeto pequeño pequeño y distinto a la manera de una mosca caminando por el
cristal de una ventana e indudablemente se había vuelto loco. Y mientras
contemplaba el vocablo "loco" escrito ante su mirada en caracteres
luminosos, la palabra empezó a brillar y a mudar de sentido,
En
nuestra infancia solían contarnos que si un hombre practicaba un agujero en la
tierra y fuese bajando continuamente por él llegaría un momento, en el centro
de la tierra, en que le parecería estar subiendo. No sé si esto es cierto. Y
no lo sé porque no he practicado nunca un agujero en la tierra y menos me he
arrastrado tierra adentro. Si ignoro las sensaciones de esta inversión, es
porque no la he podido experimentar nunca. Y también esto constituye una alegoría.
Es cierto que el autor y posiblemente el lector, siendo personas normales,
nunca hayamos estado allí. Así tampoco podemos seguir a san Francisco hasta ese
final giro espiritual en que la humillación total se transforma en total
felicidad y bienaventuranza porque tampoco estuvimos en esto. Por lo que a mí
se refiere confieso que no puedo seguir al Santo más allá de aquella
demolición de las barricadas románticas de la vanidad juvenil que he bosquejado
en el párrafo anterior. Y aun ese párrafo no es, por supuesto, más que mera
conjetura y una suposición de mi parte de lo que el Santo pudo sentir, pero
quizás sintió cosa muy distinta. Sean, empero, los que fuesen sus
sentimientos, fueron por lo menos análogos a los del cuento sobre el hombre del
túnel tierra adentro en cuanto trata de alguien que baja y baja hasta que en
determinado y misterioso momento empieza a subir. Nosotros nunca subimos de
igual manera porque tampoco nunca bajamos así; pero cuanto más candorosa y
pausadamente leemos la historia humana, y en especial la de los hombres más
sabios y prudentes, más llegamos a la conclusión de que estas cosas acontecen.
Sobre la esencia intrínseca de la experiencia no me atreveré a escribir nada.
Pero el efecto externo de la misma puede expresarse, para el propósito de esta
narración, diciendo que cuando Francisco emergió de la caverna de sus visiones
portaba todavía la misma palabra "loco" como una pluma en su gorro,
diríamos como un penacho o una corona. No dejaría de ser loco y hasta sería
cada vez más y más loco; de ahora en más sería el loco y el bufón de la corte
del Rey del Paraíso.
Semejante
estado sólo se puede representar mediante símbolos; más el símbolo de la
inversión resulta exacto en otro sentido. Si un hombre ve el mundo al revés,
con todos los árboles y las torres colgando cabeza abajo como vistas
reflejadas en un lago, el efecto obtenido será el de acentuar la idea de
dependencia. El latín y el sentido literal establece aquí la conexión, pues la
palabra "dependencia" significa simplemente "pender",
"colgar". Lo que no hace sino más vívido el texto de la Escritura
cuando dice que Dios suspendió al mundo de la nada. Si en uno de sus sueños
singulares san Francisco hubiera visto la ciudad de Asís patas arriba, no
necesariamente diferiría ésta de sí misma ni en los menores detalles fuera de
que la estaría viendo completamente al revés. Pero he aquí lo esencial: pues
para el ojo normal las grandes piedras de sus murallas y los macizos
fundamentos de la ciudadela y los elevados torreones contribuían a dar a la
ciudad gran seguridad y firmeza, al invertir todo aquello el propio peso de
los mismos la haría aparecer más débil y en mayor peligro. Esto no es más que
un símbolo que explica el hecho psicológico. San Francisco podía amar ahora su
pequeña ciudad tanto o más que antes; pero la naturaleza de su amor se había
mudado en cuando el amor se acrecentase. Podía ver y amar cada teja de los
inclinados techos o cada pájaro en las almenas; pero debió verlo todo bajo
nueva y divina luz de eterno peligro y dependencia. En vez de sentirse
simplemente orgulloso de su esforzada ciudad porque era imposible conmoverla,
agradecía al Señor por no soltarla al vacío por no dejar caer al cosmos entero
como un inmenso cristal que se fragmenta en lluvia de estrellas. Acaso san Pedro
viera al mundo de este modo cuando lo crucificaron con la cabeza en tierra.
Los
hombres dan generalmente un sentido cínico a la frase cuando dicen:
"Bienaventurado quien nada espera porque no será defraudado". En un
sentido plenamente serio y entusiasta san Francisco dijo: "Bienaventurado
quien nada espera porque de todo disfrutará". A causa de esta idea
deliberada de arrancar de cero, de partir de la oscura nada de los propios
desiertos llegó el Santo a gozar aún de las mismas cosas terrenas como pocos lo
lograron, y son ellas en sí mismas el ejemplo más valedero de la idea. Porque
no hay otra manera para el hombre de conquistar una estrella o merecer los
esplendores de un ocaso. Pero es mucho más lo que aquí se encierra y en
palabras se puede expresar. Verdad llana es que cuanto menos el hombre piensa
en sí mismo más piensa en su buena fortuna y en todos los dones de Dios. Y
también es verdad que mejor ve las cosas el hombre cuanto mejor capta su
origen; porque su origen es parte de ellas y en verdad la más importante. Y
así las cosas se convertirán en más extraordinarias por el hecho de ser
explicadas. Por ellas sentirá ahora el hombre mayor admiración y menor miedo;
porque una cosa es realmente admirable cuando es significante y no cuando es
insignificante; y un monstruo informe o mudo meramente destructor quizás sea
mayor que las montañas pero sigue siendo, en el sentido literal de la palabra,
insignificante, sin sentido. Para un místico como San Francisco los monstruos
tenían un sentido, o sea que habían entregado al mundo su mensaje. Ya no
hablaban una lengua ignorada. Y éste es el sentido de las narraciones,-legendarias
o históricas, en las que se muestra al Santo como un mago hablando el lenguaje
de las bestias y los pájaros. El místico nada tiene que ver con el mero
misterio; el mero misterio es por lo común un misterio de iniquidad.
La
transición entre el hombre bueno y el santo es una especie de revolución en
virtud de la cual quien vela las cosas como ilustración y luz de Dios ve a Dios
ilustrando e iluminando las cosas. Es esto parecido a la inversión de imagen
que realiza un enamorado al decir, cuando ve por primera vez a su dama, que
semeja una flor y decir luego que todas las flores le recuerdan a su dama. Un
santo y un poeta ante una flor parecerán decir la misma cosa; pero
ciertamente, aunque ambos digan la verdad, estarán diciendo verdades distintas.
Pero uno de los efectos de la diferencia en el caso está en que el significado
de la dependencia divina, que para el artista es como luz de rayo, para el santo
es como pleno mediodía. Hallándose en sentido místico como del otro lado de las
cosas, el santo las contempla saliendo de la divinidad como niños saliendo de
una morada familiar y conocida, en vez de tropezar con ellas, según hacemos
muchos, a medida que nos salen al paso por los caminos del mundo. Y se da la
paradoja de que por razón de este privilegio el santo está, con respecto a las
cosas, en actitud más familiar, más libre y fraternal y más naturalmente
hospitalaria que nosotros. Para nosotros los elementos son como heraldos que
nos anuncian al son de trompeta y tambor que nos acercamos a la ciudad del
gran rey; pero el santo saluda a las cosas con una antigua familiaridad rayana
casi en la frivolidad. Las llama hermano Fuego y hermana Agua.
Así
surge desde lo profundo de este abismo casi nihilista esa cosa noble llamada la
alabanza, algo que nadie comprenderá mientras la identifique con el culto de
la naturaleza o con el optimismo panteísta. Cuando decimos que el poeta alaba
la creación entera, por lo común sólo queremos significar que alaba la totalidad
del cosmos. Pero este tipo de poeta que es el místico alaba realmente la
creación en cuanto acto de creación. Alaba el pasaje o transición del no ser al
ser, pasaje sobre el que recae la sombra de la imagen arquetípica del puente
que ha dado al sacerdote su nombre arcaico y misterioso. El místico que pasa a
través del momento en que nada existe sino Dios presencia en cierto sentido
los principios sin principio donde en
realidad había nada. No sólo descubre todo sino la nada de que todo fue hecho.
Experimenta la alegría de alguna manera y aun contesta la ironía como donante
del Libro de Job: en cierto sentido presencia el acto de asentar los
fundamentos del mundo mientras el lucero del alba y los hijos de Dios cantan de
alegría. Esto no es más que un lejano atisbo de la razón por la que los
franciscanos, harapientos, sin dinero y al parecer sin esperanza, avanzaran por
la vida elevando cánticos que parecían salir del lucero del alba y gritos de
alegría dignos de los hijos de Dios.
Este
sentido de mucha alegría y la sublime dependencia no es una simple frase ni un
sentimiento siquiera; lo importante en este tema es que constituye la roca
viva de la realidad. No es una fantasía, sino un hecho, y sería más exacto
decir que fuera de él todos los demás hechos son fantasías. Decir que en cada
momento y en cada detalle dependemos de Dios, como lo hace el cristiano, o de
la existencia o de la naturaleza, como hasta el agnóstico es capaz de reconocer,
no constituye una ilusión de la imaginación; por lo contrario, es el hecho
fundamental que cubrimos, como un manto, con la ilusión de la vida ordinaria.
Es ésta cosa en sí admirable tanto como lo es también la imaginación. Pero en
la trama de la vida ordinaria hay más imaginación que en la contemplación.
Quien ha visto el mundo pendiente de la misericordia de Dios como de un cabello
ha visto la verdad. Quien ha tenido la visión invertida de su ciudad pies
arriba no ha dejado de verla tal cual es.
Rosseti
observa en alguna parte, amargamente pero con gran verdad, que el peor momento
del ateo es aquel en que se siente agradecido y no encuentra a quien dar
gracias. El reverso de esta proposición es también exacto, y es cierto que esta
gratitud ha proporcionado a hombres como los que aquí consideramos los
instantes de más pura alegría que el hombre pueda conocer. El gran pintor se
jacta de mezclar todos los colores con inteligencia y del gran santo se puede
decir que mezcla todos sus pensamientos con gratitud. Todos los bienes parecen
mejores cuando a la vista se exponen como dádivas. Y en este sentido resulta
exacto decir que el método místico establece una muy saludable relación externa
con todas las cosas del mundo. Pero nunca hay que olvidar que éstas ocupan por
siempre un lugar segundo en comparación con el simple hecho de la dependencia
de la realidad divina.
Mientras
las relaciones sociales ordinarias traen en si algo que parece sólido y
autosuficiente, un sentido de hallarse a la vez sobre base firme y mullida,
mientras fundan la buena salud en el sentido de seguridad y la seguridad en el
sentido de autosuficiencia, a quien ha visto el mundo pendiente de un cabello
no le resulta fácil tomárselas tan en serio. Mientras las autoridades seglares
y las jerarquías y las superioridades las más naturales y las subordinaciones
las más necesarias tienden a colocar al hombre en el lugar que le corresponde
y al mismo tiempo a conferirle seguridad en su posición, quien ha visto las
jerarquías humanas pies arriba y cabeza abajo siempre tendrá sólo una sonrisa
para ellas. En este sentido la visión directa de la realidad divina subvierte
solemnidades que en sí mismas no dejan de ser sanas. Quizás el místico logre
añadir un codo a su estatura, pero por lo general pierde con seguridad algo de
su status. No puede ya sentirse garantizado por el mero hecho de comprobar su
existencia en el registro parroquial o en la biblia familiar. El místico tiene
acaso algo del lunático que ha perdido su nombre con todo y conservar su
naturaleza y que ha olvidado enteramente la clase de hombre que fue.
"Hasta hoy he llamado padre a Pietro Bernardone, pero ahora soy siervo de
Dios."
Todas
estas profundas materias podemos insinuarlas con frases cortas e imperfectas;
y la más breve afirmación acerca de uno de los aspectos de esta iluminación
consiste en decir que es el descubrimiento de una deuda. Se tendrá posiblemente
por paradoja si decimos que un hombre puede sentirse transportado de gozo al
descubrir que tiene una deuda. Pero ello obedece solamente a que en las
transacciones comerciales el acreedor no comparte los transportes de gozo del
deudor, y con mayor razón cuando la deuda es por hipótesis infinita y, por
ende, imposible de saldar. Pero de nuevo el paralelismo de una noble historia
de amor natural disipa la dificultad con la rapidez del rayo. Allí el acreedor
infinito comparte la alegría del infinito deudor, porque en realidad son ambos
a la vez acreedores y deudores. En otras palabras, la deuda y la dependencia
se convierten verdaderamente en placer ante el amor no maculado; puede que en
simplificaciones populares como las que aquí hacemos empleemos la palabra
"amor" con excesiva laxitud y frecuencia, pero en este caso la
palabra es la clave. Es la clave para todos los problemas de la moralidad
franciscana que embarazan a la mentalidad moderna, pero por encima de todo es
la clave del ascetismo. La más alta y santa de las paradojas se encuentra en
el hecho de que quien sabe muy de veras que no podrá pagar su deuda esté
pagándola siempre. Por siempre estará uno devolviendo lo que no puede
devolver, aquello de lo que ni siquiera tiene la esperanza de poder hacerlo.
Por siempre estará el hombre desprendiéndose de cosas y echándolas en un abismo
sin fondo de insondable acción de gracias. Los que se crean excesivamente modernos
para comprender esto son en realidad demasiados mezquinos, y la mayoría de
nosotros somos en verdad demasiado mezquinos para practicarlo. No somos lo
bastante generosos para ser ascetas, y me atrevería a decir que no somos lo
bastante geniales. El hombre necesita la magnanimidad de la renuncia, pero de
ella sólo en el primer amor alcanza por lo general un barrunto, como un atisbo
del Edén perdido. Pero tanto si lo vemos como si no, la verdad está encerrada
en este acertijo: que el mundo entero es cosa buena y mala deuda.
Si
alguna vez este amor tan singular, que fue la verdad de los trovadores,
llegara a pasar de moda y a ser tratado como ficción, semejante falta de
comprensión se parecería a la del mundo moderno frente al ascetismo. Bárbaros
puede haber, quién lo duda, que intentarán destruir la caballerosidad en el
amor como destruyeron la caballerosidad en la guerra los bárbaros que
gobernaban Berlín. Sí esto llegara a ocurrir tendríamos que oír las mismas
pullas carentes de imaginación e inteligencia. Aparecerá entonces gente que
pregunte qué clase de mujer tan egoísta era ésta que exigía sin piedad tributo
en forma de flores o cuán avara para reclamar oro sólido en forma de sortija.
Del mismo modo se pregunta hoy qué clase de Dios es el que demanda sacrificio y
negación de si mismo. Quienes así procedan habrán perdido la clave de todo lo
que los enamorados entienden por amor y no comprenderán que estas cosas se
hacen porque no son reclamadas. Pero sirvan o no estas cosas menores pata
iluminar las más importantes, es de todas maneras inútil estudiar algo tan
grande como el movimiento franciscano mientras se alimente esa condición moderna
que critica el ascetismo por sombrío. El punto esencial acerca de san
Francisco está precisamente en que si fue asceta pero no sombrío. Tan pronto
como se vio derribado de su cabalgadura por la gloriosa humillación que le
infiriera la visión de la dependencia del amor divino, lanzóse Francisco al
ayuno y a la vigilia exactamente como antes se lanzara furiosamente a la
batalla. Había vuelto las espaldas a su corcel, pero no hubo alto ni freno en
el ímpetu atronador de su ataque. No cabía en él nada negativo; su sistema no
era ni régimen ni estoica sencillez de vida. Ni era negación de sí mismo en el
sentido de autodominio. Era algo tan positivo como la pasión y tenia todo el
regusto de algo tan positivo como el placer. Francisco devoraba el ayuno como
la gente el alimento. Se había sumergido en la pobreza como se sumergen tierra
adentro los hombres que cavan locamente en busca de oro. Y es precisamente la
calidad positiva y apasionada de este aspecto de su personalidad lo que
constituye un desafío a la mentalidad moderna frente al problema de la
prosecución del placer. Ahí está innegablemente el hecho histórico y ahí está
unido a él otro moral casi tan indiscutible. Es cierto que el Santo se mantuvo
en esta carrera heroica y nada natural desde el momento en que partió vistiendo
su camisa de crin por los bosques invernales hasta el día en que, en su misma
agonía, quiso yacer desnudo sobre la desnuda tierra para demostrar que nada
poseía y nada era. Y casi con la misma certidumbre podemos decir que, en sus
brillantes rondas sobre el mundo de la humanidad que pena, las estrellas
pudieron por una vez, al pasar por sobre este cuerpo enjuto y consumido yacente
en el suelo roqueño, contemplar a un hombre feliz.
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