Capítulo 6
El Pobrecillo
De
aquella caverna que fue horno de ardiente gratitud y humildad salió una de las
personalidades más poderosas, singulares y originales que ha conocido la
historia humana. entre otras cosas, Francisco fue de manera destacada lo que
llamamos un carácter, casi como hablamos de carácter en una buena novela u obra
de teatro. No sólo fue un humanista sino un humorista, especialmente según el
antiguo sentido inglés de un hombre que está siempre de buen humor y anda su
camino y hace lo que nadie haría sino él. Las anécdotas acerca de Francisco
tienen una calidad biográfica cuyo ejemplo más familiar es el doctor Johnson y
que pertenece en otro sentido a William Blake o Charles Lamb. La atmósfera que
las distingue sólo se puede definir mediante una especie de antítesis: el hecho
siempre es inesperado y nunca más apropiado. Antes que la cosa sea dicha o
hecha no puede ni conjeturarse, pero en cuanto se la realiza nos damos cuenta
de que es simplemente característica. Por manera sorprendente y, sin embargo,
inevitable es ella individual. Esta cualidad de congruencia abrupta y conveniencia
desconcertante es tan peculiar de san Francisco que lo distingue de la mayoría
de sus coetáneos. La gente va aprendiendo ahora cada día más acerca de las
sólidas virtudes sociales de la civilización medieval, pero estas impresiones
son todavía más sociales que individuales. El mundo medieval aventajaba al
moderno por el sentido de las cosas en que todos coincidían: la muerte, la luz
meridiana de la razón y la conciencia común que mantiene unidas a las
comunidades. Sus generalizaciones eran más sanas y más sólidas que las locas
teorías materialistas del presente: nadie hubiera tolerado a un Shopenhauer
haciendo escarnio de la vida o a un Nietzsche viviendo solamente para el escarnio.
Pero el mundo moderno es más sutil en su sentido de las cosas en que los
hombres no coinciden: en las variedades y diferencias temperamentales que
conforman los problemas de la vida personales. Quienes no carezcan de
capacidad de pensar se darán hoy cuenta de que el pensamiento de los grandes
escolásticos fue maravillosamente claro, pero también, por decirlo así,
deliberadamente incoloro. Todos coinciden hoy en que el arte más grande de la
época fue el de los edificios públicos; el arte popular y comunitario de la
arquitectura. Y no fue una edad apropiada para el retrato. Sin embargo, los
amigos de san Francisco se las ingeniaron para dejar a la posteridad un retrato
del Santo, algo casi parecido a una caricatura devota y afectuosa. Hay en él
lineas y colores que son tan personales que resultan perversos, si podemos
usar la palabra "perversidad" para significar una inversión que era
también una conversión. Aún entre los santos san Francisco tiene un aire de
excéntrico, si el vocablo cuadra a quien tuvo la excentricidad de volver
siempre al centro.
Antes
de resumir la narración de sus primeras aventuras y de la creación de aquella
gran hermandad que fue principio de revolución tan beneficiosa, creo conveniente
completar aquí este imperfecto retrato personal; y habiendo procurado en el
capitulo anterior brindar una descripción tentativa del proceso de transformación
del Santo procuraré en el presente añadir unas pocas notas sobre el resultado.
Por resultado quiero significar el hombre real después de sus primeras
experiencias formativas: el hombre que la gente encontraba caminando por los
caminos de Italia con su túnica parda ceñida de una cuerda. Porque este hombre,
descontando la gracia de Dios, es la explicación de cuanto luego acaeció; los
hombres actuaron de muy diferente manera según que lo hallaron o no. Si luego
vemos un gran tumulto, una apelación al papa, tropeles de hombres en hábito
pardo asediando las cátedras de autoridad, pronunciamientos papales, sesiones
heréticas, juicio y supervivencia triunfal, el mundo rebosante de un nuevo
movimiento, el fraile convertido en una palabra hogareña en todos los rincones
de Europa, si vemos esto y nos preguntamos por qué aconteció todo sólo nos
acercaremos a la respuesta si por manera siquiera indirecta, vaga e imaginativa
somos capaces de oír una voz humana y ver un rostro humano debajo de la
capucha. No hay respuesta fuera de que Francisco Bernardone fue un hecho, y de
alguna manera debemos ver lo que hubiéramos visto si Francisco hubiera sido un
acontecimiento para nosotros. En otras palabras, después de algunas sugestiones
tentativas sobre su vida vista desde el interior, hemos de volver a considerar
a Francisco desde afuera, como si fuera él un extraño que se adelanta por el
camino hacia nosotros a lo largo de las colinas de Umbría entre olivares y
viñedos.
¡Francísco
de Asís era de figura delgada, con ese tipo de delgadez que, combinada con otro
tanto de vívacídad, da la impresión de pequeñez. Es probable que haya sido más
alto de lo que parecía; de mediana está tura, dicen sus biógrafos. Fue
ciertamente muy activo y, considerando los trabajos por qué pasó, debió ser medianamente
robusto. Su tez era morena, del color corriente en los países meridionales; su
barba oscura, fina y puntiaguda cual la que vemos en los cuadros bajo la
capucha de los elfos, y ardía en sus ojos aquel fuego que día y noche le
consumió. En la descripción de cuanto dijera o hiciera hay algo que sugiere que
nuestro Santo, aún más que la mayoría de los italianos, tendía naturalmente al
apasionado desborde de gestos. Si esto fue realmente así, es por igual verdad
que, más aún que la mayoría de los italianos, sus ademanes fueron los de la
cortesía y la hospitalidad. Y ambas cosas, la vivacidad y la cortesía, son los
signos exteriores que lo distinguen muy pronuncíadamente de muchos que podrían parecérsele
más de lo que en realidad lo son. Con razón se ha dicho que Francisco de Asís
fue uno de los fundadores del drama medieval y por ende del moderno. Fue la
antítesis del personaje teatral en el sentido de pagado de sí mismo; pero, así
y todo, fue en forma preeminente una persona dramática. Se puede sugerir mejor
este aspecto tomando lo que se puede juzgar una cualidad reposada y que
comunmente se describe como amor de la naturaleza. Y aquí nos vemos obligados a
emplear esta denominación, que es completamente inexacta.
Pues
san Francisco no fue un amante de la naturaleza. Bien entendidas las cosas,
esto es lo que de ninguna manera fue. La frase implica aceptar el universo
material como una atmósfera vaga en una especie de panteísmo sentimental. Durante
el período romántico de la literatura, en la edad de Byron y Scott, no era difícíl
imaginar a un eremita que entre las ruinas de una capilla, con preferencia bajo
el claro de luna; encontraba paz y un gozo tranquilos en medio de la armonía
de bosques solemnes y calladas estrellas mientras sobre un rollo o volumen
miniado meditaba sobre la naturaleza de la liturgia, sobre la cual el autor se
manifestaba vago. En resumen, el ermitaño podía amar la naturaleza como telón
de fondo. Y bien, para san Francisco nada existía que pudiera considerar como
tal. Podríamos decir que su mente no conocía otro telón de fondo como no fuera
tal vez la tiniebla divina de donde el amor de Dios llamara al ser una a una a
la totalidad de las criaturas multicolores. Francisco todo lo veía
dramáticamente, destacado de su encuadramiento, en manera alguna en una sola
pieza como en un cuadro sino en acción como en el drama. Un pájaro pasaba a su
lado como una flecha, era algo con historia y un objetivo aunque fuera éste
propósito de vida y no de muerte. Un matorral podía detenerlo igual que un
bandido; y en realidad Francisco se sentía tan dispuesto a dar buena acogida
al bandido como al matorral.
En
una palabra, tratamos de un hombre que no podía ver el bosque en razón de los
árboles. A san Francisco no le agradaba ver el bosque en lugar de los árboles.
Quería ver cada árbol como cosa distinta y casi sagrada, siendo hijo de Dios y
por ende hermano o hermana del hombre. No le gustaba moverse ante un decorado
que se usara únicamente como telón de fondo y del que pudiera decirse:
"Escena: un bosque". En este sentido, podemos decir que era
excesivamente dramático para el drama. Por ello el escenario cobrará vida en
sus comedias: las paredes hablarán de verdad, como Snout el Calderero, y los
árboles echarán a andar camino de Dunsinane. Todo se hallará en el primer
plano y bajo la luz de las candilejas, por así decirlo. Todo será en todos los
sentidos un carácter, Esta es la cualidad por la que, como poeta, es lo más
opuesto del panteísta. A la naturaleza no la llamó madre; llamará hermano a un
determinado jumento y hermana a una alondra. Si hubiera llamado a la jirafa su
tía y al elefante su tío, como bien pudo hacerlo, todavía hubiera querido
significar que eran éstas criaturas individuales asignadas por el creador a
lugares concretos y no meras expresiones de la energía evoluti- va de las
cosas. Por esta razón su misticismo se acerca mucho al sentido común de los
niños. Un niño comprende sin dificultad que Dios hizo al perro y al gato, y no
obstante se da cuenta cabal de que la creación de perros y gatos sacándolos de
la nada es un proceso misterioso que su imaginación no logra alcanzar. Pero
ningún niño nos entenderá si mezclamos perros, gatos y todas las cosas para formar
con ellos un monstruo de mil patas al que llamamos naturaleza. A ser semejante
el niño no le encontrarla ni pies ni cabeza. San Francisco fue un místico,
pero creía en el misticismo y no en la mistificación. Como místico fue enemigo
mortal de todos esos místicos que funden el contorno de las cosas y disuelven
al ser en el medio circundante. Fue un místico del pleno mediodía y la noche
cerrada, pero no de las entreluces del ocaso. Fue lo más opuesto a ese género
de visionarios orientales que son místicos sólo por ser demasiado escépticos
para ser materialistas. San Francisco fue enfáticamente un realista, y uso la
palabra en el sentido mucho más real de los medievales. En este punto se
emparentaba con los mejores espíritus de la época que acababan de triunfar del
nominalismo del siglo doce. Y en este aspecto hay algo de simbólico en el arte
y la decoración de aquel período, algo como lo que se encuentra en el arte y la
decoración de aquel periodo, algo como lo que se encuentra en el arte de la heráldica.
Los pájaros y las fieras franciscanas se asemejan bastante a las aves y las
fieras heráldicas; no porque sean animales fabulosos sino en el sentido de ser
tratados como si fueran hechos definidos y positivos y no influídos por las
ilusiones de la atmósfera y la perspectiva. En este sentido, Francisco pudo
ver en verdad un pájaro sable en campo azur o una oveja argéntea en campo
sinople. Pero la heráldica de la humildad fue para él más rica que la del orgullo
porque vela todas las cosas que nos ha, dado Dios como algo más precioso y
único que los blasones que príncipes y nobles se otorgan a sí mismos. De las
profundidades del renunciamiento la heráldica de la humildad se elevaba por
encima de los títulos más elevados de la época feudal, por encima del laurel
de César o la corona de hierro de Lombardia. Constituye un ejemplo de que los
extremos se tocan, el hecho de que el Pobrecillo que se había despojado de todo
y se decía nada a si mismo haya tomado, llamándose Hermano del Sol y de la
Luna, el mismo título que fuera alarde salvaje del pomposo autócrata asiático.
Esta
cualidad de algo acusado y sorprendente en las cosas tal cual las vela san
Francisco es importante aquí para ilustrar una característica de su vida. Como
vela todas las cosas dramáticamente así fue él dramático siempre. Tenemos que
suponer, y apenas hay necesidad de decirlo, que el Santo fue siempre y en
todo, un poeta y que sólo como tal se lo puede comprender. Pero poseía un
privilegio poético que ha sido negado a la mayoría de ellos. Por eso de él
puede decirse que fue el único poeta feliz entre todos los infelices poetas del
mundo. Era un poeta cuya vida toda fue un poema. No era precisamente un
ministril que canta simplemente las propias canciones sino un dramaturgo capaz
de representar la propia obra del principio al fin. Las cosas que dijo e hizo
eran más figurativas que las que escribió. Todo el curso de su vida fue una
sucesión de escenas en las que nunca le abandonó la fortuna para llevar las
cosas a un hermoso desenlace. Hablar del arte de vivir suena ahora a algo
artificial más que artístico.. Pero san Francisco convirtió muy concretamente
el simple derecho de vivir en arte, aun cuando haya sido un arte impremeditado.
Para el gusto racionalista muchos de sus actos parecerán grotescos y
chocantes. Pero fueron siempre actos, no explicaciones, y significaron siempre
lo que el Santo quiso. La sorprendente viveza con que su vida se grabó en la memoria
y en la imaginación de la humanidad se debe en gran parte a que se lo ha visto
una y otra vez bajo semejante circunstancias dramáticas. Desde el momento en
que se quitó las ropas y las arrojó a los pies de su padre hasta el día en que
se acostó muriendo sobre el suelo desnudo en forma de cruz, su vida estuvo
hecha de esas actitudes inconscientes y esos gestos sin vacilación. No seria
difícil llenar con ejemplos páginas y más páginas, pero proseguiré en el método
que he considerado ajustado en otros lugares de este breve bosquejo y tomaré
un ejemplo típico, deteniéndome en él algo más detalladamente de lo que seria
posible en un catálogo de anécdotas, con la esperanza de aclarar mejor el
sentido. El ejemplo a que me refiero ocurrió en los últimos días de su vida
pero de manera curiosa nos retrotrae a su juventud y así redondea la notable
unidad de este romance religioso.
La
frase que habla de su hermandad con el sol y la luna y con el agua y el fuego
se encuentra por supuesto en el famoso poema del Santo llamado Cántico de las
criaturas o Cántico del sol. Lo entonó vagando por los prados durante los días
soleados de su propia carrera cuando derramaba hasta los cielos todas las
pasiones del poeta. Es una obra característica en grado sumo, a partir de la
cual sola se puede reconstruir casi toda su personalidad. Aun cuando bajo ciertos
aspectos se trate de algo tan sencillo y directo como una balada hay aquí un
delicado instinto de diferenciación. Obsérvese, por ejemplo, cómo trata el
sexo de las cosas inanimadas, algo que va mucho más allá de los géneros arbitrarios
de la gramática. No fue por azar que Francisco Mamara hermano al fuego,
valiente, alegre y vigoroso, y hermana al agua, pura, clara y casta.
Recordemos que san Francisco no se vio ni entorpecido ni ayudado por todo ese
politeísmo griego y romano que transformado en alegoría ha representado a
menudo una inspiración para la poesía europea y con excesiva frecuencia un
convencionalismo. Tanto sí ganara como sí perdiera con este menosprecio de la
cultura, nunca se le ocurrió a Francisco relacionar a Neptuno y a las ninfas
con el agua o a Vulcano y a los cíclopes con el fuego. Esto comprueba lo que ya
sugerimos, o sea que lejos de constituir un revivir del paganismo, el renacimiento
franciscano fue una suerte de punto de partida fresco y un primer despertar
tras el olvido del mismo. Y a él se debe ciertamente un cierto frescor. Sea
como fuere, san Francisco fue, por así decirlo, el fundador de un nuevo
folklore; pero podía distinguir sus hadas de sus hados y sus brujas de sus
brujos. En una palabra, si tuvo que construirse su propia mitología, distinguía
a primera vista los dioses de las diosas. Este instinto fantástico del Santo
ante los sexos no es el único ejemplo de un instinto figurativo de ese género.
Hallamos la misma felicidad singular en el hecho de distinguir al sol, a más
de llamarlo hermano, con un titulo que conlleva mayor cortesía, con una frase
que bien pudiera usar un rey dirigiéndose a otro rey, algo así como Monsieur
notre frére. Se trasluce aquí como una vaga e irónica sombra de la fulgente
primacía que habla el sol ocupado en los cielos paganos. Se cuenta que cierto
obispo se quejaba de que un inconformista dijera Pablo en vez de san Pablo, y
que añadía: "Debió llamarle siquiera señor Pablo". Así san Francisco
se ve liberado de tener que gritar, por alabanza o terror, "Señor Dios,
Apolo", y puede en cambio en sus nuevos cielos infantiles saludarlo como
el señor Sol. En estas cosas trasunta una especie de infancia inspirada cuyo
único paralelo se encuentra en los cuentos de hada del cuarto de niños. Algo de
un temor semejante, oscuro pero saludable, hace que el cuento del Brer Fox and
Brer Rabbit se refiera respetuosamente al señor Hombre.
Este
poema del Sol, rebosante de la alegría de la juventud y los recuerdos de la
infancia, se repite al correr de toda la vida de Francisco como un estribillo y
fragmentos de él salpican constantemente los hábitos cotidianos de su hablar.
Quizás la última aparición de este particular lenguaje se encuentre en un
incidente que siempre me ha parecido particularmente impresionante y que
resulta de todos modos muy demostrativo de los gestos y estilos grandiosos de
que estoy hablando. Impresiones así son cosas de imaginación y, en todo caso,
de gusto. No tiene sentido argumentar acerca de ellas porque su punto esencial
está en que van más allá de las palabras y en qué aún cuando recurran a las
palabras, pareciera que éstas se completaran mediante ,un movimiento ritual
como una bendición o un golpe. Así, en lo que es el ejemplo supremo de esto,
hay algo que va mucho más allá de toda exposición, algo como el raudo
movimiento y la poderosa sombra de una mano que entenebrece las propias tinieblas
de Getsemaní: "Dormid ahora y descansad...".
Y,
sin embargo, no falta quienes han emprendido la obra de parafrasear y ampliar
la historia de la Pasión.
San
Francisco estaba moribundo; diríamos que era un anciano cuando aconteció el
incidente a que nos referimos, más, en realidad, era sólo un hombre prematuramente
envejecido, pues no llegaba a los cincuenta años, cuando murió consumido por su
vida de lucha y ayuno. Pero a su retorno del terrorífico ascetismo y la aún más
terrorífica revelación del Alverno, era un hombre quebrado. Como bien se verá
cuando más adelante volvamos sobre estos hechos, no era solamente la enfermedad
y el decaimiento corporal lo que seguramente oscurecía entonces su vida:
pesaba sobre él el desengaño en lo referente a su misión primordial de poner
fin a las cruzadas mediante la conversión del islam y todavía mayor era el peso
que lo abatía ante las señales de compromiso y de un espíritu más político y
práctico en la propia orden; en la protesta había agotado sus últimas
energías. Y en estas circunstancias le anuncian que se estaba quedando ciego.
Si hemos logrado dar en este libro siquiera un atisbo somero de cómo sintió san
Francisco la gloria y el fasto de la tierra y el cielo y la forma heráldica, el
color y el simbolismo de fieras y flores, podrá el lector darse idea de lo que
significaba esto para el Santo. Y, sin embargo, el remedio propuesto debió
parecerle peor que la enfermedad. El remedio, por supuesto un remedio incierto,
consistía en cauterizar el ojo y ello sin ninguna anestesia. En otras palabras,
habían de quemarle las niñas de los ojos con un hierro candente. Muchas de las
torturas de los mártires que envidió al leerlas en el martirologio y buscó
vanamente en sus andanzas por Siria no hubieran sido peores. Cuando sacaron el
tizón del horno Francisco se levantó como en un gesto urbano y comedido y
habló como si se dirigiese a una presencia invisible: "Hermano Fuego,
Dios os hizo bello, poderoso y útil; ruego que seáis cortés conmigo".
Si
acaso existe cosa tal como el arte de vivir, tengo para mí que momento
semejante ha sido una de sus obras maestras. A no muchos poetas les ha sido
dado recordar su propia poesía en un momento así y menos aún vivir uno de los
propios poemas. Hasta el mismo William Blake se hubiera sentido desconcertado
si, mientras releía las nobles lineas: "Tiger, tiger, burning bright"
[Tigre, Tigre, que ardes brillantemente], un tigre de Bengala real y de gran
tamaño hubiese metido la cabeza por la ventana de la casa de campo en Felpham
con la intención evidente de arrancar de un mordisco la cabeza del escritor. No
cabe la menor duda de que hubiera vacilado antes de saludar cortésmente al
animal y seguir recitando el poema al cuadrúpedo en cuyo honor lo había
compuesto. Y También Shelley, cuando deseaba ser nube u hoja que vuela delante
del viento, no hubiera dejado de sorprenderse si se hubiera encontrado cabeza
abajo girando lentamente por el aire a quinientos metros sobre el mar. Y aun
el mismo Keats, sabiendo cuán débil era el lazo que lo unía a la vida, se
hubiera turbado si descubría que el hipocrás auténtico y rojo que acababa de,
beber libremente contenía de verdad una droga que le aseguraba muerte sin dolor
hacia la medianoche. Para Francisco no hubo droga, si mucho dolor. Y entonces
su primer pensamiento fue una de las fantasías primeras de sus cantos
juveniles. Recordó el tiempo cuando la llama fue flor, si bien la ostentaba el
más alegre y hermoso color entre las flores del jardín de Dios, y cuando esta
radiante imagen de su visión volvía a él en la. forma de un instrumento de
tortura la saludó de lejos como a un viejo amigo y la llamó por su sobrenombre,
que bien podría decirse que era su cristiano nombre de pila.
Esto
no es más que una anécdota en una vida llena de ellas; y la he elegido en parte
porque muestra lo que quiero aquí expresar al hablar de esa sombra de gesto que
acompaña todas sus palabras, ese ademán dramático del hombre del sur, y en
parte, porque su referencia especial a la cortesía recubre el próximo hecho
que quiero subrayar. El instinto popular de san Francisco y su preocupación
constante por la idea de la fraternidad serán mal entendidos si les atribuimos
el sentido de lo que con frecuencia llamamos camaradería, esa fraternidad que
consiste en golpear la espalda. Con frecuencia entre los amigos y con mayor aún
entre los amigos del ideal democrático se ha sostenido que esta nota es
necesaria para la democracia. Se da por sentado que igualdad significa que
todos los hombres sean igualmente inciviles cuando lo que obviamente se debería
expresar es que todos los hombres son igualmente civiles. Quienes así piensan
olvidaron el sentido y la etimología de la palabra "civilidad" si no
se percatan de que ser incivil es ser anticívico. Pero, de cualquier modo que
sea, no es ésta la igualdad que alentó san Francisco sino una de signo opuesto:
la camaradería que se funda, de hecho, en la cortesía.
Hasta
en los linderos de aquel mágico país de sus puras fantasías sobre flores,
animales y aun seres inanimados conservó Francisco su constante actitud de
deferencia. Un amigo mío decía de alguien que era capaz de presentar sus
excusas al mismo gato. San Francisco sin duda lo hubiera hecho. En una
ocasión, estando por predicar en un bosque repleto de murmullos de aves, dijo
con amable ademán: "Hermanitas, si ya expresasteis vuestros dichos, ya es
hora de que también me oigáis a mí". Y todas las aves callaron, cosa que
yo, por mi parte, creo sin esfuerzo. Atento al particular propósito que me ha
guiado de hacer las cosas inteligibles a la mentalidad moderna media, he tratado
por separado el tema de los poderes milagrosos que el Santo poseyó con toda
certidumbre. Pero aun prescindiendo de todo poder milagroso, hombres de tal
naturaleza magnética, con un interés por los animales tan intenso, ejercen a
menudo un poder extraordinario sobré ellos. Más el que tuvo san Francisco
siempre lo ejercitó con la elaborada cortesía de que hablamos. En ésta mucho
había sin duda de una especie de broma simbólica y de piadosa pantomima cuya
finalidad consistía en comunicar lo que era la distinción vital en su misión
divina, a saber: que él no sólo amaba sino que reverenciaba a Dios en todas sus
criaturas. En este sentido, Francisco trasuntaba un aire de querer presentar
sus excusas al gato y a las aves y aún a la silla por sentarse en ella y a la
mesa por a ella arrimarse. Quien por la vida hubiera ido tras sus pasos con el
único propósito de reírse de él como de un amable lunático, sin dificultad se
hubiera llevado la impresión de que era uno de esos que se inclinan ante todos
los postes o se descubren ante todos los árboles. Todo esto formaba parte de
su instinto por los gestos figurativos. Buena parte de sus lecciones las enseñó
Francisco al mundo mediante una suerte de alfabeto mudo divino. Pero si en él
se da este elemento ceremonial aun en las cosas más pequeñas e insignificantes,
su significado se torna tanto más grave al tratarse de la obra seria de su
vida, que consistió en un llamado a la humanidad o, mejor, a los seres humanos.
He
dicho que san Francisco con toda deliberación no veía el bosque en razón de los
árboles. Aún más cierto es que no vio la muchedumbre en razón de los hombres.
Lo que distingue a este demócrata muy auténtico del simple demagogo es que
nunca engañó ni se engañó por la ilusión de las masas. Cualquiera que haya sido
su gusto por los monstruos nunca vio ante sí una bestia de muchas cabezas.
Sólo vio la imagen de Dios multiplicada pero nunca monótona. Para él un hombre
era siempre un hombre y no desaparecía en la espesa muchedumbre como no
desaparecía en el desierto. Honró a todos los hombre, lo que es decir que no
sólo los amó sino que a todos respetó. Lo que le diera su extraordinario poder
personal era esto: que del papa al mendigo, desde el sultán de Siria en su rica
tienda hasta los ladrones harapientos arrastrándose por el bosque, nunca
existió un hombre que se mirara en esos ojos pardos y ardientes sin tener la
certidumbre de que Francisco Bernardone se interesaba realmente por el, por
el interior de su propia vida individual desde la cuna al sepulcro, de que él
en persona era estimado y tomado en serio y meramente añadido a los restos de
algún programa social o a los nombres de algún documento burocrático. Ahora
bien, para esa particular idea moral y religiosa no hay otra expresión externa
como no sea la cortesía. No la expresa la exhortación que sólo es mero
entusiasmo abstracto ni la beneficencia pues no es más que piedad. Sólo la
puede trasmitir el gesto grandilocuente que llamaríamos buenos modales.
Podemos decir, si nos place, que san Francisco, en la desnuda y mísera
simplicidad de su vida, se había asido, a pesar de todo, a un girón de lujo: a
las formas de la corte. Pero mientras en una corte hay un rey y cien
cortesanos, en esta particular historia hubo un cortesano entre cien reyes.
Porque el Santo trató a la muchedumbre de los hombres como si fuera una muchedumbre
de reyes. Y ésta fue en realidad de verdad la única actitud con que podía
conmover a esa parte del hombre que quería conmover. No podía conseguirlo
ofreciendo oro ni pan pues es proverbial que cualquier truhán puede convertir
la liberalidad en simple escarnio. Ni tampoco lo lograría prodigando atención
y tiempo pues numerosos filántropos y burócratas benévolos lo hacen con
escarnio en sus corazones mucho más frío y horrible. Ni planes ni propuestas
ni arreglos eficientes pueden devolver la autoestima y el sentimiento de estar
hablando con un igual al hombre quebrado. Puede lograrlo un gesto.
Con
tal gesto se movió entre los hombres Francisco de Asís, y pronto se vio que en
él algo había de mágico y que obraba, en doble sentido, como un encantamiento.
Pero a este gesto hay que pensarlo siempre como un gesto completamente
natural, porque en realidad era casi un ademán de excusa. Hemos de imaginarnos
al Santo circulando raudamente por el mundo con una suerte de cortesía
impetuosa, casi con el movimiento de quien dobla una rodilla a medias por
prisa y por reverencia. Su rostro ansioso bajo la parda capucha era el de
quien siempre se dirige a alguna parte como siguiendo, además de contemplarlo,
el vuelo de los pájaros. Y este sentido del movimiento encierra en realidad
toda la significación de la revolución que llevó a cabo; porque la obra que
pasamos a describir tiene todas las características del terremoto o del volcán:
era una explosión que lanzó al aire con dinámica energía las fuegas guardadas
durante diez siglos en la fortaleza o arsenal monástico y desparramó sin pausa
todas esas riquezas hasta los confines de la tierra. En un sentido mejor del
que traduce la antítesis, se puede decir con verdad que lo que san Benito
almacenó san Francisco lo prodigó; pero en el mundo de las cosas espirituales
el grano que se acopió en los graneros se desparramó por el mundo convertido
en simiente. Los siervos de Dios que fueran guarnición sitiada se convierte en
un ejército en marcha; los camino del mundo se llenan con el tronar de las
pisadas de sus pies, y muy a lo lejos, a la cabeza de aquellas huestes siempre
en aumento, marcha cantando un hombre; con la misma simplicidad que lo había
hecho aquella mañana por los bosques de invierno cuando caminó sólo.
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