Capítulo
II – Las misiones de Italia
No era la
intención de Francisco limitar sus nuevas misiones a sólo el territorio de
Italia. Mucho más vastos eran sus proyectos, sobre todo después de la consulta
referida en el capítulo anterior. Por otra parte, frisaba ya en los treinta
años, la edad del entusiasmo, de los anhelos generosos, de las empresas
heroicas. Además, reinaba por aquel entonces una verdadera fiebre de cruzadas.
Poco tiempo faltaba para que Juan de Briena, hermano de aquel Gualterio que
había sido el héroe favorito del joven Francisco, se encaminase a Damieta a la
cabeza de un numeroso ejército cristiano. También Francisco deseaba organizar
una cruzada, pero sin más armas que la cruz y el Evangelio: toda su ambición
era ir a predicar a los Sarracenos la fe cristiana y la conversión (1 Cel 55).
Pero antes quería obtener la autorización del Papa para su nueva empresa. Se ha
dicho de Santo Domingo que «siempre se le encuentra viajando a Roma a recibir
instrucciones» (Sabatier). Otro tanto pudiéramos afirmar de San Francisco.
Dos años después
que Inocencio III confirmó de viva voz las reglas de su Orden, le hallamos de
nuevo en Roma, adonde fue a recabar del Papa el cumplimiento de la promesa que
éste le hiciera en 1210, porque ya estaba en condición de poder afirmar a
Inocencio que «Dios había multiplicado el número de sus hermanos» y, en
consecuencia, de pedir que se le confiase «una misión de mayor empeño».
Por desgracia,
son pocas las noticias que tenemos de este tercer viaje de Francisco a Roma. De
pasada visitó Alviano, aldea vecina a Todi, y cuentan los biógrafos que allí
impuso silencio a una bandada de golondrinas que con sus gorjeos les estorbaban
la predicación (1 Cel 59; LM 12,4). Probablemente pasó también por Narni y por
Toscanella.
En Roma continuó
su costumbre de predicar en las calles y encrucijadas, y dicen que en una de
estas predicaciones conquistó dos nuevos discípulos: Zacarías, futuro misionero
en España, y Guillermo, que fue el primer inglés que abrazó la Orden. Mucho más
importante para el destino futuro de la Orden fue la amistad que entonces trabó
con una señora a la que luego llamó, por cortesía y por su carácter varonil,
«Fray Jacoba»: era la dama Jacoba de Settesoli, esposa del noble romano
Graciano de Frangipani, la cual tendría entonces unos veinticinco años de edad.
La familia de los
Frangipani es una de las más antiguas de Roma, como que se la hace descender de
aquella Gens Anitia, que en el curso de los siglos ha contado entre
sus vástagos a un Benito de Nursia, a un Paulino de Nola, y a un Gregorio
Magno. El año 717 fue cuando el jefe de esta familia, que entonces lo era
Flavio Anicio, se granjeó el honroso sobrenombre de Frangipani,
«partidor del pan», por una copiosa distribución de panes que hizo en una
hambre que afligió a la Ciudad Eterna en dicho año. A principios del siglo XIII
los Frangipani poseían en Roma extensas propiedades en el barrio del
Transtévere y sobre el monte Esquilino, donde, entre otras cosas, les
pertenecían los restos imponentes del famoso Septizonium de Septimio
Severo, nombre que aún subsiste en Roma, aunque un poco alterado, en la Via
delle Sette Sale, que es de donde le venía a la esposa de Graciano
Frangipani el apellido de Settesoli.
Por lo que
respecta a Jacoba, afirman que descendía de una familia normanda de Sicilia. Su
nacimiento puede colocarse por los años de 1190, puesto que ya en 1210 estaba
casada y era madre de un hijo, llamado Juan. En 1217, pocas semanas después de
la muerte de su marido, dio a luz otro hijo, a quien puso el nombre de
Graciano. Pero sus relaciones con Francisco datan de 1212, relaciones que las
ulteriores visitas del apóstol umbriano trocaron en la más piadosa y fiel
amistad.
Poco trabajo le
costó, por cierto, a Francisco obtener de Inocencio III la bendición apostólica
para su empresa. Y poco tiempo después, sin que sepamos en qué puerto, embarcó
para llevar a cabo su viaje. Pero violentas tempestades desviaron el navío que
le transportaba, arrojándolo hacia las costas de Eslavonia, donde se vio
forzado a permanecer algún tiempo, sin encontrar medio alguno para continuar el
viaje a Oriente. Como el tiempo pasaba, haciéndose cada día más desfavorable
para la navegación, resolvió, por fin, embarcarse con su compañero en un bajel
que se hacía a la vela para Ancona. Pero resultó estar ya la embarcación tan
repleta de carga, que los marineros se negaron a transportar a nuestros
cruzados, viendo lo cual, éstos se metieron furtivamente en la bodega del
buque, de donde no salieron a cubierta sino cuando éste iba en alta mar.
Protestaron los marineros al verlos; pero, prolongándose la travesía a causa
del mal tiempo y agotándose los víveres de la tripulación, sacó el Santo los
que había acopiado para su frustrado viaje y los distribuyó entre todos, con lo
que se captó la benevolencia y el perdón de la gente del navío (1 Cel 55).
Tan pronto como
Francisco volvió a pisar tierra italiana, empezó de nuevo a predicar de ciudad
en ciudad, y fueron tales los frutos de su predicación, que en sólo Ascoli se
le presentaron treinta sujetos, entre clérigos y laicos, a pedirle que los
admitiese en la Orden (1 Cel 62). Por donde pasaba le salían al encuentro muchedumbres
de gentes, aclamándole con desmedido entusiasmo y pugnando por tocar siquiera
la fimbria de su hábito. Sólo los cátaros, asaz numerosos y esparcidos por toda
la Marca de Ancora, rehusaban acercarse a él. Demasiado sabían aquellos herejes
que la base de la predicación de Francisco, como también de toda su vida
religiosa, era la sumisión absoluta y sin reserva a la Iglesia Romana, la
indulgencia y caridad con que miraba las faltas ajenas con tal que no dañasen a
la comunidad, y, como consecuencia de aquella sumisión, un respeto profundo por
los sacerdotes de la misma Iglesia, en quienes no quería ver otra cosa que su
sagrado carácter, nunca sus personas. Esta misión y otras del mismo estilo,
tuvo, sin duda, en vista cuando habló en su Testamento de «los pobrecillos
sacerdotes de este siglo que moran en sus parroquias», a quienes siempre y a
pesar de todo «quiere temer, amar y honrar como a sus señores, sin considerar
en ellos pecado alguno, porque discierne en ellos al Hijo de Dios, y son
señores suyos» (Test 7-9).
Ahora bien, en
esto último era precisamente en lo que más diferían de Francisco los
predicadores cátaros, a quienes gustaba ensañarse contra los pecados de los
sacerdotes, con lo que arrebataban a la Iglesia multitud de fieles. No era así
Francisco. Su mente sana y lúcida sabía distinguir bien entre las cosas y las
personas, y procuraba infundir iguales sentimientos en sus hermanos. Un día
preguntó ingenuamente Fray Gil (como queda ya referido) si por ventura un
sacerdote podía mentir, cosa que él rechazaba en absoluto (1 Cel 46).
Durante esta su
estancia en la Marca de Ancona fue cuando Francisco tuvo la felicidad de
convertir a uno de los hombres más famosos de su tiempo, el trovador Guillermo
Divini, poeta laureado en el Capitolio de Roma y proclamado por el pueblo «rey
de los versos». Hallábase éste de visita en la aldea de San Severino, donde
tenía una pariente religiosa, que moraba en el convento donde había ido a
predicar Francisco. Allí oyó Divini al Santo y se convirtió.
Todos los testigos
afirman que en la manera de hablar de Francisco había un no sé qué de enérgico
y penetrante que arrastraba a la persuasión. Tomás de Spalato refiere que sus
discursos eran, más que predicaciones, conciones, alocuciones o
conferencias sobre asuntos puramente prácticos relativos a la reforma de las
costumbres. Francisco era un moralista implacable. Lo que le parecía malo, lo
atacaba y lo condenaba con toda franqueza y sin apelación. Así se explica como,
a pesar de su continente poco garboso y poco apuesto, había logrado inspirar en
sus oyentes, no sólo admiración, sino saludable temor. Tenía en sí un poco del
alma terrible de un Juan Bautista. Sus escritos abundan en severas invectivas
contra los pecadores, condenados al fuego eterno; su voz dijérase hecha para
intimar los juicios de Dios. Con razón se ha dicho que sus discursos eran como
una espada, que traspasaba los corazones.
Guillermo Divini
había ido a escucharle al convento de San Severino, guiado de sola curiosidad,
lo mismo que otros alegres compañeros suyos; y, sin duda, el predicador de
penitencia no labró al principio gran cosa en sus ánimos; pero luego comenzó
«el rey de los versos» a prestarle mayor atención, y entonces le pareció que el
pobre de Asís no se dirigía sino a él solo; cada palabra del discurso le venía
a él directamente y se clavaba en su corazón, como saeta disparada por mano
certera.
¿Y de qué habló
Francisco? Pues de su tema favorito: de la necesidad de despreciar y abandonar
el mundo y convertirse a Dios para escapar a la justa cólera, próxima a
desatarse sobre los ciegos amadores del mundo. Acabado el sermón, se produjo
una sencilla pero grandiosa escena: Guillermo Divini se levanta y va a
arrojarse a los pies de Francisco, exclamando: «Hermano, sácame de entre los
hombres y devuélveme al gran Emperador». Al día siguiente, Francisco le vistió
el hábito gris de los Frailes Menores, le ciñó a la cintura una ruda cuerda y
le impuso el nombre de Pacífico en señal de que lo sacaba del tumulto del siglo
y lo devolvía a la paz de Dios (2 Cel 106). Fray Pacífico fue enviado a Francia
en 1217 en calidad de superior de la misión franciscana.
Cien años más
tarde, otro poeta muy superior a Divini acudió también en busca de paz a los
hijos de San Francisco de Asís. Canoso y encorvado por la edad y los
desengaños, llegó una tarde Dante a la puerta de un convento solitario de los
Apeninos. Llamó a la puerta y, cuando el portero le preguntó qué buscaba, el
gran florentino contestó con una palabra sola, pero de inmenso sentido, que
encerraba todo un mundo: ¡Pace!, ¡la paz!
Aunque Francisco
recibía inmediatamente a todo el que venía a él con corazón arrepentido,
vistiéndole el hábito de la Orden sin más indagación ni prueba (el año de
prueba o de noviciado sólo vino a ser obligatorio en 1220), sabía, sin embargo,
distinguir perfectamente y escoger entre los numerosos candidatos que, año tras
año, se le presentaban solicitando ser admitidos en su compañía. Poco tiempo
después de la conversación de Fray Pacífico, vino a encontrarse con el Santo
cierto joven noble de Lucca, y prosternándose en su presencia le pidió con
lágrimas en los ojos que lo admitiera entre sus hijos. Francisco le contestó
con dureza en él desacostumbrada: «Tu llanto es carnal y tu corazón no está en
Dios. ¿Cómo pretendes engañar al Espíritu Santo y a mí, su humilde siervo?». No
obstante, lo admitió; pero el efecto se encargó bien pronto de probar que
aquella vocación no era sincera, sino pasajero capricho, fruto acaso de alguna
accidental desazón en sus relaciones domésticas, porque el hecho fue que,
apenas vinieron sus parientes a rogarle que se volviese con ellos a casa, los
siguió sin la menor dificultad (2 Cel 40).
En la recepción
de los hombres instruidos, de los viri litterati, era cuando Francisco
se portaba con más circunspección. «La ciencia -observaba- hace indóciles a
muchos, impidiendo que cierto engolamiento que se da en ellos se pliegue a
enseñanzas humildes. Por eso -continuó- quisiera que el hombre de letras me
hiciese esta demanda de admisión: "Hermano, mira que he vivido por mucho
tiempo en el siglo y no he conocido bien a mi Dios. Te pido que me señales un
lugar separado del estrépito del mundo donde pueda pensar con dolor en mis años
pasados y, recogiéndome de las disipaciones del corazón, enderece mi espíritu
hacia cosas mejores"» (2 Cel 194).
Por el contrario,
con los desheredados del mundo, con los pobres, oprimidos, humillados y
vejados, con los leprosos y hasta con los ladrones y bandidos, el corazón de
Francisco se expandía y brindaba todo y sin reservas. La Regla de San Benito
estatuía ya, es cierto, que «los huéspedes fueran recibidos y tratados como el
mismo Cristo»; pero Francisco había tenido en su juventud ocasión de comprobar
que ese estatuto no era practicado siempre a la letra, o más bien que lo era según
los huéspedes; que mientras, por excepción, merecían a1gunos recepción atenta y
cortés, para los más necesitados de alimento y abrigo, para los pordioseros y
vagabundos no había asilo en dichos monasterios.
Seguramente Francisco
recordaba la aventura de Santa María de la Roca cuando estampaba, al principio
de su primera Regla, estas hermosas palabras: «Todo el que venga donde los
frailes, sea amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido benignamente»
(1 R 7,14).
Sus discípulos,
sin embargo, aun los más allegados a él, encontraban difícil seguirle en este
punto. El Espejo de Perfección cuenta a este propósito un caso harto
característico, que se refiere a los primeros tiempos de la Orden, y es como
sigue:
«Había un
eremitorio de los hermanos encima de Borgo San Sepolcro (se trata del convento
de Monte Casale), y unos bandoleros que se ocultaban en los bosques y se
dedicaban a robar a los transeúntes venían a veces a él en busca de pan.
Algunos hermanos decían que no estaba bien darles limosna, y otros se la daban
por compasión, exhortándolos a la penitencia.
Entre tanto, el
bienaventurado Francisco vino allí, y le preguntaron los hermanos si estaba
bien darles limosna. El bienaventurado Francisco les dio la lección: "Si
hiciereis lo que os dijere, tengo confianza en el Señor de que ganaríais sus
almas. Mirad: haceos con buen pan y buen vino y llevádselo al bosque donde
viven; y gritad, diciendo: 'Hermanos ladrones, venid hasta nosotros, pues somos
hermanos y os traemos buen pan y mejor vino'. Ellos vendrán al instante.
Vosotros entonces extended un mantel en el suelo y colocad sobre él el pan y el
vino, y servidles con humildad y alegría mientras comen. Después de la comida
les comunicaréis algo de la palabra del Señor y, finalmente, les haréis, por el
amor de Dios, una primera petición: que os prometan que no maltratarán ni harán
mal a ninguna persona. Porque, si les pidieseis todo de una vez, no os harían
caso; pero ellos, en atención a vuestra humildad y caridad, os lo prometerán.
Otro día, como recompensa a su promesa, les llevaréis, con el pan y el vino,
huevos y queso, y les serviréis mientras comen. Después de la comida les
diréis: '¿Por qué estáis por aquí todo el día muriéndoos de hambre y soportando
tantas adversidades? Además, cometéis tantos males de deseo y de obra, que vais
a perder vuestras almas si no os convertís al Señor. Mejor es que empleéis
vuestras fuerzas en el servicio del Señor, y Él os dará en este mundo lo
necesario para el cuerpo y, finalmente, salvará vuestras almas'. Entonces, el
Señor les inspirará que se conviertan en virtud de la humildad y caridad que
les habéis demostrado".
Los hermanos lo
hicieron tal como les había ordenado el bienaventurado Francisco, y los
ladrones, por la gracia y misericordia de Dios, escucharon y cumplieron literal
y puntualmente cuanto los hermanos les pidieron con tanta humildad. Es más: por
la humildad y afabilidad con que los hermanos los habían tratado, comenzaron
ellos también a servir humildemente a los hermanos, llevando sobre sus hombros
haces de leña al eremitorio; y algunos, por fin, entraron en la Religión.
Otros, habiendo confesado sus pecados, hicieron penitencia de su mala vida y
prometieron en manos de los hermanos que en adelante querían vivir del trabajo
de sus manos y que no volverían a las andadas» (EP 66). Las Florecillas, cap.
26, cuentan el caso con más detalles, porque dicen que fue el Guardián quien
despidió a los bandidos con palabras injuriosas; pero después llegó Francisco,
trayendo pan y una botella de vino en su alforja, y, sabedor de lo que había
ocurrido, reprendió al Guardián, mandándole, a guisa de penitencia, que fuese
tras los bandidos por montes y valles y no parase hasta encontrarlos, y que se
les arrodillase pidiéndoles con toda humildad perdón por el mal recibimiento
que les había hecho.
Este relato, tal
cual nos lo han conservado las más antiguas tradiciones, nos da una alta idea
tanto de la admirable penetración psicológica de Francisco (que harto sabía que
es inútil predicar a un hambriento y que Roma no se construyó en un día), como
de su caridad para con todo linaje de menesterosos: pocos hombres ha habido en
el mundo tan libres del espíritu farisaico como nuestro Santo. Con él asistimos
a un momento de la historia de la cristiandad en que las palabras del Evangelio
son comprendidas y practicadas exactamente como fueron dichas: «Si sólo amáis a
los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los
publicanos? Vosotros haced el bien sin esperar nada a cambio. Entonces vuestra
recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los
ingratos y los perversos» (Mt 5,46; Lc 6,35). Estas palabras del Evangelio
hicieron siempre honda impresión en el ánimo de Francisco, como lo prueban
estas palabras suyas: «Has de saber, hermano carísimo, que la cortesía es una
de las propiedades de Dios, que por cortesía da el sol y la lluvia a buenos y
malos» (Flor 37).
Pero si Francisco
se portaba tan indulgente con los grandes pecadores, a las almas escogidas
solía someterlas a rigurosas pruebas, conforme al Evangelio, que dice: «A quien
mucho se le ha dado, mucho se le exigirá». Las Florecillas traen muchos relatos
que comprueban este rasgo del carácter de Francisco. Así cuentan que a Rufino,
que pertenecía a una de las principales familias de Asís, le ordenó una vez que
fuera desnudo de la Porciúncula a la ciudad y que desnudo predicara en la
catedral (Flor 30). Igual mandato impuso, cerca de Borgo San Sepolcro, a Fray
Ángel, natural de aquella ciudad y, como Rufino, proveniente de familia noble.
También a él lo obligó a adelantarse a la ciudad desnudo, para anunciar que
Francisco llegaría al día siguiente y tenía la intención de predicar. Fray
Ángel obedeció de inmediato, pero antes de que llegase a la puerta de la
ciudad, le llamó para prometerle el paraíso por la prontitud con que había
ejecutado aquel acto de humillación (Waddingo, 1213, n. 24).
Pocas noticias
ciertas tenemos acerca de la vida de Francisco en los dos o tres años
siguientes. Toda la exquisita diligencia de Waddingo no ha bastado para arrojar
luz sobre este período, a pesar del cuidado que ha puesto el grande analista en
reunir, como en un primoroso mosaico, todo el material hagiográfico que logró
allegar. El fracaso es evidente, y cuando nos cuenta la enfermedad de Francisco
en el invierno de 1212-1213, y nos representa al Santo dictando desde el lecho
su Carta todos los fieles, confunde Waddingo circunstancias de fecha
muy posterior.
En cualquier
caso, podemos suponer, sin temor de errar, que Francisco prosiguió la serie de
sus misiones a través de la Italia. En la primavera de 1213 le hallamos ocupado
en una misión nueva en la provincia de Romaña. En esta región, no lejos de la
pequeña república de San Marino, se elevaba una fortaleza señorial llamada
Montefeltro (hoy día Sasso Feltrio, en las cercanías del pueblo de San León).
Un buen día Francisco y su compañero llegaron a la puerta de este castillo; las
banderas flameaban gallardamente en la torre, y el sonido de las trompetas
llenaba los aires, anunciando que una fiesta solemne se celebraba adentro; los
pajes y criados, vistosamente aderezados, iban y venían afanosos por los
puentes levadizos; los caballeros se apeaban de sus cabalgaduras; gran cantidad
de carros llegaban, conduciendo por el abrupto sendero a damas y doncellas
lujosamente vestidas. Todo indicaba que un torneo solemne iba a celebrarse en
Montefeltro con asistencia de toda la nobleza de los alrededores.
A pesar de tanto
aparato y esplendidez, Francisco no se escandalizó, que no era él como tantas
personas piadosas demasiado propensas, por desgracia, a ofenderse de los
espectáculos que presencian. Francisco ponía gran esmero en prevenir a sus
discípulos contra semejante propensión, exhortándolos a no juzgar ni
menospreciar «a los que viven con regalo y se visten con lujo y vanidad, porque
Dios es Señor nuestro y de ellos, y los puede llamar hacia sí, y, una vez
llamados, justificarlos» (TC 58), que era precisamente lo que había hecho con
él mismo. En su Regla definitiva Francisco repetirá: «Amonesto y exhorto a mis
hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven vestidos de telas
suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino más bien que cada
uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2,17).
Llegado que hubo
Francisco al castillo, se detuvo un instante y, contemplando el pendón que,
agitado por el viento, ostentaba, por sobre la puerta, las armas del castellano
de Montefeltro, vuelto a su compañero le dijo sonriéndose: «Y bien, hermano,
¿qué piensas tú?, ¿crees que conviene que entremos también nosotros a tomar
parte en la fiesta? ¿Quién nos asegura que no tendremos la suerte de ganar aquí
algún caballero para la causa de Dios?»
Como lo pensó lo
hizo. La fiesta tenía por objeto celebrar la mayor edad de un joven paje que
iba a ser armado caballero. Todos los invitados asistieron primero a una misa,
en que el joven festejado pronunció sus votos de caballería. Después de esta
ceremonia, subió Francisco a las gradas de una escalera que había en el patio
del castillo y empezó a predicar a la concurrencia, tomando por tema este
dístico rimado:
Tanto è quel bene ch'io aspetto, che ogni
pena m'é diletto.
Tanto es el bien
que espero, que el penar me es placentero.
Sin duda,
Francisco, que tenía aún frescos en la memoria los relatos del rey Arturo y de
los caballeros de la Tabla Redonda, desarrolló este texto poco más o menos en
los siguientes términos:
«El caballero que
quiere ganarse el amor una dama, debe estar dispuesto a pasar por numerosas y
difíciles pruebas. Tal vez le exigirá ella que emprenda una cruzada contra el
Sultán, tal vez que le traiga el cuerno del Unicornio o un huevo del ave Fénix,
que libre a una doncella cautiva, o que armado de pesadas armas y montado sobre
brioso corcel atraviese un puente tan angosto, que apenas se pueda pasar por él
a pie y por debajo del cual ruja un torrente furioso. Y el noble caballero
arrostrará todos estos peligros y acometerá todas estas empresas sólo porque se
lo manda su dama, alentando y sosteniendo y multiplicando sus fuerzas y bríos
el recuerdo de la mano alabastrina donde espera posar sus labios cuando vuelva
del teatro de sus hazañas.
»Ahora bien, hay
una caballería muy otra de la del mundo, y mucho más alta y noble que ella, a
la cual son llamados no solamente los hombres de señoril linaje, sino todos
cuantos hay en el mundo. También en ésta hay que acometer combates, pero no ya
para complacer a beldad terrena alguna, sino para cumplir el mandato de la
suprema y eterna Belleza, que es Dios. Porque, a la verdad, ¿no es Dios, por
ventura, mucho más hermoso que las damas más bellas, que no son sino obra de
sus manos, por Él amasadas del limo de la tierra? ¿Es que quien ha creado
tantas y tan seductoras bellezas, no ha de ser más hermoso que todas sus
criaturas? Sí, ciertamente lo es, y merece, por ende, que nosotros acometamos
por su nombre toda clase de empresas heroicas, y que luchemos varonilmente en
su honor contra sus enemigos, que son la carne, el mundo y el demonio. ¿Y qué
recompensa nos promete para el día en que hayamos soportado todas las pruebas,
como el caballero por su dama, sin haber desmayado en su servicio ni
retrocedido ante ninguna aspereza ni dificultad? La recompensa que nos tiene
aparejada es infinitamente mayor y más preciosa que cuantas pueden otorgar a
sus galanes las más bellas y generosas damas del mundo. Porque una dama terrena
no tiene más que ofrecer que su mano y su corazón; pero esa mano va a perder
muy en breve su hermosura, y ese corazón pronto tiene que cesar en sus latidos,
mientras que Dios, dándosenos a sí mismo como recompensa del torneo a que nos
lanzamos por Él, nos da por el mismo hecho la vida, la luz, la dicha en una
eternidad que jamás se marchita ni perece».[1]
Así fue, sin
duda, como habló el hermano Francisco, y sin duda sus palabras hicieron honda impresión
en el ánimo de más de un joven y noble corazón. Lo cierto es que uno de ellos,
el joven conde Orlando de Cattani, señor del castillo de Chiusi, en el
Casentino, se acercó a Francisco y le dijo:
-- Padre, yo
quisiera tratar contigo sobre los asuntos de mi alma.
Francisco
acostumbraba dar tiempo al espíritu de Dios para que arraigase en las almas, y
así, sin apresurarse, contestó a Orlando:
-- Me parece muy
bien; pero ahora vete y cumple esta mañana con los amigos que te han invitado a
la fiesta, come con ellos, y después de la comida y fiesta hablaremos todo lo
que tú quieras.
Después del
torneo volvió el joven donde Francisco y tuvo con él larga conversación. Antes
de despedirse le dijo:
-- Tengo en
Toscana un monte muy a propósito para la devoción, que se llama monte Alverna;
es muy solitario y está poblado de bosque, muy apropiado para quien quisiera
hacer penitencia en un lugar retirado de la gente o llevar vida solitaria. Si
lo hallaras de tu agrado, de buen grado te lo donaría a ti y a tus compañeros
por la salud de mi alma.
Al escuchar San
Francisco tan generoso ofrecimiento de algo que él deseaba mucho, sintió
grandísima alegría, y, alabando y dando gracias, ante todo, a Dios y después a
messer Orlando, le habló en estos términos:
-- Messer, cuando
estéis de vuelta en vuestra casa, os enviaré a algunos de mis compañeros y les
mostraréis ese monte. Si a ellos les parece apto para la oración y para hacer
penitencia, ya desde ahora acepto vuestro caritativo ofrecimiento.[2]
Nótese que
Francisco no fue en persona a examinar el sitio ofrecido por el conde Orlando.
Y es que, en aquel momento de su vida, él entreveía en su horizonte la corona
del martirio. Ya que hasta entonces no había podido ir a Tierra Santa, se
proponía ahora ir a anunciar el Evangelio a los musulmanes en las lejanas
riberas del Mediterráneo marroquí. El sultán Mahomed ben Nasser (Miramolín,
como le llamaban los cristianos deformando el nombre árabe Emir el Munenin, «el
comendador de los creyentes»), derrotado en las Navas de Tolosa por los
españoles en 1212, se había visto forzado a retirarse a la costa africana, y
allá había Francisco formado el propósito de ir a convertirle.
Se puso en camino
verosímilmente en el invierno de 1213-1214,[3]
y llegó a España, donde cayó enfermo antes de alcanzar la meta de su viaje, y
se vio obligado, una vez más, a regresar a Italia, después de haber fracasado
en su intento. De vuelta en la Porciúncula, tuvo el consuelo de recibir en la
Orden, entre varios otros candidatos, a su futuro biógrafo Tomás de Celano.[4]
Es muy probable
que el año siguiente a este desgraciado viaje fue cuando Francisco asistió al
IV Concilio de Letrán, y sin duda aprovechó esta ocasión para obtener el
privilegio de la pobreza para Santa Clara y sus monjas.
Por este mismo
tiempo, el sabio prelado francés Jacobo de Vitry, de vuelta de Tierra Santa,
atravesó Italia y trabó relaciones con los primeros frailes menores. En una
carta dirigida, desde Génova, a sus amigos franceses en octubre de 1216, se
expresaba el sabio canónigo en los términos siguientes:
«Durante mi
permanencia en la Corte pontificia (que estaba entonces en Perusa), vi muchas
cosas que me causaron profunda tristeza: todo el mundo estaba tan ocupado en
cuestiones temporales y mundanas, de política y de derecho, que apenas si me
fue posible decir u oír una sola palabra sobre asuntos espirituales.
»Sin embargo, por
aquellas tierras hallé, al menos, un consuelo, pues pude ver que muchos
seglares ricos de ambos sexos huían del siglo, abandonándolo todo por Cristo.
Les llamaban Hermanos Menores y Hermanas Menores. Son tenidos en gran honor por
el señor Papa y los cardenales. No se ocupan para nada de las cosas temporales,
sino que, llenos de un fervoroso anhelo y de un vehemente empeño, se dedican
diariamente a rescatar de las vanidades del siglo a las almas... y han ganado a
muchos, pues sucede que el que escucha dice "ven" y un grupo atrae a
otro grupo.
»Viven según la
forma de la primitiva Iglesia, conforme de ella se escribió: La multitud de
los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma. Durante el día van a
las ciudades y a las aldeas para conquistar a los que puedan, dedicados así a
la acción; y durante la noche, retornando al despoblado o a lugares solitarios,
se dedican a la contemplación. Las mujeres, por su parte, viven juntas en
algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada, sino que viven del
trabajo de sus manos... Los hombres de esta Religión, una vez al año, y por
cierto para gran provecho suyo, se reúnen en un lugar determinado para alegrarse
en el Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones redactan y
promulgan algunas santas constituciones, que son confirmadas por el señor Papa.
Después de esto, durante todo el año se dispersan por Lombardía, Toscana, la
Pulla y Sicilia. Hace algún tiempo, el hermano Nicolás, coterráneo del señor
Papa, varón santo y religioso, abandonó la curia y se retiró con estos hombres;
pero el señor Papa, como le era muy necesario junto a sí, lo hizo volver» (BAC
p. 963-4).
En el verano de
1216 se trasladó a Perusa la Corte pontificia, y ya, según las últimas líneas
citadas de Jacobo de Vitry, el movimiento iniciado por Francisco empezaba a
invadir hasta los más altos grados de la jerarquía eclesiástica. El Nicolás
aludido por el canónigo francés no es otro que el obispo de Túsculum y futuro
Cardenal Chiaramonti, de quien sabemos que fue celoso defensor de los
franciscanos y gustaba de tener consigo a uno de ellos. A la misma fecha
conviene acaso referir la visita que hizo a los Menores otro gran dignatario de
la Iglesia, es a saber, Hugolino, Cardenal ostiense. Cuenta el Espejo de
Perfección que este prelado, que pronto se iba a constituir en el más
infatigable defensor y protector de la Orden, llegó, acompañado de numerosa
multitud de clérigos y hombres de armas, a la Porciúncula, donde los frailes se
hallaban reunidos, y al verlos vivir tan pobremente y dormir sobre la desnuda
tierra, se sintió tan conmovido, que exclamó derramando lágrimas: «¿Qué nos
aguarda en la otra vida a nosotros, que pasamos la presente en el lujo y el
placer?»
En cualquier
caso, es cosa cierta que desde este período se estrecharon más y más las
relaciones entre Francisco y la Corte pontificia.
Poca distancia
media entre la Porciúncula y Perusa, donde, como queda dicho, pasó la Curia romana la mayor parte del estío de 1216, y las visitas de una y otra parte parecen
haber sido frecuentes. De todos los escritores, sólo Eccleston afirma que
Francisco se halló presente a la muerte de Inocencio III, que ocurrió en Perusa
el 16 de julio de 1216. Y en este verano, según refiere la mayor parte de los
biógrafos, se produjo uno de los acontecimientos más discutidos de la vida de
Francisco: en los muy primeros días del pontificado de Honorio III, el
Pobrecillo de Asís habría ido a arrodillarse ante el Vicario de Cristo, y le
habría pedido y habría obtenido de él la famosa «indulgencia de la
Porciúncula».
[1] - Sabatier habla extensamente del contraste entre quien sirve a Dios por
puro amor y quien le sirve por interés de la recompensa, y pretende que el
primero es el espíritu franciscano, y el segundo el que anima a los príncipes
de la iglesia. Pero tal oposición es pura fantasía. Francisco, en su
predicación, se apoyaba sin cesar en la consideración del premio y del castigo.
En el Capítulo de las Esteras pronunció estas palabras, cuyo sentido es bien
claro: «Hijos míos, grandes cosas hemos prometido, pero mucho mayores son las
que Dios nos ha prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos
prometido y esperemos con certeza lo que nos ha sido prometido. Breve es el
deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es perpetua. Pequeño es el
padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita» (Flor 18; 2
Cel 191). Su Carta a todos los fieles está basada toda ella en la idea
de la recompensa, y en el cap. IX de la Regla de 1223 recomienda a sus frailes,
como tema de predicación, «los vicios y las virtudes, la pena y la gloria» (2 R
9,4). Abundando en la mima idea, el Beato Juan de Parma pone en boca de «Dama
Pobreza» estas palabras que dirige a sus fieles: «No os acobarde la magnitud de
la lucha, que mayor ha de ser la recompensa» (Sacrum Commercium). Toda
esta obra de Juan de Parma, que pertenece al campo franciscano más riguroso e
intransigente, está saturada del pensamiento de una «recompensa» que
extrañamente parece disgustar a Sabatier, quien igualmente debería lamentarla
también en Cristo (Mt 6,1) y en San Pablo (Rm 8,18).
[2] - Cf. la Primera consideración sobre la Llagas, en el apéndice de
las Florecillas.- El Casentino es el valle superior del Arno.- Nunca consintió
Francisco en que se le diese documento que le asegurase derecho alguno sobre el
Alverna. Sólo después de su muerte, en 1274, los hijos de Orlando hicieron
formal donación de aquel monte a la Orden, donación cuyo texto puede verse en
el Bullarium Franciscanum de Sbaralea (Roma 1768, t. IV, p. 156, nota
h), y es copia del original existente en el archivo de Borgo San Sepolcro. Allí
leemos que los hijos del conde ratifican, por orden expresa de éste, una
donación que hasta entonces no se había hecho más que de viva voz y sin escrito
alguno. Al mismo tiempo los hijos de Orlando de Chiusi hacen al convento del
Alverna formal donación de algunas reliquias de S. Francisco y del cordón de
cuero que éste ciñera a su padre cuando le admitió en la Tercera Orden.
[3] - Celano dice que este segundo viaje lo emprendió Francisco poco tiempo
después de su vuelta de Eslavonia (1 Cel 56). Sabatier coloca la fecha de este
viaje en 1214-1215.
[4] - 1 Cel 57.- Los biógrafos posteriores hacen llegar esta vez a Francisco
hasta Santiago de Compostela, atribuyéndole una multitud de fundaciones de
conventos en España, Piamonte y el Mediodía de Francia (AF III, p. 9); pero los
Bolandistas rechazan abiertamente todas estas tradiciones. Lo que sí es cierto
es lo que dice Lucas de Tuy en su Hist. univ., el año 1217: «Por esta
fecha los frailes menores construyeron conventos en toda España» (Acta SS.,
oct. II, p. 603, n. 303)
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