lunes, 10 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 3 Cap 2

Capítulo II – Las misiones de Italia


No era la intención de Francisco limitar sus nuevas misiones a sólo el territorio de Italia. Mucho más vastos eran sus proyectos, sobre todo después de la consulta referida en el capítulo anterior. Por otra parte, frisaba ya en los treinta años, la edad del entusiasmo, de los anhelos generosos, de las empresas heroicas. Además, reinaba por aquel entonces una verdadera fiebre de cruzadas. Poco tiempo faltaba para que Juan de Briena, hermano de aquel Gualterio que había sido el héroe favorito del joven Francisco, se encaminase a Damieta a la cabeza de un numeroso ejército cristiano. También Francisco deseaba organizar una cruzada, pero sin más armas que la cruz y el Evangelio: toda su ambición era ir a predicar a los Sarracenos la fe cristiana y la conversión (1 Cel 55). Pero antes quería obtener la autorización del Papa para su nueva empresa. Se ha dicho de Santo Domingo que «siempre se le encuentra viajando a Roma a recibir instrucciones» (Sabatier). Otro tanto pudiéramos afirmar de San Francisco.

Dos años después que Inocencio III confirmó de viva voz las reglas de su Orden, le hallamos de nuevo en Roma, adonde fue a recabar del Papa el cumplimiento de la promesa que éste le hiciera en 1210, porque ya estaba en condición de poder afirmar a Inocencio que «Dios había multiplicado el número de sus hermanos» y, en consecuencia, de pedir que se le confiase «una misión de mayor empeño».

Por desgracia, son pocas las noticias que tenemos de este tercer viaje de Francisco a Roma. De pasada visitó Alviano, aldea vecina a Todi, y cuentan los biógrafos que allí impuso silencio a una bandada de golondrinas que con sus gorjeos les estorbaban la predicación (1 Cel 59; LM 12,4). Probablemente pasó también por Narni y por Toscanella.

En Roma continuó su costumbre de predicar en las calles y encrucijadas, y dicen que en una de estas predicaciones conquistó dos nuevos discípulos: Zacarías, futuro misionero en España, y Guillermo, que fue el primer inglés que abrazó la Orden. Mucho más importante para el destino futuro de la Orden fue la amistad que entonces trabó con una señora a la que luego llamó, por cortesía y por su carácter varonil, «Fray Jacoba»: era la dama Jacoba de Settesoli, esposa del noble romano Graciano de Frangipani, la cual tendría entonces unos veinticinco años de edad.

La familia de los Frangipani es una de las más antiguas de Roma, como que se la hace descender de aquella Gens Anitia, que en el curso de los siglos ha contado entre sus vástagos a un Benito de Nursia, a un Paulino de Nola, y a un Gregorio Magno. El año 717 fue cuando el jefe de esta familia, que entonces lo era Flavio Anicio, se granjeó el honroso sobrenombre de Frangipani, «partidor del pan», por una copiosa distribución de panes que hizo en una hambre que afligió a la Ciudad Eterna en dicho año. A principios del siglo XIII los Frangipani poseían en Roma extensas propiedades en el barrio del Transtévere y sobre el monte Esquilino, donde, entre otras cosas, les pertenecían los restos imponentes del famoso Septizonium de Septimio Severo, nombre que aún subsiste en Roma, aunque un poco alterado, en la Via delle Sette Sale, que es de donde le venía a la esposa de Graciano Frangipani el apellido de Settesoli.

Por lo que respecta a Jacoba, afirman que descendía de una familia normanda de Sicilia. Su nacimiento puede colocarse por los años de 1190, puesto que ya en 1210 estaba casada y era madre de un hijo, llamado Juan. En 1217, pocas semanas después de la muerte de su marido, dio a luz otro hijo, a quien puso el nombre de Graciano. Pero sus relaciones con Francisco datan de 1212, relaciones que las ulteriores visitas del apóstol umbriano trocaron en la más piadosa y fiel amistad.

Poco trabajo le costó, por cierto, a Francisco obtener de Inocencio III la bendición apostólica para su empresa. Y poco tiempo después, sin que sepamos en qué puerto, embarcó para llevar a cabo su viaje. Pero violentas tempestades desviaron el navío que le transportaba, arrojándolo hacia las costas de Eslavonia, donde se vio forzado a permanecer algún tiempo, sin encontrar medio alguno para continuar el viaje a Oriente. Como el tiempo pasaba, haciéndose cada día más desfavorable para la navegación, resolvió, por fin, embarcarse con su compañero en un bajel que se hacía a la vela para Ancona. Pero resultó estar ya la embarcación tan repleta de carga, que los marineros se negaron a transportar a nuestros cruzados, viendo lo cual, éstos se metieron furtivamente en la bodega del buque, de donde no salieron a cubierta sino cuando éste iba en alta mar. Protestaron los marineros al verlos; pero, prolongándose la travesía a causa del mal tiempo y agotándose los víveres de la tripulación, sacó el Santo los que había acopiado para su frustrado viaje y los distribuyó entre todos, con lo que se captó la benevolencia y el perdón de la gente del navío (1 Cel 55).

Tan pronto como Francisco volvió a pisar tierra italiana, empezó de nuevo a predicar de ciudad en ciudad, y fueron tales los frutos de su predicación, que en sólo Ascoli se le presentaron treinta sujetos, entre clérigos y laicos, a pedirle que los admitiese en la Orden (1 Cel 62). Por donde pasaba le salían al encuentro muchedumbres de gentes, aclamándole con desmedido entusiasmo y pugnando por tocar siquiera la fimbria de su hábito. Sólo los cátaros, asaz numerosos y esparcidos por toda la Marca de Ancora, rehusaban acercarse a él. Demasiado sabían aquellos herejes que la base de la predicación de Francisco, como también de toda su vida religiosa, era la sumisión absoluta y sin reserva a la Iglesia Romana, la indulgencia y caridad con que miraba las faltas ajenas con tal que no dañasen a la comunidad, y, como consecuencia de aquella sumisión, un respeto profundo por los sacerdotes de la misma Iglesia, en quienes no quería ver otra cosa que su sagrado carácter, nunca sus personas. Esta misión y otras del mismo estilo, tuvo, sin duda, en vista cuando habló en su Testamento de «los pobrecillos sacerdotes de este siglo que moran en sus parroquias», a quienes siempre y a pesar de todo «quiere temer, amar y honrar como a sus señores, sin considerar en ellos pecado alguno, porque discierne en ellos al Hijo de Dios, y son señores suyos» (Test 7-9).

Ahora bien, en esto último era precisamente en lo que más diferían de Francisco los predicadores cátaros, a quienes gustaba ensañarse contra los pecados de los sacerdotes, con lo que arrebataban a la Iglesia multitud de fieles. No era así Francisco. Su mente sana y lúcida sabía distinguir bien entre las cosas y las personas, y procuraba infundir iguales sentimientos en sus hermanos. Un día preguntó ingenuamente Fray Gil (como queda ya referido) si por ventura un sacerdote podía mentir, cosa que él rechazaba en absoluto (1 Cel 46).

Durante esta su estancia en la Marca de Ancona fue cuando Francisco tuvo la felicidad de convertir a uno de los hombres más famosos de su tiempo, el trovador Guillermo Divini, poeta laureado en el Capitolio de Roma y proclamado por el pueblo «rey de los versos». Hallábase éste de visita en la aldea de San Severino, donde tenía una pariente religiosa, que moraba en el convento donde había ido a predicar Francisco. Allí oyó Divini al Santo y se convirtió.

Todos los testigos afirman que en la manera de hablar de Francisco había un no sé qué de enérgico y penetrante que arrastraba a la persuasión. Tomás de Spalato refiere que sus discursos eran, más que predicaciones, conciones, alocuciones o conferencias sobre asuntos puramente prácticos relativos a la reforma de las costumbres. Francisco era un moralista implacable. Lo que le parecía malo, lo atacaba y lo condenaba con toda franqueza y sin apelación. Así se explica como, a pesar de su continente poco garboso y poco apuesto, había logrado inspirar en sus oyentes, no sólo admiración, sino saludable temor. Tenía en sí un poco del alma terrible de un Juan Bautista. Sus escritos abundan en severas invectivas contra los pecadores, condenados al fuego eterno; su voz dijérase hecha para intimar los juicios de Dios. Con razón se ha dicho que sus discursos eran como una espada, que traspasaba los corazones.

Guillermo Divini había ido a escucharle al convento de San Severino, guiado de sola curiosidad, lo mismo que otros alegres compañeros suyos; y, sin duda, el predicador de penitencia no labró al principio gran cosa en sus ánimos; pero luego comenzó «el rey de los versos» a prestarle mayor atención, y entonces le pareció que el pobre de Asís no se dirigía sino a él solo; cada palabra del discurso le venía a él directamente y se clavaba en su corazón, como saeta disparada por mano certera.

¿Y de qué habló Francisco? Pues de su tema favorito: de la necesidad de despreciar y abandonar el mundo y convertirse a Dios para escapar a la justa cólera, próxima a desatarse sobre los ciegos amadores del mundo. Acabado el sermón, se produjo una sencilla pero grandiosa escena: Guillermo Divini se levanta y va a arrojarse a los pies de Francisco, exclamando: «Hermano, sácame de entre los hombres y devuélveme al gran Emperador». Al día siguiente, Francisco le vistió el hábito gris de los Frailes Menores, le ciñó a la cintura una ruda cuerda y le impuso el nombre de Pacífico en señal de que lo sacaba del tumulto del siglo y lo devolvía a la paz de Dios (2 Cel 106). Fray Pacífico fue enviado a Francia en 1217 en calidad de superior de la misión franciscana.

Cien años más tarde, otro poeta muy superior a Divini acudió también en busca de paz a los hijos de San Francisco de Asís. Canoso y encorvado por la edad y los desengaños, llegó una tarde Dante a la puerta de un convento solitario de los Apeninos. Llamó a la puerta y, cuando el portero le preguntó qué buscaba, el gran florentino contestó con una palabra sola, pero de inmenso sentido, que encerraba todo un mundo: ¡Pace!, ¡la paz!

Aunque Francisco recibía inmediatamente a todo el que venía a él con corazón arrepentido, vistiéndole el hábito de la Orden sin más indagación ni prueba (el año de prueba o de noviciado sólo vino a ser obligatorio en 1220), sabía, sin embargo, distinguir perfectamente y escoger entre los numerosos candidatos que, año tras año, se le presentaban solicitando ser admitidos en su compañía. Poco tiempo después de la conversación de Fray Pacífico, vino a encontrarse con el Santo cierto joven noble de Lucca, y prosternándose en su presencia le pidió con lágrimas en los ojos que lo admitiera entre sus hijos. Francisco le contestó con dureza en él desacostumbrada: «Tu llanto es carnal y tu corazón no está en Dios. ¿Cómo pretendes engañar al Espíritu Santo y a mí, su humilde siervo?». No obstante, lo admitió; pero el efecto se encargó bien pronto de probar que aquella vocación no era sincera, sino pasajero capricho, fruto acaso de alguna accidental desazón en sus relaciones domésticas, porque el hecho fue que, apenas vinieron sus parientes a rogarle que se volviese con ellos a casa, los siguió sin la menor dificultad (2 Cel 40).

En la recepción de los hombres instruidos, de los viri litterati, era cuando Francisco se portaba con más circunspección. «La ciencia -observaba- hace indóciles a muchos, impidiendo que cierto engolamiento que se da en ellos se pliegue a enseñanzas humildes. Por eso -continuó- quisiera que el hombre de letras me hiciese esta demanda de admisión: "Hermano, mira que he vivido por mucho tiempo en el siglo y no he conocido bien a mi Dios. Te pido que me señales un lugar separado del estrépito del mundo donde pueda pensar con dolor en mis años pasados y, recogiéndome de las disipaciones del corazón, enderece mi espíritu hacia cosas mejores"» (2 Cel 194).

Por el contrario, con los desheredados del mundo, con los pobres, oprimidos, humillados y vejados, con los leprosos y hasta con los ladrones y bandidos, el corazón de Francisco se expandía y brindaba todo y sin reservas. La Regla de San Benito estatuía ya, es cierto, que «los huéspedes fueran recibidos y tratados como el mismo Cristo»; pero Francisco había tenido en su juventud ocasión de comprobar que ese estatuto no era practicado siempre a la letra, o más bien que lo era según los huéspedes; que mientras, por excepción, merecían a1gunos recepción atenta y cortés, para los más necesitados de alimento y abrigo, para los pordioseros y vagabundos no había asilo en dichos monasterios. 

Seguramente Francisco recordaba la aventura de Santa María de la Roca cuando estampaba, al principio de su primera Regla, estas hermosas palabras: «Todo el que venga donde los frailes, sea amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido benignamente» (1 R 7,14).

Sus discípulos, sin embargo, aun los más allegados a él, encontraban difícil seguirle en este punto. El Espejo de Perfección cuenta a este propósito un caso harto característico, que se refiere a los primeros tiempos de la Orden, y es como sigue:

«Había un eremitorio de los hermanos encima de Borgo San Sepolcro (se trata del convento de Monte Casale), y unos bandoleros que se ocultaban en los bosques y se dedicaban a robar a los transeúntes venían a veces a él en busca de pan. Algunos hermanos decían que no estaba bien darles limosna, y otros se la daban por compasión, exhortándolos a la penitencia.

Entre tanto, el bienaventurado Francisco vino allí, y le preguntaron los hermanos si estaba bien darles limosna. El bienaventurado Francisco les dio la lección: "Si hiciereis lo que os dijere, tengo confianza en el Señor de que ganaríais sus almas. Mirad: haceos con buen pan y buen vino y llevádselo al bosque donde viven; y gritad, diciendo: 'Hermanos ladrones, venid hasta nosotros, pues somos hermanos y os traemos buen pan y mejor vino'. Ellos vendrán al instante. Vosotros entonces extended un mantel en el suelo y colocad sobre él el pan y el vino, y servidles con humildad y alegría mientras comen. Después de la comida les comunicaréis algo de la palabra del Señor y, finalmente, les haréis, por el amor de Dios, una primera petición: que os prometan que no maltratarán ni harán mal a ninguna persona. Porque, si les pidieseis todo de una vez, no os harían caso; pero ellos, en atención a vuestra humildad y caridad, os lo prometerán. Otro día, como recompensa a su promesa, les llevaréis, con el pan y el vino, huevos y queso, y les serviréis mientras comen. Después de la comida les diréis: '¿Por qué estáis por aquí todo el día muriéndoos de hambre y soportando tantas adversidades? Además, cometéis tantos males de deseo y de obra, que vais a perder vuestras almas si no os convertís al Señor. Mejor es que empleéis vuestras fuerzas en el servicio del Señor, y Él os dará en este mundo lo necesario para el cuerpo y, finalmente, salvará vuestras almas'. Entonces, el Señor les inspirará que se conviertan en virtud de la humildad y caridad que les habéis demostrado".

Los hermanos lo hicieron tal como les había ordenado el bienaventurado Francisco, y los ladrones, por la gracia y misericordia de Dios, escucharon y cumplieron literal y puntualmente cuanto los hermanos les pidieron con tanta humildad. Es más: por la humildad y afabilidad con que los hermanos los habían tratado, comenzaron ellos también a servir humildemente a los hermanos, llevando sobre sus hombros haces de leña al eremitorio; y algunos, por fin, entraron en la Religión. Otros, habiendo confesado sus pecados, hicieron penitencia de su mala vida y prometieron en manos de los hermanos que en adelante querían vivir del trabajo de sus manos y que no volverían a las andadas» (EP 66). Las Florecillas, cap. 26, cuentan el caso con más detalles, porque dicen que fue el Guardián quien despidió a los bandidos con palabras injuriosas; pero después llegó Francisco, trayendo pan y una botella de vino en su alforja, y, sabedor de lo que había ocurrido, reprendió al Guardián, mandándole, a guisa de penitencia, que fuese tras los bandidos por montes y valles y no parase hasta encontrarlos, y que se les arrodillase pidiéndoles con toda humildad perdón por el mal recibimiento que les había hecho.

Este relato, tal cual nos lo han conservado las más antiguas tradiciones, nos da una alta idea tanto de la admirable penetración psicológica de Francisco (que harto sabía que es inútil predicar a un hambriento y que Roma no se construyó en un día), como de su caridad para con todo linaje de menesterosos: pocos hombres ha habido en el mundo tan libres del espíritu farisaico como nuestro Santo. Con él asistimos a un momento de la historia de la cristiandad en que las palabras del Evangelio son comprendidas y practicadas exactamente como fueron dichas: «Si sólo amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Vosotros haced el bien sin esperar nada a cambio. Entonces vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos» (Mt 5,46; Lc 6,35). Estas palabras del Evangelio hicieron siempre honda impresión en el ánimo de Francisco, como lo prueban estas palabras suyas: «Has de saber, hermano carísimo, que la cortesía es una de las propiedades de Dios, que por cortesía da el sol y la lluvia a buenos y malos» (Flor 37).

Pero si Francisco se portaba tan indulgente con los grandes pecadores, a las almas escogidas solía someterlas a rigurosas pruebas, conforme al Evangelio, que dice: «A quien mucho se le ha dado, mucho se le exigirá». Las Florecillas traen muchos relatos que comprueban este rasgo del carácter de Francisco. Así cuentan que a Rufino, que pertenecía a una de las principales familias de Asís, le ordenó una vez que fuera desnudo de la Porciúncula a la ciudad y que desnudo predicara en la catedral (Flor 30). Igual mandato impuso, cerca de Borgo San Sepolcro, a Fray Ángel, natural de aquella ciudad y, como Rufino, proveniente de familia noble. También a él lo obligó a adelantarse a la ciudad desnudo, para anunciar que Francisco llegaría al día siguiente y tenía la intención de predicar. Fray Ángel obedeció de inmediato, pero antes de que llegase a la puerta de la ciudad, le llamó para prometerle el paraíso por la prontitud con que había ejecutado aquel acto de humillación (Waddingo, 1213, n. 24).

Pocas noticias ciertas tenemos acerca de la vida de Francisco en los dos o tres años siguientes. Toda la exquisita diligencia de Waddingo no ha bastado para arrojar luz sobre este período, a pesar del cuidado que ha puesto el grande analista en reunir, como en un primoroso mosaico, todo el material hagiográfico que logró allegar. El fracaso es evidente, y cuando nos cuenta la enfermedad de Francisco en el invierno de 1212-1213, y nos representa al Santo dictando desde el lecho su Carta todos los fieles, confunde Waddingo circunstancias de fecha muy posterior.

En cualquier caso, podemos suponer, sin temor de errar, que Francisco prosiguió la serie de sus misiones a través de la Italia. En la primavera de 1213 le hallamos ocupado en una misión nueva en la provincia de Romaña. En esta región, no lejos de la pequeña república de San Marino, se elevaba una fortaleza señorial llamada Montefeltro (hoy día Sasso Feltrio, en las cercanías del pueblo de San León). Un buen día Francisco y su compañero llegaron a la puerta de este castillo; las banderas flameaban gallardamente en la torre, y el sonido de las trompetas llenaba los aires, anunciando que una fiesta solemne se celebraba adentro; los pajes y criados, vistosamente aderezados, iban y venían afanosos por los puentes levadizos; los caballeros se apeaban de sus cabalgaduras; gran cantidad de carros llegaban, conduciendo por el abrupto sendero a damas y doncellas lujosamente vestidas. Todo indicaba que un torneo solemne iba a celebrarse en Montefeltro con asistencia de toda la nobleza de los alrededores.

A pesar de tanto aparato y esplendidez, Francisco no se escandalizó, que no era él como tantas personas piadosas demasiado propensas, por desgracia, a ofenderse de los espectáculos que presencian. Francisco ponía gran esmero en prevenir a sus discípulos contra semejante propensión, exhortándolos a no juzgar ni menospreciar «a los que viven con regalo y se visten con lujo y vanidad, porque Dios es Señor nuestro y de ellos, y los puede llamar hacia sí, y, una vez llamados, justificarlos» (TC 58), que era precisamente lo que había hecho con él mismo. En su Regla definitiva Francisco repetirá: «Amonesto y exhorto a mis hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino más bien que cada uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2,17).

Llegado que hubo Francisco al castillo, se detuvo un instante y, contemplando el pendón que, agitado por el viento, ostentaba, por sobre la puerta, las armas del castellano de Montefeltro, vuelto a su compañero le dijo sonriéndose: «Y bien, hermano, ¿qué piensas tú?, ¿crees que conviene que entremos también nosotros a tomar parte en la fiesta? ¿Quién nos asegura que no tendremos la suerte de ganar aquí algún caballero para la causa de Dios?»

Como lo pensó lo hizo. La fiesta tenía por objeto celebrar la mayor edad de un joven paje que iba a ser armado caballero. Todos los invitados asistieron primero a una misa, en que el joven festejado pronunció sus votos de caballería. Después de esta ceremonia, subió Francisco a las gradas de una escalera que había en el patio del castillo y empezó a predicar a la concurrencia, tomando por tema este dístico rimado:

Tanto è quel bene ch'io aspetto, che ogni pena m'é diletto.
Tanto es el bien que espero, que el penar me es placentero.

Sin duda, Francisco, que tenía aún frescos en la memoria los relatos del rey Arturo y de los caballeros de la Tabla Redonda, desarrolló este texto poco más o menos en los siguientes términos:

«El caballero que quiere ganarse el amor una dama, debe estar dispuesto a pasar por numerosas y difíciles pruebas. Tal vez le exigirá ella que emprenda una cruzada contra el Sultán, tal vez que le traiga el cuerno del Unicornio o un huevo del ave Fénix, que libre a una doncella cautiva, o que armado de pesadas armas y montado sobre brioso corcel atraviese un puente tan angosto, que apenas se pueda pasar por él a pie y por debajo del cual ruja un torrente furioso. Y el noble caballero arrostrará todos estos peligros y acometerá todas estas empresas sólo porque se lo manda su dama, alentando y sosteniendo y multiplicando sus fuerzas y bríos el recuerdo de la mano alabastrina donde espera posar sus labios cuando vuelva del teatro de sus hazañas.

»Ahora bien, hay una caballería muy otra de la del mundo, y mucho más alta y noble que ella, a la cual son llamados no solamente los hombres de señoril linaje, sino todos cuantos hay en el mundo. También en ésta hay que acometer combates, pero no ya para complacer a beldad terrena alguna, sino para cumplir el mandato de la suprema y eterna Belleza, que es Dios. Porque, a la verdad, ¿no es Dios, por ventura, mucho más hermoso que las damas más bellas, que no son sino obra de sus manos, por Él amasadas del limo de la tierra? ¿Es que quien ha creado tantas y tan seductoras bellezas, no ha de ser más hermoso que todas sus criaturas? Sí, ciertamente lo es, y merece, por ende, que nosotros acometamos por su nombre toda clase de empresas heroicas, y que luchemos varonilmente en su honor contra sus enemigos, que son la carne, el mundo y el demonio. ¿Y qué recompensa nos promete para el día en que hayamos soportado todas las pruebas, como el caballero por su dama, sin haber desmayado en su servicio ni retrocedido ante ninguna aspereza ni dificultad? La recompensa que nos tiene aparejada es infinitamente mayor y más preciosa que cuantas pueden otorgar a sus galanes las más bellas y generosas damas del mundo. Porque una dama terrena no tiene más que ofrecer que su mano y su corazón; pero esa mano va a perder muy en breve su hermosura, y ese corazón pronto tiene que cesar en sus latidos, mientras que Dios, dándosenos a sí mismo como recompensa del torneo a que nos lanzamos por Él, nos da por el mismo hecho la vida, la luz, la dicha en una eternidad que jamás se marchita ni perece».[1]

Así fue, sin duda, como habló el hermano Francisco, y sin duda sus palabras hicieron honda impresión en el ánimo de más de un joven y noble corazón. Lo cierto es que uno de ellos, el joven conde Orlando de Cattani, señor del castillo de Chiusi, en el Casentino, se acercó a Francisco y le dijo:

-- Padre, yo quisiera tratar contigo sobre los asuntos de mi alma.
Francisco acostumbraba dar tiempo al espíritu de Dios para que arraigase en las almas, y así, sin apresurarse, contestó a Orlando:

-- Me parece muy bien; pero ahora vete y cumple esta mañana con los amigos que te han invitado a la fiesta, come con ellos, y después de la comida y fiesta hablaremos todo lo que tú quieras.
Después del torneo volvió el joven donde Francisco y tuvo con él larga conversación. Antes de despedirse le dijo:

-- Tengo en Toscana un monte muy a propósito para la devoción, que se llama monte Alverna; es muy solitario y está poblado de bosque, muy apropiado para quien quisiera hacer penitencia en un lugar retirado de la gente o llevar vida solitaria. Si lo hallaras de tu agrado, de buen grado te lo donaría a ti y a tus compañeros por la salud de mi alma.

Al escuchar San Francisco tan generoso ofrecimiento de algo que él deseaba mucho, sintió grandísima alegría, y, alabando y dando gracias, ante todo, a Dios y después a messer Orlando, le habló en estos términos:
-- Messer, cuando estéis de vuelta en vuestra casa, os enviaré a algunos de mis compañeros y les mostraréis ese monte. Si a ellos les parece apto para la oración y para hacer penitencia, ya desde ahora acepto vuestro caritativo ofrecimiento.[2]

Nótese que Francisco no fue en persona a examinar el sitio ofrecido por el conde Orlando. Y es que, en aquel momento de su vida, él entreveía en su horizonte la corona del martirio. Ya que hasta entonces no había podido ir a Tierra Santa, se proponía ahora ir a anunciar el Evangelio a los musulmanes en las lejanas riberas del Mediterráneo marroquí. El sultán Mahomed ben Nasser (Miramolín, como le llamaban los cristianos deformando el nombre árabe Emir el Munenin, «el comendador de los creyentes»), derrotado en las Navas de Tolosa por los españoles en 1212, se había visto forzado a retirarse a la costa africana, y allá había Francisco formado el propósito de ir a convertirle.

Se puso en camino verosímilmente en el invierno de 1213-1214,[3] y llegó a España, donde cayó enfermo antes de alcanzar la meta de su viaje, y se vio obligado, una vez más, a regresar a Italia, después de haber fracasado en su intento. De vuelta en la Porciúncula, tuvo el consuelo de recibir en la Orden, entre varios otros candidatos, a su futuro biógrafo Tomás de Celano.[4]

Es muy probable que el año siguiente a este desgraciado viaje fue cuando Francisco asistió al IV Concilio de Letrán, y sin duda aprovechó esta ocasión para obtener el privilegio de la pobreza para Santa Clara y sus monjas.

Por este mismo tiempo, el sabio prelado francés Jacobo de Vitry, de vuelta de Tierra Santa, atravesó Italia y trabó relaciones con los primeros frailes menores. En una carta dirigida, desde Génova, a sus amigos franceses en octubre de 1216, se expresaba el sabio canónigo en los términos siguientes:
«Durante mi permanencia en la Corte pontificia (que estaba entonces en Perusa), vi muchas cosas que me causaron profunda tristeza: todo el mundo estaba tan ocupado en cuestiones temporales y mundanas, de política y de derecho, que apenas si me fue posible decir u oír una sola palabra sobre asuntos espirituales.

»Sin embargo, por aquellas tierras hallé, al menos, un consuelo, pues pude ver que muchos seglares ricos de ambos sexos huían del siglo, abandonándolo todo por Cristo. Les llamaban Hermanos Menores y Hermanas Menores. Son tenidos en gran honor por el señor Papa y los cardenales. No se ocupan para nada de las cosas temporales, sino que, llenos de un fervoroso anhelo y de un vehemente empeño, se dedican diariamente a rescatar de las vanidades del siglo a las almas... y han ganado a muchos, pues sucede que el que escucha dice "ven" y un grupo atrae a otro grupo.

»Viven según la forma de la primitiva Iglesia, conforme de ella se escribió: La multitud de los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma. Durante el día van a las ciudades y a las aldeas para conquistar a los que puedan, dedicados así a la acción; y durante la noche, retornando al despoblado o a lugares solitarios, se dedican a la contemplación. Las mujeres, por su parte, viven juntas en algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada, sino que viven del trabajo de sus manos... Los hombres de esta Religión, una vez al año, y por cierto para gran provecho suyo, se reúnen en un lugar determinado para alegrarse en el Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones redactan y promulgan algunas santas constituciones, que son confirmadas por el señor Papa. Después de esto, durante todo el año se dispersan por Lombardía, Toscana, la Pulla y Sicilia. Hace algún tiempo, el hermano Nicolás, coterráneo del señor Papa, varón santo y religioso, abandonó la curia y se retiró con estos hombres; pero el señor Papa, como le era muy necesario junto a sí, lo hizo volver» (BAC p. 963-4).

En el verano de 1216 se trasladó a Perusa la Corte pontificia, y ya, según las últimas líneas citadas de Jacobo de Vitry, el movimiento iniciado por Francisco empezaba a invadir hasta los más altos grados de la jerarquía eclesiástica. El Nicolás aludido por el canónigo francés no es otro que el obispo de Túsculum y futuro Cardenal Chiaramonti, de quien sabemos que fue celoso defensor de los franciscanos y gustaba de tener consigo a uno de ellos. A la misma fecha conviene acaso referir la visita que hizo a los Menores otro gran dignatario de la Iglesia, es a saber, Hugolino, Cardenal ostiense. Cuenta el Espejo de Perfección que este prelado, que pronto se iba a constituir en el más infatigable defensor y protector de la Orden, llegó, acompañado de numerosa multitud de clérigos y hombres de armas, a la Porciúncula, donde los frailes se hallaban reunidos, y al verlos vivir tan pobremente y dormir sobre la desnuda tierra, se sintió tan conmovido, que exclamó derramando lágrimas: «¿Qué nos aguarda en la otra vida a nosotros, que pasamos la presente en el lujo y el placer?»

En cualquier caso, es cosa cierta que desde este período se estrecharon más y más las relaciones entre Francisco y la Corte pontificia.

Poca distancia media entre la Porciúncula y Perusa, donde, como queda dicho, pasó la Curia romana la mayor parte del estío de 1216, y las visitas de una y otra parte parecen haber sido frecuentes. De todos los escritores, sólo Eccleston afirma que Francisco se halló presente a la muerte de Inocencio III, que ocurrió en Perusa el 16 de julio de 1216. Y en este verano, según refiere la mayor parte de los biógrafos, se produjo uno de los acontecimientos más discutidos de la vida de Francisco: en los muy primeros días del pontificado de Honorio III, el Pobrecillo de Asís habría ido a arrodillarse ante el Vicario de Cristo, y le habría pedido y habría obtenido de él la famosa «indulgencia de la Porciúncula».




[1] - Sabatier habla extensamente del contraste entre quien sirve a Dios por puro amor y quien le sirve por interés de la recompensa, y pretende que el primero es el espíritu franciscano, y el segundo el que anima a los príncipes de la iglesia. Pero tal oposición es pura fantasía. Francisco, en su predicación, se apoyaba sin cesar en la consideración del premio y del castigo. En el Capítulo de las Esteras pronunció estas palabras, cuyo sentido es bien claro: «Hijos míos, grandes cosas hemos prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita» (Flor 18; 2 Cel 191). Su Carta a todos los fieles está basada toda ella en la idea de la recompensa, y en el cap. IX de la Regla de 1223 recomienda a sus frailes, como tema de predicación, «los vicios y las virtudes, la pena y la gloria» (2 R 9,4). Abundando en la mima idea, el Beato Juan de Parma pone en boca de «Dama Pobreza» estas palabras que dirige a sus fieles: «No os acobarde la magnitud de la lucha, que mayor ha de ser la recompensa» (Sacrum Commercium). Toda esta obra de Juan de Parma, que pertenece al campo franciscano más riguroso e intransigente, está saturada del pensamiento de una «recompensa» que extrañamente parece disgustar a Sabatier, quien igualmente debería lamentarla también en Cristo (Mt 6,1) y en San Pablo (Rm 8,18).

[2] - Cf. la Primera consideración sobre la Llagas, en el apéndice de las Florecillas.- El Casentino es el valle superior del Arno.- Nunca consintió Francisco en que se le diese documento que le asegurase derecho alguno sobre el Alverna. Sólo después de su muerte, en 1274, los hijos de Orlando hicieron formal donación de aquel monte a la Orden, donación cuyo texto puede verse en el Bullarium Franciscanum de Sbaralea (Roma 1768, t. IV, p. 156, nota h), y es copia del original existente en el archivo de Borgo San Sepolcro. Allí leemos que los hijos del conde ratifican, por orden expresa de éste, una donación que hasta entonces no se había hecho más que de viva voz y sin escrito alguno. Al mismo tiempo los hijos de Orlando de Chiusi hacen al convento del Alverna formal donación de algunas reliquias de S. Francisco y del cordón de cuero que éste ciñera a su padre cuando le admitió en la Tercera Orden.

[3] - Celano dice que este segundo viaje lo emprendió Francisco poco tiempo después de su vuelta de Eslavonia (1 Cel 56). Sabatier coloca la fecha de este viaje en 1214-1215.

[4] - 1 Cel 57.- Los biógrafos posteriores hacen llegar esta vez a Francisco hasta Santiago de Compostela, atribuyéndole una multitud de fundaciones de conventos en España, Piamonte y el Mediodía de Francia (AF III, p. 9); pero los Bolandistas rechazan abiertamente todas estas tradiciones. Lo que sí es cierto es lo que dice Lucas de Tuy en su Hist. univ., el año 1217: «Por esta fecha los frailes menores construyeron conventos en toda España» (Acta SS., oct. II, p. 603, n. 303)

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