martes, 4 de abril de 2017

El Monacato Oriental 1

EL MONACATO ORIENTAL (1)

Hno. Bruno de María.

 Icono de San Antonio abad "El Grande"

 Entre las comunidades cristianas primitivas, la forma más extendida y admirada de tender a la perfección cristiana era la práctica de la continencia, libremente abrazada por un cierto número de cristianos de ambos sexos. Se los conocía en las iglesias como gentes más austeras que las otras al hacer profesión de virginidad. Formaban un grupo aparte y se les trataba con veneración y respeto en las asambleas cristianas.

Los vírgenes o continentes vivían, sin embargo, en medio del mundo. Permanecían en el seno de sus respectivas familias y participaban en la vida común de la sociedad cristiana. Fue únicamente mas tarde (a finales del s. III y principios del IV) cuando comenzaron a retirarse a la soledad del desierto o a vivir en comunidades cenobíticas.

En muchas iglesias, para preservar a los ascetas y a las vírgenes de los peligros que les amenazaban en medio del siglo, se les impuso a principios del s. IV una regla más severa que la que habían observado en los siglos precedentes. En muchos aspectos se parecía a la de los futuros monjes. Someterse a ella era como una garantía de perseverancia. Esta regla se expone principalmente en el tratado Sobre la virginidad, atribuido falsamente a San Atanasio, en los escritos de San Ambrosio destinados a las vírgenes y en varias cartas de San Jerónimo.

Según esta regla, las vírgenes podían continuar en sus casas particulares, pero debían evitar las salidas inútiles, orar en los momentos prescritos, ayunar y hacer limosnas.

Las oraciones prescritas consistían en la recitación de salmos a las horas tradicionales de tercia, sexta y nona, en honor de la condenación a muerte del Salvador, de su crucifixión y de su muerte en la cruz. Por la noche, a la hora en que Cristo resucitó, debían levantarse para cantar salmos.

Todos estos ejercicios se celebraban en común, a ser posible, por varias vírgenes, que se reunían para ello. En Jerusalén, los continentes de ambos sexos se reunían en la iglesia del Anastasio, en los mismos momentos del día y de la noche, para recitar los salmos juntamente con el clero. En Roma, a mediados del s. IV, dos ilustres matronas, Asela y Marcela, reunían en su casa del Aventino a vírgenes y viudas para la salmodia y la lectura de los libros santos.

A estas plegarias, reglamentadas y obligadas en cierto modo, unían las vírgenes otras varias a titulo voluntario y privado. Una virgen debía orar, en efecto, constantemente; de pie o sentada, trabajando, comiendo, al entregarse al descanso y al levantarse. Debía meditar la Sagrada Escritura, especialmente el salterio, libro que el sol naciente debería encontrar siempre entre las manos de una virgen.

Los vestidos de las vírgenes debían ser de color negro. Sobre la cabeza llevaban un velo del mimo color, que les había sido impuesto solemnemente por el obispo en la ceremonia de su consagración a Dios. Se les prescribía cubrir sus brazos hasta los dedos de las manos y cortarse el pelo alrededor de la cabeza.

El ayuno era riguroso, a no ser que las necesidades de la salud lo suavizaran un poco. Duraba todo el año. La comida única se tomaba después de nona (tres de la tarde) y consistía en pan y legumbres cocidas con aceite. La comida, precedida de oraciones y seguida de acción de gracias, la tomaban frecuentemente en común con otras vírgenes. 

En cuanto a la limosna, la hacia la virgen partiendo su comida con mujeres pobres. Se la exhortaba también a visitar a los enfermos y a prestarles los servicios que les fueran necesarios.

Como se ve, la mayor parte de los ejercicios religiosos de los ascetas y las vírgenes se hacían en comunidad. Es porque a la observancia de una regla está mucho mas asegurada bajo el impulso de la vida común que cuando se la deja a la simple iniciativa privada.

Por la creación de estas comunidades y los reglamentos impuestos a los continentes que vivían en el mundo, no aparecían a los ojos de muchos de ellos como medios suficientes de preservación. Los que querían salvarse a toda costa y reducir al mínimo los peligros de perderse sentían la necesidad de poner entre ellos y las seducciones del mundo una barrera infranqueable. Por otra parte, permaneciendo con sus propias familias, apenas les era posible practicar con perfección el renunciamiento evangélico y vivir como verdaderos ascetas. Poco a poco formaron el proyecto de despojarse de todos sus bienes, abandonar su familia y su patria y retirarse a la soledad. Allí, en la más completa pobreza, al abrigo de los peligros del siglo, no se ocuparían más que de Dios y de su salvación eterna. 

Los primeros anacoretas vivían alrededor de las ciudades y aldeas. El mismo San Antonio, al principio de su vida eremítica, vivió durante cierto tiempo cerca de Queman, su pueblo natal.

Pero esto estaba todavía demasiado cerca de la sociedad de los hombres. Numerosos visitantes venían a turbar la paz de los solitarios. Sus parientes acudían a visitarles con frecuencia y, a veces, les acusaban de haberles abandonado en sus necesidades. En el mundo (les decían) hubiera sido posible, e incluso fácil, adquirir grandes riquezas y un nombre famoso. El cebo, en fin, de los placeres paganos, demasiado cercano para pasar inadvertido, ponía la virtud de los jóvenes eremitas en un verdadero peligro. En le desierto, lejos del mundo habitado, estos obstáculos desaparecían. Había que refugiarse en él.

Ilustres precursores habían, por otra parte, precedido a los solitarios. El profeta Elías y San Juan Bautista (por no citar más que dos famosos) habían habitado en los desiertos y se habían elevado por la oración y las austeridades a una muy alta santidad. Había que esforzarse en imitarlos.

En el desierto, en fin, se pondrían al abrigo de las persecuciones. Era una prueba tan temible la de los suplicios. Habían apostatado tantos cristianos en la terrible persecución de Decio en los años 249-251. ¿No seria más sabio y prudente, cuando se pudiera hacer sin traicionar ningún deber, huir al desierto para no exponer al peligro de renegar de la fe?

El historiador entrevé así algunos de los motivos que impulsaron a tantos cristianos del siglo IV a poblar los desiertos. El monaquismo fue una transformación del antiguo ascetismo, perfectamente explicable por las circunstancias históricas y que no debe nada (como pretenden ciertos críticos) a instituciones extrañas al cristianismo. 

El monacato oriental floreció, sobre todo, en Egipto. Como es sabido, Egipto se divide en tres partes principales: el Bajo-Egipto, al norte, cerca del delta del Nilo, donde se encuentran Alejandría, El Cairo y Menfis; al sur de Menfis; Licópolis y Panopolis; hacia la región tebaida, y al sur el Alto-Egipto o Tebaida, región de Tebas, capital de la comarca, que confina con Etiopia. El monacato floreció en las tres regiones.

II. LOS ANACORETAS

1. San Antonio de Egipto. 
De pocos santos de la antigüedad se conocen tantos datos biográficos como de San Antonio Abad, gracias a la Vida del santo que escribió su gran amigo San Atanasio. Por ella sabemos que San Antonio había nacido el año 250 en Queman, en la región del Egipto Medio, cerca de Heracleópolis. De familia acomodada, al morir sus padres quedó al frente de la casa con una hermanita menor. Seis meses más tarde, al entrar un día en una iglesia, oyó al predicador repetir las palabras evangélicas: si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes y dalo a los pobres…; y viendo en ello un aviso del cielo dirigido particularmente a él mismo, ejecutó al punto el consejo evangélico: vendió todos sus bienes, dejó a su hermanita al cuidado de un grupo de vírgenes y rompiendo todas las cadenas que le ataban al mundo, a imitación de un asceta que vivía en las afueras del pueblo, comenzó en una como pequeña ermita una vida del todo retirada y penitente.

Quince años más tarde se retiró más profundamente del contacto con los hombres a las montañas de Pispir, todavía en el Egipto-Medio, cerca del mar Rojo. Se instaló en una vieja fortaleza abandonada en medio de un espantoso desierto, si bien provista de abundante agua. Convino Antonio con un amigo que le trajese pan dos veces al año (en Tebas duraba el pan incorrupto hasta un año y era costumbre tebana guardarlo para seis meses). Inmediatamente procedió a defender su soledad levantando un muro que le aislase por completo de la vista y trato de los hombres, de tal forma que ni aun hablaba con su amigo, quien le arrojaba el pan por encima del muro y de igual forma recogía las espuertas que hacia Antonio para huir de la ociosidad con el trabajo de sus manos. Tenía entonces treinta y cinco años y corría el 282 de nuestra era.

Allí pasó veinte años sin interrupción. Las gentes venían a pedirle consejos, consuelos y milagros, aunque no se dejaba ver de nadie. Un día ya no pudo contenerle la impaciencia de sus admiradores y derribaron el muro construido por Antonio. Habían pasado veinte años y no se notaban en su rostro ni en su aspecto huellas de la extrema dureza de su ascesis. Todo él respiraba serenidad e íntima pureza.

Pronto se llenó la montaña de hombres que iban a pedirle alientos y fuerzas para llevar una vida semejante a la suya. Constantemente resonaban en ella las divinas alabanzas. Se practicaba una pobreza heroica, una caridad perfecta. Los eremitas vivían solos o en pequeños grupos. Antonio nunca fue propiamente su superior; era, simplemente, una norma de vida, un ejemplo a imitar. Curaba enfermos, expulsaba demonios, enseñaba a amar al prójimo con perfección; amaestraba en la lucha contra el diablo, cuyos ardides y la forma de protegerse de ellos conocía perfectamente a través de las grandes luchas que tuvo que librar contra el espíritu del mal.

Pero sus ansias de completa soledad no se habían extinguido, sino antes se habían robustecido con el trato no buscado de los hombres. Hacia el año 323, teniendo ya setenta y tres años de edad, se retiró mas profundamente en los desiertos de la Tebaida oriental, hacia el mar Rojo, donde permaneció solitario durante dieciocho años, hasta quince años antes de su muerte, en que admitió la presencia estable de sus dos discípulos, Amathas y Macario.

Este gran solitario, tan ávido de reclusión completa, no permaneció, sin embargo, extraño a las necesidades de la Iglesia. Durante la persecución del Maximino descendió a Alejandría para animar a los mártires, esperando ser él uno de ellos. Otra vez volvió a Alejandría el año 338 para ver a San Atanasio, su amigo y antiguo discípulo, que regresaba de su primer destierro. Antonio fue un gran adversario del arrianismo y un gran defensor y poderoso sostén de San Atanasio, quien escribió su vida esparciendo por el mundo los ideales de su maestro.

El año 340 fue Antonio a visitar a San Pablo, el primer ermitaño. A su llegada, el cuervo que todos los días llevaba a San Pablo medio pan como alimento, trajo un pan entero para los solitarios.

Finalmente, el 17 de enero del año 356, luego de haber anunciado su muerte, haberse hecho prometer por sus dos discípulos que a nadie revelarían el secreto de su tumba, a fin de evitar honores póstumos, entregó santísimamente su alma a Dios. Contaba al morir ciento seis años de edad.

-Doctrina de San Antonio.
San Atanasio nos ha recogido la doctrina de San Antonio en forma de un largo discurso. Enseñaba que la meditación de los novísimos fortalece al alma contra las pasiones y el demonio, contra la impureza. Si viviésemos, decía, como si hubiésemos de morir cada día, no pecaríamos jamás. Para luchar contra el demonio son infalibles la fe, la oración, el ayuno, y la señal de la cruz. El demonio teme los ayunos de los ascetas, sus vigilias y oraciones, la mansedumbre, la paz interior, el desprecio de las riquezas y del las glorias vanas del mundo, la humildad, el amor a los pobres, las limosnas, la suavidad de costumbres y, sobre todo, el ardiente amor a Cristo.

Cuenta San Atanasio, que le conoció bien, cómo, a pesar de sus ayunos, de su austeridad, jamás exageró. Supo guardar siempre la justa medida. Prohibió las demasías en la mortificación entre sus discípulos. Enseñó a valorar sobre las cosas exteriores la pureza de corazón y la confianza en Dios. De ordinario mostraba un faz tan resplandeciente de alegría, que por ella le conocían quienes no le habían visto nunca antes. Murió sonriendo.

A pesar de haberse criado y haber envejecido en el desierto, nada se observaba de agreste en sus maneras, sino que todo él respiraba una exquisita educación.

Sorprende su intrépido espíritu apostólico y la integridad de su fe, que le constituyeron en uno de los paladines de la ortodoxia de su tiempo.

No prescribió reglas ni hábitos especiales a sus discípulos, pero su influjo personal fue tan hondo que pronto se pobló Egipto, en sus lugares mas desérticos y apartados (Celdas, Escete, Nitria), la Siria y el Asia Menor, de monjes que de una forma y otra copiaron su género de vida, que aun perdura en cierto modo entre los monjes de monte Athos, los cartujos y los camaldulenses. 

Sin embargo la vida de San Antonio encierra una ejemplaridad superior. Es todo un símbolo. Nos dice que los peores enemigos del hombre no son los externos. En la soledad más estricta, el hombre lleva consigo su naturaleza caída, propensa al orgullo, a la soberbia interior, a la lujuria, a la que es preciso vigilar y mortificar constantemente si el alma quiere verse libre de sus flaquezas y encontrar a Dios en la paz. Por otro lado el, demonio se encarga de afligir con sus tentaciones (presunción, soberbia, desánimo, falta de fe y confianza) al más retirado de los ermitaños. Es decir, que la vida cristiana es, esencialmente, lucha. Podremos huir del mundo, pero no podemos despojarnos de nosotros mismos, no podemos evitar los asaltos del demonio, que da vueltas en torno a nosotros buscando a quien devorar (1Pe 5, 8). Por eso el desierto se ha convertido en símbolo de lugar de tentaciones y los antiguos lo identificaron muchas veces cual morada de espíritus malignos.

Otra lección del santo es el inestimable precio de la soledad interior para quien de veras desea darse del todo a Dios. Es menester que ninguna criatura ocupe indebidamente nuestro corazón, que sepamos tenerlo desprendido de todas, de forma que ninguna nos pueda ser impedimento a nuestra carrera hacia la unión con Dios. Espíritu de soledad que, como veremos en nuestro santo, no es sino una forma superior de caridad, porque solamente el hombre que se ha purificado en soledad, en mortificación, en oración, es capaz de sentir fielmente la caridad y de ejercitarla exponiendo su vida. El solitario (si es autentico discípulo de Cristo) de ninguna manera se desentiende de los demás. Como puede, desde su soledad, lucha por sostenerles en la fe, se inmola por su salvación, socorre las almas y los cuerpos. Pocos hombres de su tiempo hicieron tanto bien como San Antonio. La religión cristiana (como enseñaba a sus discípulos para combatirles una desordenada propensión a la soledad egoísta y cómoda) es una profesión de caridad fraterna.

El solitario no ha de dudar en abandonar su refugio cuando lo piden así las necesidades de la Iglesia y de las almas. Soledad, caridad; éstas son las dos inmortales lecciones de San Antonio. O, lo que es lo mismo, acción y contemplación, oración y apostolado, dos ejes aparentemente opuestos, pero que se conjugan perfectamente cuando el espíritu que les anima es el legítimo espíritu de Cristo. Todos necesitamos ser un poco eremitas (“algunos mas que otros”) si es que, en definitiva, queremos triunfar de los asaltos del demonio y aprender el sublime arte de amar, por Cristo, a nuestros hermanos.

2. Otros anacoretas.
Aún en vida de San Antonio, Egipto entero comenzó a poblarse de monjes. La vida anacoretita floreció también en el Bajo-Egipto, en donde encontramos tres centros principales, al sur de Alejandría, el la dirección del desierto occidental, hacia Libia: 

a) El Valle de Nitria.- Es un espantoso valle, llamado así porque contiene yacimientos de nitro. A el se retiró, el año 325, San Ammón, la que se le unieron después sus discípulos.

Casado contra su voluntad, Ammón continuó en su matrimonio guardando virginidad. Después se retiro con su mujer al valle de Nitria. Alrededor de esa última se agruparon varias vírgenes. Por su parte, Ammón contó con un gran número de discípulos. Paladio, que visitó a los solitarios de Nitria, llegó a contar cinco mil.

En el valle de Nitria, como en Pispir con San Antonio, los monjes habitaban en celdas separadas. Nada de regla común. Cada uno organizaba sus ocupaciones como le parecía mejor. El sábado y el domingo todos los monjes se reunían en la iglesia, levantada en el centro del valle, para participar en la eucaristía y escuchar la palabra de Dios. Debía de ser un espectáculo impresionante el de las celdas esparcidas en los flancos del valle y de las que por la mañana y por la tarde se escapaban los ecos de la salmodia. Se creía uno favorecido por una visión del paraíso, cuenta el propio Paladio, testigo presencial. San Atanasio habla también del entusiasmo que arrebataba a los visitantes de la montaña de Pispir cuando veían aquellas largas hileras de celdas llenas de coros celestiales que cantaban las alabanzas divinas. El grito de admiración del profeta (Num 24, 5-6) se escapaba de sus labios: ¡que bellas son tus tiendas, oh Jacob; que bellos tus tabernáculos, Israel! Se extienden como un extenso valle; como un jardín a lo largo de un río, como áloe plantado por Yahvé, como cedro que está junto a las aguas.

b) El desierto de las Celdas.-
Remontando el valle de Nitria se encuentra un desierto más abrupto todavía: el de las Celdas. Llevados por un amor creciente a las austeridades, muchos monjes se fijaron en él. Allí vivió el celebre Macario de Alejandría (-394), que quería sobrepasar a todos en la mortificación. El escritor Evagrio Póntico se estableció también allí en 352 y vivió en él hasta su muerte, en 399. Porque también entre los solitarios había letrados. Muchos poseían las obras de Clemente de Alejandría y de Orígenes.

c) El desierto de Escete.-
Mas allá todavía del desierto de las Celdas, a la entrada del desierto de Libia, se extendía el gran desierto de Escete, el país de la arena, el desierto mas apartado. Allí se estableció Macario el Grande y vivió en él sesenta años con algunos discípulos. Era sacerdote y había recibido la gracia de la curación y de profecía. Se contaban de él tales prodigios y maravillas, que Paladio vacila en referirlas por miedo de no ser creído.

La vida de estos monjes era, en efecto, muy extraordinaria, más todavía por sus austeridades que por los hechos maravillosos. Se hablaba mucho en los desiertos de algunos formidables ascetas que, para hacer penitencia, no comían casi nada y apenas dormían.

Uno de ellos, llamado Doroteo, trasportaba durante el día, bajo un sol tórrido, grandes piedras para construir celdas destinadas a los monjes que no las tenían aun. Por la noche, trenzaba hojas de palmera para ganar su sustento: Ante Dios que es mi testigo (declara Paladio, que vivió algún tiempo a su lado), no tengo conocimiento de que haya extendido los pies, ni dormido sobre una estera de junco, ni sobre un lecho. En su juventud tenia esta manera de vivir, no habiendo jamás dormido deliberadamente, a no ser que, ocupado en alguna cosa o comiendo, cerrase los ojos derribado por el sueño. Y así vivió durante más de sesenta años.

Macario de Alejandría no comió nada cocido al fuego durante siete años y, para vencer el sueño, permaneció fuera de su celda durante veinte días, abrasado por el calor durante el día y transido de frío por la noche. Para castigarse a sí mismo una impaciencia, se expuso durante seis meses en los pantanos de Escete a las picaduras de los mosquitos, fieros en ese país como avispas. Macario se vio bien pronto cubierto de heridas. Un año, permanecio de pie durante toda la cuaresma, sin doblar un solo instante las rodillas, y su alimento se redujo a algunas hojas de col.

Otros solitarios se hicieron célebres por su espantosa reclusión. Una reclusa, de nombre Alejandra, se encerró en un sepulcro y vivió allí durante diez años. Se le proporcionaban alimentos por una pequeña abertura dejada para esa finalidad. Sobre una montaña de los alrededores de Licópolis, villa de la Tebaida, vivía el asceta Juan que pasó más de treinta años emparedado en una gruta de tres compartimentos. Recibía su alimento por una pequeña ventana y gozaba del don de profecía. Paladio cuenta que anunció a Teodosio sus victorias sobre Máximo y Eugenio. Al propio Paladio, que le visitó, le predijo su episcopado.

3. Paladio y su Historia Lausíaca.
Gálata de origen, Paladio se hizo monje hacia el año 386 en Jerusalén, donde residió tres años. Pasó después a Egipto, primero a Alejandría durante tres años, y después a Nitria, donde vivió nueve años, durante los cuales hizo un viaje de exploración religiosa a las soledades monásticas del Alto-Nilo. Alrededor del año 400, por circunstancias desconocidas, era obispo de Helenópolis, en Bitinia. Muy unido a San Juan Crisóstomo, se dirigió a Roma con varios clérigos para interesar a Occidente en su causa. A su regreso fue castigado por su declaración y envidado desterrado a Siena, en la Tebaida, donde pasó todavía seis años (406-412). Vuelto, finalmente, a Galacia, llegó a ser obispo de Aspuda, en su provincia, y murió hacia el año 425 en su propia sede de Aspuda. Se le conoce, sin embargo, como obispo de Helenópolis. 

Las obras que le hicieron célebres son: un Dialogo sobre la vida de San Juan Crisóstomo, escrito probablemente en Egipto hacia el año 407, que constituye una de las fuentes mas preciosas sobre los hechos del gran orador de Constantinopla, y la Historia Lausíaca, o sea la historia de los monjes dedicada a Lausus, chambelán de Teodosio II, compuesta en Galacia hacia el 420. 


La Historia Lausíaca tuvo, desde su aparición, un éxito inmenso, que se explica por la encantadora naturalidad de sus escritos y por la curiosidad que excitaba a los cristianos del s. V por todo cuanto se refería a la vida monástica. Este éxito comprometió incluso la obra, porque no solamente fue reproducida y traducida, sino amplificada por los copistas y traductores. En época desconocida fue notablemente sobrecargada con la Historia de los monjes de Egipto, y en esta forma se presentaba todavía a finales del s. XIX, hasta que el benedictino Dom Butler restituyó críticamente la obra de Paladio a sus verdaderos límites. 


La obra, así restaurada en su prístina autenticidad, tiene un verdadero valor documental. Su autor es un obispo, honrado con la amistad de San Juan Crisóstomo, y es un monje que ha pasado la mayor parte de su vida en medio de los solitarios de quienes habla. Su obra completa y confirma, con excepcional autoridad, los datos que encontramos en la biografías de los fundadores mismos del monacato y nos ayuda a comprender la propia literatura monástica.

(Continúa)

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