Capítulo
VI – Las misiones extranjeras
Mientras
Francisco y Hugolino entendían en la organización interna de la Orden,
proseguían su obra los misioneros enviados a las diversas regiones por el
capítulo de 1217, aunque, a decir verdad, con poco halagüeños resultados. A los
misioneros enviados a Francia les preguntaron si eran albigenses, y como los
frailes, sin acabar de entender la pregunta, dieron una respuesta que parecía
más bien afirmativa, los trataron como herejes. No les fue mejor a los de la
misión alemana, compuesta de sesenta hermanos bajo la dirección de Fray Juan de
Penna. Ignoraban por completo la lengua del país y no llegaron a aprender más
palabras que Ja, «sí», que les fue fatal, porque habiendo notado que,
cuando al ser interpelados, la decían, obtenían pan y alojamiento, dieron en
repetirla a todo propósito; pero no tardaron en ser interrogados sobre si eran
herejes, y respondiendo ellos con su aprendido Ja, fueron al punto
reducidos a prisión, puestos en picota y maltratados bárbaramente. La misma
suerte corrieron los enviados a Hungría. Los campesinos les azuzaron los
perros, y los pastores los pinchaban con sus bastones largos y puntiagudos.
Admirados se preguntaban los pobres misioneros «por qué motivos los tratarían
así aquellas gentes». A uno de ellos se le ocurrió que tal vez querrían los
húngaros apoderarse de sus mantos, y se los dieron, pero sin mejorar de
situación gran cosa. Entonces se acordaron del consejo evangélico, y pasaron a
darles también los hábitos; lo que tampoco amansó a los salvajes campesinos.
Añadieron después los pacientes misioneros sus paños menores, quedándose
completamente desnudos. Jordán de Giano cuenta en su Crónica que uno
de ellos tuvo que repetir hasta seis veces esta operación por ver si así
lograba desenojar a aquellos descomedidos rústicos. Por fin, hubieron de
recurrir, para librar sus ropas, al expediente extremo de embadurnarlas con
estiércol de vaca, y eso apagó la codicia de los campesinos.
Todos estos
fracasos tuvieron por fuerza que sumir el alma de Francisco en cierta mezcla de
tristeza y desasosiego, y, sin duda alguna, por ese mismo tiempo fue cuando,
según cuentan sus biógrafos, tuvo un extraño sueño en que vio una gallina chica
y negra rodeada de muchedumbre de polluelos que pugnaban por cobijarse bajo sus
alas, pero inútilmente, porque éstas no bastaban a cubrirlos a todos. «Yo soy
esa gallina -dijo para sí al despertar-: pequeño de estatura y moreno... Pero
el Señor, por su gran misericordia, me ha dado y me dará muchos hijos, a
quienes por mis solas fuerzas no podré proteger» (TC 63). Y tuvo más que nunca
el sentimiento de que su deber era transmitir a la Iglesia la tarea de velar
sobre su Orden. Lo cual sirvió a Hugolino para conseguir de él que le
acompañase a Roma a hablar con el Soberano Pontífice. Este viaje debió
verificarse durante el invierno de 1217-1218, pues sabemos que el Cardenal
permaneció en Roma desde el 5 de diciembre de 1217 hasta el 7 de abril del año
siguiente. Comparando las fuentes, resulta que ésta fue la primera audiencia
que Francisco obtuvo de Honorio III. Celano hace constar que Hugolino, durante
la predicación de Francisco ante Honorio y los Cardenales, estaba «sobrecogido
de temor y oraba al Señor de todo corazón a fin de que la simplicidad del bienaventurado
varón no fuese menospreciada» (1 Cel 73).
Hugolino iba
temiendo que Francisco se cortase, por la emoción y el respeto, en presencia
del nuevo Papa y su Corte, y así le aconsejó que preparase y aprendiese de
memoria el discurso que iba a pronunciar. Obedeció Francisco, pero una vez
delante del Pontífice, le sucedió lo que había previsto el Cardenal: turbóse
todo y se le olvidó por completo el discurso preparado. Estos olvidos eran en
él frecuentes; pero salía del paso confesando el hecho lisa y llanamente e
improvisando otro discurso que, por punto general, le resultaba mejor que el
que había preparado, aunque tampoco faltaba vez en que la inspiración le
fallaba del todo, y entonces se limitaba a bendecir a su auditorio,
despachándolo sin predicar palabra (1 Cel 73; LM 12,7).
En nuestro caso
la situación era grave por demás; pero Francisco, pasada la primera emoción,
pidiendo a Honorio la bendición hincado de rodillas, empezó a hablar, y lo hizo
de manera que poco a poco fue cobrando bríos y entusiasmo tales, que los
oyentes le vieron agitar los pies con movimiento rítmico, como David delante
del arca, según frase de Celano. Lejos de reírse de él, el Papa y los
Cardenales quedaron profundamente conmovidos con sus palabras, y cuando el
orador acabó por pedir que el Cardenal Hugolino fuese nombrado protector
particular de su Orden, la gracia le fue otorgada en el acto.
En esta estancia
en Roma fue también cuando Francisco se encontró con Santo Domingo, mediante el
propio Hugolino, que los puso en relaciones. Fue tal la admiración que el gran
fundador español sintió en su ánimo por el pobrecillo de Asís, que llegó hasta
proponerle la fusión de ambas Ordenes en una sola, y como Francisco rechazase
la propuesta, Domingo le pidió que le diese como recuerdo el cordón que llevaba
ceñido a la cintura. Poco tiempo después se volvieron a ver, tal vez en la
Porciúncula, y por tercera vez en Roma un año antes de la muerte de Domingo, es
decir, en el invierno de 1220-1221. Cuéntase que en esta ocasión, meditando
Hugolino una reforma general del clero, propuso a Domingo y Francisco escoger
en ambas Ordenes los sujetos que debían ocupar las más altas dignidades
eclesiásticas; pero uno y otro rechazaron la oferta con igual humildad.
Francisco dijo que sus frailes eran menores, y no era bien que se
tornasen mayores.[1]
Él fue, sin duda, quien influyó en el ánimo de Domingo para que, en su Capítulo
de Pentecostés celebrado en Bolonia en 1220, hiciese votar la prohibición de
que sus frailes poseyesen cosa alguna, mientras el mismo Domingo había
solicitado dos años antes confirmación pontificia para las posesiones donadas a
la Orden; además, se sabe que en su lecho de muerte pronunció Domingo solemne
maldición contra los que trataran de apartar a sus frailes de la pobreza evangélica.
Domingo murió el 6 de agosto de 1221.
En 1218 tuvo
lugar el primer Capítulo franciscano de Pentecostés a que asistió Hugolino en
calidad de protector de la Orden. Los frailes le salieron a recibir en solemne
procesión. Apeóse Hugolino de su caballo, despojóse de sus ricas vestiduras y
siguió a la Porciúncula a pie descalzo y vestido de franciscano; cantó la misa,
en que Francisco ofició de diácono y de lector, terminada la cual, Hugolino
ayudó a los frailes en la tarea de lavar los pies a algunos pobres, tarea que
era para los frailes algo más que una simple formalidad, pues en ella le
aconteció a Hugolino tan extraño caso como el siguiente: el mendigo a quien le
tocó lavar los pies, viendo su impericia en el arte y tomándolo por fraile
franciscano, se irritó contra él y lo despidió con toda brusquedad, añadiendo:
«Mira, mejor será que te vayas a tus quehaceres y cedas el puesto a otros que
lo harán mejor que tú».
Como queda dicho,
en este Capítulo se volvió a encontrar Francisco con Domingo que había venido
en la comitiva del Cardenal. Lo que el fundador de los predicadores vio en la
Porciúncula no pudo menos que dejarle una impresión imborrable. En medio de
aquella innumerable multitud de hombres no se oía ni una palabra inútil o de
pura charla; dondequiera que había un grupo de frailes, allí se oraba, o se
rezaba el oficio, o se lloraban los pecados propios y ajenos... Su cama era la
desnuda tierra y, a lo más, algunas pajas, con una piedra o un haz de leña por
toda almohada. Francisco dijo a sus frailes: «Os mando, por el mérito de la
santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se
preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna
necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a
Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera
especial». Asombrado quedó Domingo, que estaba presente, al escuchar tal
mandato de Francisco, y pensó que era una imprudencia soberana prohibir a tan
grande asamblea preocuparse de las cosas necesarias a la vida del cuerpo. «Pero
el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus
ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes
de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a
llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir
de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y
de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los
pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás
utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía
llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los
caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad,
se ponían a servirles con grande humildad y devoción» (Flor 18).
En suma, la
generosidad de los habitantes de todas las ciudades vecinas para con los
frailes fue extraordinaria. Jordán de Giano cuenta que él mismo asistió a otro
Capítulo cuyos miembros tuvieron que quedarse en la Porciúncula dos días más de
los prefijados, a fin de consumir todas las provisiones que se les había traído
(Crónica).
En el Capítulo de
Pentecostés del año siguiente se tomó la resolución de reparar el fracaso de
las misiones. Dos años había pasado el Cardenal preparando el camino a los
nuevos misioneros, enviando cartas de recomendación a los diversos países
adonde debían ir, interesando a los Obispos en favor de los frailes, de cuyas
excelentes dotes y aptitud para la predicación, así como del favor que les
dispensaba la Curia romana salía él garante (TC 66).
Además, justo en
el momento más oportuno, el 11 de junio de 1219, tuvo la dicha de obtener para
los frailes un escrito oficial de la suprema autoridad eclesiástica: un breve
de Honorio III recomendando los frailes a todos Arzobispos, Obispos, Abades,
Deanes, Arcedianos y demás prelados de los lugares adonde fueren. Este mismo
breve declara que los frailes son católicos, que se ocupan de esparcir la
simiente evangélica según la norma de los Apóstoles y que su tenor de vida
cuenta con la aprobación de la Silla Apostólica.[2]
Y así, provistos de ejemplares de este precioso documento y habiendo obtenido
de San Francisco la facultad de recibir nuevos candidatos a la Orden, los jefes
de misión, llamados desde entonces «ministros provinciales», se pusieron en
camino al frente de sus respectivos grupos de hermanos. Esta vez no se envió
ninguna nueva misión a Alemania, por lo mucho que aún amedrentaba a los frailes
el recuerdo de las cárceles y picotas de los teutones. Los hermanos Gil y
Electo fueron enviados a Túnez, el hermano Benito de Arezzo a Grecia, Fray
Pacífico tornó a Francia, y un pequeño grupo, cuidadosamente elegido, recibió
el encargo de realizar el antiguo proyecto de San Francisco, ir a tratar de
convertir al Miramamolín de Marruecos.
La misión de
Túnez se malogró casi de inmediato a causa de los cristianos mismos de aquella
región, quienes, temiendo que la presencia de los misioneros les acarreara
dificultades con los musulmanes, tomaron por la fuerza a Gil y a sus
compañeros, los metieron en un bajel y los despacharon para Italia. Sólo el
hermano Electo, que se había separado del resto de la expedición, quedó en
Túnez, donde poco después padeció el martirio, recibiendo la muerte de
rodillas, las manos juntas y entre ellas la Regla de su Orden, y confesando
públicamente todas las faltas que hubiese podido cometer durante su vida
religiosa (EP 77; 2 Cel 208).
Con muestras de
particular afecto y ternura abrazó Francisco a los misioneros de Marruecos, que
fueron Vidal, Berardo, Pedro, Adyuto, Acursio y Otón. Al despedirlos, dice una
antigua relación que les habló de esta manera:
-- «Hijitos míos:
Dios me ha mandado que os envíe a tierra de sarracenos a predicar y confesar su
fe, y a combatir la ley de Mahoma. También yo iré a tierra de infieles en otra
dirección y enviaré a otros hermanos hacia las cuatro partes del mundo.
Preparaos, hijos, a cumplir la voluntad del Señor.
Los seis
inclinaron reverentes la cabeza y respondieron:
-- Estamos
dispuestos a obedecerte en todo.
A Francisco le
invadió el júbilo, al comprobar una sumisión tan pronta, y, con el tono más
dulce de su voz, les añadió:
-- Hijos muy
amados, para que podáis mejor cumplir la orden de Dios, cuidad de permanecer
siempre unidos en santa e indestructible paz y caridad fraterna; guardaos de la
envidia, que es la madre del pecado original; sed pacientes en los casos
adversos y humildes en los prósperos; imitad a Cristo en la pobreza, obediencia
y castidad. Porque nuestro Señor Jesucristo nació pobre, vivió pobre, enseñó
pobreza y en pobreza murió. Para demostrar cuánto amaba la castidad, quiso
nacer de una madre virgen, vivió en estado virginal, murió rodeado de vírgenes
y en todo enseñó y recomendó la santa virginidad. Obediente lo fue desde su
nacimiento hasta su muerte de cruz. Esperad sólo en Dios, que es quien os guía
y socorre. Llevad siempre con vosotros la Regla y el breviario y no dejéis
nunca de rezar el oficio del día. Obedeced en todo al hermano Vidal, como a
vuestro hermano mayor. Hijos míos: me gozo en vuestra buena voluntad, y el amor
que os tengo me hace amarga la separación. Pero hemos de preferir el mandato de
Dios a nuestra voluntad propia. Os suplico que tengáis siempre ante los ojos la
Pasión del Señor, y ella os fortalecerá y animará a sufrir vigorosamente por
Él.
Contestaron los
hermanos:
-- Padre,
envíanos a donde quieras que estamos prontos a ejecutar tu voluntad; pero
ayúdanos tú con tus oraciones a cumplir tus mandatos, porque somos aún jóvenes
y nunca hemos salido de nuestra patria. Ese pueblo adonde vamos nos es
desconocido, y es enemigo jurado del hombre cristiano, y nosotros somos
ignorantes y no sabemos su lengua. Cuando nos vean tan pobremente vestidos,
ceñidos de tosca cuerda, nos despreciarán como a insensatos, se burlarán de
nosotros y rehusarán escucharnos; por eso, ya ves cuánta necesidad tenemos de
tus oraciones. ¡Oh
padre bondadoso!, ¿es preciso que nos separemos de ti? ¿Y cómo podremos, sin ti, cumplir la voluntad de
Dios?
Estas palabras de
los misioneros conmovieron profundamente el corazón de Francisco, que les dijo
con gran vehemencia:
-- Poneos en las
manos de Dios, hijos míos; Él, que os envía, os dará fuerzas y será vuestra
ayuda en tiempo oportuno.
Entonces los seis
cayeron de rodillas, besando las manos y pidiendo la bendición de su padre.
Francisco clavó en el cielo los ojos arrasados en lágrimas y los bendijo,
exclamando:
-- Que la
bendición del Eterno Padre descienda a vosotros, como descendió a los
Apóstoles. Que Dios os fortalezca, guíe y consuele en las pruebas y
tribulaciones. No temáis, que yo os prometo que el Señor siempre estará y
combatirá con vosotros».[3]
Esta relación
puede ser más o menos histórica en los detalles; pero en el conjunto es
perfectamente verdadera, y nos da una idea tierna por extremo de las relaciones
del Santo con sus hermanos.
Marcháronse los
misioneros sin llevar, conforme al Evangelio, ni bastón, ni alforjas, ni
calzados, ni oro, ni plata en el cinto. Pasaron por los reinos de Aragón, donde
cayó enfermo Vidal y tuvieron que dejarle, Castilla y Portugal. A esta última
región habían venido ya otros hermanos dos años antes, y la piadosa hermana del
rey Alfonso II, doña Sancha, los había recibido muy afectuosamente, dándoles la
capilla de Alenquer y una casa habitación. Poco después, la reina doña Urraca
les dio también a los franciscanos un convento cerca de Coimbra.
De Portugal los
cinco misioneros se encaminaron a Sevilla, sometida entonces a la dominación
mahometana, y en llegando, se pusieron a predicar en la mezquita principal de
la ciudad. Al punto los infieles los aprehendieron y llevaron ante las
autoridades, las cuales resolvieron remitirlos al Miramamolín para que éste
decidiera el tratamiento que había que darles.
Este Miramamolín,
que tenía en Marruecos su residencia, era Abu-Jacoub. Después de la derrota
sufrida en las Navas de Tolosa en 1212 por su padre Mohamed-el-Nazir, y perdida
toda esperanza de batir a los cristianos, había resuelto halagarlos, poniendo a
uno de ellos a la cabeza de su ejército, que fue el infante don Pedro de
Portugal, quien, por agravios con su hermano el rey, se había ido a servir a
los mahometanos. Abu-Jacoub parece haber sido un príncipe de índole mansa,
cuando su mayor placer consistía en hacer de pastor, apacentando en persona sus
propias ovejas. Por eso, cuando le fueron presentados los cinco prisioneros
franciscanos, su primer pensamiento fue darles libertad; pero, no pudiendo
hacerlo de manera oficial, hubo de limitarse a perdonarles la cárcel,
entregándolos en manos del infante don Pedro, su correligionario.
Pero los frailes
se aprovecharon de la libertad para comenzar de nuevo sus predicaciones por
calles y plazas, pues en el camino habían logrado aprender un poco de árabe,
especialmente Berardo, que era el jefe de la expedición desde la enfermedad de
Vidal. Cierto día tornaba el Miramamolín de una peregrinación a la tumba de sus
padres y acertó a pasar por el sitio donde Berardo estaba predicando las
verdades cristianas montado sobre una carreta. Al momento ordenó que los cinco
hermanos fuesen llevados a tierra de cristianos, pero sin infligirles castigo
alguno. El encargado de cumplir esta orden fue don Pedro, quien embarcó a los
misioneros para Ceuta, recomendándoles que de allí se fueran a Italia; mas
ellos, en vez de resignarse a semejante vuelta, apenas se vieron libres,
volvieron a Marruecos y se pusieron otra vez a predicar. Entonces el
Miramamolín los redujo a prisión, de la que pronto los mandó sacar y conducir
de nuevo a Ceuta. Escapados de allá por segunda vez y vueltos a Marruecos, se
apoderó de ellos el infante don Pedro y los hizo llevar al interior del país
bajo custodia, porque tanto él como los demás cristianos que moraban en la capital
temían que la conducta de los hermanos fuese a suscitar alguna persecución
contra ellos por parte de los musulmanes. Una vez de vuelta, encargó don Pedro
a sus hombres que velasen sobre los misioneros y no les permitiesen hacer
ninguna demostración demasiado pública.
Pero un viernes,
que es para los mahometanos el equivalente de lo que es el domingo para
nosotros, lograron evadir la vigilancia de sus guardias y empezaron a predicar
en una plaza por donde sabían que tenía que pasar el Miramamolín. Esta vez la
medida se colmó y no hubo manera de salvar a los intrépidos predicadores:
fueron sometidos primero a horrendas torturas, una de las cuales fue hacerlos
rodar toda una noche sobre una cama de pedazos de vidrio, después a un
interrogatorio, en que dieron respuestas idénticas a las que daban los
primitivos mártires en presencia de los jueces romanos, con las cuales lograron
por fin concitar la rabia de Abu-Jacoub, que se arrojó ciego sobre ellos y los
decapitó a todos con su propia cimitarra. Don Pedro hizo que los cuerpos de los
gloriosos mártires fuesen recogidos y llevados a Coimbra, donde la reina doña
Urraca salió a recibirlos seguida de inmensa multitud, que acompañó las santas
reliquias hasta la iglesia de la Santa Cruz, donde fueron solemnemente
depositadas (AF III, 583ss). [En aquellos momentos era monje agustino del
monasterio de Santa Cruz de Coimbra el que luego sería conocido como Antonio de
Padua, quien ya conoció a los misioneros franciscanos cuando pasaron por
Coimbra camino de Marruecos. En la vocación franciscana de San Antonio tuvo
gran importancia el ejemplo de nuestros frailes].
La relación de la
muerte de los cinco mártires, acaecida el 16 de enero de 1220, fue leída en el
Capítulo de Pentecostés del año siguiente, y cuéntase que Francisco exclamó
terminada la lectura: «¡Ahora puedo decir que tengo cinco verdaderos frailes
menores!» (AF III, p. 21). Palabras que nada tienen de inverosímil, dada la
veneración en que Francisco tuvo siempre la corona del martirio, como recuerda
Celano: «Consideraba máxima obediencia, y en la que nada tendrían la carne y la
sangre, aquella en la que por divina inspiración se va entre los infieles, sea
para ganar al prójimo, sea por deseo de martirio. Estimaba muy acepto a Dios
pedir esta obediencia» (2 Cel 152). Otros, por el contrario, refieren que el
Santo no permitió que la lectura de la relación se terminara, diciendo: «Cada
uno gloríese de su propio martirio, y no del ajeno». Porque todos los frailes
estaban orgullosos de tener ya cinco hermanos mártires, y Jordán de Giano
refiere que él era uno de los que se gloriaban de las pruebas sufridas por
otros (Crónica n. 8). En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de
que Francisco enseña en una de sus Admoniciones: «Es una gran vergüenza para
nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras, y nosotros,
recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6).
Además, es cierto
que por este mismo tiempo se preparó Francisco para ir a conquistar por sí
mismo la palma del martirio. Ya en 1218 había enviado a Tierra Santa una misión
a cargo de Fray Elías, quien había admitido allí en la Orden al primer alemán,
Cesáreo de Espira, gran sabio e infatigable viajador. En el verano de 1219, el
ejército de los cruzados cristianos había intentado, por iniciativa de Honorio
III, un ataque contra Egipto, y Francisco resolvió agregarse a esta guerra
santa, pero de una manera muy otra. Después de encargar a Fray Mateo de Narni
que fuera su vicario en la Porciúncula, para permanecer allí y para vestir el
hábito de la Orden a los nuevos hermanos, y después de confiar a Fray Gregorio
de Nápoles la tarea de suplirle en la dirección de la Orden en el resto de
Italia, el Santo se puso en camino hacia Egipto y Palestina en compañía de su
antiguo amigo Fray Pedro Cattani.
[1] - 2 Cel 148; EP 43. Según Sohnürer, este episodio
debió tener lugar en el invierno de 1219-1220, porque en el invierno siguiente
Francisco había renunciado ya al generalato, lo que hacía imposible la
proposición de Hugolino.
[2] - Bula Cum dilecti, en Sbaralea, I, p. 2.- El 29 de
mayo del año siguiente Honorio dirigió otra a los prelados franceses,
especialmente a los de las regiones infestadas por la herejía (Ibid., p. 3).
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