sábado, 8 de abril de 2017

J.Joergensen. Libro 3 Cap 6

Capítulo VI – Las misiones extranjeras


Mientras Francisco y Hugolino entendían en la organización interna de la Orden, proseguían su obra los misioneros enviados a las diversas regiones por el capítulo de 1217, aunque, a decir verdad, con poco halagüeños resultados. A los misioneros enviados a Francia les preguntaron si eran albigenses, y como los frailes, sin acabar de entender la pregunta, dieron una respuesta que parecía más bien afirmativa, los trataron como herejes. No les fue mejor a los de la misión alemana, compuesta de sesenta hermanos bajo la dirección de Fray Juan de Penna. Ignoraban por completo la lengua del país y no llegaron a aprender más palabras que Ja, «sí», que les fue fatal, porque habiendo notado que, cuando al ser interpelados, la decían, obtenían pan y alojamiento, dieron en repetirla a todo propósito; pero no tardaron en ser interrogados sobre si eran herejes, y respondiendo ellos con su aprendido Ja, fueron al punto reducidos a prisión, puestos en picota y maltratados bárbaramente. La misma suerte corrieron los enviados a Hungría. Los campesinos les azuzaron los perros, y los pastores los pinchaban con sus bastones largos y puntiagudos. Admirados se preguntaban los pobres misioneros «por qué motivos los tratarían así aquellas gentes». A uno de ellos se le ocurrió que tal vez querrían los húngaros apoderarse de sus mantos, y se los dieron, pero sin mejorar de situación gran cosa. Entonces se acordaron del consejo evangélico, y pasaron a darles también los hábitos; lo que tampoco amansó a los salvajes campesinos. Añadieron después los pacientes misioneros sus paños menores, quedándose completamente desnudos. Jordán de Giano cuenta en su Crónica que uno de ellos tuvo que repetir hasta seis veces esta operación por ver si así lograba desenojar a aquellos descomedidos rústicos. Por fin, hubieron de recurrir, para librar sus ropas, al expediente extremo de embadurnarlas con estiércol de vaca, y eso apagó la codicia de los campesinos.

Todos estos fracasos tuvieron por fuerza que sumir el alma de Francisco en cierta mezcla de tristeza y desasosiego, y, sin duda alguna, por ese mismo tiempo fue cuando, según cuentan sus biógrafos, tuvo un extraño sueño en que vio una gallina chica y negra rodeada de muchedumbre de polluelos que pugnaban por cobijarse bajo sus alas, pero inútilmente, porque éstas no bastaban a cubrirlos a todos. «Yo soy esa gallina -dijo para sí al despertar-: pequeño de estatura y moreno... Pero el Señor, por su gran misericordia, me ha dado y me dará muchos hijos, a quienes por mis solas fuerzas no podré proteger» (TC 63). Y tuvo más que nunca el sentimiento de que su deber era transmitir a la Iglesia la tarea de velar sobre su Orden. Lo cual sirvió a Hugolino para conseguir de él que le acompañase a Roma a hablar con el Soberano Pontífice. Este viaje debió verificarse durante el invierno de 1217-1218, pues sabemos que el Cardenal permaneció en Roma desde el 5 de diciembre de 1217 hasta el 7 de abril del año siguiente. Comparando las fuentes, resulta que ésta fue la primera audiencia que Francisco obtuvo de Honorio III. Celano hace constar que Hugolino, durante la predicación de Francisco ante Honorio y los Cardenales, estaba «sobrecogido de temor y oraba al Señor de todo corazón a fin de que la simplicidad del bienaventurado varón no fuese menospreciada» (1 Cel 73).

Hugolino iba temiendo que Francisco se cortase, por la emoción y el respeto, en presencia del nuevo Papa y su Corte, y así le aconsejó que preparase y aprendiese de memoria el discurso que iba a pronunciar. Obedeció Francisco, pero una vez delante del Pontífice, le sucedió lo que había previsto el Cardenal: turbóse todo y se le olvidó por completo el discurso preparado. Estos olvidos eran en él frecuentes; pero salía del paso confesando el hecho lisa y llanamente e improvisando otro discurso que, por punto general, le resultaba mejor que el que había preparado, aunque tampoco faltaba vez en que la inspiración le fallaba del todo, y entonces se limitaba a bendecir a su auditorio, despachándolo sin predicar palabra (1 Cel 73; LM 12,7).

En nuestro caso la situación era grave por demás; pero Francisco, pasada la primera emoción, pidiendo a Honorio la bendición hincado de rodillas, empezó a hablar, y lo hizo de manera que poco a poco fue cobrando bríos y entusiasmo tales, que los oyentes le vieron agitar los pies con movimiento rítmico, como David delante del arca, según frase de Celano. Lejos de reírse de él, el Papa y los Cardenales quedaron profundamente conmovidos con sus palabras, y cuando el orador acabó por pedir que el Cardenal Hugolino fuese nombrado protector particular de su Orden, la gracia le fue otorgada en el acto.

En esta estancia en Roma fue también cuando Francisco se encontró con Santo Domingo, mediante el propio Hugolino, que los puso en relaciones. Fue tal la admiración que el gran fundador español sintió en su ánimo por el pobrecillo de Asís, que llegó hasta proponerle la fusión de ambas Ordenes en una sola, y como Francisco rechazase la propuesta, Domingo le pidió que le diese como recuerdo el cordón que llevaba ceñido a la cintura. Poco tiempo después se volvieron a ver, tal vez en la Porciúncula, y por tercera vez en Roma un año antes de la muerte de Domingo, es decir, en el invierno de 1220-1221. Cuéntase que en esta ocasión, meditando Hugolino una reforma general del clero, propuso a Domingo y Francisco escoger en ambas Ordenes los sujetos que debían ocupar las más altas dignidades eclesiásticas; pero uno y otro rechazaron la oferta con igual humildad. Francisco dijo que sus frailes eran menores, y no era bien que se tornasen mayores.[1] Él fue, sin duda, quien influyó en el ánimo de Domingo para que, en su Capítulo de Pentecostés celebrado en Bolonia en 1220, hiciese votar la prohibición de que sus frailes poseyesen cosa alguna, mientras el mismo Domingo había solicitado dos años antes confirmación pontificia para las posesiones donadas a la Orden; además, se sabe que en su lecho de muerte pronunció Domingo solemne maldición contra los que trataran de apartar a sus frailes de la pobreza evangélica. Domingo murió el 6 de agosto de 1221.

En 1218 tuvo lugar el primer Capítulo franciscano de Pentecostés a que asistió Hugolino en calidad de protector de la Orden. Los frailes le salieron a recibir en solemne procesión. Apeóse Hugolino de su caballo, despojóse de sus ricas vestiduras y siguió a la Porciúncula a pie descalzo y vestido de franciscano; cantó la misa, en que Francisco ofició de diácono y de lector, terminada la cual, Hugolino ayudó a los frailes en la tarea de lavar los pies a algunos pobres, tarea que era para los frailes algo más que una simple formalidad, pues en ella le aconteció a Hugolino tan extraño caso como el siguiente: el mendigo a quien le tocó lavar los pies, viendo su impericia en el arte y tomándolo por fraile franciscano, se irritó contra él y lo despidió con toda brusquedad, añadiendo: «Mira, mejor será que te vayas a tus quehaceres y cedas el puesto a otros que lo harán mejor que tú».

Como queda dicho, en este Capítulo se volvió a encontrar Francisco con Domingo que había venido en la comitiva del Cardenal. Lo que el fundador de los predicadores vio en la Porciúncula no pudo menos que dejarle una impresión imborrable. En medio de aquella innumerable multitud de hombres no se oía ni una palabra inútil o de pura charla; dondequiera que había un grupo de frailes, allí se oraba, o se rezaba el oficio, o se lloraban los pecados propios y ajenos... Su cama era la desnuda tierra y, a lo más, algunas pajas, con una piedra o un haz de leña por toda almohada. Francisco dijo a sus frailes: «Os mando, por el mérito de la santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial». Asombrado quedó Domingo, que estaba presente, al escuchar tal mandato de Francisco, y pensó que era una imprudencia soberana prohibir a tan grande asamblea preocuparse de las cosas necesarias a la vida del cuerpo. «Pero el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se ponían a servirles con grande humildad y devoción» (Flor 18).

En suma, la generosidad de los habitantes de todas las ciudades vecinas para con los frailes fue extraordinaria. Jordán de Giano cuenta que él mismo asistió a otro Capítulo cuyos miembros tuvieron que quedarse en la Porciúncula dos días más de los prefijados, a fin de consumir todas las provisiones que se les había traído (Crónica).

En el Capítulo de Pentecostés del año siguiente se tomó la resolución de reparar el fracaso de las misiones. Dos años había pasado el Cardenal preparando el camino a los nuevos misioneros, enviando cartas de recomendación a los diversos países adonde debían ir, interesando a los Obispos en favor de los frailes, de cuyas excelentes dotes y aptitud para la predicación, así como del favor que les dispensaba la Curia romana salía él garante (TC 66).

Además, justo en el momento más oportuno, el 11 de junio de 1219, tuvo la dicha de obtener para los frailes un escrito oficial de la suprema autoridad eclesiástica: un breve de Honorio III recomendando los frailes a todos Arzobispos, Obispos, Abades, Deanes, Arcedianos y demás prelados de los lugares adonde fueren. Este mismo breve declara que los frailes son católicos, que se ocupan de esparcir la simiente evangélica según la norma de los Apóstoles y que su tenor de vida cuenta con la aprobación de la Silla Apostólica.[2] Y así, provistos de ejemplares de este precioso documento y habiendo obtenido de San Francisco la facultad de recibir nuevos candidatos a la Orden, los jefes de misión, llamados desde entonces «ministros provinciales», se pusieron en camino al frente de sus respectivos grupos de hermanos. Esta vez no se envió ninguna nueva misión a Alemania, por lo mucho que aún amedrentaba a los frailes el recuerdo de las cárceles y picotas de los teutones. Los hermanos Gil y Electo fueron enviados a Túnez, el hermano Benito de Arezzo a Grecia, Fray Pacífico tornó a Francia, y un pequeño grupo, cuidadosamente elegido, recibió el encargo de realizar el antiguo proyecto de San Francisco, ir a tratar de convertir al Miramamolín de Marruecos.

La misión de Túnez se malogró casi de inmediato a causa de los cristianos mismos de aquella región, quienes, temiendo que la presencia de los misioneros les acarreara dificultades con los musulmanes, tomaron por la fuerza a Gil y a sus compañeros, los metieron en un bajel y los despacharon para Italia. Sólo el hermano Electo, que se había separado del resto de la expedición, quedó en Túnez, donde poco después padeció el martirio, recibiendo la muerte de rodillas, las manos juntas y entre ellas la Regla de su Orden, y confesando públicamente todas las faltas que hubiese podido cometer durante su vida religiosa (EP 77; 2 Cel 208).

Con muestras de particular afecto y ternura abrazó Francisco a los misioneros de Marruecos, que fueron Vidal, Berardo, Pedro, Adyuto, Acursio y Otón. Al despedirlos, dice una antigua relación que les habló de esta manera:

-- «Hijitos míos: Dios me ha mandado que os envíe a tierra de sarracenos a predicar y confesar su fe, y a combatir la ley de Mahoma. También yo iré a tierra de infieles en otra dirección y enviaré a otros hermanos hacia las cuatro partes del mundo. Preparaos, hijos, a cumplir la voluntad del Señor.

Los seis inclinaron reverentes la cabeza y respondieron:

-- Estamos dispuestos a obedecerte en todo.

A Francisco le invadió el júbilo, al comprobar una sumisión tan pronta, y, con el tono más dulce de su voz, les añadió:

-- Hijos muy amados, para que podáis mejor cumplir la orden de Dios, cuidad de permanecer siempre unidos en santa e indestructible paz y caridad fraterna; guardaos de la envidia, que es la madre del pecado original; sed pacientes en los casos adversos y humildes en los prósperos; imitad a Cristo en la pobreza, obediencia y castidad. Porque nuestro Señor Jesucristo nació pobre, vivió pobre, enseñó pobreza y en pobreza murió. Para demostrar cuánto amaba la castidad, quiso nacer de una madre virgen, vivió en estado virginal, murió rodeado de vírgenes y en todo enseñó y recomendó la santa virginidad. Obediente lo fue desde su nacimiento hasta su muerte de cruz. Esperad sólo en Dios, que es quien os guía y socorre. Llevad siempre con vosotros la Regla y el breviario y no dejéis nunca de rezar el oficio del día. Obedeced en todo al hermano Vidal, como a vuestro hermano mayor. Hijos míos: me gozo en vuestra buena voluntad, y el amor que os tengo me hace amarga la separación. Pero hemos de preferir el mandato de Dios a nuestra voluntad propia. Os suplico que tengáis siempre ante los ojos la Pasión del Señor, y ella os fortalecerá y animará a sufrir vigorosamente por Él.

Contestaron los hermanos:

-- Padre, envíanos a donde quieras que estamos prontos a ejecutar tu voluntad; pero ayúdanos tú con tus oraciones a cumplir tus mandatos, porque somos aún jóvenes y nunca hemos salido de nuestra patria. Ese pueblo adonde vamos nos es desconocido, y es enemigo jurado del hombre cristiano, y nosotros somos ignorantes y no sabemos su lengua. Cuando nos vean tan pobremente vestidos, ceñidos de tosca cuerda, nos despreciarán como a insensatos, se burlarán de nosotros y rehusarán escucharnos; por eso, ya ves cuánta necesidad tenemos de tus oraciones. ¡Oh padre bondadoso!, ¿es preciso que nos separemos de ti? ¿Y cómo podremos, sin ti, cumplir la voluntad de Dios?

Estas palabras de los misioneros conmovieron profundamente el corazón de Francisco, que les dijo con gran vehemencia:
-- Poneos en las manos de Dios, hijos míos; Él, que os envía, os dará fuerzas y será vuestra ayuda en tiempo oportuno.

Entonces los seis cayeron de rodillas, besando las manos y pidiendo la bendición de su padre. Francisco clavó en el cielo los ojos arrasados en lágrimas y los bendijo, exclamando:

-- Que la bendición del Eterno Padre descienda a vosotros, como descendió a los Apóstoles. Que Dios os fortalezca, guíe y consuele en las pruebas y tribulaciones. No temáis, que yo os prometo que el Señor siempre estará y combatirá con vosotros».[3]

Esta relación puede ser más o menos histórica en los detalles; pero en el conjunto es perfectamente verdadera, y nos da una idea tierna por extremo de las relaciones del Santo con sus hermanos.

Marcháronse los misioneros sin llevar, conforme al Evangelio, ni bastón, ni alforjas, ni calzados, ni oro, ni plata en el cinto. Pasaron por los reinos de Aragón, donde cayó enfermo Vidal y tuvieron que dejarle, Castilla y Portugal. A esta última región habían venido ya otros hermanos dos años antes, y la piadosa hermana del rey Alfonso II, doña Sancha, los había recibido muy afectuosamente, dándoles la capilla de Alenquer y una casa habitación. Poco después, la reina doña Urraca les dio también a los franciscanos un convento cerca de Coimbra.

De Portugal los cinco misioneros se encaminaron a Sevilla, sometida entonces a la dominación mahometana, y en llegando, se pusieron a predicar en la mezquita principal de la ciudad. Al punto los infieles los aprehendieron y llevaron ante las autoridades, las cuales resolvieron remitirlos al Miramamolín para que éste decidiera el tratamiento que había que darles.

Este Miramamolín, que tenía en Marruecos su residencia, era Abu-Jacoub. Después de la derrota sufrida en las Navas de Tolosa en 1212 por su padre Mohamed-el-Nazir, y perdida toda esperanza de batir a los cristianos, había resuelto halagarlos, poniendo a uno de ellos a la cabeza de su ejército, que fue el infante don Pedro de Portugal, quien, por agravios con su hermano el rey, se había ido a servir a los mahometanos. Abu-Jacoub parece haber sido un príncipe de índole mansa, cuando su mayor placer consistía en hacer de pastor, apacentando en persona sus propias ovejas. Por eso, cuando le fueron presentados los cinco prisioneros franciscanos, su primer pensamiento fue darles libertad; pero, no pudiendo hacerlo de manera oficial, hubo de limitarse a perdonarles la cárcel, entregándolos en manos del infante don Pedro, su correligionario.

Pero los frailes se aprovecharon de la libertad para comenzar de nuevo sus predicaciones por calles y plazas, pues en el camino habían logrado aprender un poco de árabe, especialmente Berardo, que era el jefe de la expedición desde la enfermedad de Vidal. Cierto día tornaba el Miramamolín de una peregrinación a la tumba de sus padres y acertó a pasar por el sitio donde Berardo estaba predicando las verdades cristianas montado sobre una carreta. Al momento ordenó que los cinco hermanos fuesen llevados a tierra de cristianos, pero sin infligirles castigo alguno. El encargado de cumplir esta orden fue don Pedro, quien embarcó a los misioneros para Ceuta, recomendándoles que de allí se fueran a Italia; mas ellos, en vez de resignarse a semejante vuelta, apenas se vieron libres, volvieron a Marruecos y se pusieron otra vez a predicar. Entonces el Miramamolín los redujo a prisión, de la que pronto los mandó sacar y conducir de nuevo a Ceuta. Escapados de allá por segunda vez y vueltos a Marruecos, se apoderó de ellos el infante don Pedro y los hizo llevar al interior del país bajo custodia, porque tanto él como los demás cristianos que moraban en la capital temían que la conducta de los hermanos fuese a suscitar alguna persecución contra ellos por parte de los musulmanes. Una vez de vuelta, encargó don Pedro a sus hombres que velasen sobre los misioneros y no les permitiesen hacer ninguna demostración demasiado pública.

Pero un viernes, que es para los mahometanos el equivalente de lo que es el domingo para nosotros, lograron evadir la vigilancia de sus guardias y empezaron a predicar en una plaza por donde sabían que tenía que pasar el Miramamolín. Esta vez la medida se colmó y no hubo manera de salvar a los intrépidos predicadores: fueron sometidos primero a horrendas torturas, una de las cuales fue hacerlos rodar toda una noche sobre una cama de pedazos de vidrio, después a un interrogatorio, en que dieron respuestas idénticas a las que daban los primitivos mártires en presencia de los jueces romanos, con las cuales lograron por fin concitar la rabia de Abu-Jacoub, que se arrojó ciego sobre ellos y los decapitó a todos con su propia cimitarra. Don Pedro hizo que los cuerpos de los gloriosos mártires fuesen recogidos y llevados a Coimbra, donde la reina doña Urraca salió a recibirlos seguida de inmensa multitud, que acompañó las santas reliquias hasta la iglesia de la Santa Cruz, donde fueron solemnemente depositadas (AF III, 583ss). [En aquellos momentos era monje agustino del monasterio de Santa Cruz de Coimbra el que luego sería conocido como Antonio de Padua, quien ya conoció a los misioneros franciscanos cuando pasaron por Coimbra camino de Marruecos. En la vocación franciscana de San Antonio tuvo gran importancia el ejemplo de nuestros frailes].

La relación de la muerte de los cinco mártires, acaecida el 16 de enero de 1220, fue leída en el Capítulo de Pentecostés del año siguiente, y cuéntase que Francisco exclamó terminada la lectura: «¡Ahora puedo decir que tengo cinco verdaderos frailes menores!» (AF III, p. 21). Palabras que nada tienen de inverosímil, dada la veneración en que Francisco tuvo siempre la corona del martirio, como recuerda Celano: «Consideraba máxima obediencia, y en la que nada tendrían la carne y la sangre, aquella en la que por divina inspiración se va entre los infieles, sea para ganar al prójimo, sea por deseo de martirio. Estimaba muy acepto a Dios pedir esta obediencia» (2 Cel 152). Otros, por el contrario, refieren que el Santo no permitió que la lectura de la relación se terminara, diciendo: «Cada uno gloríese de su propio martirio, y no del ajeno». Porque todos los frailes estaban orgullosos de tener ya cinco hermanos mártires, y Jordán de Giano refiere que él era uno de los que se gloriaban de las pruebas sufridas por otros (Crónica n. 8). En cualquier caso, de lo que no cabe duda es de que Francisco enseña en una de sus Admoniciones: «Es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras, y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6).

Además, es cierto que por este mismo tiempo se preparó Francisco para ir a conquistar por sí mismo la palma del martirio. Ya en 1218 había enviado a Tierra Santa una misión a cargo de Fray Elías, quien había admitido allí en la Orden al primer alemán, Cesáreo de Espira, gran sabio e infatigable viajador. En el verano de 1219, el ejército de los cruzados cristianos había intentado, por iniciativa de Honorio III, un ataque contra Egipto, y Francisco resolvió agregarse a esta guerra santa, pero de una manera muy otra. Después de encargar a Fray Mateo de Narni que fuera su vicario en la Porciúncula, para permanecer allí y para vestir el hábito de la Orden a los nuevos hermanos, y después de confiar a Fray Gregorio de Nápoles la tarea de suplirle en la dirección de la Orden en el resto de Italia, el Santo se puso en camino hacia Egipto y Palestina en compañía de su antiguo amigo Fray Pedro Cattani.



[1] - 2 Cel 148; EP 43. Según Sohnürer, este episodio debió tener lugar en el invierno de 1219-1220, porque en el invierno siguiente Francisco había renunciado ya al generalato, lo que hacía imposible la proposición de Hugolino.

[2] - Bula Cum dilecti, en Sbaralea, I, p. 2.- El 29 de mayo del año siguiente Honorio dirigió otra a los prelados franceses, especialmente a los de las regiones infestadas por la herejía (Ibid., p. 3).

[3] - Analecta Franciscana III, pp. 581-582, según un manuscrito del siglo XIV.

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