Capítulo
VIII – Los primeros disgustos. Capítulo de las esteras
Francisco llegó a
Italia probablemente a fines del verano, y al momento se fue a ver con el
Cardenal Hugolino, a cuya mediación se había debido el que la Santa Sede
desoyese las peticiones de Felipe y Juan Capella. Acto seguido convocó Capítulo
general en la Porciúncula para la fiesta de Pentecostés de 1221.
Ya no le cabía a
Francisco la menor duda sobre la necesidad de reorganizar a fundamentis
la Orden entera, y no hace falta advertir que en esta reorganización tenía que
tomar parte muy principal Hugolino, como de hecho la tomó, y lo consigna
expresamente Bernardo de Bessa cuando escribe: «En la composición de las reglas
de la Orden, el Papa Gregorio, unido a Francisco por vínculos de íntima
amistad, suplía con gran celo y solicitud lo que, en punto a ciencia de
legislación, faltaba al Santo» (AF III, p. 686). «Nos hemos asistido a
Francisco en la composición de dicha regla», diría textualmente después
Hugolino, siendo ya Papa, en la bula Quo elongati de 28 de septiembre
de 1230.
La primera
piedra, o más bien dicho, la piedra fundamental de esta reconstrucción fue, sin
duda, la bula de Honorio III de 22 de septiembre de 1220, la cual prescribe que
todo el que desee ingresar en la Orden de los frailes menores debe pasar
primero un año entero de probación (Sbar. I, 6). La bula está dirigida a los priores
o custodios de los hermanos menores, y es la primera vez que la palabra
franciscana custodio figura en un documento oficial. Semejante medida
cerraba las puertas a todos aquellos espíritus frívolos y ligeros que Francisco
acostumbraba llamar «frailes moscas» (2 Cel 75), como también a todos los
vagabundos, clase entonces muy numerosa, que no aspiraban más que a comer y
dormir bien, y que, enemigos de la oración y del trabajo, apenas pasaban corto
espacio en compañía de los frailes, se iban a otra parte con su apetito y su
pereza. Además, ninguna persona ya recibida en la Orden tenía derecho para
salirse sin formal autorización; y agregaba la bula que se iban a tomar medidas
de severo castigo contra las numerosas personas que, vestidas de hábito
franciscano, vivían a su antojo, sin relación alguna verdadera con la Orden (extra
obedientiam).[1]
Porque la libertad otorgada en un principio a Gil y a Rufino, no era ya posible
concederla a los nuevos frailes, siendo éstos tan numerosos. Se han conservado
unas palabras de Francisco que manifiestan la tremenda inquietud que le causaba
la vista de aquel inmenso rebaño de que él era pastor: «Jefe de un ejército tan
numeroso y tan vario, pastor de un rebaño tan amplio y extendido...» (EP). Amén
de eso, la estancia en Oriente le había ocasionado una grave enfermedad de la
vista. Todos estos motivos le indujeron a tomar, el año siguiente al de su
llegada, una determinación de capital importancia: en el Capítulo de San Miguel
de 1220 dimitió del cargo de jefe y director de la Orden, nombrando en su lugar
a Pedro Cattani, y luego, por muerte de éste (10 de marzo de 1221), a su otro
confidente Fray Elías Bombarone.[2]
Pensaba
evidentemente que tal dimisión le permitiría dedicarse con más libertad a la
tarea de reorganización que se había impuesto. Porque, en verdad, si bien era
cierto que ya no sería más el director de la Orden, no por eso dejaba de ser su
legislador y, a los ojos de la Curia romana, también su verdadero jefe, como lo
prueba el hecho de que la Regla aprobada por Roma en 1223 diga en su capítulo
primero: «El hermano Francisco [y no el hermano Elías] promete
obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente
elegidos y a la Iglesia Romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer
al hermano Francisco y a sus sucesores».
En compañía del
sabio hermano Cesáreo de Espira, que parece haberse ganado su confianza con la
colaboración que le prestó en Oriente, puso Francisco manos a la obra que, en
su concepto, era de capital importancia, es a saber, reemplazar la breve y
sencilla Regla de Rivotorto aprobada por Inocencio III, por otra regla nueva y
más detallada, que en seguida tendría que someterse a la aprobación solemne y
definitivamente la Curia romana. La colaboración de Francisco y Cesáreo la
menciona Jordán de Giano en su Crónica.
Pero antes de dar
comienzo a este trabajo, Francisco tuvo el gozo de ver reunidos en torno suyo a
sus frailes en número más crecido que nunca. Durante su ausencia se habían
esparcido acerca de él en Italia los rumores más siniestros: unos decían que
había sido tomado preso por los musulmanes; otros, que había muerto ahogado;
otros, que padecido martirio. Pero tan pronto como se supo que vivía y que
estaba en Italia y de vuelta, corría todo el mundo hacia él, sacerdotes y
legos, frailes antiguos y novicios recién entrados; todos ansiosos de ver al
maestro, de oírle, de recibir su bendición. Deseos que se cumplieron en el
Capítulo celebrado en la Porciúncula y en la fiesta de Pentecostés de 1221.
Este Capítulo se conoce en la historia de la Orden con el nombre de Capítulo
de las Esteras, a causa de que, no habiendo cabido los tres mil (o tal vez
cinco mil) frailes que a él asistieron en la casa que la ciudad de Asís les
había preparado cerca de la Porciúncula, se vieron forzados a alojarse
esparcidos por la campiña que rodea la ciudad, en casuchas improvisadas de
ramaje o de paja tejida (stuoie, esteras), o bien al aire libre, sin
más techo que la bóveda del cielo. Pentecostés cayó aquel año el 30 de mayo, de
modo que a los capitulares les fue muy fácil el alojamiento al aire libre.
Hugolino estaba a
la sazón ocupado en el desempeño de una nueva legación en la Alta Italia, donde
el Papa le había encargado de predicar una cruzada. En los días del Capítulo se
encontraba en Brescia y no pudo, por consiguiente, asistir a él, pero envió en
representación suya a otro Cardenal, Rainerio Cappoccio de Viterbo, con otros
varios altos dignatarios eclesiásticos. Un obispo cantó la misa solemne de
Pentecostés, con su maravillosa secuencia: Veni, Creator Spiritus.
Francisco leyó el evangelio y otro fraile la epístola. Después de la misa el
Santo predicó, dirigiéndose primero a sus hermanos, sobre estas palabras:
«Bendito el Señor, mi Dios, que prepara mis manos para la lucha» (Sal 18,35). Y
en seguida se dirigió a todo el pueblo. Las Florecillas nos relatan así el
suceso: «San Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de
Dios y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le hacía decir. Escogió
por tema de la plática estas palabras: "Hijos míos, grandes cosas hemos
prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros;
mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos
ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue
después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la
otra vida es infinita". Y, glosando devotísimamente estas palabras,
alentaba y animaba a los hermanos a la obediencia y reverencia de la santa
madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo de Dios, a
tener paciencia en las contrariedades y templanza en la prosperidad, a mantener
pureza y castidad angélicas, a permanecer en paz y concordia con Dios, y con
los hombres, y con la propia conciencia; a amar y a observar la santísima
pobreza. Y al llegar aquí dijo: "Os mando, por el mérito de la santa
obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe
ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria
al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el
cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera
especial"» (Flor 18).
Fue aquello para
Francisco una verdadera fiesta de encuentro no sólo con sus frailes, sino con
el pueblo cristiano. Terminado el Capítulo, que duró ocho días, los frailes
fueron obligados a demorar otros dos en la Porciúncula a fin de consumir las
provisiones con que se les había obsequiado.
Jordán de Giano,
que estuvo presente, recuerda en su Crónica estos hechos: «Cuando estaba a
punto de terminar el Capítulo, le vino a la memoria al bienaventurado Francisco
que la Orden no había conseguido todavía implantarse en Alemania; encontrándose
entonces Francisco delicado de salud, todo lo que tenía que comunicar al
Capítulo lo decía por medio de fray Elías. El bienaventurado Francisco, sentado
a los pies de éste, tiró de su hábito, quien, inclinándose hasta él y
escuchando lo que quería, se irguió y dijo: "Hermanos, el Hermano
-entendiendo por tal al bienaventurado Francisco, que entre ellos era llamado
el hermano por excelencia- dice que existe un país, Alemania, donde viven
hombres cristianos y devotos; como bien sabéis, éstos pasan muchas veces por
nuestra tierra con sus largos bastones y grandes botas, cantando alabanzas a
Dios y a sus santos, y aguantando, sudorosos, los ardientes rayos del sol, y
visitan los sepulcros de los santos. Pero como los hermanos que fueron antes
entre ellos volvieron maltratados, el Hermano no obliga a nadie a que vaya.
Pero si algunos, inspirados por el celo de Dios y de las almas, quieren ir, les
dará la misma obediencia, o mandato, e incluso más amplia que la que
daría a cuantos van a ultramar. Y si hay algunos que tienen intención de ir,
que se levanten y se pongan en un grupo aparte". Inflamados por el deseo,
se levantaron cerca de 90 hermanos, dispuestos a ofrecerse a la muerte» (Crónica,
17).
A la cabeza de
esta misión Francisco puso, como era natural, al hermano alemán Cesáreo de
Espira, dándole por compañeros, entre otros, a Fray Juan de Pian Carpino, que
sabía predicar en latín y en lombardo, a Fray Bernabé, que conocía a la vez el
lombardo y el alemán, a su futuro biógrafo Tomás de Celano, y a Jordán de Giano,
que en su Crónica cuenta, de manera harto divertida, cómo él se
encontró enrolado en esta misión, que era como ir a enfrentarse a la muerte, en
castigo de su vanagloria por conocer a quienes iban a ser importantes por su
martirio. A Fray Cesáreo se le concedió la facultad de escogerse de entre los
90 a los que quisiese. En total la misión comprendió doce sacerdotes y trece
hermanos laicos. Fácil es imaginar la tierna solicitud con que Francisco
bendijo, tanto cuanto podía, a los misioneros y a todos aquellos que su
predicación iba a ganar para la Orden. Hay que recordar que los escritos de
Francisco abundan en expresiones de exquisita ternura, que el Santo solía usar
para con sus hermanos.
Los nuevos
misioneros esperaron el verano para partir, y no tardaron en convencerse de que
no les aguardaba ningún género de martirio. Tal vez no haya en toda la historia
del movimiento franciscano páginas más encantadoras que las de Jordán de Giano
cuando en su Crónica nos refiere su viaje y el de sus compañeros desde
Trento a Bolzano, de Bolzano a Brixen, de Brixen a Stertzing, de Stertzing a
Mittenwald. A esta última ciudad llegaron entrada ya la noche; desde la mañana
hasta esa hora habían caminado siete millas sin comer nada, y para no dormir
con el estómago completamente vacío, resolvieron llenarlo con agua, pues pasaba
por allí un arroyo; al día siguiente continuaron su viaje; pero a las pocas
horas varios de ellos se sintieron tan débiles y extenuados que no podían dar
un paso más; afortunadamente, hallaron luego unas manzanas silvestres, que
comieron; y como era el tiempo de la cosecha del nabo, lograron alimentarse
mendigando esta legumbre.
En general, los
misioneros obtuvieron excelente acogida, y pronto se les vio establecerse en
Estrasburgo, Espira, Worms, Maguncia, Colonia, Wurtzburgo, Ratisbona y
Salzburgo. Conformándose con la antigua costumbre franciscana, se alojaban
donde les tocaba, ya con los leprosos, ya en alguna covacha o iglesia
abandonada. En Erfurt unos burgueses le preguntaron a Jordán, que acababa de
llegar allí con otros compañeros, si querían que se les edificase un convento
en forma de claustro; a lo que él, que no había visto nunca conventos en su
Orden, respondió: «No sé lo que es un claustro. Construidnos simplemente una
casa cerca del río para que podamos bajar a lavarnos los pies»; y así se hizo.
Característico es también lo que pasó con los frailes de Salzburgo, a quienes
Cesáreo escribió invitándolos a concurrir a un Capítulo que se iba a celebrar
en Espira, pero advirtiéndoles al mismo tiempo que, si no les parecía
conveniente, no asistiesen; no queriendo ellos hacer cosa alguna por propia
iniciativa, fueron a Espira a preguntar a Cesáreo por qué les había enviado una
orden tan ambigua.
Pero volvamos a
la Porciúncula. Disuelto el Capítulo de las Esteras y diseminados los frailes,
unos por las provincias de Italia, otros por las misiones extranjeras, quedó
uno a quien nadie conocía y de quien nadie parecía preocuparse. Había ido al
Capítulo con los frailes de Mesina, quienes tampoco sabían de él más, sino que
estaba recién entrado en la Orden, que se llamaba Antonio, que había nacido en
Portugal y que, volviendo de Marruecos para su patria, había sido arrojado a
Sicilia por la fuerza de una tempestad. El desconocido se acercó al superior de
la provincia de Romaña, Fray Graciano, y le pidió que le permitiese ir en su
compañía. Preguntóle Graciano si era sacerdote, y respondiéndole él que sí lo
era, solicitó de Fray Elías el permiso necesario y se lo llevó consigo, porque
los sacerdotes, en ese tiempo, eran todavía muy escasos en la Orden.
Antonio se fue,
pues, con su nuevo superior a la Romaña, donde poco después se retiró al
eremitorio de Monte Paolo, cerca de Forlí. Pasado cierto tiempo, interrumpió su
vida solitaria de oraciones y penitencias para convertirse en el gran orador
popular que la Iglesia tiene en sus altares con el nombre de San Antonio de
Padua. Este fraile menor, acaso el más famoso de los discípulos de San
Francisco en los tiempos modernos, había nacido en Lisboa en 1195. A los quince
años de edad, ingresó en el convento de agustinos de San Vicente de Fora, en su
ciudad natal, de donde pronto fue trasladado al célebre monasterio de Santa
Cruz en la universitaria Coimbra. Estudió allí y recibió las órdenes sagradas.
En 1220, probablemente a causa de lo que vio y oyó contar de los cinco mártires
de Marruecos de que ya hemos hablado, se llenó de entusiasmo por la Orden
franciscana. Se pasó a ella con licencia de sus superiores y fue recibido en el
convento de San Antonio de Olivares de Coimbra. Partió para Marruecos, ansioso
del martirio, martirio que no pudo alcanzar, pues Abu-Jacoub parece que había
vuelto a recobrar su natural indiferencia. Antonio cayó enfermo. Quiso volver a
su patria, pero en lugar de eso se encontró en Sicilia, de donde fue al
Capítulo de Pentecostés de 1221. De su significación en la
Orden trataremos más adelante.
[1] - Lempp, en su Elías de Cortona, hace a este propósito una observación de
lo más extraña. Afirma que Honorio quiso con esta bula hacer imposibles «las
adhesiones libres, es decir, las que hasta entonces habían sido posibles a los
casados». Evidentemente Lempp se refiere a los miembros de la Orden Tercera.
Pero ¿cómo se puede imaginar que el Papa haya querido llamar vagabundos a
ciudadanos honrados, casados y padres de familia? Salta a la vista que con tal
epíteto se refería a los giróvagos, a los frailes vagabundos, contra los cuales
Francisco se pronunció repetidamente, y a veces con términos que concuerdan del
todo con los de la bula de Honorio. En su carta a la Orden escribe: «Y a
cualesquiera de los hermanos que no quieran observar estas cosas, no los tengo
por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles, hasta
que hagan penitencia. Esto lo digo también de todos los otros que andan
vagando, pospuesta la disciplina de la Regla». Y en la Regla se expresa en
términos equivalentes: «Y sepan todos los hermanos que, como dice el profeta,
cuantas veces se aparten de los mandatos del Señor y vagueen fuera de la
obediencia, son malditos fuera de la obediencia mientras permanezcan en tal
pecado a sabiendas» (1 R 5). También en este punto Honorio y Francisco estaban
completamente de acuerdo.
[2] - La inscripción sepulcral de Pedro Cattani se ve todavía en la parte
exterior de una de las paredes de la Porciúncula.
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