Capítulo
VII – Francisco renuncia a su padre
Un día de abril
de 1207, Pedro Bernardone estaba en su tienda detrás del mostrador. De repente
llega a sus oídos una extraña algazara, voces de auxilio, gritos y carcajadas
ruidosas; el estrépito crece y se acerca por instantes, hasta repercutir en la
tienda; el mercader ordena a uno de sus dependientes que se asome para ver qué
pasa; vuelve éste diciendo: «Es un loco, señor don Pedro; un loco perseguido
por pilluelos y rapaces»; pero se detiene el empleado un poco a la puerta y,
mejor informado, palidece: ¡acaba de reconocer al loco! Sale don Pedro
de inmediato; se para en el umbral, mira hacia la turba azorado y ansioso y
descubre entre la multitud alborotada a su propio hijo, a su caro Francisco, a
su gentil primogénito, al objeto de sus más halagadores ensueños, de sus más
hermosas y magníficas esperanzas. ¡Ahí viene Francisco vestido de andrajos,
lívido, demacrado, desgreñado el cabello, marchitos los ojos, todo
ensangrentado y sucio por las pedradas e inmundicias que le han arrojado en el
camino los implacables pilletes que le acompañan! ¡Pobre Pedro, ahí viene tu
Francisco, tu tesoro y orgullo, el báculo de tu vejez, el gozo y consuelo de tu
vida! ¡Hele ahí, adonde le han traído esas malditas ideas que se le han metido
en el cerebro!
Pedro Bernardone
se siente desfallecer bajo el peso del dolor, de la vergüenza y de la cólera;
porque los gritos y burlas, lejos de mermar, ahora se dirigen a él
personalmente: «¡Oh Bernardone! ¡Aquí te traemos a tu hijo, tu lindo mozo, tu
apuesto y famoso caballero! ¡Mírale como vuelve de la guerra de Apulia cubierto
de gloria, desposado con una princesa y señor de la mitad de un reino!»
Don Pedro no
puede más; entre la rabia y el dolor, que riñen tremenda batalla en el fondo de
su pecho, opta por la primera y se lanza a la calle hecho un tigre de la selva,
y para abrirse camino reparte a diestro y siniestro mojicones y puntapiés con
tan desatada y poderosa furia, que el corro de maleantes que rodea a Francisco
no tiene más remedio que retroceder, romperse y darle paso; él, sin proferir
palabra, se apodera de su hijo, le levanta en sus robustos brazos y, jadeante y
rabioso, vuela con él para adentro, le arroja en lóbrego aposento, cierra con
llave la puerta y se vuelve a la tienda a reanudar la tarea. (Aquí, como en los
capítulos I y V, he procurado desarrollar y completar escenas que los biógrafos
narran con extremado laconismo. En general, hay que guardarse de tomar muy a la
letra el retrato que ellos nos han legado del carácter de Pedro Bernardone, en
que han andado severos en demasía: es lo que pasa siempre que se colocan
enfrente dos tipos opuestos, de los cuales el uno encarna la perfección del
idealismo, y el otro la vida común y prosaica, aunque legítima, de este bajo
mundo).
El bueno de D.
Pedro esperaba que con aquel encierro lograría poner término a las nuevas
locuras de su hijo, y para más asegurar el éxito añadió al encierro un riguroso
ayuno a pan y agua, que no podía menos que doblar la obstinación del preso,
dada su antigua intemperancia y gula. En efecto, el mismo Francisco confesó
años después muchas veces que, de joven, comía con frecuencia manjares
exquisitos y bien condimentados, y se abstenía de los malos y sosos (TC 22).
Pero los tiempos
habían cambiado, y los gustos de Francisco también, y pronto iba a llegar éste
hasta el extremo de mezclar ceniza a los manjares sabrosos, alegando, para
disimular su penitencia, que «la hermana ceniza es casta» (TC 15).
Salió, pues,
fallido D. Pedro en su esperanza. Pocos días después del suceso antes narrado,
tuvo que hacer un nuevo viaje, y Pica, aprovechando su ausencia, bajó a la
prisión a ver si obtenía de su hijo con ruegos y lágrimas lo que su marido no
había logrado con castigos y rigores; pero halló al joven penitente tan firme
como antes en su resolución, y aun gozoso de haber, por causa de ella, padecido
aquel martirio. Francisco declaró terminantemente a su madre que por nada del
mundo renunciaría a su nuevo método de vida, con lo que Pica abandonó su
empresa y, además, dio libertad al inocente prisionero, quien al punto la
aprovechó para correr a refugiarse a su querido retiro de San Damián, como
vuela a su nido el pajarillo al desatarse el lazo con que le amarró la astucia
del cazador.
Cuando Bernardone
volvió de su viaje, halló desierta la prisión; pero, en vez de acudir a San
Damián en busca del delincuente, resolvió perseguirle por la vía judicial; en
consecuencia, pidió a los cónsules de la ciudad el desheredamiento y
expatriación del hijo pródigo y, además, que se le obligase a entregarle todo
el dinero que tuviera en su poder; porque para él era seguro que Pica, al darle
la libertad, le había llenado de oro la bolsa, y, quizá, el dinero entregado al
sacerdote de San Damián para la reparación de la iglesia no era todo el que
había producido la venta de Foligno.
Pedro Bernardone
era, al decir del cronista Mariano, reipublicae benefactor et previsor,
uno de los principales bienhechores de la ciudad,[1]
y los cónsules no podían menos de acoger favorablemente su solicitud; y en
efecto, despacharon a San Damián el heraldo de la ciudad con orden de traer a
Francisco a la presencia del tribunal; a lo que nuestro joven se negó
resueltamente, alegando que «por la gracia de Dios era ya un hombre libre y no
estaba bajo la jurisdicción de los cónsules, porque era siervo del solo
altísimo Dios» (TC 19), respuesta que Sabatier juzga inexplicable a menos de
suponer que Francisco había recibido ya las órdenes menores, entrando de lleno
en la vida religiosa, lo que le habría puesto en todo a disposición de la
autoridad eclesiástica, eximiéndole de la acción del brazo secular.
Seguramente
Bernardone se quedó en el palacio comunal esperando la vuelta del mensajero;
pero pronto hubo de convencerse de que los cónsules se veían, bien a su pesar,
obligados a inhibirse en aquel asunto. Él, sin embargo, lejos de cejar ante el
fracaso con los cónsules, resolvió recurrir al jefe espiritual de la ciudad, y
acto seguido se fue al palacio episcopal a interponer su demanda ante el
Obispo, quien le dio lugar en el acto, citando a su presencia, para día y hora
determinados, al padre y al hijo.[2]
No era difícil prever de parte de quién estarían las simpatías del Prelado, el
cual ordenó a Francisco entregar a su padre todo el dinero que tuviese consigo;
pero se dijo en términos que necesariamente hubieron de desplacer al
comerciante, y fueron éstos: «Si tu intención irrevocable es consagrarte al
servicio de Dios, debes comenzar por restituir a tu padre su dinero, que tal
vez ha ganado por medios injustos y, en tal caso, no estaría bien emplearle en
provecho de la Iglesia» (TC 19).
Semejantes
palabras, que escucharon numerosas personas venidas allí a presenciar el
extraño proceso, no eran, por cierto, muy aptas para apaciguar al airado
mercader, objeto de las escrutadoras miradas de los circunstantes. Francisco,
sentado al lado del Obispo enfrente de su padre, ostentaba el más rico de sus
trajes. Entonces acaeció uno de los hechos más admirables que registran los
anales eclesiásticos, un suceso nunca visto antes ni después y que durante
siglos ha sido tema inagotable de inspiración para la pintura, la poesía y la
elocuencia cristiana. Francisco se levanta, tranquilo al parecer, pero en
realidad presa de intensa emoción que se revela en el brillo juvenil de su
mirada, y dirigiéndose al Obispo, le dice: «Señor, yo voy a entregar a mi
padre, no sólo el dinero suyo que tengo, sino todos los vestidos que me ha
dado». Dicho esto, y antes que ninguno de los circunstantes se diese cuenta de
su intención, se entró en la pieza contigua, de donde volvió un momento después
completamente desnudo, ceñidos los lomos con un cinto de pelo, y trayendo en el
brazo los vestidos que había llevado puestos. Todos los asistentes, como
movidos por un mismo invisible resorte, se pusieron de pie. Bernardone y su
hijo se miraron un instante sin hablarse. De pronto Francisco rompe el silencio
y, con voz trémula pero segura, fijos los ojos en un objeto lejano, exclamó:
«¡Oíd todos lo que voy a decir! Hasta hoy he llamado padre mío a Pedro
Bernardone; ahora le devuelvo todo su dinero y hasta los vestidos que me
cubren, y, en adelante, en vez de ¡mi padre Bernardone!, diré: ¡Padre
nuestro que estás en los cielos!».
Acto continuo se
inclinó para depositar a los pies de su padre sus vestidos junto con una
pequeña cantidad de oro que aún conservaba. Todos los presentes lloraban
dominados de profunda emoción, incluso el Obispo; sólo Bernardone estuvo
impasible; y en acabando de hablar su hijo, se inclinó también fríamente a
recoger las prendas que éste le entregaba, y rugiendo de cólera se marchó sin
articular palabra. Entonces el Obispo se adelantó hacia el joven y, extendiendo
su manteo, le cubrió la desnudez, no sin apretarle cariñosamente contra su
pecho. Desde aquel momento quedaron ampliamente satisfechos los anhelos de
Francisco de ser hijo de la Iglesia y verdadero siervo de Dios.
Terminada la
conmovedora escena, solo ya Francisco con el Obispo, pensó éste en buscarle
otros vestidos; había por allí un manto viejo, propiedad del hortelano, y se lo
dio; lo aceptó Francisco rebosando gozo, y antes de vestírselo dibujó en él con
tiza una gran cruz,[3] para
cumplir más a la letra el consejo evangélico de dejarlo todo, tomar la cruz y
seguir a Jesucristo. Era el mes de abril de 1207.[4]
El mes de abril
es en Umbría lo que en nuestros países, más fríos [el autor es danés], el mes
de mayo, y aun como el de junio. Los días son claros y brillantes, el cielo
azul y alegre, la atmósfera fresca y salubre, purificada como está por los chubascos
del invierno; todavía no hay mucha tierra en los caminos y se puede transitar
por ellos a pie sin el menor inconveniente; las campiñas se muestran plateadas
por los olivares y, en los trechos que éstos dejan libres, cubiertas de verdes
y lozanos trigales, bastante crecidos ya y esmaltados de innumerables
encendidas amapolas. Abril es, sin disputa, la estación más hermosa en toda
Italia, y nada tiene que ver con ella el abrasado y malsano otoño.
En una de esas
doradas mañanas de abril fue, pues, cuando el hijo de Pedro Bernardone salió
del palacio episcopal de su ciudad, vestido con deshechos de jardinero, a
recorrer el mundo, hecho uno de esos «extranjeros y peregrinos» de que nos
habla la santa Escritura.
La vida del
hombre no es más que el producto de sus íntimos anhelos. Francisco es una
prueba de esta verdad: a despecho de tantos y tan poderosos obstáculos, vino a
alcanzar lo que por tanto tiempo había deseado, lo que había buscado en Roma,
lo que con tan vivas ansias había pedido a Dios en la soledad de las grutas
umbrianas: la facultad de seguir, en desnudez y dolor, a Jesucristo desnudo y
dolorido. Alejóse, pues, de la patria de su infancia y de su juventud, de sus
padres, de sus amigos y compañeros, volviendo las espaldas al pasado, a todos sus
halagüeños recuerdos, y se marchó de Asís, mas no ya, como antes, a la iglesia
de San Damián ni a la capilla de la Porciúncula.
Hay instantes en
la vida en que el hombre anhela los más grandiosos espectáculos de la
naturaleza, y sólo le satisfacen el mar y las montañas. Francisco salió de Asís
por la puerta que da a la falda del Subasio y tomó el camino que sube a la
montaña y no paró ni miró hacia atrás hasta que perdió de vista los techos y
torres de la ciudad y se halló en la cumbre bajo el bosque de encinas que la
sombrea, aun inexplorado, o entre las abruptas rocas que le sirven de salvaje
corona: sin duda, iba revolviendo en su mente la sentencia evangélica que
prohíbe levantar la mano del arado en que se ha puesto y mirar hacia atrás, so
pena de no merecer el reino de los cielos.
Dilatado,
grandioso horizonte se domina desde aquella altura, como desde la navecilla de
un globo aerostático: el valle de Espoleto con sus sendas blanquecinas, sus
caprichosos arroyos como cintas de bruñida plata, sus extensos campos
invariablemente sembrados de olivares, sus iglesias y casas que semejan
juguetes de niños; los montes que, mirados desde el valle y aún desde Asís, se
ven limitar el horizonte, desde allá arriba se abaten y dejan pasar la mirada
hacia otros más altos, de un azul pálido y lejano, que son los Apeninos.
Francisco se encaminó hacia la parte de Gubbio, ciudad que, en línea recta, no
dista de Asís más de cuatro o cinco leguas, y donde moraba un amigo de su
primera juventud, el mismo tal vez que en otro tiempo solía acompañarle a la
gruta en que había encontrado su tesoro. No poco trabajo le costó, como era
natural, trepar la montaña, y así fue como, antes que él franqueara la
escarpada y montañosa cresta que separa Asís de Valfabbrica, ya el sol declinaba
al ocaso. Así y todo, Francisco iba en extremo alegre y entonando, en rimas
francesas, como solía hacer en sus momentos felices, jubilosos cantares a la
gloria de Dios.
De repente oye un
extraño rumor, como de ramaje que se quiebra, entre los árboles del bosque: era
una horda de bandidos que, saliendo de su escondite, se echaron sobre el joven
peregrino y, profiriendo amenazas, le preguntaron quién era; a lo que Francisco
contestó sin intimidarse: «Soy el heraldo del gran Rey». Raro debió de parecer
a los malhechores este heraldo real cubierto de haraposo manto y con una cruz
hecha con tiza en las espaldas; pero resolvieron dejarle sin hacerle daño;
aunque luego modificaron un tanto su propósito y, para probarle que sólo al
favor de ellos debía su libertad, le agarraron de brazos y piernas y le
arrojaron en un bajo lleno de nieve, diciéndole: «Tente ahí, imbécil rústico,
heraldo famoso». Francisco logró con gran dificultad levantarse de la nieve,
pero, tan pronto como lo consiguió, tornó a sus alegres y devotos cantares y
emprendió de nuevo su camino a través de la montaña.[5]
A poco dio con un
pequeño convento de benedictinos, donde le dieron hospedaje a condición de que
se ocupara en ayudar al hermano cocinero, lo que aceptó gustoso, y desempeñó
tan humilde oficio por algún tiempo con la esperanza de merecer por este medio
un hábito de monje, auque fuera raído y jubilado. Empero, todo lo más que se
granjeó con su servicio fue la comida, y muy pronto hubo de continuar su viaje
a Gubbio, «impelido no por la cólera -dice su primer biógrafo-, sino por la
necesidad». Es más que probable que, andando los años y cuando Francisco se
hizo ya célebre, el superior de dicho convento vino donde él a darle
satisfacciones por aquel desaire; pero también es seguro que jamás habría
pensado en dárselas si Francisco no hubiera sido el personaje que fue, no
obstante que la regla de San Benito ordena «que se trate a los huéspedes como
al mismo Jesucristo».[6]
Llegando a
Gubbio, encontró a su amigo, quien le proporcionó el vestido que deseaba, que
no era otro que el que usaban entonces los ermitaños, con un cinturón para los
lomos, sandalias y un bastón.[7]
Su amigo, por lo demás, no debió de hacerle ningún otro servicio, puesto que,
según refieren los biógrafos, Francisco pasó su estancia en Gubbio sirviendo en
un hospital de leprosos, a quienes lavaba los pies, curaba las llagas y
limpiaba las úlceras, besándoles a menudo los miembros putrefactos (LM 2,6).
Pero Francisco no
podía olvidar un solo instante su compromiso contraído con Dios de reparar la
iglesia de San Damián, y se apresuró a cumplirlo. Es creíble que durante su
ausencia se esparcieran por la vecindad de Asís graves rumores acerca de su
persona, pues el sacerdote de San Damián no parece haberse alegrado gran cosa
al verle tornar, y Francisco tuvo que probar que tenía autorización del Obispo
para la obra que iba a acometer.
Una dificultad se
le presentó en la cual acaso no había reparado aún: ¿de dónde iba a sacar
dinero para la reparación de la iglesia? Porque las piedras, la cal y otras
cosas que necesitaba no era fácil hallarlas gratuitamente.
Afortunadamente,
no había olvidado las únicas cualidades que había adquirido en sus tiempos de
juglar y trovador, y resolvió ponerlas ahora a contribución. Un buen día se fue
al mercado de Asís, donde, trepado sobre una piedra, se puso a cantar delante
de la multitud agrupada en torno suyo, haciendo el papel de músico vagabundo.
Terminado su canto, se bajó de la piedra y empezó a pedir limosna a los
circunstantes, diciendo en voz alta: «El que me dé una piedra recibirá del
cielo una recompensa; el que me dé dos piedras recibirá dos recompensas, y el
que me dé tres piedras, tres recompensas recibirá». Unos se mofaron de su
talante y mendicación, sin que él se agraviara por ello; otros, al ver la
prístina vanidad mundana de Francisco trocada en tan ferviente amor de Dios,
derramaban lágrimas de ternura y edificación.
Lo cierto es que,
gracias a este ingenioso ardid, Francisco logró reunir una buena cantidad de
piedras, que después transportó él mismo sobre sus hombros a San Damián. Él
solo quiso también ejecutar el trabajo de albañilería. Cuando alguien pasaba
por el camino y, al verle trabajar cantando en francés, se paraba a
contemplarle, él le decía: «Mejor será que vengas a ayudarme a reconstruir la
iglesia del glorioso San Damián».
Tan generoso
espíritu de sacrificio y de celo no pudo menos de captarle la voluntad del
anciano sacerdote, quien, para demostrar a Francisco su reconocimiento, empezó
a agasajarle y regalarle hasta donde se lo permitía su pobreza. Durante algún
tiempo no se le planteó a Francisco dificultad alguna notable; pero luego le
asaltó la idea de preguntarse a sí mismo si siempre y en todas partes iría a
encontrar tan benévola hospitalidad, como la que le dispensaba el anciano cura
de San Damián. «Esto -se dijo en son de reproche- no es vivir como pobre, que
es todo mi deseo; no, un verdadero pobre va de puerta en puerta mendigando,
escudilla en mano, su cotidiano sustento y recibiendo lo que las gentes se
dignan alargarle; y eso tengo yo que hacer en adelante».
Al día siguiente,
tan pronto como sonó en la ciudad la campana del mediodía y la hora en que
todos los ciudadanos se sentaban a la mesa, salió Francisco con su escudilla a
pedir limosna por las calles. Llamó a todas las puertas del trayecto; ninguna
pasó por alto; en casi todas las casas le dieron algo: aquí dos o tres
cucharadas de sopa, allí un hueso no enteramente despojado aún de su carne, más
allá un pedazo de pan o un poco de ensalada, etc. Terminada la excursión, se
encaminó Francisco a su residencia con la escudilla llena de una mezcla informe
de viandas varias, más propia para provocar náuseas que para excitar el
apetito. Sentóse al pie de una escalera y allí se estuvo largo rato luchando
con la repugnancia que le causaba la sola vista de aquella nauseabunda
mezcolanza, hasta que, por fin, triunfó del asco y, cerrando los ojos, tomó
valientemente el primer bocado.
Esta aventura fue
una repetición de la del leproso. No bien hubo Francisco gustado la repugnante
vianda, sintió que el gozo del Espíritu Santo le henchía el corazón,
pareciéndole que nunca en su vida había saboreado manjares más exquisitos. En
vista de lo cual se volvió a San Damián y anunció al sacerdote que en adelante
correría de su cuenta su propia alimentación.
Desde aquel
momento el hijo de Pedro Bernardone entró de lleno a formar parte del gremio de
los mendigos, asestando así el último y más terrible golpe al amor propio del
irascible mercader, quien ya no pudo nunca más ver a su hijo sin encenderse en
cólera y estallar en desaforadas imprecaciones, que el santo joven, con todo su
heroísmo, no debió de escuchar con la indiferencia que acaso deseara, cuando se
vio obligado a buscar la compañía de otro pordiosero, llamado Alberto. Cuando
ambos topaban con Bernardone, Francisco se arrodillaba delante de su amigo y le
decía: «Bendíceme padre mío», y luego vuelto a aquél: «Ya ves cómo Dios me ha
dado un padre que me bendiga cuando tú me maldices» (TC 23).
Francisco tenía
un hermano menor llamado Ángel, el cual quiso también hacer coro con los
burladores del heroico mendigo. Porque fue así que, estando éste una fría
mañana de invierno oyendo misa en una iglesia de Asís, dijo aquél a un amigo
que le acompañaba, y en tono que su hermano pudiese oír: «Pregúntale a
Francisco si quiere vendernos un poco de sudor». A lo que nuestro joven
contestó al punto en la lengua francesa: «Mis sudores los tengo ya vendidos, y
a buen precio, a mi Maestro y Señor».[8]
Entre tanto, el
trabajo en San Damián avanzaba rápidamente, porque la verdad era que se trataba
de una simple reparación más que de una reconstrucción propiamente dicha.[9]
Cuando la obra estuvo terminada, Francisco quiso coronarla obsequiando al
sacerdote con una cantidad considerable de aceite para las lámparas de la
pequeña iglesia, sobre todo para la que ardía delante del Santísimo Sacramento.
A fin de procurarse dicho aceite recurrió de nuevo a la caridad pública,
saliendo a pedirlo de puerta en puerta.
Esta vez le
sucedió un caso que estuvo a punto de echar al través su conversión; y fue que,
pasando frente a la casa de uno de sus antiguos amigos, donde se celebraba
entonces un suntuoso festín, súbitamente acudieron a su memoria las alegrías de
su juventud, poniendo a espantosa prueba toda la firmeza y sinceridad de sus
nuevas convicciones: él, que con tanta valentía triunfara de la rabiosa
oposición de su padre y de la crueldad de los bandidos del monte Subasio, se
halló aquí a un paso de la derrota, corrido de vergüenza en presencia de su
antiguo compañero.
Probablemente
Francisco se hallaba entonces en uno de esos momentos de crisis, fugaces pero
terribles, que bien conocen los convertidos y en los cuales reviven en formas
seductoras todas las ventajas y goces que se han abandonado, presentándose como
cosas muy naturales y legítimas y como las más dignas de ocupar el corazón
humano, en tanto que las nuevas pierden su brillo y su bondad y aparecen viles
y sosas, puro artificio y convencionalismo, refractarias a toda asimilación
racional, por mucho empeño que se gaste en practicarlas. ¿Tal vez el hábito del
ermitaño que, desde hacía tiempo llevaba, y de ordinario con tanta resolución y
alegría, le pareció ahora mero antojo veleidoso y ridículo, más propio de un
miserable histrión que de un hombre de bien? ¿Acaso experimentó como un vago
sentimiento de su presente vileza y le pareció ser ahora más despreciable que
antes, cuando se entregaba a los transportes de juvenil entusiasmo, lujosamente
vestido, en medio de tantos regocijados juglares?
Afortunadamente
aquella lucha duró sólo breves instantes. Dice la leyenda que Francisco alcanzó
a dar algunos pasos atrás, huyendo de la casa del festín; pero luego,
avergonzado de su cobardía, volvió donde sus amigos a confesarla franca y
humildemente, y en seguida les pidió, por amor de Dios, una limosna de aceite
para las lámparas de San Damián.
Terminada aquella
obra, Francisco, que no quería estar un momento ocioso, emprendió otra
reparación: la de la iglesia de San Pedro, que se halla ahora como incrustada
en los muros de Asís, y en aquel entonces estaba algo distante de ellos.[10]
Finalmente, el
joven albañil emprendió la reconstrucción de otra capilla de campo, llamada
Porciúncula o Santa María de los Angeles, a la que solía también retirarse a
llorar los padecimientos de Jesucristo y en cuyas cercanías fijó por mucho
tiempo su habitación. Según la leyenda, esta pequeña iglesia había sido
edificada el año 352 por unos peregrinos que venían de vuelta de Tierra Santa.
En tiempo de Francisco, pertenecía, lo mismo que San Damián, a la abadía
benedictina del monte Subasio.
Sin duda alguna,
Francisco seguía aún en la creencia de que su ocupación iba a consistir sólo en
edificar iglesias. Más tarde, el año 1213, construyó otra entre Sangemini y
Porcaria, dedicada a la Santísima Virgen,[11]
y en 1216 cooperó eficazmente a la restauración de Santa María del Obispado de
Asís.[12]
Como todas las almas verdaderamente humildes, sabía bien que lo importante en
el camino de la santidad no es lo que se hace, sino la manera como
se hace. Sentíase grandemente atraído hacia lo que, siglos después, cantó
el poeta Verlaine: la vida humilde empleada en trabajos engorrosos, aunque
fáciles; vida que, en fuerza de su misma insignificancia, mezquindad y
deslucimiento, requiere, para ser llevada, un grande amor a Dios y una
extraordinaria aptitud para hacer en todo su voluntad.
Francisco era de
esos caracteres enérgicos al par que alegres, que son los únicos capaces de
arrostrar el género de vida que a él se le antojaba que le iba a absorber toda
la existencia terrena: durante el día, el trabajo manual; por la noche, la
oración en la paz de las soledades; por la mañana, la misa y la comunión en
alguna de las capillas o iglesias de que estaban sembrados los caminos y aun
los recodos de las montañas.
Porque, sin duda
alguna, la misa, ese sacrificio litúrgico, renovación y memoria de los
padecimientos y de la muerte de Jesucristo, era ya para Francisco uno de los
puntos esenciales de la vida que había abrazado. Lo prueban las siguientes
palabras de su Testamento, que no pueden menos de referirse a los primeros años
de su conversión: «Nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo
de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre... Y quiero que estos
santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados y venerados». En una
de sus más antiguas Amonestaciones a los frailes de su Orden leemos también:
«De donde todos los que vieron al Señor Jesús según la humanidad, y no vieron y
creyeron según el espíritu y la divinidad que él era el verdadero Hijo de Dios,
se condenaron. Así también ahora, todos los que ven el sacramento, que se
consagra por las palabras del Señor sobre el altar por mano del sacerdote en
forma de pan y vino, y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que
sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, se
condenan» (Adm 1). En la Carta a los fieles (2CtaF 34) dice también: «Y sepamos
todos firmemente que nadie puede salvarse sino por las santas palabras y por la
sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos dicen», a saber, las de la
consagración. Y en otro lugar de la misma Carta (v. 63), la fe en el sacramento
de la Eucaristía y su recepción se declaran signos distintivos del hombre de
bien.
En los comienzos
del siglo XIII no era costumbre general que cada sacerdote católico dijese misa
todos los días, sino los domingos y fiestas y cuando alguien lo pedía
expresamente. Pero nuestro joven gastaba suma diligencia en buscar ocasiones de
poder asistir al santo sacrificio; por lo cual el sacerdote de San Damián,
deseando complacerle, solía bajar a menudo al rayar el alba a la capilla de la
Porciúncula, recién restaurada, a celebrar con él los divinos oficios.
Todo el que ha
vivido algún tiempo en Italia, participando de la vida religiosa del pueblo,
sabe bien cuán santo atractivo tienen estas misas matinales. ¡Cuán honda y
dulce impresión experimenta uno a esa hora, en que apunta el crepúsculo,
mezclado al resplandor de la luna en su ocaso, o al de una que otra grande
estrella visible todavía por encima de los lejanos montes, al penetrar en la
campesina iglesia, donde los cirios proyectan ya su modesta lumbre sobre el
retablo del altar, y el sacerdote, envuelto en su blanca vestidura, de pie cabe
las gradas, santiguándose grave y devotamente, con voz baja, pero distinta y
clara, empieza las oraciones de la misa con el rezo del admirable salmo 42 del
Real Profeta! Y el monaguillo acude luego con sus respuestas, y el sacerdote
prosigue rápido, aunque no precipitado, sus lecturas y movimientos litúrgicos
en medio del silencio y de la majestuosa obscuridad de la iglesia, hasta que
llega al instante supremo en que salen de sus labios las misteriosas palabras: Hoc
est enim corpus meum... Hic est enim calix sanguinis mei: «Porque esto es
mi Cuerpo... Porque éste es el cáliz de mi Sangre»; y mientras la campanilla
redobla sus tañidos, he aquí que se levantan, por encima de las inclinadas
cabezas de los fieles, la blanca hostia y el cáliz de oro, en que va ya el
cuerpo y la sangre de Cristo, del Cordero de Dios que borra todos los pecados
del mundo, traído allí por la palabra omnipotente de su ungido. ¡Momento
solemne, en que nos sentimos levantar sobre nuestra propia miseria, en alas de
la fe, de la esperanza y del deseo de amar a Dios eternamente, de cumplir
siempre su voluntad, de servir sólo a Él, de no adorar nunca más los dioses
falsos!...
En una de esas
misas matutinas de su capillita de la Porciúncula fue donde, un día de febrero
de 1209, oyó Francisco recitar un pasaje del Evangelio que le pareció nueva
orden intimada a él por el Señor, más explícita que las palabras que dos años
antes había escuchado en la iglesia de San Damián. Era la fiesta del apóstol S.
Matías (24 de febrero), en cuya misa el anciano sacerdote, amigo de Francisco,
leyó el siguiente evangelio:
«Id y proclamad
que el Reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos,
limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis.
No llevéis en la faja oro, ni plata, ni calderilla; ni tampoco alforja para el
camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su
sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de
confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa,
saludad primero diciendo:
¡Paz a esta casa! Y si la casa se lo merece, la paz
que le deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros».[13]
Siempre que
Francisco recordaba esta misa de S. Matías en la iglesia de la Porciúncula, si
se hallaba también oyendo misa, tomaba la lectura del evangelio por verdadera
revelación de lo alto. Por eso vino a decir en su Testamento: «El Altísimo
mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio... El
Señor me reveló que dijésemos el saludo: El Señor te dé la paz».
Los biógrafos
cuentan que, cuando Francisco oyó las referidas palabras evangélicas, en
acabando de explicárselas el sacerdote, exclamó entusiasmado: «Esto es lo que
yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón
anhelo poner en práctica» (1 Cel 22; TC 25; LM 3,1). Por medio de una verdadera
revelación acababa de aprender lo que Dios exige de los que entran de lleno en
su escuela, decididos a pertenecerle íntegramente, a sacrificarse por Él, a no
servir a otro que a Él; en una palabra, Francisco comprendió que debía ser apóstol,
es decir, un varón despojado de todo lo superfluo, libre de todo cuidado
temporal, ajeno a todo humano interés y pronto a recorrer el mundo llevando a
las gentes el soberano mensaje: «Convertíos, porque se acerca el Reino de los
cielos».
Así, en adelante,
el Francisco restaurador de iglesias, el Francisco ermitaño se va a convertir
en apóstol y evangelista, en nuncio del Evangelio de la conversión y de la paz[14].
Al salir, pues, de la iglesia, se quitó los zapatos, arrojó el bastón y se
despojó del manto que aún llevaba para defenderse del frío, reemplazó el
cinturón por una tosca cuerda, se vistió un saco de sayal gris, semejante al
que usaban los campesinos de la región y que remataba en una como capucha que
cubría la cabeza, así se encontró listo y apercibido para recorrer el mundo a
pie desnudo, como hicieron los apóstoles, llevando la paz del Señor a todos los
que la desearan.
[2] - Guido II ocupó la silla episcopal de
Asís desde 1204. Véase Cristofani, Storie, I, p. 169 y
sigs.
[3] - San Buenaventura es el único biógrafo que trae este pasaje (LM 2,4),
tomándolo, con muchos otros detalles, del relato de Fray Iluminado de Rieti.
[4] - Esta fecha nos parece claramente indicada en el siguiente pasaje del
Anónimo de Perusa (AP 3): «Cumplidos 1207 años desde la Encarnación del Señor,
en el mes de abril, el 16 de las calendas de mayo, viendo Dios que su pueblo
había olvidado sus preceptos..., movido por su clementísima misericordia,
acordó enviar obreros a su mies, e iluminó a un varón que vivía en la ciudad de
Asís, de nombre Francisco, de oficio mercader, derrochador vanísimo de las
riquezas de este mundo». El 16 de las calendas de mayo de 1208 corresponde, en
nuestra cronología actual, al 16 de abril de 1207.
[5] - 1 Cel 16; LM 2,5. Según la Guida di Gubbio de Lucarelli (1880), el
encuentro del Santo con los salteadores fue en las cercanías de Caprignone,
donde una antigua iglesia conventual conserva todavía ciertos frescos pintados
entre los siglos XIV y XVI, uno de los cuales representa a Francisco vestido de
andrajos.
[6] - Una tradición local no destituida de fundamento coloca este episodio en
el convento de Santa María de la Roca (la Rocchicuola), entre Asís y
Valfabbrica.
[7] - «Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer año
de su conversión. En este período de su vida vestía un hábito como de ermitaño,
sujeto con una correa; llevaba un bastón en la mano, y los pies calzados» (1
Cel 21).- José Mazzatinti asienta (en Miscelanea Francescana, vol. V, págs
76-78) que el amigo que Francisco tenía en Gubbio era Federico Spadalunga, el
mayor de tres hermanos. En tiempo de Aroldi se veían aún, en el palacio de los
Cónsules de Gubbio, frescos que representaban el regalo hecho a Francisco por
Spadalunga (Epitome Annalium Ord. Min., Roma 1662, volumen
I, pág. 29).
[8] - El nombre de este hermano de Francisco se ha conservado en documentos
antiguos reproducidos por Cristofani. Véase el cuadro genealógico que trae el
bollandista Suysken, y lo saca de un manuscrito de 1381, en los Acta Sanctorum,
octubre, II, pág. 556.
[9] - Al decir de Cristofani (Storia di S. Damiano, Asís, 1882), Francisco no
emprendió ninguna nueva construcción en la iglesia antigua. Henry Thode, por su
parte, cree que construyó la parte anterior con la bóveda ojival y que la parte
posterior, la bóveda romana y el ábside se remontan a más antigua fecha. El
crítico alemán observa que el estilo particular de bóvedas ojivales que campea
en todas las iglesias edificadas por Francisco (San Damián, la Porciúncula, la
chiesina del Alverna y también una de sus celdas del convento de Cortona) no se
encuentra en esa época sino en monumentos del mediodía de la Francia.
[10] - San Buenaventura (LM 2,7) dice que esta
iglesia «estaba distante de la ciudad»; pero hay que tener presente que el
santo Doctor no había hecho a Asís más que una sola y corta visita. San Pedro
estaba muy cerca de la ciudad. Según H. Thode, esta iglesia se nombra por
primera vez en el año 1029; su fachada actual data del año 1268. De 1250 a 1277
perteneció a los cistercienses; hoy la sirven los benedictinos.
[12] - Lipsin, Compendiosa Historia, Asís, 1756. Véase también en Miscel.
Franc., II, págs. 33-37 el estudio de Mons. Faloci sobre la antiquísima
descripción que hay en el muro del ábside de esta iglesia.
[13] - Más tarde ha sido cambiado el evangelio de les misa de S. Matías; pero el
que cito en el texto formaba parte del oficio de dicha fiesta aún en el siglo
XV. Véase Analecta Franciscana, vol. III, pág. 2, n. 5.- Wadingo es quien
refiere, siguiendo a Mariano de Florencia, que el sacerdote de San Damián iba,
por dar gusto a Francisco, a celebrar en la Porciúncula.
[14] - «Predicaba el reino de Dios y la penitencia alentado siempre con el gozo
del divino espíritu» (1 Celano). «Desempeñaba misión de
paz y penitencia» (TC).
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