martes, 4 de abril de 2017

El Monacato Oriental 2

Icono de San Macario

4. La literatura ascética de los monjes orientales.
No hablamos aquí de las colecciones anónimas de Apotegmas o sentencias espirituales pronunciadas por los maestros del desierto, porque estas compilaciones, en su mayor parte, no estuvieron definitivamente constituidas hasta el periodo siguiente. Por otra parte, encontraremos lo esencial de ellas en las obras de Casiano. Pero debemos recordar las obras de algunos monjes escritores de Oriente, particularmente célebres, que, con San Efrén, San Basilio o San Juan Crisóstomo, son los representantes titulares de la doctrina ascética oriental del s. IV. Citaremos los cinco más importantes: 

a) San Macario el Grande, llamado también el Viejo y el Egipcio (300-390), pasó sesenta años de su vida en el espantoso desierto de Escete y adquirió entre los monjes del Bajo-Egipto una excepcional celebridad por su sabiduría y elocuencia. Nos ha quedado, con su nombre, una obra considerable, que, por desgracia, está fuertemente discutida. Apenas queda seguramente de él mas que una carta dirigida a los monjes jóvenes (Ad filios Dei) y una serie de Apotegmas, que representan su doctrina si es que no los escribió personalmente.

No hay que confundir este Macario el Grande con otro Macario, llamado de Alejandría, sacerdote como él, pero monje en Nitria, célebre por sus austeridades, que no dejó ningún escrito. Las reglas para la vida cenobítica, atribuidas a veces a alguno de los dos Macario, son evidentemente falsas.

b) Evagrio Póntico, nació en Ibora (345-399), en el Póntico, y fue ordenado diácono por San Gregorio Nacianceno. Reunió muchos discípulos en Constantinopla, atraídos por su elocuencia. Asistió el primer concilio ecuménico de Constantinopla, el año 381. Al año siguiente visitó Palestina, donde conoció a Santa Melania la Mayor, quien le persuadió a que rompiera de una vez para siempre con el mundo y se retirara a Egipto con los monjes del desierto. Se retiró, efectivamente, a Nitria donde pasó los últimos años de su vida (383-399), hasta morir en él a los cincuenta y cuatro años de edad. Se ganaba la vida copiando libros.

Espíritu cultivado, tuvo una gran influencia. Fue un ardiente origenista. Por esta razón fue condenado junto con Orígenes en el concilio de Constantinopla de año 553. A pesar de ello, sus obras han podido salvarse, en parte, por las traducciones. Escribió mucho, pero exclusivamente para los monjes, lo que da a sus obras un carácter particular. Entre ellas se conocen sus Antirreticós, que agrupan en ocho libros textos bíblicos sobre los ocho vicios que el hombre debe combatir para rechazar al demonio; cuatro series de Sentencias espirituales; los Problemas agnósticos o científicos, en seis grupos de cien máximas cada uno, que constituyen una especie de teología dogmática y moral. Se ha perdido un tratado sobre la apateia.

Divide la vida espiritual en dos partes, a una de las cuales llama “práctica”, y en lo fundamental corresponde a lo que posteriormente se llamará ascética; y la otra “gnóstica”, en el sentido de San Clemente de Alejandría, es decir, mística o contemplativa. El estadio contemplativo, a su vez, se divide en dos: la gnosis inferior, la contemplación de los seres creados en sus causas (esto es, el reflejo de los atributos divinos en las criaturas), y la gnosis superior, la contemplación del mismo Dios. 

En muchas de sus sentencias monásticas distingue, entre la multitud de nuestros pensamientos y aspiraciones, los que son favorables a la virtud y los que conducen al pecado, mostrando como hay que fomentar los primeros y apartarnos de los segundos. Evagrio enseña abiertamente la apateia estoica, de la que hace uno de los fundamentos de su espiritualidad. Por eso su doctrina fue muy discutida. San Jerónimo acusa a Evagrio de origenismo y le señala como precursor de Pelagio. Y San Juan Clímaco, a pesar de que se inspira en los escritos de Evagrio, está muy lejos de aceptar sin restricción las opiniones del monje póntico.

c) San Nilo el Sinaíta, Es el autor espiritual mas importante de esta época. Ocupaba un lugar relevante en al corte de Bizancio, pero renunció al mundo y se retiró a la soledad del monte Sinaí con su hijo Teódulo. La reputación de su santidad y de su ciencia se extendió muy lejos. Fue muy consultado, como lo indica su voluminosa correspondencia. Dirigió y consoló a las personas tentadas o afligidas, combatió a los herejes y reprendió a los obispos que administraban mal sus iglesias. Su retiro fue turbado por una invasión de sarracenos que hicieron una incursión en el monte Sinaí, mataron muchos monjes e hicieron prisioneros a otros muchos, entre ellos a su hijo Teódulo. Nilo fue perdonado. Se dedicó a buscar a su hijo, a quien encontró, finalmente, en Elusa, donde fueron los dos ordenados sacerdotes por el obispo de la ciudad. Murió San Nilo en el monte Sinaí hacia el año 430.

d) Marcos el Ermitaño, Contemporaneo de San Nilo, discípulo como él, probablemente, de San Juan Crisóstomo, parece que fue superior de un convento de Ancira. Acabó su vida en plan de ermitaño en una soledad, que se cree fue el desierto de Judá, en Palestina. Escribió mucho. Un tratado teológico contra los nestorianos parece dudoso, pero es ciertamente suya una obra sobre Melquisedech, escrita contra los que identificaban este personaje bíblico con la persona misma del Verbo. Pero su obra principal la constituyen una serie de opúsculos ascéticos muy hermosos, cuya autenticidad parece solidamente establecida. Los principales son: 

- dos series de sentencias, que recuerdan al monje la necesidad de tender a la perfección espiritual, y, por otra parte, la gratuidad de la justificación y de la gracia (donde a veces se ha visto, equivocadamente, la doctrina de los protestantes o de los quietistas).

- el dialogo de De bautismo enseña que si el germen de la perfección es depositado en el alma por el bautismo, que destruye el pecado, este germen (la gracia santificante) no produce todos sus efectos sino por la cooperación de fiel que cumple los mandamientos.

- los medios de perseverancia y de progreso, que estudia aparte, son: el pensamiento frecuente de Dios, el ayuno y la penitencia, que consiste menos en las obras exteriores que en la contrición del corazón.

Si estas obras son, como se cree, de principios de s. V, hay que notar como digno de interés, junto a un ascetismo muy sabio, una doctrina de la gracia muy precisa, y más todavía la del pecado original, cuyos efectos son estudiados a propósito del bautismo en el opúsculo consagrado a este sacramento.

e) San Efrén el Sirio, Nació en Nisiba (Mesopotámica), alrededor del año 306, muy probablemente de padres cristianos que le educaron en el temor de Dios. Muy joven resolvió darse del todo a Dios y comenzó una vida de anacoreta, ocupado únicamente en el estudio y la contemplación. Fue ordenado diácono antes del año 338 y permaneció los diez últimos años de su vida. Después de la conquista persa de Nisiba, el año 363, Efrén abandonó la ciudad y se estableció en Edesa, en territorio romano, y allí permaneció los diez últimos años de su vida. En esta época escribió la mayor parte de las obras que han llegado hasta nosotros. Vivía ordinariamente en plan de anacoreta en una montaña cercana a la ciudad, lo que no le impedía tener discípulos que se agrupaban en torno a él en Edesa. Es probable que, en unión con otros doctores llegados de Nisiba, sea Efrén el fundador de la célebre Escuela de Edesa, conocida como escuela de los persas. Es posible que visitara las instituciones monásticas de Egipto hacia el año 370 en su viaje a Cesárea para ver a San Basilio, pero no es del todo seguro. Murió el año 373, probablemente del día 9 de junio, en que se celebra su fiesta liturgia. En 1920 fue declarado doctor de la Iglesia por el papa Benedicto XV.

Sus numerosos escritos se componen de comentarios bíblicos, de discursos y, sobre todo, de himnos, donde abundan las consideraciones ascético-místicas.

San Efrén considera la vida cristiana como un combate espiritual. Proporciona armas contra todos los vicios, sobre todo contra los ocho vicios capitales, recomendando especialmente el ayuno, la templanza, la oración y la lectura de los libros santos. Entre las virtudes que parece preferir sobresalen la caridad, la virginidad, la paciencia, la humildad y la penitencia, de las que trata con frecuencia. Enseña con vigor la vanidad de los bienes de este mundo, impulsando a las almas fervientes a que lo abandonen retirándose a la soledad. Son muchas las instrucciones dirigidas a los monjes, entre las que destacan un pequeño tratado Sobre la vida espiritual, otro sobre la formación de los monjes y dos opúsculos Sobre la virtud dirigidos a un novicio. Escribió también (siendo un simple diacono) un pequeño escrito exaltando la dignidad del estado sacerdotal y la santidad que exige. 

Devotísimo de María, se complace en recordar sus privilegios, principalmente su virginidad (que la maternidad divina no comprometió en lo mas mínimo) y su santidad, que Efrén no duda en comparar con la de Cristo: Tú sólo y tu Madre sois absolutamente puros en todos los sentidos, porque en ti no hay ninguna tacha y en tu madre ninguna mancha.

Si María es la madre de Cristo, la Iglesia se su mística esposa. San Efrén ve en ella la distribuidora de la gracia y de la verdad.

Exaltó el sacerdocio, especialmente el de Pedro, que es el príncipe de los sacerdotes, de quien reciben los demás su poder de santificación. Pedro es el fundamento de la Iglesia y tiene el derecho de vigilancia sobre todos los apóstoles y obispos que construyen la Iglesia por su enseñanza; es la fuente primera de la verdad y el jefe de todos los discípulos. Tal es la doctrina que el doctor sirio, tan lejos de Roma, ha tomado de la Sagrada Escritura y de la tradición de su Iglesia.

III. EL CENOBITISMO

1. San Pacomio.
Nació el año 292 en la Tebaida superior, de padres paganos. Se alistó en los ejércitos imperiales, y, siendo soldado, conoció el cristianismo hacia el año 313, en los albores de su libertad militar. Apenas convertido y bautizado, se entregó a la vida anacoretita al lado del solitario Palemón. Pero al ver la desorientación de muchos anacoretas y los peligros que encerraba la vida solitaria sin ningún aliciente humano, reunió en torno suyo gran número de discípulos, y con ellos organizo el primer cenobio con todas las características de la vida monástica de comunidad. El primer monasterio pacomiano se fundó alrededor del año 320 en Tabenesia, localidad de la Tebaida. Todos vivían en un lugar cercado y bajo una misma regla, obligándose a obedecer a un superior y observando una distribución y regla determinada, escrita por el propio San Pacomio. Se entregaban al trabajo manual y al estudio de la Sagrada Escritura.

El cenobitismo pacomiano se desarrolló rápidamente. Los monjes acudían en gran número al monasterio de Tabenesia. Muy pronto se construyeron otros monasterios que formaron, con la casa madre de la que dependían, lo equivalente a lo que se llamará mas tarde una orden religiosa. El propio Pacomio dirigió ocho monasterios de los cuales era el abad. En vida del santo llegó a contar esta congregación unos 7.000 monjes, y como este tipo de vida fue generalizándose en todo el Oriente y llegó a suplantar en gran parte el anacoretismo, a fines del s. V los cenobitas eran unos cincuenta mil. El abad que dirigía la congregación o un número grande de monjes era denominado archimadrita. La admisión en el monasterio se hacia después de una serie de pruebas muy rigurosas, que constituían el noviciado. Al ingresar en el instituto hacían voto de observar la regla.

En sus 192 preceptos, la regla de San Pacomio daba las normas prácticas de vida monástica, que sirvieron luego de pauta para otras reglas posteriores. Existía un abad general y otro que se hallaba al frente de cada cenobio y era designado como Pater monasterio. Nombrándose diversos monjes al frente de los varios empleos: ministro, hebdomadario, ecónomo, enfermero, etc. Se procuraba con esmero la debida instrucción espiritual y el progreso ascético de los monjes, para lo cual se establecía la más estricta puntualidad, riguroso silencio, determinadas preces, etc. Todo ello estaba basado sobre la guarda perfecta de la castidad, de la pobreza y de la obediencia a los superiores, así como también sobre el ejercicio de una rigurosa penitencia. Se impuso también una serie de castigos a los transgresores de los preceptos de la regla.

San Pacomio fundó también monasterios de monjas, a petición de su hermana María, que quiso consagrarse por entero al Señor. Hacia el año 340 se levantó el primer cenobio para albergar a las vírgenes consagradas a Dios. Fue construido cerca del monasterio masculino de Tabenesia, pero entre ambas construcciones se deslizaba la anchurosa corriente del río Nilo, que a ningún moje era lícito atravesar, a excepción de un sacerdote y un diácono que en los días festivos iban a celebrar ante las vírgenes los divinos oficios. Todavía en vida de San Pacomio fue menester levantar un segundo monasterio para mujeres junto a Tesmine. Según Paladio, solo el primero de aquellos cenobios albergaba, a fines del s. IV y principios del V, alrededor de 400 vírgenes consagradas a Dios. Una misma regla y unas mismas costumbres, salvas las acomodaciones necesarias impuestas por el carácter femenino, dirigía la vida en los conventos de ambos sexos.

2. Las “Lauras” en Palestina.
Este género de vida monacal no quedó circunscrito solamente a Egipto. Bien pronto se extendió a Palestina, aunque con características muy peculiares, que dieron origen a las llamadas lauras.

El primer promotor de las lauras fue San Hilarión, discípulo de San Antonio. Hacia el año 306 inauguró la vida eremitita en Palestina, fijándose al sur de Gaza, donde bien pronto se le unieron numerosos discípulos. Las colonias de San Hilarión, organizadas al estilo de las de San Antonio, se trasformaron poco a poco en verdaderos monasterios con vida regular cenobítica, pero bajo la forma especial de las llamadas lauras. Eran una especie de cabañas separadas e independientes, pero situadas en un recinto cercado. Sus moradores seguían un estricto ascetismo bajo un mismo superior y director espiritual, y llevaban una vida de comunidad a la manera de los cartujos o camaldulenses de la Edad Media y de nuestros días. En los alrededores de Jerusalén y de Belén se organizaron varias célebres lauras.

El maestro mas venerado de las lauras palestinenses fue San Eutimio; pero fue San Teodosio quien contribuyó a darles la forma estricta de grandes cenobios.

3. San Basilio el Grande.
Aunque la vida cenobítica fue inaugurada, por San Pacomio y sus monjes, en realidad fue San Basilio el Grande su definitivo organizador.

San Basilio nació en Cesárea de Capadocia, hacia el año 330, en una familia rica y profundamente cristiana. Su madre, Emelia, gozó de fama de santidad, lo mismo que su hermano menor, San Gregorio Niseno, y su hermana Macrina, que trasformó en monasterio su propiedad de Annesio. Dos de sus hermanos llegaron a obispos, como él: Gregorio, en Nisa, y Pedro, en Sebaste.

Muy joven aun, Basilio sintió una inclinación decidida hacia la vida ascética de renuncia al mundo y retiro a la soledad. Recorrió Egipto, Siria y Mesopotámica, en donde practicó algún tiempo la vida anacoretita y observó la manera de vivir de los monjes. Admiró, según escribe en una de sus cartas, su abstinencia en la comida, su coraje en el trabajo, su constancia en la oración nocturna, su alta e indomable disposición de alma que les hacia despreciar el hambre, la sed, el frío, como si fueran extraños a su cuerpo, verdaderos peregrinos en la tierra y ya ciudadanos del cielo.

Vuelto a su patria, distribuyó entre los pobres todos sus bienes y se dirigió a una soledad cerca de Neocesarea de Capadocia, y allí vivió como monje hasta su elevación al episcopado, el año 370. Tenía una sola túnica y un pequeño manto por todo abrigo, una tabla o una estera extendida en el suelo por lecho, pan, sal y algunas hierbas por alimento y agua clara de la montaña por bebida.

Pronto se esparció su fama en torno suyo, por lo que acudieron numerosos anacoretas a ponerse bajo su dirección. Les agrupó siguiendo el régimen cenobítico de San Pacomio, pero formando conventos mucho menos numerosos. Organizó sabiamente su vida, dándoles una fuerte dirección moral y ascética, a base de sus dos Reglas: la Grande, que data de esta época primera, y la Pequeña, que debió de componer después, cuando ejercía sus funciones sacerdotales en Cesárea. Estos dos escritos obtuvieron gran éxito y le han valido a San Basilio el titulo de legislador del monaquismo oriental. Al trabajo manual y la oración juntaban el estudio: Orígenes era particularmente apreciado, fruto de la colaboración de San Basilio con San Gregorio Nacianceno, su compatriota, durante la breve temporada que éste último pasó, hacia el año 360, entre los monjes basilianos.

No hay duda que la Regla de San Basilio, representa un considerable avance con relación a la de San Pacomio, sobre todo en la organización de los grandes centros monacales. Se concede capital importancia a la obediencia. Por eso se ha podido observar con acierto que San Basilio no estimaba tanto la mortificación del cuerpo como la sujeción del espíritu. Ya en el noviciado se insistía en someter el propio juicio al de los demás, sobre todo al del superior. 

De este modo, la Regla de San Basilio, con alguna mayor suavidad en las austeridades corporales, pero con una unión mas intima entre sus miembros y mayor dependencia de sus superiores, tuvo un éxito extraordinario. Su Regla se convirtió en el Código monástico oriental por antonomasia. Así, cuando mas tarde fueron desapareciendo las otras agrupaciones de monjes, los basilianos poblaron Egipto y se extendieron por todo el Oriente. Apoyados por el poder civil en el imperio bizantino, cada vez más fuerte y robustecido, a partir del s. VI fueron ellos los monjes por excelencia del Oriente.

4. Síntesis de la doctrina ascética del monacato oriental.
En síntesis, la doctrina ascética del monacato oriental puede reducirse a tres puntos fundamentales: el combate espiritual, las armas para el mismo y el resultado de la victoria.

I- El combate espiritual.- El rasgo que mejor caracteriza la espiritualidad de los monjes orientales es su concepción de la vida cristiana a base de un combate espiritual. Se diría que habían meditado profundamente, comprendido y gustado las palabras con que San Pablo exhortaba a los fieles de Efeso: Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo… tomad la armadura de Dios, revestíos de la justicia, tomad el escudo de la fe, el yelmo de la salvación la espada del espíritu (Ef 6, 11-17), o también la orden que daba a su discípulo Timoteo: Combate los buenos combates de la fe (1Tim 6, 12), y que había sido la regla de su propia vida: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe (2Tim 4, 7).

Este espíritu de lucha espiritual y de vigilancia, esencial al cristianismo, se había mantenido constantemente en la Iglesia, y el eco del mismo se encuentra ya en los escritos de los primero Padres. Sin embargo, se manifestó con una fuerza particular en la vida y doctrina de los primeros monjes, que son como su encarnación viviente. Los enemigos contra los que combatían eran los vicios y los demonios.

a) Los vicios- De ordinario hablaban de ocho vicios como fuente y síntesis de todos los males. Eran enumerados por el orden que hay que seguir para triunfar de ellos más seguramente. Tres se refieren al cuerpo o a los bienes exteriores: la gula (o mas bien la glotonería, exceso en el comer o beber), la lujuria y la avaricia. Otros tres residen en el alma sensible: la cólera, la tristeza y la pereza (o disgusto de la vida espiritual, llamada también acedia). Los dos últimos y mas difíciles de desarraigar son la vanagloria o jactancia y el orgullo, que es doble: el orgullo de la carne, propio de los principiantes o carnales, que lleva a la desobediencia, a la envidia a la critica, y el orgullo del espíritu, que ataca a los monjes mas avanzados para impedirles llegar a la perfección llevándoles a presumir de sus fuerzas y a despreciar la gracia. Este fue el pecado de los pelagianos.

b) El demonio- Los monjes atribuían frecuentemente al demonio casi todas sus dificultades espirituales y, sin duda, había en ello no poco de exageración. Pero no puede negarse que el demonio intervenía con frecuencia contra ellos, ya con simples tentaciones (acción sobre los sentidos internos), ya con obsesiones (acción sobre los sentidos externos), ya con ilusiones (representaciones sutiles del mal bajo apariencia de bien). Los monjes experimentados conocían muy bien las costumbres del demonio y enseñaban a los jóvenes la manera de prevenir sus ataques, de reconocerlos (por la turbación e inquietud del alma) y de resistirlos.

II- Las armas.- Tres eran las principales armas recomendadas al monje para triunfar en sus combates espirituales: la oración, el trabajo y el ayuno.

a) La oración- Era su primera obligación. ¿Acaso no se retiraba a la soledad para entregarse, lejos del mundo, al trato continuo con Dios? La oración estaba perfectamente regulada en los monasterios. San Pacomio la prescribió detalladamente para la mañana, mediodía y la tarde de cada día. Fuera de la sinaxis litúrgica hebdomadaria se dejaba a la iniciativa de os anacoretas y consistía, sobre todo, en el canto de los salmos, al que muchos dedicaban varias horas del día y de la noche. El pensamiento de Dios debía acompañar al monje en todas partes y en ello veían una de las principales energías para vencer las pasiones.

b) El trabajo- En realidad, el trabajo no se separaba de la oración y llenaba todas las horas de la jornada, porque el monje debía vivir del trabajo de sus manos. Hubo a veces, sin duda alguna, solitarios desocupados; pero enfriaban la disciplina espiritual del desierto en una de sus leyes fundamentales.

c) El ayuno- La frugalidad era más estimada todavía que el trabajo para sujetar la carne al espíritu. El ayuno consistía en hacer una sola comida al día. Perfectamente regulado por los cenobitas, se dejaba entre los anacoretas al fervor de cada uno, y gran número de ellos ayunaban todos los días. Algunos incluso comían tan solo cada dos, tres, cuatro y hasta cinco días. Los ejemplos de los grandes ascetas arrastraban a los menos ardientes. Si a veces se deslizaba en ello un punto de vanagloria (el deseo de ser el primero), lo más frecuentemente se debía a la generosidad, que les hacia exclamar como San Agustín: ¿No puedes tú lo que pueden todos estos?

III- El fruto de la victoria.- Fortalecidos contra el demonio y contra sí mismos por esta fuerte ascesis, los monjes llegaban poco a poco al pleno dominio de sí mismos, que los antiguos expresaban con una palabra tomada del estoicismo, pero que tiene una significación muy cristiana: la apateia o, la paz espiritual. No se trata de la insensibilidad de los filósofos estoicos ni de la indolencia de los quietistas. Los monjes avanzados en la ascesis, lejos de renunciar a sus austeridades o al trabajo, se entregaban a ello con ahínco para asegurar el pleno desenvolvimiento de la vida del espíritu.

La tranquilidad del alma, adquirida mediante el dominio de sí mismos, les permitía entregarse mas plenamente a la contemplación de los bienes eternos, ya poseídos en esperanza. De ahí proviene esa impresión de alegría profunda o de plenitud espiritual, al mismo tiempo que de fortaleza, que se desprende de los relatos conservados de estas almas tan abiertas y ricas en medio del mas absoluto desprendimiento de los bienes de la tierra. Puede encontrarse la prueba de ellos en la famosa Historia Lausica, de Paladio. Si es cierto que no todos los relatos maravillosos, pintorescos y sorprendentes que contiene ofrecen una plena garantía, es evidente que la psicología que suponen es de primerísimo valor. Esta psicología nos muestra en su conjunto un plantel de almas selectas tendiendo únicamente hacia los bienes del cielo o poseyendo, ya desde aquí abajo, gracias a las ascesis, una cierta anticipación de los mismos.


Hno . Bruno de Maria.

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