Capítulo
XII – La Regla de 1223
Con toda
verosimilitud, la colaboración de Francisco y Hugolino en la Regla de los
frailes menores tuvo el mismo carácter que el trabajo común en la Regla de la
Tercera Orden. «San Francisco -dice Mariano de Florencia- comunicaba al
Cardenal lo que el Espíritu le inspiraba, y el Cardenal lo ponía por escrito,
añadiendo lo que le parecía necesario». Un relato de la Leyenda Antigua o
Leyenda de Perusa nos revela el género de la contribución prestada por Hugolino
a Francisco en la obra de la redacción de la Regla. Quería Francisco introducir
en ésta el artículo siguiente: «Cuando los ministros no se cuidaren de que los
hermanos observen la Regla en todo su rigor, podrán éstos observarla, aun
contra la voluntad de los ministros». Semejante libertad la había ya dado antes
Francisco a Cesáreo de Espira y a los que se le unieran, caso de que los otros
frailes rehusaran permanecer fieles a la letra de la Regla y pretendieran
adulterarla con torcidas interpretaciones. Se ve que el Santo quería dejar una
salida para los hermanos que se resistieran a ir con la mayoría en las
cuestiones relativas al estudio y a la pobreza. Pero Hugolino veía en ello una
fuente segura de conflictos y divisiones que podían llevar la Orden a completa
ruina; por eso dijo a Francisco: «Pues bien, yo lo arreglaré de manera que lo
que tú deseas quede en la Regla en cuanto a la sustancia, aunque variando la
expresión». El Santo consintió en esta fórmula; pero es lo cierto que su
artículo no se insertó sino con notables atenuaciones.
Según la idea
primera de Francisco se permitía y aun se mandaba por obediencia a los frailes
desobedecer a sus superiores siempre que ello fuere necesario para la
observancia literal de la Regla, pues, en el concepto de Francisco, la Regla
estaba sobre los ministros, y el voto de obediencia se refería, no a los
ministros, sino a la Regla.[1]
En la redacción de Hugolino, por el contrario, estos hermanos, en quienes
Francisco reconocía a sus verdaderos hijos y a quienes había bendecido en la
persona de Cesáreo de Espira, aparecían como celantes demasiado escrupulosos, y
el artículo de la Regla exhortaba a los ministros a usar de precauciones con
respecto a ellos y a procurar persuadirlos. Los que para Francisco eran
campeones de la buena causa, en la regla de Hugolino aparecían como enfermos
dignos de compasión.[2]
Además de
Hugolino, también Fray Elías, como vicario general de la Orden, ejerció gran
influencia en la redacción definitiva de la Regla, según lo testifica una carta
a él dirigida por Francisco en el invierno de 1222-1223. Sin duda, Elías se
había quejado ante Francisco de la conducta de los frailes, rogándole que le
ayudara a reducirlos a mejores sentimientos. He aquí la contestación del Santo:
«Acerca del caso
de tu alma, te digo, como puedo, que todo aquello que te impide amar al Señor
Dios, y quienquiera que sea para ti un impedimento, trátese de frailes o de
otros, aun cuando te azotaran, debes tenerlo todo por gracia. Y así lo quieras
y no otra cosa. Y tenlo esto por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí,
porque sé firmemente que ésta es verdadera obediencia. Y ama a aquellos que te
hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y
ámalos en esto; y no quieras que sean mejores cristianos» (Carta a un Ministro,
2-7).
Con el mismo
espíritu de amor, que todo lo acepta como venido de la mano de Dios, que no
hurta el cuerpo a los lances desagradables y llega hasta abstenerse de desear
la mejora del prójimo cuando ésta ha de ceder en provecho suyo, toca Francisco
en su carta a Elías otra cuestión: la manera cómo deben los ministros portarse
con los frailes que pecan. Seguramente, era éste un punto ya por ambos
repetidas veces dilucidado, mostrándose Elías partidario de las medidas
rigurosas, conducentes al mejoramiento del prójimo. Francisco, por el
contrario, le escribe:
«En esto quiero
conocer si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a
saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya
podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu
misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le
preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus
ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten
siempre misericordia de tales hermanos. Y, cuando puedas, haz saber a los
guardianes que, por tu parte, estás resuelto a obrar así.
»Y de todos los
capítulos de la Regla que hablan de los pecados mortales, con la ayuda del
Señor, en el capítulo de Pentecostés, con el consejo de los hermanos, haremos
un capítulo de este tenor: "Si alguno de los hermanos, por instigación del
enemigo, pecara mortalmente, esté obligado por obediencia a recurrir a su
guardián. Y todos los hermanos que sepan que ha pecado, no lo avergüencen ni lo
difamen, sino tengan gran misericordia de él, y mantengan muy oculto el pecado
de su hermano; porque no necesitan médico los sanos sino los que están mal. De
igual modo, estén obligados por obediencia a enviarlo a su custodio con un
compañero. Y el custodio mismo que lo atienda con misericordia, como él querría
que se le atendiera, si estuviese en un caso semejante. Y si cayera en un
pecado venial, confiéselo a un hermano suyo sacerdote. Y si no hubiera allí
sacerdote, confiéselo a un hermano suyo, hasta que tenga un sacerdote que lo
absuelva canónicamente, como se ha dicho. Y éstos no tengan en absoluto
potestad de imponer otra penitencia sino ésta: Vete, y no quieras pecar
más".
»Para que este
escrito sea mejor observado, tenlo contigo hasta Pentecostés; allí [en la
Porciúncula, evidentemente] estarás con tus hermanos. Y, con la ayuda del Señor
Dios, procuraréis completar estas cosas y todas las otras que se echan de menos
en la Regla» (Carta a un Ministro, 9-22).
Pocos pasajes
hablan tan alto como éste de la inagotable indulgencia y ternura de que
rebosaba el corazón de Francisco. ¡Cuán lejos estaba el Santo de soplar a la
llama próxima a extinguirse ni de golpear la caña ya doblada! ¡Y cuánto dista
de este incendio de caridad paternal el frío y lacónico artículo a que vino a
quedar reducido el proyecto de Francisco en la Regla redactada y votada en el
Capítulo de Pentecostés de 1223, a que se alude en la citada carta! Véase si
no:
«Si algunos de
los hermanos, por instigación del enemigo, pecaran mortalmente, para aquellos
pecados acerca de los cuales estuviera ordenado entre los hermanos que se
recurra a solos los ministros provinciales, estén obligados dichos hermanos a
recurrir a ellos cuanto antes puedan, sin tardanza. Y los ministros mismos, si
son presbíteros, con misericordia impónganles penitencia; y si no son
presbíteros, hagan que se les imponga por otros sacerdotes de la orden, como
mejor les parezca que conviene según Dios. Y deben guardarse de airarse y
conturbarse por el pecado de alguno, porque la ira y la conturbación impiden en
sí mismos y en los otros la caridad» (2 R 7).
Este artículo es
una norma perfectamente ajustada a la ley canónica y contiene muy poco más de
lo que debe hacer en tales casos todo superior que quiera proceder en
justicia; hay, es cierto, alguna que otra palabra puesta allí, sin duda, para
contentar a Francisco; pero ¿qué queda del inmenso amor evangélico que respira
la carta a Fray Elías, de aquel amor que se entrega todo entero y sin reservas
aun al pecador más empedernido, se arroja en sus brazos y le dice al oído con
infinita ternura: «¿Es verdad, hermano muy amado, que no quieres pedir perdón?»
¿Qué se ha hecho del mandato de Francisco de que ningún fraile ose burlar al
pecador, de que todos guarden en secreto su falta y de que le den la mano, como
desearían se hiciera con ellos si se hallaran en idénticas circunstancias? ¿Y
dónde está aquello otro de que al que cometiere pecado venial no se le diga más
sino la palabra del Señor a la pecadora del Evangelio: «Vete y no peques más»?
Cada vez se
convencía más Francisco de que tenía que resignarse a ver inexorablemente
suprimido o radicalmente modificado lo que él redactaba. Llevado de su profunda
veneración hacia el Sacramento del altar, había querido decretar que todo el
que encontrara en sitio menos conveniente un papel que contuviera las sagradas palabras
de la consagración, o simplemente las palabras «Dios», «el Señor», u otras así,
recogiera dicho papel con todo respeto y lo colocara en lugar más decente. Pero
los nuevos superiores de la Orden se negaron a comunicar a los frailes en forma
de precepto tan delicados sentimientos, tan exquisita piedad para con las
palabras santas, so pretexto de que tal mandato pondría en demasiados aprietos
las conciencias de los hermanos.
Otra pena grande
que afligía el corazón de Francisco era no ver entre los preceptos de la Regla
definitiva las memorables palabras evangélicas que tan fuerte impresión habían
causado en él y en sus primeros amigos el día de San Matías cuando las oyeron
en la misa de la Porciúncula, y que igualmente había encontrado en el Libro Sagrado
al consultarlo con Bernardo de Quintaval: «No llevéis nada para el camino: ni
bastón, ni alforjas, ni pan, ni dinero», palabras que desaparecieron
completamente de la Regla, imponiendo al Santo, a pesar de toda su humildad,
acaso el mayor y más doloroso de todos los sacrificios. Fue aquello como si le
hubiesen desgarrado el corazón: ¡desechar por baladí y quimérico el consejo a
cuya práctica él había consagrado su vida entera! ¡Y desecharlo precisamente
aquellos mismos que debían ser sus más celosos guardadores! Desde ese momento
Francisco no tuvo día bueno; un profundo desfallecimiento invadió todo su ser;
estaba herido de muerte; erat prope mortem et graviter infirmabatur,
atestigua su fiel compañero Fray León (EP 11). Es el mismo Espejo de Perfección
el que nos recuerda: «A pesar de saber los ministros que los hermanos estaban
obligados a guardar el santo Evangelio según el tenor de la Regla, lograron
quitar de ella el capítulo donde se escribía: Nada llevéis para el camino, etc.,
pensando que con esto quedaban desligados de la obligación de observar la
perfección del Evangelio» (EP 3). E igualmente: «Quiso también que se
escribiera en la Regla que, dondequiera que los hermanos encontraran los
nombres del Señor y las palabras por las que se confecciona el cuerpo de Cristo
en lugares indecorosos o menos decentes, los recogieran y los guardaran
reverentemente, honrando así al Señor en sus palabras. Y, aunque no llegó a
escribir esto en la Regla, porque a los ministros no les parecía bien que los
hermanos lo tuvieran como precepto, sin embargo, en su Testamento y en otros
escritos dejó claramente consignada su voluntad acerca de este punto» (EP 65).[3]
Las Leyendas
posteriores nos han conservado un como cuadro sinóptico de todos los lances de
la lucha de Francisco con los novadores. Cuentan el Espejo de Perfección y
Conrado de Offida cómo Francisco se retiró a su ermita de Fonte Colombo, a fin
de poder dar, en la oración y el ayuno, la última mano a la Regla de la Orden,
haciéndose acompañar de Fray León y Fray Bonicio.
«Francisco se
encerraba en una gruta que había en la falda del monte, distante como un tiro
de piedra de la gruta de sus dos compañeros; y lo que el Señor le inspiraba en
la meditación lo comunicaba a ellos; Bonicio lo dictaba y León lo escribía...».
«Pero muchos
ministros se reunieron con el hermano Elías, que era vicario del bienaventurado
Francisco, y le dijeron: "Nos hemos enterado de que el hermano Francisco
está componiendo una nueva Regla, y tememos que sea tan severa, que no podamos
observarla. Queremos, por tanto, que vayas a decirle que no nos queremos
obligar a esa Regla. Que la haga para él, no para nosotros".
»El hermano Elías
les respondió que no se atrevía a ir, porque temía la reprensión del
bienaventurado Francisco. Mas como los ministros insistieran, repuso que no
iría solo, sino acompañado de ellos. Entonces fueron todos juntos. Cuando el
hermano Elías llegó cerca del lugar donde se hallaba el bienaventurado
Francisco, lo llamó. El Santo acudió a la llamada, y, viendo ante sí a los
ministros, preguntó: "¿Qué quieren estos hermanos?" El hermano Elías
respondió: "Estos son ministros que se han enterado de que estás haciendo
una nueva Regla, y, temiendo que sea demasiado austera, dicen y protestan que
no quieren someterse a la misma; que la hagas para ti, no para ellos".
»Entonces, el
bienaventurado Francisco, con el rostro vuelto al cielo, habló así con Cristo:
"Señor, ¡bien te decía que no me harían caso!"
Y al momento
oyeron todos la voz de Cristo, que respondía desde lo alto: "Francisco, en
la Regla nada hay tuyo, sino que todo lo que hay en ella es mío; y quiero que
la Regla sea observada así: a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa,
sin glosa, sin glosa". Y añadió: "Yo sé de cuánto es capaz la
flaqueza humana y cuánto les quiero ayudar. Por tanto, los que no quieren
guardarla, salgan de la Orden".
»Entonces, el
bienaventurado Francisco, volviéndose a los hermanos, les dijo: "¡Lo
habéis oído! ¡Lo habéis oído! ¿Queréis que os lo haga repetir de nuevo?"
»Y los ministros,
reconociendo su culpa, se marcharon confusos y aterrados» (EP 1; Verba Fr.
Conradi).
En un principio
había yo creído que este relato (que también trae Hubertino de Casale) se
refería a la Regla confirmada por el Papa en 1223; pero después de mi visita a
Fonte Colombo me he convencido de que no puede referirse sino a la regla
anterior, de la cual dice San Buenaventura que Fray Elías la recibió de manos
de Francisco y en seguida, para librarse de observarla, pretextó que se le
había perdido: «Queriendo Francisco redactar la Regla que iba a someter a la
aprobación definitiva en forma más compendioso que la vigente, que era bastante
profusa a causa de numerosas citas del Evangelio, subió a un monte [Fonte
Colombo] con dos de sus compañeros [León y Bonicio] y allí, entregado al ayuno,
hizo escribir la Regla tal como el Espíritu divino se lo sugería en la oración.
Cuando bajó del monte, entregó dicha Regla a su vicario [Fr. Elías] para que la
guardase; y al decirle éste, después de pocos días, que se había perdido por descuido
la Regla, el Santo volvió nuevamente al mencionado lugar solitario y la
recompuso en seguida de forma tan idéntica a la primera como si el Señor le
hubiera ido sugiriendo cada una de sus palabras. Después, de acuerdo con sus
deseos, obtuvo que la confirmara el susodicho señor papa Honorio en el octavo
año de su pontificado».[4]
Por lo demás, es
indudable que la Regla que aprobó Honorio III el 29 de noviembre de 1223 se
redactó en Fonte Colombo en una nueva estadía del Santo. Francisco la escribió,
dice el Espejo de Perfección, porque «no quiso entrar en lucha con los
hermanos, ya que temía mucho el escándalo en sí como en los hermanos, y
condescendía, mal de su grado, con ellos, excusándose de esto ante el Señor.
Mas para que la palabra que el Señor había puesto en sus labios para bien de
los hermanos no volviera a Él vacía, se afanaba por cumplirla en sí mismo con
la esperanza de alcanzar del Señor la recompensa. Y al fin su espíritu quedaba
sosegado y consolado» (EP 2).
No se vaya a
creer por lo que antecede que yo piense que la Regla aprobada por Roma carezca
de todo espíritu franciscano. Tan lejos estoy de pensar eso, que, antes al
contrario, tengo por cierto que, a no conocer más que ésta, y a no saber, como
sabemos por otros caminos, las modificaciones que debió sufrir hasta su
redacción definitiva, trabajo nos costaría descubrir en ella otra mano que la
de Francisco. Allí están, en efecto, todos los principios esenciales de la
doctrina franciscana. A renglón seguido del prólogo, impone la Regla la obligación
de «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en
obediencia, sin propio y en castidad» (2 R 1). En toda la serie de los doce
capítulos que forman la Regla (y en cuyo número creemos ver un signo de la
veneración del Santo hacia los doce Apóstoles) se encuentran a cada paso
prescripciones hijas del más genuino espíritu franciscano. Tal es, por ejemplo,
la prohibición de recibir dinero (cap. IV); la de apropiarse cosa alguna (cap.
VI); el mandamiento de trabajar (cap. V); el de pedir limosna sin avergonzarse
(cap. VI); el de usar vestidos viles, sin que por eso se crean los frailes
facultados, por orgullo de pobreza, para despreciar a los demás hombres que
vieren comer y vestir delicadamente (cap. II). Para su vida itinerante establece
Francisco: «Aconsejo de veras, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor
Jesucristo que, cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan con
palabras, ni juzguen a los otros; sino sean apacibles, pacíficos y moderados,
mansos y humildes, hablando a todos honestamente, como conviene... En cualquier
casa en que entren, primero digan: Paz a esta casa (cf. Lc 10,5). Y, según el
santo Evangelio, séales lícito comer de todos los manjares que les ofrezcan
(cf. Lc 10,8)» (cap. III). No deben predicar donde el Obispo se lo prohíba
(cap. IX); no podrán entrar en los monasterios de monjas (cap. XI); el oficio
divino deben rezarlo conforme al rito de la Iglesia romana; en cuanto a los
hermanos laicos, lo reemplazarán con el rezo de padrenuestros (cap.
III); los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas: «Amonesto de veras
y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los hermanos de toda soberbia,
vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este siglo, detracción y
murmuración, y los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; sino que
atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y
su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad,
paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a esos que nos
persiguen, nos reprenden y nos acusan, porque dice el Señor: Amad a vuestros
enemigos y orad por los que os persiguen y os calumnian (cf. Mt 5,44).
Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es
el reino de los cielos (Mt 5,10). Mas el que persevere hasta el fin, éste será
salvo (Mt 10,22)» (cap. X).
Por toda la Regla
de los Hermanos Menores pasa aún hoy día una llama de aquel fuego que Francisco
vino a encender en el mundo, llama que todos los verdaderos hijos del Patriarca
se han esforzado por mantener a través de los siglos, siempre viva y pura, sine
glossa, sine glossa, como intimó Cristo a Fray Elías en la ermita de Fonte
Colombo. «La Regla sin interpretaciones», ved ahí la eterna divisa de todos los
franciscanos, la llave con que abren las puertas del Paraíso, y aun llave del
Paraíso y anticipo de la vida eterna (cf. EP 76).
Y, en efecto, andando los siglos, vemos aparecer
sucesiva y constantemente nuevos Franciscos, tales como Juan de Parma, Hubertino
de Casale, Pedro Juan Olivi, Ángel Clareno, Gentil de Espoleto, Pablo Trinci, y
San Bernardino de Siena, y Mateo de Basci, y Esteban Molina. Todos estos
grandes hombres han reunido en torno suyo a muchedumbres de frailes descalzos,
vestidos de grosera túnica, ceñidos de tosca cuerda, que retirados en los
mismos eremitorios que habitaron Francisco y sus primitivos discípulos,
entonaban, como un cántico nuevo nunca oído hasta entonces, este capitulo
semi-olvidado de su Regla: Los hermanos deben ir por el mundo como peregrinos y
advenedizos, sin poseer sobre la tierra otra cosa que el tesoro inalienable de
la altísima pobreza (cf. 2 R 6). Son ecos de las armonías de la Porciúncula y
de Rivotorto, que de edad en edad vuelven a resonar con nuevo seductor hechizo.
Semejantes al soldado suizo que, desde las murallas de Estrasburgo, oía mugir
del otro lado del Rin las vacas de su infancia y se lanza al río, los frailes
menores arrojan de sí cuanto les puede impedir echarse a nado a través de la
impetuosa corriente y ganar la nativa ribera
[1] - El mismo pensamiento se revela en estas palabras de Celano: Obedientiis
cunctis Franciscum omnino propono, «En suma, propongo de modo absoluto a
Francisco por modelo para todas las obediencias» (2 Cel 120).
[2] - Confróntense ambos
textos: Texto de Francisco: «Que los hermanos deban y puedan recurrir a sus
ministros, y que los ministros estén obligados por obediencia a conceder a
dichos hermanos con toda benevolencia y liberalidad las cosas que les pidan; y
si los ministros rehusaren concedérselas, los hermanos podrán observar
literalmente la Regla, porque todos, ministros y súbditos, están por igual
sometidos a la Regla» (Sabatier, Opúsculos, I, p. 94). Texto de Hugolino: «Por
lo que firmemente les mando que obedezcan a sus ministros en todo lo que al
Señor prometieron guardar y no es contrario al alma y a nuestra Regla. Y
dondequiera que haya hermanos que sepan y conozcan que no pueden guardar
espiritualmente la Regla, a sus ministros puedan y deban recurrir. Y los
ministros recíbanlos caritativa y benignamente, y tengan tanta familiaridad
para con ellos, que los hermanos puedan hablar y obrar con ellos como los señores
con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los
hermanos» (2 R 10,3-6).
[3] - «Quiso también que en la Regla constaran muchas cosas que con asidua
oración y meditación pedía al Señor para utilidad de la Religión; y afirmaba
que todo ello era absolutamente según la voluntad de Dios. Pero, cuando lo
comunicaba a los hermanos, les parecía a éstos carga pesada e imposible de
soportar... Francisco no quiso entrar en lucha con los hermanos...» (EP 2).
También Celano nos recuerda: «Solía decir: "En Dios no hay acepción de
personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se
posa igual sobre el pobre y sobre el rico". Hasta quiso incluir estas
palabras en la Regla; pero no le fue posible, por estar ya bulada» (2 Cel 193).
[4] - LM 4,11.- Lo mismo refiere el Espejo de Perfección, tomándolo tal vez de
Fray Iluminado, o acaso de Fray León. Ahí leemos también que la segunda Regla
redactada por Francisco se perdió: «Después que se perdió la segunda Regla
compuesta por el bienaventurado Francisco, subió éste a un monte con el hermano
León de Asís y con el hermano Bonicio de Bolonia para redactar otra Regla (cf.
LP 17). La hizo escribir según Cristo se lo iba mostrando» (EP 1). Muchas son
las pruebas que muestran cuán poco escrupuloso era Elías en la elección de sus
medios. Así, en el Capítulo general de 1239, pretendió justificarse con
falsedades evidentes, diciendo, por ejemplo, que él fue admitido en una Orden
cuya regla, la no bulada de Inocencio, no exigía el voto de pobreza, lo que le
había permitido recibir dinero (AF III, p. 231).
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