Capítulo 4
Francisco, constructor
Hemos
llegado ahora a la gran ruptura en la vida de Francisco de Asís, al punto en
que algo le aconteció que permanecerá oscuro para muchos de nosotros, hombres
ordinarios y egoístas, a quienes Dios no ha quebrantado lo bastante como para
hacemos nuevos.
Al
tratar este pasaje difícil y teniendo en cuenta mi propósito de hacer las cosas
fáciles para el simpatizante laico, me han asaltado dudas en cuanto al camino
por seguir, y por fin me he decidido a contar los hechos añadiendo sólo un
barrunto de lo que a mi entender fue su significado. La totalidad de éste se
podrá debatir mejor cuando podamos proyectarlo sobre la vida completa de
Francisco. He aquí, pues, lo acontecido. La anécdota se desarrolla casi por
completo en la vecindad de las ruinas de la iglesia de San Damián, un antiguo
santuario de Asís que estaba al parecer abandonado y cayendo a pedazos. Allá
acostumbraba orar Francisco ante un crucifijo durante aquellos días sombríos y
sin rumbo que sucedieron al trágico fracaso de sus ambiciones militares, días
mas amargos aún por la probable merma de prestigio social tan caro a su
sensible espíritu. Mientras oraba oyó una voz que le decía: "Francisco ,
¿por ventura no ves que mi casa esta en ruinas? Anda y restáurala por mi
amor".
Francisco
dio un salto y echó a andar. Marchar y hacer cosas era una de las exigencias
tiránicas de su naturaleza; probablemente, pues, marchó y actuó sin meditar
siquiera lo que hacía. De todas maneras, lo que hizo fue decisivo aunque de
momento haya sido desastroso para su particular carrera social. Según el rudo
lenguaje convencional de un mundo que no comprende, robó. Según el exaltado
punto de vista del Santo, extendió hasta su venerable padre, Pedro Bernardo,,
la emoción exquisita y el inestimable privilegio de contribuir, bien que de
manera más o menos inconsciente, a la restauración de la iglesia de San Damián.
En
los hechos, lo que hijo fue vender primero el propio caballo y luego algunas
piezas de telas de su padre trazando sobre ellas la señal de la cruz para
indicar el destino piadoso y caritativo. Pero Pedro Bernardone no vio las cosas
bajo la misma luz. En realidad, Pedro Bernardone carecía de luces apropiadas
para ver con claridad y captar el genio y temperamento de su extraordinario
hijo. En vez de comprender el viento y llamas de abstractos apetitos que el
muchacho estaba viviendo, en vez de decirle simplemente -como vino a hacerlo
más tarde el sacerdote- que había hecho algo indefendible con la mejor de las
intenciones, el viejo Bernardone consideró el asunto de la manera más dura
posible: en forma literal y legal. Hechó mano de poderes políticos absolutos
como pudiera hacerlo un padre pagano y él mismo en persona encerró a su hijo
bajo llave como a un vulgar ladrón. Según parece, lo hecho por Francisco
escandalizó a muchos entre quienes e! infortunado mancebo gozó un tiempo de popularidad...
¡y en su afán por levantar la casa de Dios sólo había conseguido echarse encima
la propia casa y yacer soterrado bajo los escombros! El conflicto se arrastró
mortalmente por varias etapas; en un momento el infeliz muchacho parece haber
desaparecido como tragado por la tierra en una caverna o sótano donde estuvo
sumido en la oscuridad sin esperanza.
Sea
como fuere, aquél fue su instante más negro; el mundo entero yacía sobre él.
Cuando
emergió, quizás aunque sólo gradualmente, la gente se percató de que algo había
acontecido. Francisco y su padre fueron citados a comparecer ante el obispo ya
que el Santo se había negado a reconocer los tribunales legales. El obispo le
dirigió algunas reconvenciones cargadas de ese excelente sentido común que la
Iglesia Católica mantiene permanentemente como trasfondo ante todas las
ardorosas actitudes de sus santos. Dijo a Francisco que debía restituir sin
discusión el dinero a su padre, que ninguna bendición podía coronar una buena
obra realizada por medios injustos, en una palabra, por decirlo crudamente, que
si el joven fanático devolvía el dinero al viejo loco, se daría por terminado
el incidente. En Francisco se traslucía una nueva actitud. No se lo veía
deprimido y menos aún servil ante su padre, y sus palabras no traducían, en
mi opinión, ni justa indignación ni desafiante insolencia ni nada que implicara
mera continuación de la disputa. Las palabras de Francisco tenían más bien una
remota analogía con las misteriosas frases de su gran dechado: "¿Qué tengo
yo que ver contigo?" o también con aquel terrible: "No me
toques".
Se
puso de pie delante de todos y dijo: "Hasta hoy he llamado padre a Pedro
Bernardo,, pero ahora soy el siervo de Dios. Restituiré a mi padre no sólo el
dinero sino cuanto pueda llamarse suyo, aun los vestidos que me dio". Y se
despojó de todas las ropas menos una, y todos vieron que ésta era una camisa de
crin.
Amontonó
las ropas en el suelo y encima arrojó el dinero. Luego se volvió al obispo y
recibió su bendición como quien vuelve la espalda a la gente y, según reza la
historia, salió tal como estaba al frío mundo. Al parecer, era éste un mundo
literalmente frío. La nieve cubriendo el suelo. En el relato de esta gran
crisis de la vida de Francisco se consigna un detalle curioso que estimo de muy
honda significación. Salió medio des nudo con la sola camisa de crin hacia los
bosques invernales y caminó sobre el suelo helado entre los árboles cubiertos
de escarcha: era un hombre sin padre. No poseía dinero, no tenía familia en el
mundo, carecía de ocupación, de plan y de esperanza. Y mientras caminaba bajo
los árboles helados rompió de pronto a cantar.
Se
ha notado como digno de destacarse que la lengua en que cantó fue el francés
o, para el caso, el provenzal al que convencionalmente se llamaba entonces
francés. No lo hizo en su lengua nativa cuando precísamente sería en ésta
donde cobraría más tarde fama como poeta. Ciertamente San Francisco es uno de
los primeros poetas nacionales en los dialectos auténticamente nacionales en
Europa. Pero entonces cantó en la lengua con la que se identificaban sus
ardores y ambiciones más juveniles; para él era ésta preeminentemente la
lengua del romance. El hecho de que el provenzal brotara de sus labios en esas
circunstancias extremas me parece a simple vista cosa singular y en último
análisis muy significativa. Señalar, empero, lo que fue o haya podido ser este
significado intentaré sugerirlo en el capítulo siguiente, por ahora baste indicar
que toda la filosofía de San Francisco se mueve en torno de la idea de una
nueva luz sobrenatural que ilumina las cosas naturales, idea que implica la
recuperación final de éstas y no su rechazo definitivo. Y para el propósito de
esta parte de nuestra exposición puramente narrativa, baste consignar que
mientras el Santo vagaba por el bosque invernal vistiendo su camisa de crin
como el más áspero de los ermitaños cantó en el lenguaje de los trovadores.
Entre
tanto, la narración nos vuelve naturalmente al problema de la iglesia arruinada
o, por lo menos, abandonada que constituyó el punto de partida del inocente
crimen del Santo y de su beatífico castigo. Este problema todavía dominaba su
pensamiento y pronto reclamó su actividad insaciable, pero fue ésta de índole
distinta: ya no intentaría más inmiscuirse en la ética comercial de la ciudad
de Asís. Alboreaba en él una de esas grandes paradojas que son también perogrulladas.
Se percató de que la manera de construir un templo no consiste en andar
mezclado en tratativas y en, para él, molestos reclamos legales. La manera de
hacerlo consistía en pagar por ello y no ciertamente con dinero ajeno. La
manera de construir un templo era construirlo.
Púsose,
pues, a recoger piedras por sí mismo. Pidió a cuantos encontraba que se las
dieran. De hecho se convirtió en mendigo de un nuevo tipo invirtiendo la
parábola: un mendigo que no pide pan sino piedras. Probablemente, como habría
de acontecerle muchas veces en el curso de su extraordinaria existencia, la
misma singularidad de la súplica le dio una especie de popularidad, y mucha
gente ociosa y opulenta se sintió comprometida con el generoso proyecto cual si
fuera una apuesta. Trabajó Francisco con las propias manos en la reconstrucción
de la iglesia arrastrando los materiales como una bestia de carga y
aprendiendo las más bajas y rudas lecciones del trabajo. Se cuentan muchas
historias sobre el Santo referentes a este y otros períodos de su vida; pero
para nuestro propósito, que es de simplificación, lo mejor es detenernos en
esta nueva y definitiva entrada de Francisco en el mundo por la angosta puerta
del trabajo manual. Corre en verdad a lo largo de su vida una suerte de doble
sentido como la propia sombra proyectada en su muro. Todo su accionar revestía
un cierto carácter alegórico al punto de
que no
resulta improbable que a algún plúmbeo historiador científico se le ocurra un
día demostrar que el mismo Santo sólo fue alegoría. Es ello bastante cierto en
el sentido de que Francisco estaba trabajando en una tarea doble y
reconstruyendo algo distinto a la par
de la
iglesia de San Damián. Descubría la lección genérica de que su gloria no
consistía en acaudillar hombres en la batalla sino en edificar los positivos y creativos
monumentos de la paz. En verdad construía algo distinto o empezaba a hacerlo
por los menos; algo que con demasiada frecuencia ha caído en ruinas pero que
nunca ha dejado de reconstruirse, una iglesia que puede siempre reedificarse a
nuevo aunque se haya corrompido hasta la piedra angular, una Iglesia contra la
que las puertas del infierno nunca prevalecerán.
El
siguiente paso en el progreso de Francisco está probablemente señalado por la
transferencia de iguales energías de reconstrucción arquitectónica a la pequeña
iglesia de Santa María de los Ángeles en la Porciúncula. Cosa semejante había
ya hecho antes en una iglesia dedicada a San Pedro, y aquella cualidad en la
vida del Santo recién mencionada que hace de ella un drama simbólico ha llevado
a muchos de sus más devotos biógrafos a subrayar el simbolismo numérico de las
tres iglesias. De todas maneras, en cuanto a dos de el!as daba un simbolismo de
carácter más histórico y práctico. Ya que la primitiva iglesia de San Damián
habría de constituirse luego en asiento de su admirable experimento de una
Orden femenina y del puro y espiritual romance de Santa Clara. Y la iglesia de
!a Porciúncula quedará para siempre como una de las grandes construcciones
históricas del mundo porque en ella reunió Francisco el pequeño grupo de amigos
y devotos y en ella encontraron refugio muchos hombres sin hogar.
Sin
embargo, no resulta claro que Francisco haya abrigado por aquel entonces la
idea definida de semejante desarrollo monástico. Cuándo y cuán tempranamente
haya alumbrado éste en la mente del Santo es algo imposible de señalar; pero, de
cara a los hechos, la idea monástica toma primero la forma de unos pocos
amigos que se unen a Francisco de manera individual por compartir su pasión
por la simplicidad. Es, empero, muy significativo el relato sobre la forma de
su compromiso porque reviste el tono de una invocación a la simplicidad de la
vida cual la sugiere el Nuevo Testamento. Por largo tiempo, ya en lo pasado, la
adoración de Cristo formó parte de la naturaleza apasionada de los hombres.
Pero la imitación de Cristo como plan o programa ordenado de vida puede
decirce comienza aquí.
Al
parecer, los dos hombres a quienes cabe el crédito por haber percibido los
primeros algo de lo que estaba acaeciendo en el mundo de las almas fueron un
sólido y rico ciudadano llamado Bernardo Guintavalle y un canónigo de una
iglesia cercana llamado Pedro. Tanto más dignos de admiración cuando Francisco,
si podemos decirlo así, se revolcaba por entonces en la pobreza y en la
compañía de leprosos y harapientos mendigos y aquellos dos hombres mucho tenían
que dejar: uno, comodidades mundanas, otro, ambiciones en la carrera
eclesiástica. Bernardo, el pudiente burgués, acabó por vender todo cuanto
poseía y darlo a los pobres. Pedro hizo aún más, pues descendió de una cátedra
de autoridad espiritual, siendo probablemente hombre de edad madura y por ende
de hábitos mentales ya endurecidos, para ir en pos de un jovenzuelo
extravagante y excéntrico que muchos miraban quizás como un maniático. Lo que
ellos vislumbraron y cuya gloria viera a las claras Francisco podremos
sugerirlo más adelante si hay manera de hacerlo. Por el momento sólo queremos
ver lo que vio todo Asís, algo que bien merece un comentario. Los ciudadanos de
Asís solo vieron al camello pasando triunfalmente por el ojo de la aguja y a
Dios realizando cosas imposibles porque para él todas son posibles; sólo vieron
al sacerdote que razgaba sus vestiduras como publicano no como fariseo y al
hombre rico que marchaba alegremente porque no tenía posesiones.
Refiérese
que estas tres singulares figuras construyeron una especie de choza o cueva
junto al hospital de los leprosos. Allí conversaban entre sí durante los intervalos
de las faenas y peligros -pues requería diez veces más valor cuidar a un
leproso que combatir por la corona de Sicilia-, en términos de su vida nueva
cual si fueran niños hablando un lenguaje secreto. De los elementos
individuales de su primera amistad no podemos decir gran cosa con certidumbre,
pero es cierto que fueron amigos hasta el fin. Bernardo de Quintavalle ocupa en
la historia un lugar parecido al de sir Bedivere, "el primer caballero que
armara el rey Arturo y el último que le abandonó", pues reaparece a la
derecha del Santo en el lecho de muerte recibiendo una bendición de tipo
especial. Pero todas estas cosas pertenecen a otro mundo histórico y se hallan
muy alejadas de ese trío harapiento y fantástico y de su choza medio
arruinada. No eran monjes a no ser quizás en el sentido más literal y arcaico
de la palabra que es idéntico a eremita. Eran, por decirlo así, tres solitarios
que vivían socialmente juntos sin constituir sociedad. Todo aquello poseía un
carácter intensamente individual y, visto desde fuera, parecía indudablemente,
individual hasta la locura. El agitarse de algo que encerraba en sí la promesa
de un movimiento o de una misión se puede sentir, como ya indiqué, en el hecho
de apelar al Nuevo Testamento.
Era
ésto una manera de sors virgiliana aplicada a la Biblia; una práctica no
desconocida entre los protestantes si bien, atento a su espíritu crítico, se
inclinarían ellos a considerarla superstición de paganos. De todas formas,
abrir las Escrituras al azar parece casi lo opuesto a escudriñarlas; aquello,
empero, fue lo que ciertamente hizo Francisco. De acuerdo con uno de los
relatos, trazó una simple señal de la cruz sobre el Evangelio y lo abrió por
tres lugares leyendo tres textos. Era el primero la historia del joven rico
cuya negativa a vender todos sus bienes sirvió de ocasión a la paradoja del
camello y la aguja. El segundo refería el mandato a los discípulos de no llevar
nada en el viaje ni saca ni báculo ni dinero alguno. En el tercero aparecía
aquella sentencia, a la que en términos literales cabe llamar crucial, sobre el
seguidor de Cristo que debe cargar con su cruz. Otro relato no muy diferente
habla sobre Francisco que encuentra uno de esos textos casi por casualidad al
escuchar el evangelio del día. Pues bien, según la anterior versión pareciera
que el incidente debió ocurrir ciertamente en fecha muy temprana de la nueva
vida de Francisco, acaso poco después de la ruptura con su padre, ya que
aparentemente fue de conformidad con dicho oráculo como Bernardo, el primer
discípulo, se lanzó a la calle y repartió todos sus bienes entre los pobres.
Si acaeció así, al parecer nada siguió por el momento a este hecho más allá de
la ascética vida individual en la choza por ermita. Por supuesto que esa vida
eremítica debe de haber revestido características más bien públicas, aunque, no
por ello dejaba de ser en un sentido muy real un alejamiento del mundo. San
Simeón Estilita en lo alto de su columna fue en cierto sentido un personaje
eminentemente público, pero, a pesar de ello, algo había de particular en su
situación. Cabe presumir que muchos fueron los que estimaron particular la situación
de Francisco y aun algunos la creyeron particular en demasía. Había por cierto
en la sociedad católica de entonces y de siempre algo último y aun subconsciente
capaz de comprender lo acontecido mejor de como puede hacerlo una sociedad
pagana o puritana. Pero en este momento de los hechos creo que no debemos
sobreestimar esa potencial simpatía pública. Como ya hemos indicado, la Iglesia
y todas sus instituciones, entre ellas las monásticas, ya tenían por entonces
el aire de cosas viejas, establecidas y juiciosas. El sentido común era en la
Edad Media, creo, más común que en nuestra agitada edad periodística; pero
hombres como Francisco no son comunes en edad ninguna ni pueden ser cabalmente
comprendidos por el mero ejercicio del sentido común. El siglo trece fue, es
cierto, un período de progreso, acaso el único realmente progresista en la
historia humana. Y se lo puede llamar progresista con justeza por la precisa
razón de que su progreso fue muy ordenado: es realmente y con verdad ejemplo de
una época de reformas sin revoluciones. Pero las reformas fueron no sólo
progresistas si no también muy prácticas y sirvieron además para el adelanto
de instituciones altamente prácticas a la vez: las ciudades, las corporaciones
comerciales y las artes manuales. Pues bien, en tiempos de Francisco de Asís
los hombres importantes de las ciudades y corporaciones fueron probablemente
muy importantes por cierto. Pero gozaron además de mayor igualdad en lo
económico y, dentro de esta esfera, estuvieron mejor gobernados que los
modernos que luchan desesperadamente entre e! hambre y !os precios monopólicos
del capitalismo; pero es bastante probable que la mayoría de ellos hayan sido
también tercos como labriegos. Ciertamente, la conducta del venerable Pedro
Bernardone no manifiesta ninguna delicada simpatía por las finas y casi
caprichosas sutilezas del espíritu franciscano. Y no podremos medir la belleza
y originalidad de esta extraña aventura espiritual si carecemos de ingenio y
simpatía humanos como para trasladar a palabras llanas lo que ella deber haber
parecido a personas tan poco dispuestas, en el momento de ocurrir los hechos.
En el próximo capítulo intentaré indicar, por fuerza de manera inadecuada, el
sentido íntimo de la historia de la construcción de las tres iglesias y la
pequeña choza. En e! presente no he hecho más que bosquejarla desde el
exterior. Y al concluirlo ahora ruego al lector que recuerde y comprenda lo que
debieron parecer los acontecimientos cuando se los veía desde afuera. Para el
caso debemos suponer un crítico de sentido común bastante rudo, carente ante
los hechos de todo sentimiento que no fuera el de molestia y preguntarnos:
¿Cómo se ubicaba para él la historia?
Sorprenden
a un necio jovenzuelo o pilluelo robando a su padre y vendiendo mercadería que
debió guardar, y la única explicación que da es que una fuerte voz salida de
no se sabe donde le habló al oído ordenándole reparar las grietas y rendijas
de determinado muro. Luego se declara naturalmente independiente de todos los
poderes propios de la policía o de los magistrados y se refugia al amparo de
un obispo amigable que se ve obligado a reñirle y decirle que está equivocado.
Enseguida se despoja en público de sus vestiduras y prácticamente las arroja
contra su padre anunciando
Que
mismo tiempo que su padre no es su padre.' Corre luego por la ciudad mendigando
de quienquiera piedras o materiales de construcción llevado según parece por
su antigua monomanía de reparar un muro. Que se rellenen los huecos de las
hendiduras quizás sea cosa excelente, pero es preferible que lo haga quien no
tenga el cerebro hueco; y las restauraciones arquitectónicas, como otras
cosas, no se llevan a cabo mejor, precisamente, por quien tiene en su techo
mental una teja suelta.[1]
Finalmente, el infeliz muchacho se hunde en los harapos y la inmundicia y
prácticamente se sume en el albañal. Este es el espectáculo que Francisco
exhibió ante los ojos de muchos de sus vecinos y amigos.
Su
modo de vivir debió parecerles dudoso; presumiblemente ya mendigaba entonces
por pan como por materiales de construcción. Pero ponía siempre sumo cuidado en
pedir el pan negro y de peor calidad, las cortezas más duras o cosa cualquiera
que fuera menos sabrosa que las migas que comen los perros al caer de la mesa
del hombre rico. En esto su condición sería notablemente peor que la del
mendigo porque éste busca para comer lo mejor que encuentra y el Santo, lo
peor. Lisa y llanamente, Francisco había optado por vivir de sobras, una
experiencia bastante más desagradable que la refinada simplicidad que
vegetarianos y abstemios llaman vida sencilla. Lo que observaba con relación a
los alimentos lo cumplía igualmente con relación al vestido. Se regía en ello
por el mismo principio de tomar lo que le ofrecían y de esto nunca lo mejor
de lo que así hubiera podido obtener. Según un relato, trocó sus ropas por las
de un mendigo y no le hubiera disgustado cambiarlas por las de un espantapájaros.
Según otra versión, echó Francisco mano de la áspera túnica parda del mendigo,
pero presumiblemente así lo hizo porque primero de las suyas el labriego le
dio más vieja ¡qué bien debía de serlo)
Los
labriegos no suelen tener muchas ropas para regalar y la mayoría de ellos no
se ven inclinados a ofrecerlas hasta que su estado lo exige en absoluto. Se
dice que en lugar del cinturón que acaba de arrojar lejos -probablemente con
mucho de desprecio simbólico porque de él pendía la bolsa o la alforja según
costumbre de la época- recogió una cuerda porque la encontró a mano y se la
ciñó. Hizo esto como pobre expediente tal como el vagabundo abandonado ata a
veces el lío de sus ropas con un cordón. Quiso acentuar la nota de ceñir sus
ropas sin mayor cuidado como harapos hallados en armarios polvorientos. Diez
años después aquel vestido improvisado era el uniforme de cinco mil hombres y,
cien años más tarde, para mayor solemnidad pontifical, llevaron a enterrar al
gran Dante con igual atuendo.
[1] Aquí
el autor realiza un ingenioso juego de palabras muy peculiar de su estilo. La
locución inglesa to have a tile loose, tener una teja suelta, equivale a
nuestra expresión familiar de "faltarle a uno un tornillo".
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