jueves, 6 de abril de 2017

San Francisco de Asís. G.K. Chesterton. Cap 4

Capítulo 4
Francisco, constructor

Hemos llegado ahora a la gran ruptura en la vida de Francisco de Asís, al punto en que algo le aconteció que permanecerá oscuro para muchos de nosotros, hombres ordinarios y egoístas, a quienes Dios no ha quebrantado lo bastante como para hacemos nuevos.

Al tratar este pasaje difícil y teniendo en cuenta mi propósito de hacer las cosas fáciles para el simpatizan­te laico, me han asaltado dudas en cuanto al camino por seguir, y por fin me he decidido a contar los hechos añadiendo sólo un barrunto de lo que a mi en­tender fue su significado. La totalidad de éste se podrá debatir mejor cuando podamos proyectarlo sobre la vi­da completa de Francisco. He aquí, pues, lo acontecido. La anécdota se desarrolla casi por completo en la vecindad de las ruinas de la iglesia de San Damián, un antiguo santuario de Asís que estaba al parecer aban­donado y cayendo a pedazos. Allá acostumbraba orar Francisco ante un crucifijo durante aquellos días sombríos y sin rumbo que sucedieron al trágico fracaso de sus ambiciones militares, días mas amargos aún por la probable merma de prestigio social tan caro a su sensible espíritu. Mientras oraba oyó una voz que le decía: "Francisco , ¿por ventura no ves que mi casa es­ta en ruinas? Anda y restáurala por mi amor".

Francisco dio un salto y echó a andar. Marchar y hacer cosas era una de las exigencias tiránicas de su naturaleza; probablemente, pues, marchó y actuó sin meditar siquiera lo que hacía. De todas maneras, lo que hizo fue decisivo aunque de momento haya sido desastroso para su particular carrera social. Según el rudo lenguaje convencional de un mundo que no comprende, robó. Según el exaltado punto de vista del Santo, extendió hasta su venerable padre, Pedro Ber­nardo,, la emoción exquisita y el inestimable privile­gio de contribuir, bien que de manera más o menos in­consciente, a la restauración de la iglesia de San Da­mián.

En los hechos, lo que hijo fue vender primero el pro­pio caballo y luego algunas piezas de telas de su padre trazando sobre ellas la señal de la cruz para indicar el destino piadoso y caritativo. Pero Pedro Bernardone no vio las cosas bajo la misma luz. En realidad, Pedro Bernardone carecía de luces apropiadas para ver con claridad y captar el genio y temperamento de su extra­ordinario hijo. En vez de comprender el viento y lla­mas de abstractos apetitos que el muchacho estaba vi­viendo, en vez de decirle simplemente -como vino a hacerlo más tarde el sacerdote- que había hecho algo indefendible con la mejor de las intenciones, el viejo Bernardone consideró el asunto de la manera más du­ra posible: en forma literal y legal. Hechó mano de po­deres políticos absolutos como pudiera hacerlo un padre pagano y él mismo en persona encerró a su hijo bajo llave como a un vulgar ladrón. Según parece, lo hecho por Francisco escandalizó a muchos entre quienes e! infortunado mancebo gozó un tiempo de po­pularidad... ¡y en su afán por levantar la casa de Dios sólo había conseguido echarse encima la propia casa y yacer soterrado bajo los escombros! El conflicto se arrastró mortalmente por varias etapas; en un mo­mento el infeliz muchacho parece haber desaparecido como tragado por la tierra en una caverna o sótano donde estuvo sumido en la oscuridad sin esperanza.

Sea como fuere, aquél fue su instante más negro; el mundo entero yacía sobre él.
Cuando emergió, quizás aunque sólo gradualmente, la gente se percató de que algo había acontecido. Francisco y su padre fueron citados a comparecer ante el obispo ya que el Santo se había negado a reconocer los tribunales legales. El obispo le dirigió algunas re­convenciones cargadas de ese excelente sentido común que la Iglesia Católica mantiene permanentemente co­mo trasfondo ante todas las ardorosas actitudes de sus santos. Dijo a Francisco que debía restituir sin discu­sión el dinero a su padre, que ninguna bendición po­día coronar una buena obra realizada por medios injustos, en una palabra, por decirlo crudamente, que si el joven fanático devolvía el dinero al viejo loco, se da­ría por terminado el incidente. En Francisco se traslu­cía una nueva actitud. No se lo veía deprimido y me­nos aún servil ante su padre, y sus palabras no tradu­cían, en mi opinión, ni justa indignación ni desafiante insolencia ni nada que implicara mera continuación de la disputa. Las palabras de Francisco tenían más bien una remota analogía con las misteriosas frases de su gran dechado: "¿Qué tengo yo que ver contigo?" o también con aquel terrible: "No me toques".

Se puso de pie delante de todos y dijo: "Hasta hoy he llamado padre a Pedro Bernardo,, pero ahora soy el siervo de Dios. Restituiré a mi padre no sólo el dinero sino cuanto pueda llamarse suyo, aun los vestidos que me dio". Y se despojó de todas las ropas menos una, y todos vieron que ésta era una camisa de crin.

Amontonó las ropas en el suelo y encima arrojó el dinero. Luego se volvió al obispo y recibió su bendición como quien vuelve la espalda a la gente y, según reza la historia, salió tal como estaba al frío mundo. Al parecer, era éste un mundo literalmente frío. La nieve cubriendo el suelo. En el relato de esta gran crisis de la vida de Francisco se consigna un detalle curioso que estimo de muy honda significación. Salió medio des­ nudo con la sola camisa de crin hacia los bosques in­vernales y caminó sobre el suelo helado entre los árbo­les cubiertos de escarcha: era un hombre sin padre. No poseía dinero, no tenía familia en el mundo, carecía de ocupación, de plan y de esperanza. Y mientras ca­minaba bajo los árboles helados rompió de pronto a cantar.

Se ha notado como digno de destacarse que la len­gua en que cantó fue el francés o, para el caso, el pro­venzal al que convencionalmente se llamaba entonces francés. No lo hizo en su lengua nativa cuando precí­samente sería en ésta donde cobraría más tarde fama como poeta. Ciertamente San Francisco es uno de los primeros poetas nacionales en los dialectos auténtica­mente nacionales en Europa. Pero entonces cantó en la lengua con la que se identificaban sus ardores y am­biciones más juveniles; para él era ésta preeminente­mente la lengua del romance. El hecho de que el pro­venzal brotara de sus labios en esas circunstancias extremas me parece a simple vista cosa singular y en último análisis muy significativa. Señalar, empero, lo que fue o haya podido ser este significado intentaré su­gerirlo en el capítulo siguiente, por ahora baste indi­car que toda la filosofía de San Francisco se mueve en torno de la idea de una nueva luz sobrenatural que ilu­mina las cosas naturales, idea que implica la recupera­ción final de éstas y no su rechazo definitivo. Y para el propósito de esta parte de nuestra exposición pura­mente narrativa, baste consignar que mientras el San­to vagaba por el bosque invernal vistiendo su camisa de crin como el más áspero de los ermitaños cantó en el lenguaje de los trovadores.

Entre tanto, la narración nos vuelve naturalmente al problema de la iglesia arruinada o, por lo menos, abandonada que constituyó el punto de partida del inocente crimen del Santo y de su beatífico castigo. Es­te problema todavía dominaba su pensamiento y pron­to reclamó su actividad insaciable, pero fue ésta de ín­dole distinta: ya no intentaría más inmiscuirse en la ética comercial de la ciudad de Asís. Alboreaba en él una de esas grandes paradojas que son también pe­rogrulladas. Se percató de que la manera de construir un templo no consiste en andar mezclado en tratativas y en, para él, molestos reclamos legales. La manera de hacerlo consistía en pagar por ello y no ciertamente con dinero ajeno. La manera de construir un templo era construirlo.

Púsose, pues, a recoger piedras por sí mismo. Pidió a cuantos encontraba que se las dieran. De hecho se convirtió en mendigo de un nuevo tipo invirtiendo la parábola: un mendigo que no pide pan sino piedras. Probablemente, como habría de acontecerle muchas veces en el curso de su extraordinaria existencia, la misma singularidad de la súplica le dio una especie de popularidad, y mucha gente ociosa y opulenta se sintió comprometida con el generoso proyecto cual si fuera una apuesta. Trabajó Francisco con las propias manos en la reconstrucción de la iglesia arrastrando los mate­riales como una bestia de carga y aprendiendo las más bajas y rudas lecciones del trabajo. Se cuentan muchas historias sobre el Santo referentes a este y otros pe­ríodos de su vida; pero para nuestro propósito, que es de simplificación, lo mejor es detenernos en esta nueva y definitiva entrada de Francisco en el mundo por la angosta puerta del trabajo manual. Corre en verdad a lo largo de su vida una suerte de doble sentido como la propia sombra proyectada en su muro. Todo su ac­cionar revestía un cierto carácter alegórico al punto de
que no resulta improbable que a algún plúmbeo histo­riador científico se le ocurra un día demostrar que el mismo Santo sólo fue alegoría. Es ello bastante cierto en el sentido de que Francisco estaba trabajando en una tarea doble y reconstruyendo algo distinto a la par
de la iglesia de San Damián. Descubría la lección ge­nérica de que su gloria no consistía en acaudillar hombres en la batalla sino en edificar los positivos y creativos monumentos de la paz. En verdad construía algo distinto o empezaba a hacerlo por los menos; algo que con demasiada frecuencia ha caído en ruinas pero que nunca ha dejado de reconstruirse, una iglesia que puede siempre reedificarse a nuevo aunque se haya corrompido hasta la piedra angular, una Iglesia contra la que las puertas del infierno nunca prevalecerán.

El siguiente paso en el progreso de Francisco está probablemente señalado por la transferencia de iguales energías de reconstrucción arquitectónica a la pequeña iglesia de Santa María de los Ángeles en la Porciúncula. Cosa semejante había ya hecho antes en una iglesia dedicada a San Pedro, y aquella cualidad en la vida del Santo recién mencionada que hace de ella un drama simbólico ha llevado a muchos de sus más devotos biógrafos a subrayar el simbolismo numé­rico de las tres iglesias. De todas maneras, en cuanto a dos de el!as daba un simbolismo de carácter más histó­rico y práctico. Ya que la primitiva iglesia de San Da­mián habría de constituirse luego en asiento de su ad­mirable experimento de una Orden femenina y del pu­ro y espiritual romance de Santa Clara. Y la iglesia de !a Porciúncula quedará para siempre como una de las grandes construcciones históricas del mundo porque en ella reunió Francisco el pequeño grupo de amigos y devotos y en ella encontraron refugio muchos hombres sin hogar.

Sin embargo, no resulta claro que Francisco haya abrigado por aquel entonces la idea definida de seme­jante desarrollo monástico. Cuándo y cuán temprana­mente haya alumbrado éste en la mente del Santo es algo imposible de señalar; pero, de cara a los hechos, la idea monástica toma primero la forma de unos po­cos amigos que se unen a Francisco de manera indivi­dual por compartir su pasión por la simplicidad. Es, empero, muy significativo el relato sobre la forma de su compromiso porque reviste el tono de una invoca­ción a la simplicidad de la vida cual la sugiere el Nuevo Testamento. Por largo tiempo, ya en lo pasado, la adoración de Cristo formó parte de la naturaleza apasionada de los hombres. Pero la imitación de Cris­to como plan o programa ordenado de vida puede decirce comienza aquí.

Al parecer, los dos hombres a quienes cabe el crédi­to por haber percibido los primeros algo de lo que es­taba acaeciendo en el mundo de las almas fueron un sólido y rico ciudadano llamado Bernardo Guintavalle y un canónigo de una iglesia cercana llamado Pedro. Tanto más dignos de admiración cuando Francisco, si podemos decirlo así, se revolcaba por entonces en la pobreza y en la compañía de leprosos y harapientos mendigos y aquellos dos hombres mucho tenían que dejar: uno, comodidades mundanas, otro, ambiciones en la carrera eclesiástica. Bernardo, el pudiente burgués, acabó por vender todo cuanto poseía y darlo a los pobres. Pedro hizo aún más, pues descendió de una cátedra de autoridad espiritual, siendo probablemente hombre de edad madura y por ende de hábitos menta­les ya endurecidos, para ir en pos de un jovenzuelo extravagante y excéntrico que muchos miraban quizás como un maniático. Lo que ellos vislumbraron y cuya gloria viera a las claras Francisco podremos sugerirlo más adelante si hay manera de hacerlo. Por el momen­to sólo queremos ver lo que vio todo Asís, algo que bien merece un comentario. Los ciudadanos de Asís solo vieron al camello pasando triunfalmente por el ojo de la aguja y a Dios realizando cosas imposibles porque para él todas son posibles; sólo vieron al sacer­dote que razgaba sus vestiduras como publicano no co­mo fariseo y al hombre rico que marchaba alegremen­te porque no tenía posesiones.

Refiérese que estas tres singulares figuras construye­ron una especie de choza o cueva junto al hospital de los leprosos. Allí conversaban entre sí durante los in­tervalos de las faenas y peligros -pues requería diez veces más valor cuidar a un leproso que combatir por la corona de Sicilia-, en términos de su vida nueva cual si fueran niños hablando un lenguaje secreto. De los elementos individuales de su primera amistad no podemos decir gran cosa con certidumbre, pero es cierto que fueron amigos hasta el fin. Bernardo de Quintavalle ocupa en la historia un lugar parecido al de sir Bedivere, "el primer caballero que armara el rey Arturo y el último que le abandonó", pues reaparece a la derecha del Santo en el lecho de muerte recibiendo una bendición de tipo especial. Pero todas estas cosas pertenecen a otro mundo histórico y se hallan muy ale­jadas de ese trío harapiento y fantástico y de su choza medio arruinada. No eran monjes a no ser quizás en el sentido más literal y arcaico de la palabra que es idén­tico a eremita. Eran, por decirlo así, tres solitarios que vivían socialmente juntos sin constituir sociedad. Todo aquello poseía un carácter intensamente individual y, visto desde fuera, parecía indudablemente, individual hasta la locura. El agitarse de algo que encerraba en sí la promesa de un movimiento o de una misión se puede sentir, como ya indiqué, en el hecho de apelar al Nuevo Testamento.

Era ésto una manera de sors virgiliana aplicada a la Biblia; una práctica no desconocida entre los protes­tantes si bien, atento a su espíritu crítico, se inclina­rían ellos a considerarla superstición de paganos. De todas formas, abrir las Escrituras al azar parece casi lo opuesto a escudriñarlas; aquello, empero, fue lo que ciertamente hizo Francisco. De acuerdo con uno de los relatos, trazó una simple señal de la cruz sobre el Evangelio y lo abrió por tres lugares leyendo tres tex­tos. Era el primero la historia del joven rico cuya nega­tiva a vender todos sus bienes sirvió de ocasión a la pa­radoja del camello y la aguja. El segundo refería el mandato a los discípulos de no llevar nada en el viaje ni saca ni báculo ni dinero alguno. En el tercero aparecía aquella sentencia, a la que en términos literales cabe llamar crucial, sobre el seguidor de Cristo que debe cargar con su cruz. Otro relato no muy diferente habla sobre Francisco que encuentra uno de esos tex­tos casi por casualidad al escuchar el evangelio del día. Pues bien, según la anterior versión pareciera que el incidente debió ocurrir ciertamente en fecha muy temprana de la nueva vida de Francisco, acaso poco después de la ruptura con su padre, ya que aparente­mente fue de conformidad con dicho oráculo como Bernardo, el primer discípulo, se lanzó a la calle y re­partió todos sus bienes entre los pobres. Si acaeció así, al parecer nada siguió por el momento a este hecho más allá de la ascética vida individual en la choza por ermita. Por supuesto que esa vida eremítica debe de haber revestido características más bien públicas, aunque, no por ello dejaba de ser en un sentido muy real un alejamiento del mundo. San Simeón Estilita en lo alto de su columna fue en cierto sentido un personaje eminentemente público, pero, a pesar de ello, algo ha­bía de particular en su situación. Cabe presumir que muchos fueron los que estimaron particular la si­tuación de Francisco y aun algunos la creyeron parti­cular en demasía. Había por cierto en la sociedad ca­tólica de entonces y de siempre algo último y aun sub­consciente capaz de comprender lo acontecido mejor de como puede hacerlo una sociedad pagana o purita­na. Pero en este momento de los hechos creo que no debemos sobreestimar esa potencial simpatía pública. Como ya hemos indicado, la Iglesia y todas sus institu­ciones, entre ellas las monásticas, ya tenían por en­tonces el aire de cosas viejas, establecidas y juiciosas. El sentido común era en la Edad Media, creo, más co­mún que en nuestra agitada edad periodística; pero hombres como Francisco no son comunes en edad nin­guna ni pueden ser cabalmente comprendidos por el mero ejercicio del sentido común. El siglo trece fue, es cierto, un período de progreso, acaso el único real­mente progresista en la historia humana. Y se lo puede llamar progresista con justeza por la precisa razón de que su progreso fue muy ordenado: es realmente y con verdad ejemplo de una época de reformas sin revolu­ciones. Pero las reformas fueron no sólo progresistas si­ no también muy prácticas y sirvieron además para el adelanto de instituciones altamente prácticas a la vez: las ciudades, las corporaciones comerciales y las artes manuales. Pues bien, en tiempos de Francisco de Asís los hombres importantes de las ciudades y corpora­ciones fueron probablemente muy importantes por cierto. Pero gozaron además de mayor igualdad en lo económico y, dentro de esta esfera, estuvieron mejor gobernados que los modernos que luchan desesperada­mente entre e! hambre y !os precios monopólicos del ca­pitalismo; pero es bastante probable que la mayoría de ellos hayan sido también tercos como labriegos. Cier­tamente, la conducta del venerable Pedro Bernardone no manifiesta ninguna delicada simpatía por las finas y casi caprichosas sutilezas del espíritu franciscano. Y no podremos medir la belleza y originalidad de esta extraña aventura espiritual si carecemos de ingenio y simpatía humanos como para trasladar a palabras lla­nas lo que ella deber haber parecido a personas tan poco dispuestas, en el momento de ocurrir los hechos. En el próximo capítulo intentaré indicar, por fuerza de manera inadecuada, el sentido íntimo de la historia de la construcción de las tres iglesias y la pequeña cho­za. En e! presente no he hecho más que bosquejarla desde el exterior. Y al concluirlo ahora ruego al lector que recuerde y comprenda lo que debieron parecer los acontecimientos cuando se los veía desde afuera. Pa­ra el caso debemos suponer un crítico de sentido co­mún bastante rudo, carente ante los hechos de todo sentimiento que no fuera el de molestia y preguntar­nos: ¿Cómo se ubicaba para él la historia?

Sorprenden a un necio jovenzuelo o pilluelo roban­do a su padre y vendiendo mercadería que debió guar­dar, y la única explicación que da es que una fuerte voz salida de no se sabe donde le habló al oído orde­nándole reparar las grietas y rendijas de determinado muro. Luego se declara naturalmente independiente de todos los poderes propios de la policía o de los ma­gistrados y se refugia al amparo de un obispo amigable que se ve obligado a reñirle y decirle que está equivo­cado. Enseguida se despoja en público de sus vestiduras y prácticamente las arroja contra su padre anunciando

Que mismo tiempo que su padre no es su padre.' Corre luego por la ciudad mendigando de quienquiera piedras o materiales de construcción llevado según pa­rece por su antigua monomanía de reparar un muro. Que se rellenen los huecos de las hendiduras quizás sea cosa excelente, pero es preferible que lo haga quien no tenga el cerebro hueco; y las restauraciones arquitec­tónicas, como otras cosas, no se llevan a cabo mejor, precisamente, por quien tiene en su techo mental una teja suelta.[1] Finalmente, el infeliz muchacho se hunde en los harapos y la inmundicia y prácticamente se su­me en el albañal. Este es el espectáculo que Francisco exhibió ante los ojos de muchos de sus vecinos y amigos.

Su modo de vivir debió parecerles dudoso; presu­miblemente ya mendigaba entonces por pan como por materiales de construcción. Pero ponía siempre sumo cuidado en pedir el pan negro y de peor calidad, las cortezas más duras o cosa cualquiera que fuera menos sabrosa que las migas que comen los perros al caer de la mesa del hombre rico. En esto su condición sería no­tablemente peor que la del mendigo porque éste busca para comer lo mejor que encuentra y el Santo, lo peor. Lisa y llanamente, Francisco había optado por vi­vir de sobras, una experiencia bastante más desagra­dable que la refinada simplicidad que vegetarianos y abstemios llaman vida sencilla. Lo que observaba con relación a los alimentos lo cumplía igualmente con re­lación al vestido. Se regía en ello por el mismo princi­pio de tomar lo que le ofrecían y de esto nunca lo me­jor de lo que así hubiera podido obtener. Según un re­lato, trocó sus ropas por las de un mendigo y no le hubiera disgustado cambiarlas por las de un espanta­pájaros. Según otra versión, echó Francisco mano de la áspera túnica parda del mendigo, pero presumible­mente así lo hizo porque primero de las suyas el labriego le dio más vieja ¡qué bien debía de serlo)

Los labriegos no suelen tener muchas ropas para rega­lar y la mayoría de ellos no se ven inclinados a ofre­cerlas hasta que su estado lo exige en absoluto. Se dice que en lugar del cinturón que acaba de arrojar lejos -probablemente con mucho de desprecio simbólico porque de él pendía la bolsa o la alforja según cos­tumbre de la época- recogió una cuerda porque la encontró a mano y se la ciñó. Hizo esto como pobre ex­pediente tal como el vagabundo abandonado ata a ve­ces el lío de sus ropas con un cordón. Quiso acentuar la nota de ceñir sus ropas sin mayor cuidado como ha­rapos hallados en armarios polvorientos. Diez años después aquel vestido improvisado era el uniforme de cinco mil hombres y, cien años más tarde, para mayor solemnidad pontifical, llevaron a enterrar al gran Dante con igual atuendo.




[1] Aquí el autor realiza un ingenioso juego de palabras muy pecu­liar de su estilo. La locución inglesa to have a tile loose, tener una teja suelta, equivale a nuestra expresión familiar de "faltarle a uno un tor­nillo".

No hay comentarios:

Publicar un comentario