Capítulo 1
El problema de san Francisco
Un
estudio moderno sobre san Francisco de Asís se puede escribir de tres maneras.
Entre ellas debe elegir el autor, pero la tercera, que es la adoptada aquí, resulta
en algunos aspectos la más difícil. Cuando menos sería la más difícil si las
otras dos no resultaran imposibles.
Según
el primer método, el autor puede estudiar a este hombre insigne y asombroso
como si fuera una simple figura de la historia secular y modelo de virtudes
sociales. Puede describir a este divino demagogo como si fuera, y probablemente
lo fue, uno de los verdaderos demócratas del mundo. Puede decir, aunque ello
signifique bien poso, que san Francisco se adelantó a su época. Y afirmar, lo
que no deja de ser verdadero, que el Santo anticipó cuanto de liberal y más
atractivo encierra el genio moderno: el amor de la naturaleza, el amor de los
animales, el sentido de la compasión social, el sentido de los peligros
espirituales que encierran la prosperidad y aun la misma propiedad. Todas estas
sosas que nadie comprendió antes de Wordsworth eran ya familiares a san
Francisco. Todas estas sosas que Tolstoi fue el primero en descubrir eran sosa
admitida y corriente para el Santo. A él se lo podrá presentar no sólo como
héroe humano sino también del humanismo; en realidad como el primer héroe del
humanismo. Se lo ha descrito como una especie de lucero de la mañana del
Renacimiento. Y en comparación con todo esto puede alguien ignorar o pasar por
alto su teología ascética como mero accidente de la época que afortunadamente
no resultó fatal. A su religión se la puede mirar como superstición, bien que
inevitable, de la que ni el mismo genio podía librarse totalmente y, vistas así
las cosas, considerar que sería injusto condenar a san Francisco por la negación
de sí o censurarlo por su castidad. No cabe duda que aun desde semejante punto
de vista la estatura del Santo mantendría los rasgos de la heroicidad y todavía
mucho se podría añadir acerca del hombre que intentó acabar las cruzadas
hablando con los sarracenos e intercedió por los pajarillos ante el emperador.
El autor de semejante estudio describirá de manera puramente histórica toda
la gran inspiración franciscana que transutan luego las pinturas de Giotto, la
poesía del Dante, los "milagros" teatrales que hicieron posible el
drama moderno y tantas cosas que aprecia la cultura de nuestro tiempo.
Ciertamente, puede el autor intentar un tratamiento del tema como ya otros lo
hicieron sin casi plantear siquiera la menor cuestión religiosa. En resumen,
podría esforzarse por contar la historia de un santo sin Dios, lo cual se
asemeja a querer relatar la vida de Hansen sin mencionar el polo Norte.
Si
se elige la segunda manera, el autor quizás se vuelque al otro extremo y asuma
lo que podríamos llamar un tono decididamente piadoso. Hará entonces del
entusiasmo religioso un tema tan central como lo fue para los primeros
franciscanos. Tratará la religión como la cosa real que ella fue para el
Francisco de Asís real e histórico. Hallará, por así decir, un austero gozo en
desplegar las paradojas del ascetismo y los trasiegos de la humildad. Marcará
todo el relato con el sello de los estigmas y anotará los ayunos como batallas
reñidas contra un dragón, hasta que a la huera mentalidad moderna san Francisco
le resulte tan sombrío como la figura de santo Domingo. En resumen, creará lo
que muchos en nuestro mundo mirarían como una suerte de negativo fotográfico,
como el reverso de todas las luces y sombras; cosa que los necios hallarán tan
impenetrable como las tinieblas y aun muchos sapientes tan invisible como lo
escrito en plata sobre fondo blanco. Semejante estudio de san Francisco
resultará ininteligible a cuantos no compartan la religión del Santo y tal vez
sólo en parte inteligible a quienes quiera no participen de su vocación. Según
los matices del juicio que se adopten respecto a Francisco se lo mirará como
algo muy bueno o muy malo para el mundo. Pero la única dificultad para
desarrollar el tema según esta orientación radica en que la empresa es imposible.
Para escribir la vida de un santo se necesita otro santo. En el caso presente
las objeciones a esta orientación son insuperables.
En
tercer lugar, el autor puede tratar de hacer lo que yo he ensayado en este
libro, método que, como ya antes indiqué, encierra también sus peculiares
problemas. El autor puede adoptar la postura del hombre moderno común que
inquiere desde afuera, postura que es todavía la del autor de este libro en
buena medida y antes lo fue en forma exclusiva. Como punto de partida puede
uno empezar desde la visión de quien admira ya a san Francisco pero sólo por
las cosas que a ese hombre común y moderno resultan admirables. En otras
palabras, presume que el lector es al menos tan ilustrado como Renan o Matthew
Arnold y, a la luz de este conocimiento, tratar de iluminar lo que Renan y
Matthew Arnold dejaron a oscuras. Se intenta, pues, echar mano de cosas ya
comprendidas para explicar las que no lo son. Al lector moderno el autor le
dirá: "He aquí una personalidad histórica que a muchos de nosotros nos
resulta atractiva por su alegría, su romántica imaginación, su cortesía y
camaradería espirituales, pero en la que también concurren ciertos elementos,
evidentemente tan sinceros como vigorosos, que parecen harto anticuados y
repulsivos. Pero, a fin de cuentas, este hombre fue un hombre y no una docena
de ellos. Lo que a vosotros os parece incompatible no le pareció a él tal.
Veamos, pues, si es posible entender con ayuda de las cosas ya comprendidas
las que parecen ahora doblemente oscuras, por su propia opacidad y por su
contraste irónico." No pretendo naturalmente alcanzar esa totalidad
psicológica en este esbozo sencillo y breve. Quiero decir, empero, que es ésta
la única condición polémica que doy aquí por sentada, a saber: que estoy
tratando con alguien que desde afuera observa con simpatía. No supondré mayor
ni menor compromiso. A un materialista' no ha de importarle que las
contradicciones se concilien o no. Un católico no ha de ver contradicción
alguna que deba conciliarse. Pero en este libro me dirijo al hombre moderno
común, simpatizante pero escéptico, y me atrevo a esperar, aunque sea
vagamente, que, acercándome a la historia del gran Santo a través de lo que
hay en ella de claramente pintoresco y popular, podré comunicar al lector una
mayor comprensión de la coherencia de su carácter en conjunto, y que,
acercándonos a él de este modo, podremos juntos vislumbrar por lo menos la
razón que asistió al poeta que alabó a su señor el Sol para esconderse a
menudo en oscura caverna, por qué el Santo que se mostró tan dulce con su
hermano Lobo fue tan rudo con su hermano Asno -según motejó a su propio
cuerpo-, por qué el trovador que dijo abrasarse en amor se apartó de las mujeres,
por qué el cantor que se gozó en la fuerza y el regocijo del fuego se revolcó
deliberadamente en la nieve; por qué el mismo canto que grita con toda la
pasión de un pagano: "Loado sea Dios por nuestra hermana la Tierra que nos
regala con variados frutos, con hierba, con flores resplandescientes",
casi termina así: "Loado sea Dios por nuestra hermana la muerte del
cuerpo".
Renan
y Matthew Arnold fracasaron en esta empresa de conciliar contradicciones. Se
dieron por satisfechos caminando junto a Francisco y prodigándole sus
alabanzas hasta que en la marcha se cruzaron los propios prejuicios: los tercos
prejuicios del escéptico. En cuanto Francisco empezó a hacer algo que no entendían
o que no les resultaba grato, no intentaron comprenderlo y menos lo aprobaron;
volvieron sencillamente la espalda a todo el problema y dejaron de
"caminar junto al Santo". Pero de esta suerte resulta imposible
avanzar en la senda de la inquisición histórica. En realidad, nuestros
escépticos se ven obligados a desistir, desesperados, del estudio de la
totalidad del tema, a abandonar el más simple y sincero de los caracteres
históricos como un amasijo de contradicciones, al que sólo cabe alabar desde
una visión si no a ciegas a ojos tuertos. Arnold se refiere al ascetismo del
Alverno casi de pasada como si fuera una mácula desafortunada pero innegable
en la belleza de la historia; o mejor dicho, como si se tratara de un
desfallecimiento y de una vulgaridad en el final de la historia. Ahora bien,
esto equivale, ni más ni menos, a cegarse ante lo que constituye la fina punta
y el sentido de los hechos. Presentar el monte Alverno como un mero decaimiento
de Francisco equivale exactamente a presentar el monte Calvario como un simple
desfallecimiento de Cristo. Estas montañas son, sean por lo demás lo que
fueren, y es necio decir que comparativamente son cavidades o huecos negativos
en el suelo. Manifiestamente existieron para significar culminaciones y
señalar linderos. Tratar de los estigmas como de una especie de escándalo, al
que hay que referirse con ternura pero no sin pena, es idéntico a hablar de las
cinco llagas de Jesucristo como cinco máculas de su persona. Quizás no nos
guste la idea del ascetismo; quizás nos repugne la idea del martirio, y en este
mismo orden de cosas hasta la concepción del sacrificio que la cruz simboliza
quizás engendre en nosotros una repugnancia sincera y natural. Pero si es una
repugnancia inteligente, conservará aún cierta aptitud para darse cuenta del
sentido de la historia, sea ésta la historia de un mártir o la de un simple
monje. No se puede leer racionalmente el evangelio y considerar la crucifixión
como una reflexión tardía o un anticlímax o un accidente en la vida de Cristo;
es muy a las claras la fina punta y el sentido del relato, punta como la de una
espada, de aquella espada que traspasó el corazón de la Madre de Dios.
Y
no podremos leer racionalmente la historia de un hombre a quien se presenta
como espejo de Cristo sin comprender su fase final como "varón de
dolores" y sin apreciar, siguiera artísticamente, lo acertado de verle
recibir en una nube de misterio y soledad y no infligidas por mano de hombre
las heridas incurables y eternas que sanan al mundo.
Por
lo que hace a la conciliación práctica de la alegría con la austeridad, dejaré
que sea la misma historia la que sugiera. Pero ya que he mencionado a Arnold
Matthew, a Renan y a los admiradores racionalistas de san Francisco, insinuaré
lo que me parece aconsejable que recuerde el lector. En cosas como los estigmas
tropiezan estos distinguidos escritores porque para ellos la religión es una
filosofía. Los juzgaban, pues, cosa impersonal cuando lo único entre las cosas
terrenas que nos procura aquí un paralelismo aproximado es la pasión más
personal. Nadie se revuelca en la nieve por la tendencia en cuya virtud todas
las cosas cumplen la ley de su ser. Ni se priva de alimento por amor de un algo
-no de un alguien- que es fundamento de la rectitud. Hará estas cosas, u otras
muy parecidas, en virtud de un impulso bien distinto. Hará estas cosas cuando
esté enamorado. Lo primero que hay que tomar en cuenta acerca de san Francisco
está ya contenido en el primer hecho con que arranca su historia, a saber, que
cuando ya en los inicios dijo que era un trovador y proclamó luego que era
trovador de un romance nuevo y más noble no usaba una simple metáfora; se
comprendía a sí mismo mejor que lo hacen los eruditos. Fue hasta en las
últimas agonías del ascetismo un trovador. Fue un amante. Enamorado de Dios y
enamorado en realidad y de verdad de los hombres, cosa que entraña una vocación
mística mucho más singular. Enamorado de los hombres es casi
lo contrario de filántropo; y por cierto, la pedantería del
vocablo griego conlleva en sí una sátira. Del filántropo puede decirse que ama
a los antropoídes. Pero como san Francisco no amó la humanidad sino a los
hombres, así tampoco amó la cristiandad sino a Cristo. Alguien podrá decir, si
así le place, que era él un lunático enamorado de una persona imaginaria; pero
se trataba de una persona imaginaria, no de una idea imaginaria. El lector
moderno, pues, hallará mejor la lave del ascetismo y del resto en las historias
de enamorados cuando éstos se asemejan casi a lunáticos. Contemos la historia
de Francisco como si fuera el relato sobre un trovador y las cosas
extravagantes que está dispuesto a hacer por su dama y la perplejidad moderna
desaparecerá. En semejante romance no hay contradicción entre el poeta que
junta flores al sol y soporta una vigilia helada en la nieve, entre quien
alaba toda belleza terrena y corporal y se niega a tomar bocado, entre quien
glorifica el oro y la púrpura y viste a ciencia y conciencia unos andrajos,
entre quien muestra patéticamente una grande hambre de vida feliz y a la vez
una gran sed de muerte heroica. Estos enigmas se resuelven fácilmente en la
simplicidad de todos los amores nobles; sólo que el amor de Francisco lo fue
tanto que muchos ni siguiera oyeron hablar de él. Veremos más adelante que el
paralelismo del amor mundano enmarca de manera muy útil los problemas de la
vida del Santo como, por ejemplo, las relaciones con su padre, con sus amigos,
con sus familiares. El lector moderno descubrirá que si es capaz de sentir como
una realidad semejante amor, casi siempre podrá sentir también esta suerte de
extravagancia como un bello romance. Pero esto lo hago notar aquí a manera de
punto preliminar porque, si bien está ello lejos de encerrar la verdad final en
esta materia, constituye la mejor manera de aproximarnos a ella. Nunca el
lector empezará ni a vislumbrar siguiera el sentido de una historia que puede
parecerle lo más extravagante mientras no comprenda que para aquel gran místico su
religión no era algo así como una teoría sino algo así como unos amores. Y el
único propósito de este capítulo preliminar consiste en exponer los límites del
presente libro, que se dirige solamente a aquella porción del mundo actual que
encuentra en san Francisco cierta dificultad moderna, que se siente capaz de
admirarle y no obstante lo acepta a duras penas o que puede admirar al santo
prescindiendo casi de la santidad. Y mi único derecho para intentar siquiera
semejante tarea consiste en que durante tiempo me encontré en distintos
estadios de una situación similar. Infinidad de cosas que ahora comprendo en
parte las imaginé del todo incomprensibles; muchas que ahora tengo por sagradas
las hubiera desdeñado como totalmente supersticiosas, y muchas que, al
considerarlas desde adentro me parecen lúcidas y transparentes, hubiera dicho
con sinceridad que eran oscuras y bárbaras miradas desde afuera cuando ya hace
años, en los días de mi mocedad, en mi fantasía prendió fuego por vez primera
la gloria de san Francisco de Asís. También yo he vivido en Arcadia; pero en la
misma Arcadia encontré a un caminante vestido con hábito pardo que amaba los
bosques más que Pan. La figura con hábito pardo se levanta sobre la chimenea
donde escribo, y es la única entre otras muchas imágenes que en ninguna etapa
de mi vida dejó de serme familiar. Existe una cierta armonía entre la chimenea
y la luz de la lumbre y el primer placer que hallé en las palabras de Francisco
sobre el hermano Fuego, pues su recuerdo se levanta bastante remotamente en mi
memoria para mezclarse con los ensueños más domésticos de los días infantiles.
Las mismas sombras fantásticas que proyecta la lumbre ejecutan una callada
pantomima que remite a la infancia y, sin embargo, las sombras que yo veía
eran ya entonces las sombras franciscanas de sus fieras y pájaros favoritos tal
como él las vio ornadas con la aureola del amor divino. Su hermano Lobo, su hermano
Cordero casi se parecen al hermano zorro y al hermano Conejo de un cuento
infantil más cristiano.
Poco
a poco he logrado ver nuevos aspectos maravillosos de este hombre, pero nunca
olvidé el que ahora me place evocar. Su figura se yergue sobre un puente que
enlaza mi juventud con mi conversión a través de muchas otras cosas, ya que el
romance de la religión de Francisco había penetrado hasta el romanticismo de
aquella huera época victoriana. Porque he pasado por esta experiencia espero
lograr que avancen otros por el camino un poco más... aunque sólo sea un poco
más. Nadie mejor que yo sabe que en tal sendero hasta los ángeles andan con
tiento; más con todo y ver seguro mi fracaso no me abruma el temor puesto que
el Santo supo tolerar con alegría a los locos.
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