J. Joergensen:
San
Francisco de Asís
Índice
Libro
primero
Libro
segundo
Libro
tercero
Libro
cuarto
por Teodoro de Wyzewa y
Francesc Gamissans, o.f.m.
Entre las más
prestigiosas biografías de san Francisco de Asís escritas a finales del siglo
XIX y principios del XX -cuando se produce un renacer del estudio de las
fuentes franciscanas, propiciado por Paul Sabatier y el centro franciscano de
Quaracchi (Italia)-, destaca la que escribió el danés Johannes Joergensen. Aquí
vamos a ofrecer un perfil de la vida y personalidad del autor, tomado
mayormente del P. Pavez, y, tomada del P. Gamissans, una breve presentación de
la excelente biografía: San Francisco de Asís. Su vida y su obra.
I. Perfil biográfico
Johannes
Joergensen nació de una familia protestante de marinos en Svendborg, isla de
Fionía (Dinamarca), el 6 de noviembre de 1866.
A la edad de 16
años se trasladó a Copenhague con objeto de dar comienzo a sus estudios
universitarios. En el mundo del pensamiento ardía por entonces la fiebre del
positivismo y el darwinismo que invadieron el saber humano en el último tercio
del siglo XIX. Surgieron del poderoso avance de las ciencias experimentales y
empíricas, y llevan en su esencia la negación de todo lo no verificable o de
sentido trascendente.
Después de
cursar, con extraordinario lucimiento, las Humanidades en la Universidad de
Copenhague, a los veinte años de su edad se entregó con ardor al estudio de las
ciencias naturales y al examen de los más recientes problemas de la zoología
comparada, adquiriendo cuantioso caudal de doctrina positivista que muy pronto
hizo servir a la causa materialista, darwinista y anticristiana, cuyas huestes
dirigía en los países escandinavos el profesor Georges Brandes. Poco tardó en
llegar a ser uno de los jefes principales de este movimiento, agrupándose en
torno suyo una verdadera falange de universitarios que saludaban con férvido
entusiasmo cada escrito del joven maestro. El mismo Dr. Brandes le felicitó
muchas veces por el valioso contingente que le aportaba, consagrándose todo
entero al triunfo de sus ideales.
Sin embargo, no
fue mucho el tiempo que el ardoroso polemista duró en la brecha. Su
inteligencia era demasiado clara, y bastante sano su corazón para que no viera
lo falso y peligroso del sistema a que había empezado a servir con tan
generosas convicciones, dignas de más noble objeto y empleo. Al cabo de un año
de rudo combatir comenzó a cejar en la demanda y acabó por condenarse al
silencio y entregarse a nuevos y más profundos estudios, emprendiendo viaje
científico y artístico por Alemania e Italia y dejando a sus compañeros de
lucha en la más ansiosa expectación.
Cuando regresó a
su patria anunció que iba a publicar sus impresiones de turista en un
libro, que apareció en los primeros meses de 1895 con el título de El libro
de viaje, y en el que, a vueltas de algunas descripciones pintorescas en
que daba libre vuelo a su fantasía de poeta, el entusiasta defensor de las
teorías brandesianas se deshacía en alabanzas de la hermosura, grandeza y
santidad de la religión católica.
Empezaba por
describir las principales etapas de su excursión. Entrando en Alemania, en vez
de irse a las grandes capitales de estilo moderno, de costumbres refinadas,
prefirió visitar las pequeñas ciudades, donde más intacta y virgen se conserva
el alma alemana de otros tiempos. Detúvose en Nuremberg, admirando las obras
artísticas medievales en que abundan los monumentos de aquella ciudad,
especialmente las iglesias y el museo Germánico. Las imágenes de la Virgen
sobre todo le cautivaron el alma, haciéndole concebir vehementes sospechas
contra el valer y excelencia de aquella «cultura» que él tanto se había afanado
por elogiar y propagar. Luego llamó su atención la dulzura y cristiana
ingenuidad de las costumbres bávaras, tan opuestas a las del mundo materialista
en que él se había educado y de que iba hastiándose cada día más.
De Nuremberg pasó
a Rothemburgo, la más castiza de las ciudades alemanas, donde recibió análogas
impresiones estéticas y morales que en la estación precedente, pareciéndole
cada vez más cierto que aquella vida, a un tiempo mismo intensa y modesta, en
todo conforme con la tradición antigua, era el verdadero ideal de su propia
vida. Saliendo de Rothemburgo se fue a visitar a un pintor amigo suyo, que se
ocupaba en decorar los muros de la famosa abadía benedictina de Beuron, donde
se le ofreció por primera vez ocasión de contemplar de cerca la vida monacal,
que no conocía más que de oídas y al través de relatos de enemigos apasionados.
Allí le embistió tenazmente la idea de que esa vida monástica, contra la cual
había alimentado tan siniestros prejuicios, no era menos noble y digna de
respeto que la que hacía la dorada juventud de Copenhague alrededor de la
cátedra del Dr. Brandes, y de que la decantada «cultura moderna» no era ya
condición tan indispensable, como él se había figurado, al bienestar de los
individuos y de los pueblos.
Por fin salió de
Alemania y entró en Italia y, consecuente con su sistema de evitar el bullicio
de las grandes ciudades, se dirigió a Asís, la ciudad de los recuerdos santos,
de las tradiciones sencillas y puras, donde hasta las piedras hablan al viajero
de alma ingenua y soñadora el lenguaje de la poesía y del heroísmo cristiano en
su más alto grado. Poco a poco la asidua lectura de los Fioretti
(Florecillas) y de la Leyenda dorada, el grandioso espectáculo de las
ceremonias del culto católico, el trato constante y fraternal de los religiosos
franciscanos le fueron revelando y ratificando la pureza y legitimidad del
ideal moral por él entrevisto en Nuremberg y en Rothemburgo.
Hallóse un 1 de
agosto en el «perdón» de Santa María de los Ángeles (Indulgencia de la
Porciúncula), donde le sucedió un caso extraño, y fue que, mientras una
muchedumbre de peregrinos oraba y entonaba cánticos piadosos ante el ara del
perdón, observó que un grupo de extranjeros que ocupaban una de las tribunas de
la gran basílica estaban riéndose despreciativamente de la devoción de aquellas
buenas gentes y glosándola a simples efectos de la ignorancia y del atraso. El
joven viajero miró con repugnancia el acto incivil de aquellos civilizados,
y todas sus simpatías se fueron tras los devotos ganadores de «la indulgencia»,
y él mismo acabó por acompañarlos, cayendo de rodillas, casi sin advertirlo,
ante el altar de la capilla de la Porciúncula, de donde a poco se levantó
avergonzado y salió de la Iglesia. «Pero -son sus propias palabras- salió
llevándose la íntima persuasión de que también él acababa de recibir allí algo
así como un perdón de San Francisco».
Se volvió a la
ciudad y, a medida que iba divisando las torres y techos, y la imponente arcada
que circunda el sacro convento, y el campanario que se yergue sobre la
triple iglesia de Cimabue y de Giotto, más claro iba viendo que nunca en su
vida había entrado en su alma tamaño caudal de gozo y de pura felicidad.
Así y todo, no
creía aún. Con todas las emociones católicas de Asís y las emociones
poético-históricas de Nuremberg y Rothemburgo, no lograba aún triunfar de su
pertinaz escepticismo. Su imaginación era presa de las nuevas maravillas que
ante ella se desplegaban; su razón se inclinaba ante la evidencia de la
inanidad de sus dudas y de sus certidumbres; pero el reacio era su corazón, que
persistía negándose a abrazar las nuevas ideas religiosas: extraño drama
interno, que él describía con absoluta sinceridad y con manifiesta e
irresistible simpatía hacia las cosas y personas que había tratado en su viaje,
pero que él no veía sino como a través de misterioso velo, pugnando inútilmente
por acercarse a ellas y entrar en su dichosa compañía.
Por fin, un día
de 1898, su propia continua reflexión sobre su conciencia le reveló la
verdadera causa que le separaba de la fe cristiana: su aversión al milagro, que
él mismo se esforzaba por mantener y fomentar. Observó que había en él una
formal voluntad de no creer y de apoyar con positivos argumentos su propia incredulidad.
No había tal lucha entre la luz y la justicia de una parte, y de otra los
dogmas absurdos y opresores de la religión. No. Todo esto vio claro que no era
más que un montón informe de fútiles pretextos a que él recurría para
cohonestar su aversión a las verdades eternas. El paso al catolicismo tuvo
lugar en Copenhague a finales del año 1898, cumplidos sus 30 años. Viviría
luego algo más de otros sesenta.
J. Joergensen
estaba verdadera y definitivamente convertido al catolicismo. Al año siguiente
creyó que debía explicar a sus antiguos compañeros de lucha antirreligiosa los
motivos de su conversión, lo que hizo en forma de respuesta a los reproches de
un amigo, en un breve escrito que intituló La mentira de la vida y la verdad
de la vida. «Vosotros creéis -decía a los materialistas daneses- que vais
buscando la verdad, la felicidad, la libertad; pero esos no son más que
pretextos para excusaros de examinar con seriedad el problema de vuestra vida.
Yo también he corrido tras estos objetos con más febril ansiedad y
perseverancia que vosotros, sin parar un momento hasta encontrarlos, y no los
encontré nunca hasta el día en que me arrojé en los brazos de la fe cristiana».
De más está
advertir que no por haber renunciado Joergensen a sus antiguas ideas, dio
también de mano a su profesión de hombre de letras: la prosiguió con más ardor
que antes. Apenas convertido publicó un interesante estudio histórico-estético
sobre la abadía de Beuron y una colección de Parábolas, que es acaso su
obra poética más pura y acabada. Otras son: El último día, Los enemigos del
infierno, El fuego eterno, Eva (novela), etc., etc.; pero ninguna de estas
iguala en bellezas literarias ni en tesoros de descripción pintoresca a su
hermoso libro de las Peregrinaciones franciscanas, superior, por la
delicadeza y profundidad del sentimiento religioso, al Libro de viaje.
El ex-compañero
de luchas de Mr. Brandes, traído a la fe cristiana por el espectáculo de las
ceremonias franciscanas de Asís y la lectura de los antiguos biógrafos de san Francisco,
volvió de nuevo a Italia a visitar todos los lugares que conservan vestigios y
memorias del gran Patriarca, el santo favorito de su devoción y amor; y las
impresiones de este viaje son las que nos describe en sus Peregrinaciones
con ese estilo suyo sobrio, delicado, lleno de unción a la vez científica y
piadosa.
Pero este libro
de las Peregrinaciones no era más que una introducción a otro de más
aliento y de mayores proporciones, en que el joven converso iba a derramar a
manos llenas los tesoros de su erudición, discernimiento histórico, exquisita
poesía y, más que todo eso, de su devoción filial al Santo bendito de sus más
íntimos amores, el Seráfico Patriarca de los pobres, a cuya especial
intercesión él atribuía el haber dado con la luz y la felicidad después de
larga noche de dudas y de falsa cultura. Este libro es: San Francisco de
Asís. Su vida y su obra.
Johannes
Joergensen murió en su ciudad natal, Svendborg, el 29 de mayo de 1956. Fue
voluntad suya morir donde nació; que sus huesos volviesen a Dinamarca; que
reposaran en la tierra de su linaje. El nonagenario escritor y poeta, si tuvo
cuna protestante, vida azarosa luego y conversión sincera después, descansa
ahora en paz en tumba católica.
II. La biografía «San Francisco de Asís»
Pensador,
historiador, escritor y periodista, J. Joergensen era de natural romántico y
sentimental, poeta inspirado y muy leído. En todas sus obras hagiográficas
armoniza la poesía con la verdad histórica. Así lo lleva a cabo en las
biografías de santa Catalina de Siena, Don Bosco, Charles de Foucauld, santa
Brígida y otras. Por lo que se refiere a San Francisco de Asís, hay que
añadir su especial devoción al santo, quien, a su juicio, «fue también un poeta
y un converso».
1.
Características de la obra
El libro sobre el
Pobrecillo de Asís de J. Joergensen salió en original danés y en
Copenhague el año 1907. Fue inmediatamente traducido a varias lenguas; en
castellano gozamos de dos versiones distintas: la de R. M. Tenreiro (Madrid
1925, 3.ª ed.), y la de A. Pavez (Santiago de Chile 1913; Buenos Aires 1945);
en nuestro trabajo citamos esta última por considerarla más lograda. Precede
una larga introducción y una concienzuda investigación (no incluida en las
traducciones al castellano) sobre las fuentes franciscanas como habían
hecho ya Paul Sabatier y los acreditados historiadores franciscanos de
Quaracchi, con quienes mantuvo una sincera amistad. Estudia con suma detención
el enorme cuerpo documental, compulsado en archivos y bibliotecas. En estas
fuentes de información apoya su relato histórico, que lleva a cabo mediante los
métodos modernos de crítica interna y externa, como quien aspira a que se le dé
fe en lo que afirma y sostiene.
Raoul Manselli,
investigador de primera fila, escribe: «La prueba más álgida de amor a
Francisco y a Asís la dio Johannes Joergensen, uno de los líricos más grandes
de la literatura danesa, cuando quiso dedicarse a historias del Medievo, a
fuentes, a herejes y estudiosos, para aproximarse más al santo, al que le
acercó sobre todo su condición de cristiano y alma de poeta». Se entregó con
tesón y humildad a la elaboración de la biografía del Pobrecillo de Asís
con plena conciencia de la dificultad que entrañaba.
En la
Introducción del libro sitúa a san Francisco en el marco de su tiempo, describiendo
el escenario y entorno político, civil y religioso de la época y los pueblos en
los cuales el santo desenvolvió su fecunda acción apostólica. Lo que sin duda
hace más amable su obra es el caudal de sentido poético de que se halla
impregnado su espíritu cuando narra hechos concretos. No podía ser de otro modo
tratándose del Pobrecillo de Asís que, si no fue un poeta académico, lo
fue en los actos de su vida y en aquel simpático y penetrante amor a la
naturaleza. Joergensen articula armónicamente los hechos en doble clave,
histórica rigurosa y estilo lírico, dado que de otra manera sería mutilar dos
veces al Creador. «Lo bello es el resplandor de lo verdadero», filosofaba
Platón, y Joergensen lo entiende así cuando lo describe en su San Francisco,
y lo siente incluso en sí mismo y en todos sus libros.
2. Parangón entre
Johannes Joergensen y Paul Sabatier
Es interesante
hilvanar un parangón entre Johannes Joergensen, católico, y Paul Sabatier,
protestante. Sabatier
conquistó fama mundial por su Vie de Saint François d'Assise. Se le considera como uno de los pioneros
en el descubrimiento y estudio crítico-interpretativo de las fuentes
franciscanas durante aquella época. Incrementó sus estudios con otras obras
y trabajos, especialmente con la edición de textos franciscanos primitivos e
inéditos.
Joergensen fue
contemporáneo de Sabatier y ambos fueron amigos personales. Son considerados
como dos polos de atracción, con influjos diversos. Manselli asevera que la
mayoría de los biógrafos posteriores a Sabatier y Joergensen, «no pueden
sustraerse del círculo mágico de los dos».
Si bien eran
amigos, difieren substancialmente en la interpretación de hechos importantes de
la vida de san Francisco. Veamos algunos.
El biógrafo danés
acentúa la humanidad del Pobrecillo de Asís. Quizás no se detiene del
todo en la experiencia mística del santo, debido a que no poseía una
preparación teológica cabal. Se concentra más en valorar el alma poética del
que fue trovador de Asís. Cierto que algunas páginas llegan al límite extremo,
más allá del cual la historia corre el riesgo de convertirse en novela, pero
cabe no señalar lagunas de calibre ni una predisposición intencionada cuando
distingue la simple leyenda de la rigurosa historia. Por otra parte, como
alguien ha escrito, la leyenda es la quinta esencia de la historia porque nos
da su espíritu...
Sabatier, por el
contrario, influido por el positivista Renán, del cual recibió el encargo de
escribir una biografía de san Francisco, se ciñe estrictamente a los textos
primitivos, algunos descubiertos por él mismo. Este método le induce a negar el
ámbito sobrenatural inverificable; al mantener vivo el escrúpulo de una
investigación erudita, se ciñe a testimonios críticamente discutibles por unos,
pero avalados por otros.
Otra divergencia
de opinión: J. Joergensen presenta un Francisco con una incondicional adhesión
al papa de Roma y a la Santa Sede. Fundamenta su argumentación en las palabras
del santo fundador contenidas en la Regla: «El hermano Francisco promete
obediencia y reverencia al señor Papa Honorio y a sus sucesores canónicamente
elegidos y a la Iglesia romana» (2 R 1,2).
Sabatier, por el
contrario, en su célebre biografía franciscana, presenta al santo como un
hombre liberal y liberado de la tiranía de Roma, víctima del poder absolutista
-tanto en lo temporal como en lo espiritual- representado por los pontífices
Inocencio III y Honorio IV. Fundamenta su tesis en el Testamento del santo
cuando dice: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me
reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). El
historiador protestante da a estas palabras un sentido restrictivo de reproche
a la jerarquía eclesiástica, tanto de Asís como de Roma. Esta visión indignó a
la Curia vaticana, que incluyó su obra en el Índice de libros
prohibidos.
Hay que reconocer, sin embargo, que Paul Sabatier rectificó en
parte sus criterios en ediciones posteriores de su libro.
Otro aspecto
discrepante entre los dos historiadores es la interpretación que dan de la experiencia
religiosa de Francisco. Joergensen, que se considera fiel a los biógrafos
contemporáneos del santo, revela a Francisco como el hombre que descubre a
Cristo y se esfuerza en imitarle incluso en los más mínimos detalles hasta ser
llamado otro Cristo en la tierra ("alter Christus").
Sabatier, por el
contrario, describe al santo como un simple profeta laico, denunciador, como
hemos dicho, de los abusos del poder civil y religioso. Volviendo a su
escepticismo, niega la estigmatización del santo, un evento místico no dado en
anteriores siervos de Dios, avalado por algunos contemporáneos, como san
Buenaventura, Doctor de la Iglesia, digno de toda reputación. Asimismo no
admite el hecho de la indulgencia de la Porciúncula o del "perdón de
Asís".
Por lo que se
refiere a este último acontecimiento, Joergensen, al principio, tampoco lo
reconocía como un hecho histórico, pero luego se retractó, convencido de los
serios argumentos de los historiadores franciscanos de Quaracchi y en
particular del prestigioso investigador alemán, E. Holzapfel, especialista en
historia franciscana y amigo de Joergensen. Lo expresó éste con suma humildad
en la Presentación de la edición italiana de su libro: «Mi primera idea
ha cambiado en esta edición, inducido y convencido por los argumentos de mi
estimadísimo padre Eriberto Holzapfel». Según los mejores críticos modernos el
hecho de los estigmas en san Francisco es históricamente uno de los más
demostrados; negándolo se renunciaría a prestar fe a cualquier otro documento
de valor indiscutible.
Finalmente, por
lo que a los escritos de san Francisco se refiere, Joergensen y Sabatier son
unánimes en darles valor histórico, pero difieren en su interpretación: el
primero pone el acento en textos poéticos y de más calor humano; el segundo se
ciñe a resaltar la influencia e intromisión de la Curia romana en los mismos,
especialmente en la Regla.
En resumen: no es
excesivo afirmar que J. Joergensen percibió en Francisco de Asís un convertido
frente a las inquietudes juveniles del siglo XIII, un trovador en busca de la
verdad y del bien, y un cantor de las maravillas de la creación. En su vida,
Joergensen, como Francisco, aceptó con humildad la llamada divina a la
conversión; los dos, más o menos a la misma edad.
3. Estilo
literario de Joergensen
Johannes
Joergensen no se cansa de afirmar que, desde siempre, Francisco amaba la poesía
y el canto, incluso antes de su conversión. Después, su lirismo místico se
inspira en la naturaleza toda. «Para apreciar este fenómeno debidamente, es
menester comprender las relaciones del santo con las maravillas de la creación.
Todo ser era para él una viva palabra de Dios. La creatura le servía para
comprender al Creador y este sentimiento lo llenaba de una perenne alegría y de
un incesante anhelo de rendirle gracias». Para sostener esta opinión,
Joergensen cita un texto de las fuentes franciscanas: «Nosotros que
estuvimos con él veíamos que era tan grande su gozo interior y exterior en casi
todas las criaturas, que, cuando las palpaba o contemplaba, más parecía que
moraba en espíritu en el cielo que en la tierra» (EP 118).
Joergensen, poeta
como el santo, se detiene con predilección en el estudio del famoso poema de
Francisco: Cántico de las criaturas o del Hermano Sol, «la primera flor
de la poesía italiana, escrito en su idioma nativo». Le dedica un capítulo
entero en el que comenta primero las verdaderas relaciones de Francisco con el
mundo creado, que difieren absolutamente del panteísmo. «Su actitud ante la
naturaleza fue pura y simplemente la del primer artículo del Credo de la
Iglesia». Luego compara este Cántico con el bíblico que entonaron
Ananías, Azarías y Misael, con la diferencia de que Francisco añade la bondad y
utilidad de cada cosa. Después de transcribir el texto original italiano del
Cántico, termina con una breve consideración sobre el hecho de que algunos de
los compañeros del Pobrecillo de Asís anduvieran por el mundo -como
verdaderos juglares de Dios- entonando la nueva canción.
Los mejores
críticos aseveran el carácter poético de la Vida de san Francisco de
Joergensen, no apartándose un ápice sin embargo de los datos rigurosamente
históricos. Lo constata Manselli: «Joergensen, uno de los líricos más grandes
de la literatura danesa, llegó a san Francisco no por sugerencia de un Renán
como Sabatier o por estudios de teología o de derecho, sino a partir de la
poesía y de la inquietud espiritual. Ha consagrado páginas densas de poesía, en
las que se palpa la viveza del recuerdo y la nostalgia». En resumen, el libro
refleja la nostalgia e inquietudes interiores que el autor experimentó en su
propia vida.
Quizás este
último fenómeno ha contribuido a la gran difusión de su obra, vertida a la
mayoría de las lenguas europeas. Todavía hoy ocupa un lugar importante entre
las múltiples biografías que se han escrito del santo de Asís.
[Teodoro de
Wyzewa, Juan Joergensen, en J. Joergensen, San Francisco de Asís,
Santiago de Chile 1913, pp. XVI-XXIII.- F. Gamissans, Johannes Joergensen.
Historiador y poeta de S. Francisco, en Verdad y Vida 60 (2002)
159-168]